Capítulo 34. Pesadillas
Capítulo 34
Pesadillas
Las pesadillas de Mina siempre estaban teñidas de rojo, como si la sangre le hubiera manchado los ojos y ese fuera el único color que era capaz de ver. Los cuerpos de los dos soldados que habían ido hacia ellas para ayudarlas yacían a sus pies; uno con su cabeza abierta por el hacha, y otro con su torso lleno de agujeros por las puñaladas. A uno le faltaba una mano, pero entre tal carnicería realmente daba igual a cuál de los dos era. Lo que ocurría en tal escenario siempre era diferente, pero mayormente lo que veía era al hombre de abundante barba, saliendo de debajo de los soldados muertos, abriéndose paso con sus grandes manos. Cuando se asomaba lo suficiente, Mina podía ver las cuencas vacías de sus ojos, de las cuales chorreaba líquido rojo que resbalaba por su rostro y empapaba su barba. Aquel hombre pateaba los cuerpos de los soldados lejos de él, y se paraba erguido delante de ella, tan alto como un árbol. Aproximaba entonces su mano hacia ella, oscureciéndola por completo debajo de su sombra.
Mina era incapaz de moverse o decir algo. Lo único que hacía durante todo ese tiempo era quedarse ahí de pie, esperando a que esa garra la aprisionara entre sus dedo. Justo como había estado aquel día; inmóvil, incapaz de hacer cualquier otra cosa...
Por suerte, si es que algo en todo eso se podía definir así, la princesa Rimentos siempre despertaba justo antes de que aquella mano la tocara. Dependiendo del día, su despertar podía ser más o menos tranquilo, o totalmente consumido por el pánico. Esa noche, un poco después de haber cumplido una semana de viaje en el Cáliz de Rosa, su despertar fue un tanto intermedio. Se sentó rápidamente en la cama, soltando un agudo quejido al aire, y seguida después por su respiración tan exaltada como si acabara de correr una larga distancia; y su corazón le latía tan fuerte precisamente como si hubiera hecho eso.
Su vista se perdía en la oscuridad de su camarote, logrando aún distinguir entre las sombras la imponente silueta de aquel hombre sin ojos, y de su grotesca mano. Sus ojos se sentían húmedos, al borde del llanto, pero ella se contenía con todas sus fuerzas para prevenirlo a como diera lugar.
—Hey, Mina —escuchó que susurraban a su lado, y justo después sintió el toque de unos dedos contra su brazo.
La princesa menor saltó exaltada en su sitio, alejándose un poco hacia un lado y alzando sus brazos de manera protectora. Sus ojos distinguieron casi de inmediato la silueta del rostro de su hermana mayor, recostada a su lado y observándola en la oscuridad.
—¿Estás bien? —Le cuestionó Isabelleta, sentándose también—. Tuviste otra pesadilla, ¿cierto?
Mina no respondió y se limitó a sólo agachar su mirada con vergüenza. Isabelleta se le aproximó entonces y rodeó su cabeza con sus brazos, atrayéndola hacia ella para darle un gentil abrazo. Mina no se resistió.
—Ya, tranquila, todo está bien —le susurró con suavidad su hermana mayor mientras la sujetaba—. Aquí estamos a salvo, ¿de acuerdo? ¿Sigues soñando con lo que pasó?
Isabelleta sintió como su hermana movía su rostro contra ella asintiendo, y poco después también la rodeó con sus pequeños bracitos.
—¿Por qué sólo yo? —masculló la niña pelirroja contra el pecho de su hermana.
—¿Qué dices?
—Mamá y tú también estuvieron ahí. ¿Por qué sólo yo tengo estos sueños?
A Isaballeta aquella pregunta le sorprendió un poco. Ella en realidad no solía tener pesadillas, o al menos no recordaba haber tenido alguna en su vida. Pero supuso que esa no era la respuesta que esperaba.
—Supongo que las tres somos diferentes. Cada una debe superarlo a su manera.
—¿Qué hiciste tú para superarlo? —preguntó Mina en ese momento, dejando en evidencia que había comenzado a sollozar.
Isabelleta tenía bastante clara su respuesta, así que no vaciló en darla:
—Rezar mucho y pedirle fuerzas a Dios.
Mina apartó lentamente su rostro del regazo de su hermano, tallándose sus ojos con sus manos con un poco de fuerza.
—¿Sólo eso? —Soltó incrédula ante tal contestación.
—Así es. ¿Lo has intentado?
—¿Rezar? —Masculló Mina, aún más incrédula que antes—. No... No creo que eso funcione conmigo.
—Rezar funciona con cualquiera —declaró la princesa rubia con firmeza en su voz—. Pídele ayuda a Dios, y él te responderá. No importa qué sea.
