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Capítulo 37. Su nueva vida

Capítulo 37
Su nueva vida

El viaje del Cáliz de Rosa por el Mar Ártico del Este había resultado ser un poco más llevadero de lo que la familia imperial creía en un inicio. En un abrir y cerrar de ojos, se encontraban ya a la mitad de la tercera semana. El clima poco a poco se tornaba más frío conforme más se aproximaban a Volkinia Astonia, e incluso había estado nevando un poco los últimos días.

Esa noche en particular se sentía ligeramente más fría que las anteriores, lo que había incitado a Isabelleta a buscar el calor de su esposo debajo del grueso cobertor que los cubría a ambos. Él la rodeó con su brazo sin decir nada, pegándola hacia él. Ella recostó su cabeza sobre su hombro, y comenzó a respirar en su cuello, provocándole un pequeño cosquilleo al príncipe Rimentos. Luego de unos minutos, Isabelleta dejó en evidencia que en realidad no dormía, cuando comenzó a recorrer sus dedos lentamente por el torso desnudo de Frederick, con un singular y delicado roce. Éste correspondió el acto acariciándole su brazo y espalda sobre la delgada tela de su camisón para dormir.

La princesa alzó su rostro soñoliento, volteando a ver a su esposo y apenas distinguiendo su silueta en la oscuridad de la habitación, y él hizo lo mismo. Se inclinó tímidamente hacia él, uniendo sus labios contra los suyos, como si temiera no ser correspondida. Lo fue, muy gratamente. Y de ahí en adelante ninguno tuvo que decir nada o dar alguna indicación; ambos sabían lo que el otro deseaba, y dejaron sin miramiento que aquello fluyera.

Frederick e Isabelleta llevaban ya diez años de casados, y tenían dos hermosas niñas. Pero todo aquel paso del tiempo no había suprimido el deseo que uno sentía por el otro, y que se había vuelto notable desde la primera vez que se conocieron. Isabelleta era una mujer con una radiante hermosura, que sólo se había vuelto mayor con el pasar de los años. Y ella a su vez siempre se había sentido atraída por la galanura y fuerza del príncipe Rimentos; sobre todo cómo podía tener ese porte marcial tan intimidatorio, y aun así podía llegar a ser tan dulce y delicado cuando la tenía en sus brazos.

Si ninguno exteriorizaba demasiado ese anhelo por el otro, era precisamente por los modos y reglas que a ambos por separado se les había inculcado; sobre cosas que se debían demostrar en público, las que sólo se demostraban en privado, y las que no se debían demostrar jamás, pero que lamentablemente la línea entre una y otra muchas veces no era muy clara. Pero ahí, en la intimidad de ese camarote, lejos de la corte de Marik, de la nariz fisgona del emperador, o de sus anfitriones en los pueblos, ambos se habían reencontrado el uno al otro.

Ambos se retiraron mutuamente las pocas prendas que los cubrían. Y sin salir de la cálida protección del cobertor, pegaron sus cuerpos el uno al otro, recorriéndose mutuamente con sus manos. Isabelleta podía sentir la hombría de su esposo rozando su muslo y vientre con cada movimiento que realizaban, y aquello le provocaba pequeñas cosquillas agradables, y la llenaba de una gran ansiedad.

Cuando ya no aguantó más, la princesa se colocó justo encima de su compañero. Y mientras le besaba apasionadamente su cuello, su mano bajó y buscó a tientas su miembro, igual de ansioso que ella, y lo dirigió con el camino libre hacia su entrepierna. Comenzó a mover su cadera a su propio ritmo y tiempo, teniendo su cuerpo enteramente recostado sobre su esposo, suspirando sobre su cuello y hombro. Otros hombres Rimentos, o quizás volkineses en general, de seguro no les agradaría tanto que sus mujeres tomaran tal control de la situación en la cama. Pero Frederick no era el caso. De hecho, ese era quizás de los aspectos de la personalidad de Isabelleta que más le agradaban al joven príncipe. Había llegado a pensar si tenía algo que ver con su sangre Vons Kalisma, pero nunca se atrevería a preguntarlo directamente.

