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Capítulo 26. Yo fui

Capítulo 26
Yo fui

Los acusados, si aún se les podía llamar así, fueron llevados de inmediato a la base de la guardia local, resguardados por un grupo numeroso de los elementos de estos hasta las celdas de los calabozos. No todos estaban muy contentos con la idea de proteger a esos dos delincuentes como si de la realeza se trataran, pero sus órdenes eran muy claras: mantenerlos a salvo y no dejar que nadie, especialmente los soldados que acompañaban al príncipe Frederick, se les acercaran.

Aquellos de uniformes plateados que estaban en el patio en aquel momento, en dónde las tiendas de campaña de su improvisado y temporal campamento se encontraban, miraron confundidos a los dos asaltantes, especialmente al darse cuenta de que seguían con vida. La mayoría pensó que quizás el juicio o las deliberaciones debieron extenderse, o quizás la sentencia se aplicaría hasta mañana debido a la hora. Aquello fue desmentido en cuanto los primeros de sus compañeros presentes en el juicio ingresaron por el portón principal, notablemente molestos.

La noticia se difundió rápidamente entre los miembros del escuadrón, cada uno reaccionando con más incredulidad que el anterior. Aunque algunos mantenían su escepticismo, y otros pocos intentaban de alguna manera hallarle la coherencia y justificación a tan insólita decisión por parte del príncipe, la mayoría compartía el sentimiento de traición y ofensa.

Los murmullos de los soldados se convirtieron poco a poco en exaltaciones, e incluso en un par de riñas que no pasaron de algunos empujones.

Cinco guardias de túnicas marrones se plantaron firmemente delante de las puertas que daban a los calabozos, con lanzas en manos. Alumbrados por los fulgores naranjas de las hogueras y antorchas que alumbraban el patio, los rostros enojados de los soldados plateados se veían aún más amenazantes, y más de una mirada inconforme se posaba en los guardias de la puerta. Estos se pusieron rápidamente nerviosos; temían que todo aquello se convirtiera en una horrible revuelta y ellos terminaran muriendo por proteger a dos insignificantes bandidos.

Pero parecía que pese a todo los guardias imperiales se estaban conteniendo, quizás inspirados por su propia disciplina, el miedo o lealtad a su príncipe; o quizás simplemente porque ninguno se animaba a dar el primer paso. Nadie, salvo...

—¡¿Dónde están?! —Se escuchó como gritaba furioso la estridente voz del sargento Nilsen.

El hombre de cabellos verdosos salió furioso de su tienda, casi tirándola en el proceso, y desenvainó su sable de un sólo jalón haciendo que su hoja reluciera con el fulgor de las llamas. Miró a todos lados hasta que sus ojos se posaron en los cinco guardias de marrón, y rápidamente caminó entre las tiendas y se abrió paso a través sus demás compañeros. Los cinco guardias se pusieron tensos, empuñaron sus lanzas con dos manos y apuntaron sus puntas al frente con sus pies firmes en el suelo. Fiodor, sin embargo, no pareció intimidarse.

—Fiodor, contrólate —murmuró uno de sus amigos, que también había salido de la misma tienda. Él y otros dos habían tomado la difícil tarea de informarle lo sucedido, y para bien o para mal había reaccionado justo como lo esperaban. Él no les hacía caso, y quizás ni siquiera los escuchaba, o miraba a los cinco guardias que estaban más adelante señalándolo con sus lanzas. Su atención estaba fija en la puerta detrás de ellos.

Más de uno intentó detenerlo, pero otros más se le sumaron, avanzando detrás de él con sus espadas aún enfundadas, pero sus manos firmes sobre sus empuñaduras. Poco a poco un grupo de al menos diez casacas plateadas se aproximaron en conjunto hacia los guardias de lanzas.

—¡Retrocedan! —Les gritó uno de ellos con voz firme, y empujó más su lanza hacia adelante.

—¡No!, ¡ustedes háganse a un lado! —Les exigió Fiodor, deteniéndose a un par de metros de ellos y apuntándolos con su arma—. ¡¿Van a proteger a esas dos basuras que mataron a cinco compañeros nuestros, y también suyos?! —Algunas voces a sus espaldas lo apoyaron—. Ese juicio fue un puto chiste. Esos dos deberían estar muertos ahora mismo.

—Nosotros sólo obedecemos órdenes —se explicó el mismo guardia marrón, quizás el único sargento entre ese grupo—. No tengo idea de qué haya pasado en ese juicio, pero tengo entendido que fue el príncipe Rimentos, al que todos ustedes le sirven, el que decidió el destino de esos dos. Como buenos soldados deben acatar y retroceder, o los criminales y asesinos serán ustedes.