Era bastante evidente que Mina no estaba ni un poco convencida de tal sugerencia. Tanto así que prefirió volver a recostarse dándole la espalda a su hermana, antes que tener que seguir hablando al respecto. Isabelleta resopló un poco frustrada, pero no se dejó decaer.
—Mira, mañana el barco se detendrá en un puerto para reabastecerse —le informó de forma calmada—, y les pedí permiso a mis padres para bajar e ir a la capilla a confesarme, y ofrecer algunas oraciones por nuestro viaje. ¿Por qué no me acompañas y hablas con alguno de los sacerdotes? De seguro podrá aconsejarte mejor.
Mina no respondió o dio señal alguna de haberla escuchado siquiera, como si ya hubiera caído dormida.
—Vamos, ¿qué tienes que perder? —insistió Isabelleta con optimismo, y una vez más parecía que la pequeña Mina seguiría ignorándola. Cuando ya se había rendido y pensaba volver a acostarse, la escuchó entonces pronunciar:
—Está bien...
Isabelleta sonrió contenta. Pegó su cabeza a la almohada y cerró sus ojos, satisfecha por lo que había logrado esa noche.
— — — —
A la mañana siguiente, el Cáliz de Rosa llegó al puerto de Malakin, en el territorio conquistado de Stifania, la que sería la primera de las únicas dos paradas que harían en su recorrido antes de arribar a Volkinia Astonia. Estarían estacionados ahí por unas ocho horas, por lo que los miembros de la tripulación y la guardia se turnaron para bajar dos horas libres para que hicieran lo que mejor les pareciera, pero siempre dejando el personal a bordo necesario.
El primer grupo ya estaba en el puerto, y al menos la mitad de los guardias plateados a bordo estaban en esos momentos reunidos en el comedor de la tripulación para comer su desayuno. Todos hacían fila delante de la barra, en donde uno de sus compañeros con el turno correspondiente se encargaba de servirles la comida de los cocineros. Ese día el menú eran verduras, puré de papa y un pedazo de carne. Se les servían en un plato al final de la fila, y cada uno lo tomaba conforme iba pasando.
Todo transcurría bastante normal y tranquilo, hasta que fue el turno de Rubelker en la fila. En cuanto los que servían se dieron cuenta de su presencia, no fue nada disimulada la forma en la que uno de ellos sirvió el puré en el plato, haciendo que deliberadamente al menos la mitad de éste cayera hacia el suelo, o en específico a sus botas. Rubelker observó en silencio el puré en sus pies, así como el pequeño manchón que había quedado en la orilla de su plato, apenas apreciable.
Alzó su mirada entonces hacia el soldado delante de él, que tampoco se mostró muy contento.
—¿Algún problema? —Le masculló con agresividad.
—Será mejor que le pidas a tus nuevos amigos que limpien eso —escuchó justo después que alguien espetaba un poco más atrás en la fila, y fue acompañado por algunas risas burlonas.
No dijo ni hizo nada como respuesta a tan evidente provocación, y se limitó a únicamente alejarse con su plato hacia una mesa; la más vacía y remota del lugar, por supuesto.
No sólo Ivannia y Benny tenían que aguantar los maltratos de los guardias plateados en ese barco. Aunque de manera más sutil, sus compañeros de escuadrón no perdían oportunidad de demostrarle a Rubelker lo poco bienvenido que era tras lo que había hecho. Y aun así, el capitán Armientos esperaba que confiara en ellos al momento de saltar al campo de batalla. Sería más fácil que le pidiera confiar en un escorpión.
La buena noticia era que el entrenamiento de Ivannia parecía ir muy bien. Esa semana habían progresado, aunque era evidente que aún le faltaba mucho, y cuatro semanas no serían suficientes. Pero tenía fe en ella, y estaba ansioso de ver hasta dónde era capaz de llegar.
Se sentó solo en la mesa de la esquina, para comer en silencio lo poco que habían tenido la gentileza de servirle en su plato. La mayoría de los otros se limitaban a comer y hablar entre ellos, sin reparar demasiado en su presencia. Pero algunos sí que volteaban a verlo con bastante desprecio en sus ojos, y murmuraban entre ellos sobre él sin preocuparse mucho en ocultarlo.
Ya ni siquiera Víctor había hecho el intento de acercársele de nuevo, y de hecho no lo había visto en toda esa semana. Estuviera lo que estuviera haciendo, definitivamente estaba mejor sin él.
