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Capítulo 22. Tu petición ha sido escuchada

Capítulo 22
Tu petición ha sido escuchada

De pronto, para sorpresa de ambos hombres, Rubelker retrocedió un par de pasos para hacer algo de espacio entre él y el príncipe. Colocó firmemente su mano derecha sobre su pecho, y bajó su cuerpo hasta pegar su rodilla derecha al suelo. Cerró los ojos y agachó su cabeza, adoptando una solemne posición de obediencia.

—Le pido perdone mi manera brusca de pedir las cosas —susurró el soldado con voz baja—. Como dije, no es mi intención ofenderlo. Pero esto que le solicito como su leal servidor, no es un mero capricho, sino algo que considero de sustancial importancia personal.

—¿Por qué? —Le cuestionó Frederick un poco más tranquilo, pero aun así renuente—. ¿Acaso conoces a esta mujer, Rubelker? ¿Es algo tuyo y no nos lo habías dicho?

—No —respondió sin vacilar—. Nunca la había visto antes. Pero peleé con ella, crucé mis espadas con la suya, y ello bastó para darme cuenta de que es una formidable guerrera en potencia, que con el debido entrenamiento podría ser una de las mejores.

Frederick parecía perdido, como si la respuesta que acabara de escuchar hubiera sido hacia otra pregunta totalmente diferente, o incluso para otra persona. Por instinto miró hacia Armientos en busca de alguna aclaración. Notó que éste había suspirado, y se tallaba sus ojos con sus dedos. Aquellos gestos no los entendió del todo en un inicio, pero le recordó por un motivo a sí mismo reprendiendo a algunas de sus hijas, principalmente Mina, por algo por lo que ya se la había reprendido tantas veces antes y aun así seguía haciendo; como escaparse. ¿Acaso Armientos sabía a qué se refería?

Se viró de nuevo a Rubelker, intentando mantener su compostura.

—¿Y qué hay con eso? —cuestionó—. Te aseguro que debe de haber muchas mujeres y hombres que saben pelear con una espada en todo Volkinia. ¿Por qué ello es suficiente motivo de interés para que te aventures a hacer una petición como ésta con tal de salvar su vida?

La pregunta del príncipe estaba cargada de escepticismo. Era claro que se le dificultaba creer que ese fuera el único motivo que moviera las acciones del soldado delante de él.

—Ella no es como otros —alegó Rubelker con seguridad—. No la mueve el deseo de matar, ni el querer ser la más fuerte, o la lealtad, ni siquiera algo tan banal como el dinero. A ella la mueve el puro deseo de sobrevivir, y es de éste del que saca sus fuerzas. Sé que quizás para usted esto sea difícil de comprender, pero yo le aseguro que no es una mala persona. Es una guerrera extraordinaria, y puede serlo aún más. No merece morir decapitada con deshonor, o en la horca.

Frederick lo observó en silencio, impasible y duro. No dijo nada por varios segundos, como si intentara en su cabeza acomodar bien las palabras de esa última declaración, como las piezas de un complicado rompecabezas.

Al final se oyó como exhaló fuertemente por su nariz, dejando salir así el enojo que aún le quedaba, y se permitió a sí mismo tomar asiento una vez más.

—Me estás pidiendo usar la recompensa que te ofrecí —comenzó a murmurar, intentando exteriorizar sus pensamientos—, para salvarle la vida a una mujer que no conoces, sólo porque después de haber peleado con ella una vez la consideras una "guerrera extraordinaria."

«Dos veces», pensó Rubelker, pero le pareció sabio no decirlo.

—En algo tienes razón: no lo entiendo —declaró Frederick con dureza—. Admito que mis tres años de servicio militar no me dan un entendimiento completo de cómo es un soldado, pero me inclino a pensar que muy pocos, o ninguno, verían eso como una motivación suficiente por la cual dar la cara por alguien. La mayoría hubiera estado feliz con una medalla, una compensación económica, una propiedad, incluso un título o un ascenso.

—Esas cosas no me interesan, alteza —respondió Rubelker, y ello no sorprendió al príncipe.

—¿Qué hay del otro acusado? —Cuestionó Frederick con curiosidad—. Has hablado mucho de la mujer, pero no de él. ¿A él no te interesa si lo ejecutan?

—En lo absoluto —respondió sin el menor temblor en su voz; al menos tenía sus prioridades bien marcadas—. No tengo interés alguno en el destino de ese hombre. Sin embargo, creo que a ella le agrada, y ha saltado en al menos dos veces que he visto en su ayuda. Sólo adivino, pero supongo que ella preferiría que su petición de clemencia se le extendiera a él, de ser posible.

Después del espectáculo que aquel hombre había dado durante toda esa mañana, era casi como si suplicara que lo mandaran directo a la horca.

—Sea como sea, la decisión final de la sentencia de ambos es del juez Hallen —explicó Frederick—. Como Auxiliar, sólo puedo dar mi punto de vista y sugerencia, para que él tenga todo lo importante en consideración.