—¡Me importa una mierda! —Les increpó Fiodor totalmente ido por la furia—. No sólo tengo que aguantar que esos imbéciles estén vivos, ¡¿sino que además tenemos que actuar como si fueran parte de nosotros?! ¡Prefiero morir antes de aceptar una estupidez como esa! —Gritó con fuerza estirando su rostro al frente, como si esperara que los dos aludidos lo escucharan allá abajo, aunque aquello era poco probable.

De nuevo más voces detrás de él lo acompañaron, cada vez menos dudosos de involucrarse.

Los ánimos se iban calentando más y más. Otros guardias marrones, alertados por el escándalo, se fueron acercando despacio con sus manos en sus armas, y su presencia provocó que otros plateados, indecisos hasta entonces de involucrarse o no, los interceptaran por solidaridad a sus compañeros.

Había algunos gritos y reclamos surcando el aire, pero en general las que reinaban eran las miradas silenciosas de rencor entre un bando y otro, como si esperaran a tomar el primer movimiento involuntario como excusa para desenvainar y atacar. Todo parecía que culminaría en un inevitable enfrentamiento, que en el mejor de los casos dejaría a uno o dos muertos, y en el peor provocaría una verdadera e incontrolable masacre entre ambas guardias.

—Basta ya, todos ustedes —exclamó firmemente la gruesa voz del soldado Rubelker, haciéndose notar por encima del resto del alboroto. El hombre de gran tamaño se aproximó directo hacia Fiodor, a quien veía claramente como la cabeza de todo eso—. Has llevado tu rabieta demasiado lejos. ¿Crees que ocupas dar más motivos para que te reprendan o te degraden? O aún peor, pues si te atreves a hacerle daño a alguno de estos guardias, el ejecutado, y con justa razón, serás tú.

—¡¿Te atreves a decir que esto es una rabieta?! —Le gritó Fiodor, tan colérico que rastros de saliva brotaron de su boca—. ¡¿Te atreves a hablarme de razones justas?! —Se le aproximó con su espada en mano, parándose firme delante de él—. ¡Tú no tienes ningún derecho a hablar siquiera! Lárgate de mi vista antes de que decida probar que tan "fuerte" es el soldado que supuestamente mató a treinta asaltantes él solo.

Rubelker lo contempló, tranquilo.

—El capitán Armientos y el príncipe Frederick dieron la orden —le respondió despacio—. Si haces esto, la palabra insubordinación se quedará corta.

—¡Al Vantel con Armientos y con el príncipe! En lo que a mí respecta, los traidores son ellos, que nos traicionaron a nosotros que decidimos dar la vida por ellos. ¡Los dos son un par de hipócritas y ególatras que creen que pueden usarnos como meras piezas de...!

Antes de que terminara de hablar, la mano izquierda de Rubelker se abalanzó hacia al frente, y antes de que Fiodor pudiera esquivar o retroceder, lo tomó firmemente de su casaca apretando la tela entre sus dedos y lo jaló hacia él, hasta casi obligarlo a estar de puntas. Su rostro quedó cerca del hombre de barba, y de sus penetrantes y casi vacíos ojos oscuros.

—No te atrevas a hablar mal de ellos en mi presencia —le susurró Rubelker con gravedad, y quizás con cierta amenaza incluida—. Si quieres tirar todo tu enojo en alguien, hazlo en mí: yo fui quien le pidió al príncipe que les perdonara la vida a los asaltantes.

Aquello creó una intensa oleada de confusión entre todos los plateados presentes, e incluso en algunos marrones.

—¿Qué dijiste? —susurró Fiodor, más atónito que molesto—. ¿Qué estupidez es esa...?

—Es la verdad, yo soy el que quería que los dos vivieran. Si se le puede acusar de algo al príncipe Rimentos, es de ser demasiado honorable y justo, y eso lo vuelve un hombre al que puedo servir. Así que de ahora en adelante cuidarás la forma en que te expresas de él delante de mí, y mucho más si acaso se te ocurre referirte al capitán Armientos de manera despectiva.

Lo empujó hacia atrás con fuerza, haciendo que Fiodor diera dos pasos tambaleándose y luego cayera hacia atrás de sentón al suelo del patio. Fiodor alzó su mirada hacia él, con sus ojos casi enrojecidos del enojo, mientras él lo miraba desde arriba como si significara realmente poco para él. Aquello, como era de esperarse, lo enojó aún más. Rubelker se viró con la intención de retirarse, pero Fiodor no se lo dejaría tan sencillo.