De pronto, cuando ya estaba a mitad de su plato, se percató de que alguien se aproximaba a él. Intentó ignorarlo esperando que siguiera de largo, pero para su sorpresa terminó sentándose en su mesa, justo delante de él. Rubelker levantó el rostro para verlo de reojo, sin saber exactamente con qué se encontraría. Era otro soldado, en efecto, pero éste no le resultó tan familiar. Era un hombre alto y fornido, de cabellera anaranjada, con una pequeña cola de caballo asomándose detrás de su cabeza. Su rostro se encontraba decorado con una barba a medio crecer de algunos días, y una cicatriz diagonal en su mejilla derecha, posiblemente hecha con una navaja hacía ya al menos unos tres años. Aquel hombre le sonrió de forma irónica cuando notó que lo miraba.
—Tú eres a quién todo el mundo odia por aquí, ¿eh? —Señaló el extraño sin ser una pregunta real, mientras buscaba algo entre los bolsillos de su abrigo—. Soy Eliot Klamus, uno de los nuevos reclutas de la guardia de Vistak.
Eso resolvía el misterio de porqué su rostro no le era tan familiar. El capitán le había mencionado que había reclutado a tres hombres entre la guardia de Vistak para aumentar un poco sus fuerzas. Pero entre una cosa y otra, incluyendo su casi obligada poca interacción con los demás en lo que iba del viaje, no había tenido oportunidad de cruzarse con alguno hasta ese momento.
—¿Y tú eres...? —Cuestionó el tal Eliot, extendiendo una mano hacia él para cederle la palabra. Sin embargo, lo que Rubelker menos quería en esos momentos era charlar.
—Si quieres que te vaya bien en este escuadrón, será mejor que no te vean hablando conmigo.
Eliot rio como si acabara de escuchar un buen chiste. Pareció encontrar al fin lo que buscaba: una caja de cigarrillos plateada.
—Sí, alguien más me dijo algo similar el primer día —mencionó aún risueño, mientras sacaba un cigarrillo y se lo colocaba en los labios—. Aunque no sabía aún de quién me estaban hablando. ¿Un cigarrillo?
Le extendió entonces su caja para que tomara uno si así lo deseaba, pero su sola mirada molesta le indicó que no lo quería, y él no le insistió.
—Mis anteriores compañeros me contaron lo que sucedió la otra noche en la base. Fuiste tú el que evitó que se hiciera un motín, ¿no? Gracias por eso. Pero, por otro lado, fuiste un verdadero estúpido al ponerte en contra de tus compañeros para defender a ese par de delincuentes.
Soltó otra risa burlona, y entonces talló un cerillo contra la mesa para así encender su cigarrillo. Un humo más negro de lo usual se escapó por sus labios, comenzando a rodearlo.
—¿Por qué lo hiciste? —Le cuestionó curioso—. ¿Fue por la chica? ¿Qué te dio a cambio?, porque ciertamente muy guapa no se ve. —Una pequeña sonrisa ladina se dibujó en sus labios—. ¿La chupa muy bien o algo así?
Justo en ese momento Rubelker reaccionó al fin, aunque fue más que nada para pararse abruptamente de su silla con actitud desafiante. Aquel cambio repentino llamó la atención de muchos, que incluso pensaron que intentaría golpear al tal Eliot. Sin embargo, en su lugar sólo le sacó la vuelta a la mesa y caminó apresurado a la puerta, ante la mirada inquisitiva de todos.
—¿Dije algo que te ofendiera, amigo? —Cuestionó Eliot en voz alta mientras se alejaba, pero él no le respondió ni se detuvo en su marcha—. Qué sensibles son todos por aquí...
— — — —
No tenía un lugar o intención específica al dejar el comedor. Ni siquiera estaba seguro de los motivos detrás de esa marcha tan repentina de su parte, más allá del hecho de que había sentido deseos de estrellarle su estúpida cara a ese sujeto contra la mesa. Era curioso, pues hasta ese momento no había sentido que perdía de esa forma la compostura ante cualquiera de los otros. Y aunque esa era la primera vez que cruzaba palabra con el tal Eliot, éste se las había arreglado para molestarlo.
Quizás lo mejor sería intentar evitarlo lo más posible, con tal de prevenir cualquier incidente indeseable.
—Soldado Rubelker —escuchó de pronto que alguien le hablaba a sus espaldas mientras avanzaba por el pasillo.
Detuvo entonces sus pasos y se viró en dicha dirección, reconociendo de inmediato a la princesa Isabelleta II y a la princesa Mina caminando hacia él, la menor apenas asomándose lo necesario desde atrás de su hermana. Ambas eran escoltadas por sus dos damas de compañía, las dos gemelas idénticas de uniformes azules; una de ellas lo miró casi asustada cuando estuvieron lo suficientemente cerca. Además de ellas, también estaban dos soldados plateados que las seguían unos pasos detrás
—Buenos días, soldado —saludó la princesa mayor, tomando los pliegues de su falda y cruzando sus piernas para inclinar un poco el cuerpo.