—Usted es un príncipe Rimentos —señaló Rubelker—. Su punto de vista y sugerencia tiene más peso que el de cualquier otro. Si quisiera, podría hacerse escuchar por el juez o por cualquiera.

La mirada de Frederick volvió a endurecerse; aquello igualmente había sonado algo impertinente.

—Prometí mantener mi objetividad y hacer todo acorde a la ley —explicó Frederick—. Yo fui quién decidió traer a ambos aquí para que todo se hiciera, como bien dijiste hace un momento, de la manera más justa posible. ¿Cómo quedaría si después de ello intentara usar el poder de mi nombre y mi puesto en influir el resultado final de este juicio? Y aún más importante: ¿por qué habría de hacerlo para salvar las vidas de dos personas que, por voluntad propia o no, participaron en un ataque directo contra mí y mi familia? En especial cuando uno declaró bajo juramento que su intención original era matarnos a los cuatro. ¿Debo además recordarte que cinco de tus compañeros murieron en ese ataque? Tú más que nosotros debe saber lo encendidas que están las emociones de los demás; quieren a esos dos muertos, hoy mismo si es posible. ¿Qué crees que pensarán de mí si descubren que alegué para que vivieran?

»Si lo que esa mujer dijo es cierto, hay alguien que me quiere muerto, y necesito hombres leales a mí dispuestos a defenderme y pelear si es necesario. ¿Crees que los obtendré haciéndoles este desaire? Podría echarte la culpa a ti directamente, el capitán Armientos podría hablar con ellos. Pero, aun así, en el fondo de sus corazones se sembraría la semilla del resentimiento en ellos, que podría llevar a la traición. ¿Entiendes ahora que lo que me estás pidiendo va mucho más allá que un simple favor o recompensa? Y no me has dado ningún motivo de peso suficiente como para tomar este riesgo por ti.

Rubelker enmudeció. Era difícil saber si aquellas palabras le habían afectado de alguna forma, o simplemente no contaba con una respuesta de momento. Seguía con su rostro agachado y sus ojos cerrados, pero parecía tranquilo.

Por otro lado, Armientos estaba más que tenso por la situación tan volátil. Su respiración se había cortado, y pequeñas gotas de sudor resbalaban lentamente por el costado de su cabeza, pese a que la temperatura del sitio era algo fresca. Su estado empeoró incluso más cuando vio que Rubelker se ponía una vez más de pie, postrando su gran cuerpo firmemente delante del emperador segundo, que lo miraba inflexible desde su asiento.

—Si hace esto, me tendrá a mí, alteza —pronunció Rubelker, serio. La ceja izquierda de Frederick se arqueó, dibujando una expresión de intriga—. Mi lealtad y mis espadas serán sólo suyas, y mientras yo esté a su lado ni usted ni su familia tendrán algo a lo cual temerle. Si realmente hay alguien que les desea mal, por el motivo que sea, lo encontraré y lo degollaré antes de que siquiera se les acerque. No me importará que el resto de mis compañeros, o el resto del mundo, me odien o me vean como un monstruo. Seré su mano ejecutora, y acabaré con todos y cada uno de sus enemigos.

Aquella declaración era potente, firme, y resonó en aquellas paredes como las vibraciones de un pequeño temblor. Armientos sintió su boca seca, y su lengua congelada. Frederick, sin embargo, se mostraba más calmado, pero hasta él debía de admitir que la fuerza de aquel discurso le había golpeado de alguna u otra forma. Pero, no lo suficiente...

El príncipe se sentó derecho en su silla, y sin dejar de mirar a Rubelker se cruzó de piernas y apoyó sus codos sobre los descansabrazos.

—Vaya juramento —comentó con algo de ironía—, pero creí que tu lealtad absoluta ya la tenía. Además, la soberbia es un pecado muy grave. Quizás te creas muy hábil y fuerte, Rubelker... pero no eres un Dios, y no eres invencible como para hacer una promesa como esa. —El entrecejo de Rubelker se arrugó ligeramente al escucharlo decir aquello—. ¿Crees que debo poner en riesgo la lealtad de todos mis demás hombres, a cambio de ganarme la tuya? "Los guerreros ya no ganan las guerras, sino los ejércitos y los ideales. Hasta al guerrero más fuerte le puedes meter una flecha en el ojo, y será todo. Pero los demás seguirán marchando, y a un ideal no le puedes disparar o clavar nada." Mi abuelo, el emperador Astral Rimentos, solía decir eso cada vez que escuchaba de algún espadachín o supuesto guerrero que se creía invencible. Creo que nunca entendí la veracidad de sus palabras hasta ahora.

Entrecruzó sus dedos delante de él, adoptando una postura digna e imponente, propia de un príncipe o, incluso, de un rey.

—Tu petición ha sido escuchada, y la tomaré en consideración —le informó ecuánime—. Ahora retírense, los dos. Necesito aclarar mi mente antes de reunirme con el juez y el regente Edik.