—¿Cómo te atreves? —Murmuró entre dientes el sargento, parándose rápidamente y siguiéndolo antes de que Rubelker pudiera alejarse—. ¿Te crees muy chistoso haciendo un comentario como ese? ¿Quién se supone que eres tú para que un príncipe haga lo que tú dices?, ¿eh? —con sus dos manos lo empujó fuertemente hacia adelante, y aunque logró hacerlo tambalearse un poco, para él fue casi como intentar empujar una pared.

Rubelker se detuvo, pero no lo volteó a ver. Permaneció firme en su sitio, mirando al frente sin mirar nada en realidad.

—Y si acaso lo que dices fuera cierto —prosiguió Fiodor—, serías un asqueroso y maldito traidor. Te dije que nos protegemos entre nosotros, ¿o no? ¡¿A eso le llamas protección?! ¡¿Apuñalándonos por la espalda a todos nosotros?!, ¡¿Dándole la espalda a Philip que murió por tu maldita culpa...?!

—Cinco de tus amigos murieron —le cortó Rubelker de golpe—, pero al que parece que siempre mencionas es a ese tal Philip. —Aquel comentario provocó un ligero estremecimiento en Fiodor. Rubelker se giró entonces lentamente hacia él, aunque no por completo; sólo lo suficiente para poder fijar su mirada en él de forma cómoda—. Como si fuera el que más te importaba de ellos. Debió ser un amigo muy especial... ¿o no?

Un frío silencio envolvió el patio, opacado sólo por el chistear del fuego. Fiodor se veía atónito, incluso asustado. Volteó sutilmente para ver a sus demás compañeros. Algunos lo observaban o se miraban entre ellos, pero ninguno decía nada. Los dedos de su mano se apretaron fuertemente contra el mango de su espada, pero de la nada la tiró al suelo con fuerza y dio la cara de nuevo al soldado de barba negra.

—¡Es todo! —Le gritó vigorosamente, aunque a Rubelker le pareció que no con tanta furia como antes—. ¡Ya me tienes harto! ¡Defiéndete, maldito...!

Sin pensarlo mucho, se lanzó en su contra corriendo velozmente. Algunos de los otros soldados reaccionaron como si quisieran detenerlo, pero ninguno fue lo suficientemente rápido. Fiodor tacleó a Rubelker con todo su cuerpo, y éste no opuso resistencia. Ambos cayeron al suelo, Rubelker de espaldas y Fiodor sobre él. El sargento lo tomó firmemente de su saco con la mano izquierda, mientras jalaba su puño derecho hacia atrás para luego dejarlo caer con ímpetu contra el rostro del soldado de barba; de nuevo, éste no hizo nada para evitarlo.

Fiodor lo golpeó una, dos, tres, cuatro veces violentamente en su cara, dejándole marcas rojizas sobre su piel. Antes de que pudiera asestar el quinto golpe, dos de los otros soldados lo tomaron firmemente de sus brazos y lo alejaron de él de un fuerte tirón.

—¡Suéltenme! —gimoteaba el sargento mientras lo jalaban lejos de Rubelker. Intentó zafarse de su agarre como si fuera un animal rabioso, pero ambos soldados lo sujetaron más firmemente.

Rubelker se sentó lentamente, con su cara roja en las partes en las que había sido golpeado, e incluso sangrando un poco; sin embargo, se veía tranquilo.

—¡Basta, Fiodor! —Gritó uno de los soldados que sujetaba al sargento—. ¡No vale la pena que te metas en más problemas!, especialmente por este tipejo...

El soldado en el suelo notó como aquel hombre, y varios de los otros igual, lo miraban con desdén, incluso con hastío. Aunque Fiodor había sido el único que había reaccionado de manera exaltada, fue claro que sus comentarios anteriores no habían sido del agrado de nadie, y el descontento era generalizado entre sus compañeros... si aún podía considerarlos como tal.

—Piensa en Philip —le susurró un segundo soldado a Fiodor, con algo de más calma—. ¿Él querría que te expulsaran del ejército por estar armando pleito con un sujeto que no vale la pena? Nosotros estamos contigo, hermano —tomando un poco más de confianza, se permitió soltarlo.

Por unos momentos todos temieron que el sargento fuera a volver a explotar y se le lanzara de nuevo como fiera a la caza. Sin embargo, Fiodor pareció bastante más tranquilo. Respiró lentamente, sus músculos dejaron de estar tan tensos, y su otro amigo también se atrevió a liberar su agarre. Miró intensamente a Rubelker en el suelo, como queriendo hacerle saber con su sola mirada que aquello no había terminado.