—Princesas, buenos días —les regresó Rubelker el saludo, inclinando un poco su cuerpo hacia ellas como una leve reverencia.
Isabelleta volvió a incorporarse y lo volteó a ver, sonriéndole educada.
—Mina desea pedirle algo —indicó la princesa, e intentó entonces hacerse a un lado para dejarle el camino libre a la menor. Sin embargo, ésta se aferró a sus ropas, y ocultó aún más su cara avergonzada detrás de la espalda de su hermana—. Vamos, Mina —insistió Isabelleta, intentando ponerla delante de ella, pero la pequeña pelirroja no se dejaba en lo absoluto—. ¡Mina!
Una de las damas de compañía intentó intervenir también, sin resultados favorables. Luego de un rato, Isabelleta se sintió avergonzada por la situación, por lo que decidió dejarlo por la paz y ella misma expresar el motivo de su presencia.
—No importa —murmuró un poco irritada, y pasó entonces a pararse firme delante del soldado de barba oscura—. Vamos a bajar al puerto para ir a la iglesia y rezar, y a Mina le gustaría que nos acompañara en nuestra escolta. Dijo que de esa forma se sentirá más segura. Se ha sentido algo insegura entre las multitudes últimamente...
—¡No es cierto! —Exclamó Mina de golpe como si se sintiera ofendida, pero casi de inmediato se volvió a ocultar detrás de su hermana, con su rostro totalmente sonrosado—. No es cierto...
Rubelker pareció algo extrañado por tan repentina petición, y especialmente que ésta viniera directamente de ellas y no de sus padres, o del capitán. Además de todo, cuando echó un vistazo a los dos soldados que ya las acompañaban, pudo ver que estos, como era de esperarse, lo miraban con expresiones severas y molestas. Ambos le daban a entender, quizás sin proponérselo conscientemente, que no tenían el menor interés en que los acompañara. Bueno, el sentimiento era mutuo.
—Estoy seguro que los soldados que el capitán Armientos ya les asignó son más que capaces de cuidar de ambas, alteza —indicó Rubelker con voz estoica. Pero su comentario al parecer no agradó del todo a los soldados, pues casi de inmediato uno de ellos espetó secamente:
—No te pongas condescendientes con nosotros, idiota. —Pareció darse cuenta en el momento que había alzado la voz de forma inapropiada delante de las dos princesas, por lo que inmediatamente agachó su cabeza de forma casi sumisa—. Lo siento...
Para su suerte, Isabelleta y Mina parecieron un poco indiferentes al inusual arranque del soldado.
—No dudamos de la capacidad de nuestros guardias —señaló Isabelleta con esa forma tan elocuente y clara de hablar de ella, como si recitara alguna poseía—. Solamente nos gustaría que nos acompañara para que Mina se sienta más tranquila.
Rubelker posó su intensa mirada en la niña menor, que se asomaba a verlo por el costado de su hermana. Al sentirse observada por él, volvió de nuevo a ocultarse rápidamente. Esa afirmación sobre sentirse más tranquila con él le preocupó un poco. Sería comprensible que aquella horrible experiencia dejara algunas secuelas en las pequeñas; sería un milagro que no, en realidad. Pero la princesa Mina parecía bastante más sensible que su hermana. Y pasar por ese tipo de situaciones a su edad y con su sensibilidad, podía ser destructivo para algunos niños; eso él lo sabía muy bien...
Al notar la duda en Rubelker, Isabelleta propuso:
—Si desea que lo consultemos con el capitán Armientos, podemos ir a hablar con él en este momento.
—No es necesario —respondió Rubelker rápidamente—. Las acompañaré con gusto.
—¡Grandioso! —Espetó Isabelleta contenta—. Vamos, entonces.
Decidido todo, Isabelleta se volvió a la dirección en que venían, casi arrastrando a su hermana que seguía prensada a ella con todos sus dedos. Las dos baronesas las siguieron poco después, y los dos soldados también se dispusieron a partir, aunque ambos no dejaron para nada a la interpretación su desagrado.
—No quiero problemas —murmuró Rubelker despacio a uno de los hombres, caminando detrás de ellos—. Sólo deseo cumplir con mi deber.
—Haz lo que quieras —le respondió el soldado sin mirarlo—. Por lo que entiendo es lo mejor que sabes hacer.
Rubelker no respondió. Como con todo lo demás, le resultaba mejor quedarse callado y sólo tragarse las palabras de la gente. Sólo esperaba que no surgiera algún otro que llegara a desesperarlo igual o más que el tal Eliot, pues quizás no podría contenerse esa siguiente vez.
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