Capítulo 13. Se hará justicia
Capítulo 13
Se hará justicia
La ceremonia mortuoria se llevó a cabo al día siguiente con los primeros rayos del sol. Los cinco cuerpos fueron colocados en una larga pira funeraria de leños, vestidos con sus uniformes de gala y con sus espadas colocadas sobre sus pechos. Los sacerdotes los habían preparado de tal forma que no se notaran sus heridas, y sus rostros se vieran placidos y tranquilos. El procedimiento exacto con el que realizaban esto sólo ellos lo conocían, y algunos más supersticiosos llegaban a pensar que había algo de magia involucrada.
Todos los demás miembros de su escuadrón, incluido Rubelker, se reunieron temprano en el patio alrededor de la pira, vistiendo también sus uniformes de gala, que eran de las pocas cosas que traían consigo para su largo viaje. El príncipe Frederick y su familia también habían asistido. Las niñas usaban impecables vestidos de fiesta color blanco, y cada una había colocado un ramo de flores sobre la pira como ofrenda para sus guardias. Algunos de sus amigos colocaron además algunas otras cosas como botellas de alcohol, comida, cigarrillos y otros recuerdos. La Familia Imperial se encontraba de pie, solemne delante de la pira y del sacerdote que recitaba las palabras propias de la ceremonia. Mientras él hablaba, todos los demás tenían sus cabezas agachadas y sus manos juntas delante de ellos.
—Mi Señor omnipresente y omnipotente, Yhvalus, que nos das la luz y la justicia —recitaba el sacerdote de túnica larga y negra, al igual que el gorro que le cubría la parte superior de su cabeza. Era un hombre ya grande de rostro delgado y arrugado. Sujetaba delante de él un gran libro de pasta roja y páginas amarillentas, que en realidad no leía directamente pues las palabras ya estaban bastante grabadas en su mente—. Recibe a estos cinco leales guerreros en tu casa, y llénalos de gloria y riquezas. Porque en vida pelearon por ti y por los tuyos, y nos dejan ahora llenos de honor y orgullo. Que las aguas del Azhel fluyan tranquilas y los lleven a salvo a su destino final, mi Señor. Que las llamas del Vantel quemen cualquier arrepentimiento o pecado que dejaran atrás, mi Señor. Que los vientos que bajan de las montañas del Zink sequen sus lágrimas y tristezas, mi Señor. Que su valentía y su dedicación les abran las puertas de tu reino, mi Señor. Que los ángeles de oro toquen las trompetas en su honor, mi Señor. Que los ángeles de plata curen sus heridas y laven sus cuerpos, mi Señor. Que los ángeles de bronce los vistan con ropas limpias y frescas, mi Señor. Que vivan por siempre en tu luz, en cada oración y en cada pensamiento de sus seres queridos. Bendice a aquellos que quisieron proteger, y castiga a todos aquellos que les hicieron daño en vida. Que se haga tu voluntad.
—Que se haga tu voluntad —repitieron todos los demás presentes al unísono, y acto seguido alzaron sus dedos anulares derechos hacia sus frentes, dibujando la figura del círculo, y una línea vertical hasta sus pechos.
Un grupo de sacerdotisas alineadas a un lado comenzaron a entonar con sus voces una melodía sin ninguna letra, sólo una dulce y hermosa tonada, pero a su vez cargada de cierta tristeza. Tres personas dieron un paso al frente para recoger las tres antorchas que habían colocado delante de un fuego encendido. Estos tres eran el príncipe Frederick, el capitán Armientos, y el sargento Fiodor Nilsen, en esos momentos ya más sobrio y tranquilo. Al parecer él había sido elegido por sus compañeros en su representación, o quizás había insistido demasiado hasta que se lo permitieron. Cada uno introdujo su respectiva antorcha en el fuego para encenderla. Luego, uno a uno se dirigió a la pira, y arrojaron las antorchas en diferentes puntos de ésta. Mientras las voces de las sacerdotisas amenizaban, las llamas poco a poco se fueron abriendo paso por los leños, hasta convertirse en una enorme y abrasadora llamarada.
Los tres hombres volvieron a su sitio a contemplar cómo el fuego se elevaba. Todos sabían de antemano que podía tardar incluso horas antes de que el fuego terminara su trabajo, pero era costumbre quedarse al menos unos minutos. Luego podrían irse retirando si así lo deseaban o necesitaban. El príncipe Frederick y su familia fueron de los primeros en irse, especialmente para no exponer de más a las niñas al frío. Algunos soldados tuvieron que irse con ellos para escoltarlos de regreso a la residencia del regente. Otros más se fueron yendo de poco a poco, y sólo unos cuantos parecían querer quedarse hasta el final. En este último grupo se encontraba el capitán Armientos y Rubelker. Y del otro lado de la pira, entre las llamas, éste último logró distinguir el rostro de Fiodor, acompañado de algunos de los hombres que bebían con él la otra noche.
Fiodor pareció percatarse casi al mismo tiempo de la presencia de Rubelker, y no disimuló en lo absoluto su desagrado. Pensó que se quedaría ahí, pero para su sorpresa el sargento comenzó a caminar dándole la vuelta entera a la pira y dirigiéndose hacia él. Rubelker no reaccionó de manera visible, pero por dentro la idea de tener que pasar por lo mismo de aquella noche no le atraía en lo más mínimo. Esperaba que, al menos dado el sitio y momento, optara por controlarse un poco.