—Nunca serás uno de nosotros —señaló tajantemente el sargento, escupiendo con fuerza al suelo, justo a unos centímetros de las botas de Rubelker—. Si tanto aprecio les tienes a esos dos, en lo que a mí respecta eres tan asesino y traidor como ellos.

Dicho aquello, se giró sobre sus pies y se dirigió de regreso hacia las tiendas. El resto comenzó a seguirlo; al parecer sus deseos de entrar a la fuerza a los calabozos se habían calmado, al menos de momento.

—Ni se te ocurra irle a llorar a Armientos y acusarlo de esto —le advirtió uno de los soldados, grande y rubio, a Rubelker cuando pasaba delante de él—. Lo negaremos todo, ¿oíste?

Rubelker no respondió nada y sólo miró cómo se alejaban. De todas formas, no tenía pensado decirlo, aunque Armientos de seguro lo adivinaría sin problema. Pero daba igual, pues en esos momentos tampoco era la persona favorita del capitán, y quizás diría que esos golpes y el odio de sus compañeros eran parte de esas "consecuencias" con las que tendría que lidiar debido a su decisión.

Pues bien, que así fuera.

Se paró tranquilamente, pasando sus manos por su uniforme para limpiarse el polvo, y también talló un poco algunas de sus heridas para limpiarlas de sangre. El resto de los guardias marrones lo miraron un tanto extrañados; no se veía ni siquiera mareado por todos esos brutales golpes que había recibido.

Una vez que terminó de arreglarse lo mejor posible, se giró hacia aquellos que resguardaban la puerta y se les aproximó. Estos reaccionaron de forma similar a la anterior, fijando sus lanzas al frente con sus puntas en su dirección. Rubelker se detuvo a sólo unos centímetros de las lanzas, y los miró. Con aquellos golpes rojizos que poco a poco se volverían moretones, se veía incluso más aterrador que antes.

—Quisiera ver a los prisioneros —murmuró con un tono grave, pero calmado.

—Por supuesto que no —le respondió el mismo guardia de más rango, como si aquello fuera lo más absurdo que había oído, y al menos en lo que respectaba a esa noche era difícil afirmar o negar que lo fuera.

—Claramente no deseo hacerles daño. Sólo quiero hablar con la mujer.

—Órdenes son órdenes. Nadie ve a los prisioneros, y eso te incluye a ti, grandulón. Tendrás que esperar a que el príncipe o tu capitán lo autoricen.

De la garganta de Rubelker surgió un sonido como un gruñido, que los puso incluso un poco más tensos.

—Muy bien —respondió el soldado plateado tras un rato. Retrocedió un par de pasos y se giró, dándoles la espalda. Se paró firme delante de ellos, con sus dos manos apoyadas sobre los pomos de sus sables, mientras contemplaba pensativo hacia el resto del patio.

—¿Qué estás haciendo? —le cuestionó confundido el guardia marrón.

—Sólo creo que les vendría bien una mano —le respondió con simpleza—. Será una larga noche.

Los guardias se miraron entre ellos, totalmente perdidos. No entendían qué se traía ese sujeto, pero mientras no intentara pasarlos a la fuerza, todo estaba bien. Aunque su presencia ciertamente los tenía un poco nerviosos.

— — — —

A las celdas del calabozo no llegaba mucho del alboroto que acontecía en el patio, pero sí el suficiente para que sus dos únicos prisioneros se dieran cuenta de que la noche no se encontraba del todo tranquila.

Benny e Ivannia habían sido colocados en celdas conjuntas con un muro entre ambas. Aun así, los barrotes les permitían hablar el uno con el otro sin mucho problema, aunque no se pudieran ver. El pasillo era alumbrado por un par de antorchas encendidas, pero sus flamas en realidad no alumbraban demasiado; en su mayoría, las celdas estaban prácticamente a oscuras. Llevaban ocupando aquellos aposentos desde que llegaron a Vistak hace un par de días. Irónicamente, era quizás el mayor tiempo que Ivannia había permanecido durmiendo en el mismo lugar durante el último año.