Isabelleta siguió dominando el movimiento por un tiempo más, hasta el punto de que éste se volvió intenso y casi desesperado. Sin embargo, terminó por cansarse antes, y quedó rendida sobre el pecho de su esposo. Pero Frederick no tenía pensado dejar las cosas así, pues había prácticamente llegado a un punto de no retorno. Rodeó a su esposa con ambos brazos, e hizo que giraran en la cama, colocándola ahora a ella debajo de él. En el movimiento los había destapado casi por completo del cobertor. Sus cuerpos desnudos y un poco sudorosos resintieron el contacto con el frío exterior, pero ya para esos momentos a ninguno le importó.

Isabelleta rodeó la cadera de su esposo con sus piernas y lo empujó hacia ella. Sus ojos le suplicaban llenos de deseo que terminara él mismo el trabajo, y aunque quizás él no los podía ver directamente, ciertamente entendió el mensaje.

La princesa terminó primero, de una forma intensa que la obligó a girar su cabeza hacia un lado y morder su almohada para evitar gritar más de la cuenta. Frederick le siguió un poco más de un minuto después, aunque de una forma bastante más silenciosa.

Ambos se recostaron uno al lado del otro, en una posición similar a la que estaban antes de que comenzaran su acto, pero ahora totalmente desnudos y con sus entrepiernas palpitantes intentando volver a relajarse. La princesa recorría lentamente sus dedos por el ancho pecho de su esposo, acariciando los vellos pelirrojos de éste con una curiosidad casi infantil.

—¿Algo te molesta? —preguntó de pronto Isabelleta, rompiendo el largo silencio que había caído entre ambos.

—¿Por qué lo preguntas? —Respondió Frederick, dándose cuenta él mismo de lo absurda de su contestación—. No es nada, supongo que sólo tengo demasiadas cosas en la cabeza...

Isabelleta sólo asintió. Sin necesidad de más información, ella lo comprendía.

Más allá de lo que significaban para ambos esos pequeños desahogos físicos, en esos momentos eran además el único apoyo real con el que contaba cada uno para afrontar las preocupaciones y miedos que los atormentaban, pues su aproximación más inminente al final de su viaje, hacía poco a poco también más tangible y real lo que habría de venir posterior a ello.

Los miembros de la Familia Real a bordo comprendían, al menos en la teoría, lo que significaba el nombramiento de Frederick como emperador segundo, y el tener que mudarse a un sitio tan remoto y diferente al que había sido su hogar hasta ese momento. Quizás sólo Mina no lo comprendía del todo, pero al menos sí lo esencial. Sin embargo, hasta ese punto todo aquello seguía sintiéndose para los cuatro como algo lejano que no pasaba más allá de las palabras. Cuando ese barco desembarcara al fin en Volkinia Astonia, ya no sería sólo una idea, y tendrían que enfrentarse de frente a su nueva realidad.

Quizás para las dos niñas esto aún no representaba ningún problema, y quizás no lo resultaría hasta que el momento llegara de verdad. Pero sus dos padres habían estado pensando en eso todo el tiempo, incluso desde antes de que pusieran un pie fuera del Palacio de Marik. Y al no poder expresar abiertamente lo que todo eso les hacía sentir, sólo les quedaba la compañía y el reconforte de su cónyuge.

Isabelleta en particular se sentía preocupada y casi asustada. Y no sólo por la latente amenaza de muerte, que en verdad era algo que no se había logrado quitar de la cabeza ni un sólo momento desde que se enteró. También le seguía preocupando aquello que había hablado con Frederick una tarde en Vistak, que ya en esos momentos se sentía tan lejana. Sobre cómo los podría cambiar a la larga el ya estar en Zarkon, como emperador y emperatriz segunda. Sobre si podrían seguir siendo tan unidos y, de cierta forma, felices como lo eran en esos momentos. O si ese cambio de vida sería en verdad un cambio completo en cada aspecto... incluyendo su relación.

Quizás era un miedo irracional y sin justificación. Pero Frederick ya había hecho en ese viaje un acto que le resultaba de momento incomprensible al haberles salvado la vida a esos dos delincuentes. Y aunque él intentara justificarlo de diferentes formas, ella no podía sacarse de la cabeza que había algo detrás que no le estaba diciendo, aunque no tuviera ninguna prueba al respecto.