Tanto Armientos como Rubelker, que ya no parecía dispuesto a seguir dialogando, le ofrecieron al príncipe una enfática reverencia, y ambos se dirigieron a la salida, yendo el capitán por delante.

— — — —

—Esta vez sí te has pasado —sentenciaba Armientos, marcadamente molesto al tiempo que caminaba por el pasillo seguido por detrás por el soldado Rubelker—. Te has pasado enserio.

—No era mi intención causarle... —intentó Rubelker explicarse, pero Armientos se detuvo abruptamente y se giró hacia él, tomando la palabra antes de que pudiera decir más.

—No era mi intención, no era mi intención, nunca es tu intención —espetó frenético, mirando severamente al soldado—. Después de todo lo que nos hemos esforzado por encontrarte un sitio en el que pudieras, no sólo ser bienvenido, sino incluso respetado, tal vez hasta querido. E incluso después de haberte ganado la simpatía del príncipe, haces algo como esto. ¿Y todo para qué?, ¿por una mujer? ¡En Volkinia Astonia hay miles de mujeres!, y te aseguro que con algo de esfuerzo encontrarás a dos o tres que también sepan usar bien una condenada espada.

—No se trata de eso —respondió Rubelker con algo de fuerza.

—Ya lo sé, lo sé —soltó Armientos, agitando una mano en el aire como si espantara moscas, o quizás malos pensamientos—. No creas que no sé de qué se trata todo esto, o incluso que no lo entiendo. Yo más que nadie sé que tienes debilidad por las almas perdidas, como tú lo fuiste...

Aquellas palabras cayeron pesadas sobre el soldado. Él no habría sido capaz de poner sus motivaciones con palabras, pero le parecía que esas eran bastante cercanas. Permaneció callado, parado firmemente, pero con su mirada algo apagada, confirmándole a Armientos que su deducción era acertada, si es que le quedaba alguna duda de ello.

El capitán bufó entre molesto y resignado. Se giró de nuevo dándole la espalda y avanzó un paso, pero de inmediato se detuvo una vez más. Pasó sus manos por su rostro avejentado, y soltó una muy pequeña maldición que sólo él fue capaz de entender.

—Lo hecho, hecho está —dispuso con firmeza sin mirarlo—. Para mi pesar, ya eres más que un adulto, y tomaste tu decisión. Espero que estés listo para afrontar las consecuencias de ésta, pues te advierto: no hay forma alguna de que salgas bien parado de esto. —Se giró entonces lentamente hacia él, volviéndolo a encarar—. Aún si el príncipe decidiera hacer caso omiso de tu petición, no olvidará para nada la actitud irrespetuosa y retadora con la que lo encaraste. Y toda esa simpatía que te habías ganado, dala por perdida en el contenedor de basura. Y si acaso ocurriera el inexplicable milagro de que por su honor, piedad o lo que sea, decidiera hacer lo que le pediste, ese sería el peor escenario posible para ti. Pues ya no sólo no te deberá absolutamente nada, sino que prácticamente desde su perspectiva, tendrá tu maldita alma en su bolsillo. Y si esta acción le causa cualquier problema, y te aseguro que lo hará, con los otros hombres, o peor aún con su esposa, el único culpable para él serás tú. Y que no te engañen sus buenos modales y su buen trato, te aseguro que hallará la forma de hacerte pagar por eso. Y esta vez yo ya no podré intervenir para defenderte, muchacho.

—No se lo estoy pidiendo —fue lo único que el soldado fue capaz de responder, prácticamente obviando todo lo demás.

Armientos negó con su cabeza, ya a esas alturas con más resignación que otra cosa.

—Te quiero, Rubelker, y lo sabes —pronunció el capitán con algo de cansancio—. Pero a veces eres un verdadero dolor de cabeza, de espalda, de corazón... y de callos, de paso.

—Le dije que traerme a su escuadrón le traería problemas —pronunció el soldado despacio, haciendo eco de lo que le había dicho aquella noche frente al fuego. Armientos agitó una vez más su mano, como si deseara espantar esas palabras lejos de él.

—Por favor, cómo si eso fuera novedad. Sólo me has causado problemas desde que te saqué de esa maldita celda... —murmuró el capitán despacio, un poco en broma, un poco enserio.

Rubelker agachó su cabeza, pensativo. Aquella noche en la que conoció al capitán por primera vez, había sido una que nunca olvidaría. Pocas personas olvidarían tan fácil el momento de su propia muerte, y resurrección; figurativa y literalmente.

Como fuera, parecía que el enojo del capitán se había pasado ya lo suficiente una vez que fue capaz de soltar todo aquello que deseaba decir. Se talló su adolorido cuello y hombro con una mano, y reanudó otra vez su andar de regreso a la sala.

—Vamos, debemos despejar el sitio antes de que comiencen con sus deliberaciones. Y que Dios nos proteja sobre lo que resulte de éstas.

Rubelker lo acompañó el resto del tramo en silencio.

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