La mujer rubia observaba pensativa hacia las escaleras que llevaban hasta ese sitio, como si esperara que alguien se apareciera en cualquier momento; muy probablemente alguno de esos furiosos soldados, con sus espadas en mano y dispuesto a ejecutarlos él mismos. No estaba segura de qué haría con exactitud si aquello pasaba, pero estaba decidida a no dejárselos fácil; si era necesario, se llevaría a los que pudiera con ella. Sin embargo, su ansiedad se fue diluyendo conforme los sonidos y gritos se fueron apagando, y entonces todo quedó de nuevo en silencio.

—Parece que tienen una fiesta allá arriba —bromeó Benny, una vez que todo pareció calmarse—. De seguro están celebrando a sus nuevos dos compañeros.

—No bromees —musitó Ivannia, aún bastante estresada. Pegó su frente contra los barrotes, y cerró unos momentos sus ojos para intentar aclarar su mente—. No entiendo nada esto. ¿Cómo es que pasamos de estar sentenciados a muerte a ser forzados a unirnos al ejército imperial? Ni siquiera hay mujeres soldados, ¿o sí?

—No seas inocente, Iván —masculló Benny con sorna—. Todo eso no es más que un mal chiste. No sé a qué estén jugando, pero es obvio que no dejarán que dos simples delincuentes como nosotros seamos parte de su "sagrado" ejército; mucho menos dos que piensan que tuvieron que ver con la muerte de cinco de los suyos. En el mejor escenario, nos convertirán en sus mascotas, por no decir esclavos. —Suspiró pesadamente, se alejó de los barrotes y se dejó caer de lleno contra el montón de paja en un rincón que servía como cama. Sintió como varios de aquellos tallos se le clavaban en la piel, pero no le incomodó demasiado—. De haber sabido que pasaría esto, mejor me hubiera quedado callado y dejado que me ahorcaran.

—¿Y por qué no lo hiciste? —le cuestionó Ivannia, curiosa—. ¿Por qué decidiste intervenir por mí de esa forma después de todo?

Ivannia podía imaginarlo recostado en su montón de paja, mirando pensativo al techo mientras cavilaba en alguna respuesta ingeniosa y divertida. Sin embargo, lo que terminó diciendo no fue ni lo uno ni lo otro.

—No lo sé —respondió despacio—. Podría decirse que me conmovió tu relato. Además, ¿qué clase de hombre sería si dejara a una mujer sola en una situación así?, en especial si yo soy de los culpables de que terminara así en un inicio.

Ivannia se sorprendió al oírle decir eso. ¿Acaso era eso algún tipo de disculpa? Como fuera, no estaba segura si debía o no agradecerle, pues por un minuto pensó que su grandiosa idea de señalar el regente sin prueba alguna como cómplice, les terminaría costando el cuello. Pero al parecer al final no fue así.

Fuera como fuera, aún estaban con vida, y eso era lo que importaba.

—¿Por qué habrán decidido un castigo tan extraño? —soltó Benny de pronto como un pensamiento fortuito—. ¿Por qué no matarnos y ya?, ¿o mandarnos a alguna de las construcciones de las líneas de trenes en el sur? He oído que mandan a todos los ladrones de poca monta para allá. Muchas horas de trabajo bajo el sol, pero el clima es más cálido y te alimentan bien. En cambio, aquí seremos afortunados si no nos intentan apuñalar antes de cada comida. Pero no parece que haya sido idea de los otros guardias, ¿no? Parecían tan sorprendidos como nosotros, y especialmente molestos con la idea.

Sí, era algo realmente extraño, pero Ivannia tenía una vaga idea de qué podría haber ocurrido, o más bien quién había intervenido...

Pero era absurdo; ¿aquel soldado tenía tanto poder como para interceder con un príncipe por la vida de dos asaltantes? Lo veía difícil de creer. Pero lo cierto era que estaba ahí, estaba viva, y de cierta forma con esa "segunda oportunidad" que estaba buscando. Pero igualmente se preguntaba si lo que le esperaba de ahí adelante sería peor o mejor que sus días con Hagak y su banda de bastardos.

— — — —

Fiodor intentó disimularlo mientras volvía a su tienda junto con los otros, pero sus manos le dolían horriblemente, casi como si sus huesos hubieran sido aplastados repetidas veces por las pezuñas de un caballo. No lo sintió en su momento, pero cuando la adrenalina y las emociones se calmaron aquel dolor punzante se volvió más y más notable, hasta ser casi insoportable.

Se miró discretamente sus nudillos; estaban casi en carne viva.

Se había peleado con muchas personas en su vida, y conocía bastante bien las consecuencias que un fuerte golpe podía tener en sus propios puños. Pero aquello era diferente... era como si se hubiera puesto a golpear rocas.

¿Qué rayos era ese sujeto?

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