Objetivamente sabía que todas sus sospechas no significaban nada. Y aunque en verdad le estuviera ocultando algo sobre ese asunto, no necesariamente debía ser algo malo, o ser un precedente de que de ahí en adelante pensara guardarle más secretos. Pero su lado más empujado por sus sentimientos y su instinto no la dejaba quitar la idea del panorama. Aquello la hacía sentirse apenada por sí misma, y la hacía preguntarse si era a causa de alguna suspicacia o desconfianza inherente a su familia, o quizás simplemente a su naturaleza como mujer, o sólo algo de su propia personalidad. Lo que fuera de las tres, no podría librarse de ninguna, así que sólo le quedaba intentar tragarse dichas ideas y lidiar con ellas en silencio hasta que se le olvidaran; justo como solía hacer su madre.

Pasados unos veinte minutos, los ojos de Isabelleta volvieron a abrirse en la oscuridad. En realidad, no se había quedado dormida ni un sólo segundo. Frederick, por su parte, su respiración le indicó que sí había logrado conciliar el sueño. Quizás eso era justo lo que ocupaba para despejar su mente lo suficiente y poder dormir. Isabelleta parecía necesitar un poco más.

Con mucho cuidado retiró el brazo de Frederick de su alrededor, y se apartó de su lado. Él permaneció dormido. La princesa se colocó de nuevo sus ropas, se paró de la cama, y se colocó encima una bata más gruesa y abrigadora, así como sus pantuflas en los pies. Tomó la linterna de aceite pequeña del buró, se dirigió silenciosa a la puerta y salió casi de puntillas al corredor.

No tenía un plan claro de qué quería hacer. Quizás sólo caminar un poco, o ir a la cocina y comer o beber algo. Sin embargo, sus pies terminaron por llevarla en dirección al camarote de sus hijas, aunque no se percató de ello hasta que estuvo prácticamente delante de su puerta.

Sus hijas, sus dos pequeñas... ¿Qué sería de la vida de ambas? Hasta antes de ese momento habían sido sólo dos jovencitas, hijas de uno de los tres sobrinos del emperador; lo suficientemente pequeñas para no llamar demasiado la atención, pero lo suficientemente cerca del trono para no ser del todo insignificantes. Pero en Zarkon serían las hijas del emperador segundo de Volkinia Astonia. La forma en que la gente las trataría, y las atenciones que tendrían con ellas, cambiarían por completo.

Isabelleta era lista y madura, y seguro a la larga podría lidiar con todo eso sin problema. Pero, ¿y Mina? Siendo una niña tan sensible y de una conducta tan voluble... ¿qué tanto le afectaría ese cambio tan drástico tan temprano en su vida? Isabelleta madre se sorprendió al darse cuenta de que no había pensado en aquello seriamente antes en estar esa noche de pie delante de su camarote.

Abrió la puerta lentamente. Ésta rechinó un poco, pero esperaba que no lo suficiente para que alguna de las dos niñas se despertara. Parte de la luz de las linternas del corredor se filtró por la apertura de la puerta, sólo la suficiente para distinguir la pequeña silueta de Isabelleta recostada cerca de la orilla, parcialmente destapada.

Suspiró, envuelta en la ternura y preocupación que aquello le causaba por igual. Cerró la puerta detrás de ella y se aproximó con la lámpara en mano para alumbrar su camino. Colocó ésta en el buró a un lado de la cama, y con mucho cuidado tomó el cobertor y lo jaló hacia arriba, cubriendo a la pequeña rubia hasta su mentón. Se inclinó hacia ella, dándole un pequeño beso sobre su frente, y recorriendo sus rizos dorados con sus dedos.

Alzó su mirada más allá de Isabelleta, en dirección al otro puesto en la cama. La oscuridad no la dejaba ver con claridad, por lo que tomó de regreso la lámpara y la extendió con la intención de alumbrar a su otra hija. Sin embargo, cuando la luz anaranjada tocó las sábanas, se encontró con la sorpresa de que Mina no se encontraba ahí. Su lugar estaba vacío.

—¿Mina? —Exclamó Isabelleta alarmada. Rodeó la cama apresurada, aproximándose al otro costado, como esperando que si se aproximaba lo suficiente encontraría a la pequeña envuelta entre las sábanas, escondida. Pero no, no encontró ningún rastro de ella ahí. Notó que también sus pantuflas no estaban a un lado de la cama—. ¿A dónde se fue esa niña? ¡Mina!

Sin darse cuenta había alzado de más la voz, provocando que Isabelleta se girara un poco en su sitio.

La emperatriz segunda se dirigió a la puerta de regreso, yendo en la búsqueda de su hija, aunque no aún del todo preocupada. Después de todo, debía de estar ahí mismo en el barco, ¿o no?

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