El hombre de cabellos verdosos no se dirigió precisamente hacia él en un inicio. En su lugar, se colocó justo a su lado derecho, juntó sus manos al frente, y se paró firme mirando hacia las llamas.
—Te llamas Rubelker, ¿cierto? —musitó de pronto, algo cortante. No esperó a que Rubelker le contestara algo antes de proseguir con lo que muy seguramente ya sabía que iba a decir con anticipación—. Algunos de los otros creen que debería disculparme contigo por lo de la otra noche...
Si intentaba que aquello fuera una disculpa, en realidad sonaba a todo menos a eso.
—No tienes que hacerlo a la fuerza —le respondió Rubelker, impasible.
—Si no lo hago, o al menos finjo hacerlo, quedaré como el idiota de todo esto. —De nuevo, eso tampoco sonaba a una disculpa—. Escucha, simplemente estaba tomado, enojado y triste, ¿de acuerdo? Y sí, quizás me pasé con algunas de las cosas que dije. No debí haberte culpado a ti de todo. Pero la verdad es que no te conozco, amigo; no tengo idea de quién eres. Armientos se apareció contigo de pronto, y de repente te trae pegado a él como si fueras su ayudante personal o su teniente. Parece tenerte más confianza a ti que a nosotros, que llevamos ya años sirviéndole...
—¿Y eso te da celos?
—No me provoques, imbécil.
—¿Y qué estás haciendo tú exactamente? —le preguntó, mirándolo de reojo—. Diré esto sólo una vez: yo no maté a tus amigos, ni tampoco provoqué que los mataran. Los únicos culpables de esto fueron los hombres que nos atacaron, los mismos con los que yo combatí junto con ellos, y maté a varios de paso. Sin embargo... —Rubelker guardó silencio unos momentos mientras acomodaba sus ideas, y contemplaba las llamas—. Admito que podría haberme quedado con ellos y protegerlos. Me dirigí sin pensar hacia los tiradores, sin preocuparme por seguir una estrategia o formación. Si eso te hace sentir mejor, acepto que fui egoísta, y quizás de no haberlo sido no habrían muerto los cinco. Lo lamento.
—No seas tan egocéntrico —murmuró Fiodor de mala gana, como si tuviera algo atorado—. No es como si una sola acción tuya pudiera haber cambiado por completo el curso de una batalla. No creo que seas tan fuerte y hábil como aparentas ser.
Rubelker no respondió, aunque en realidad se sentía tentado a señalar lo equivocada que era su afirmación.
Por su parte, Fiodor pareció relajarse un poco. Centró entonces por completo su atención en la pira, y en los cincos cuerpos que comenzaban a consumirse.
—Pero sea como sea que hayas llegado, ahora eres parte de nuestro escuadrón, y nuestro deber es proteger a la Familia Imperial, a los habitantes de Volkinia, y especialmente cuidarnos entre nosotros. Quizás no me agrades, pero en el campo de batalla te cubriré la espalda, quiera o no. Y espero que tú hagas lo mismo.
—Lo haré.
—Bien. Sólo deseo no tener que comprobarlo pronto. Además, hay algo muy cierto en lo que dijiste: los verdaderos culpables de la muerte de mis amigos fueron esos bastardos cobardes que nos emboscaron. Espero que nos podamos quedar hasta que les pongan la soga en el cuello a esos dos que atrapamos —le dio en ese momento un pequeño golpe en su brazo, como señal de complicidad, y una expresión de satisfacción se le dibujó en el rostro—. O si eligen la decapitación, seré el primero en la fila de voluntarios para hacerlo yo mismo. Sea como sea, se hará justicia, ¿no?
Rubelker miró al frente taciturno, no del todo cómodo con esas palabras.
—Sí, se hará justicia de una u otra forma.
— — — —
Esa tarde, Aren Edik le comunicó al príncipe Frederick que había movido todo para que el juicio de los dos asaltantes se llevara a cabo justo al día siguiente. El juez que presidiría sería Maximus Hallen, un hombre de larga carrera y buena reputación. Él creía que el caso era bastante evidente, y que sería un proceso rápido. Sólo ocuparía máximo dos sesiones antes de dar sentencia, y si todo salía bien podrían partir máximo en tres días más. Isabelleta pareció feliz de escuchar eso, pero no tanto cuando le dijeron que en efecto al menos una de las tres víctimas tendría que dar testimonio, además del soldado que las defendió.
—Yo lo haré, mamá —señaló Isabelleta II con la misma convicción que había mostrado el día anterior—. Será una oportunidad perfecta para ver cómo se aplica la justicia del emperador de primera mano, y además ser parte de ella.
—Qué niña tan fuerte y valiente es usted, princesa —murmuró el regente Edik con un tono animoso, ofreciéndole una profunda, y casi exagerada, reverencia—. Llena de orgullo a su apellido.
—Muchas gracias, excelencia —le agradeció la princesa, ofreciéndole también su respectiva reverencia como respuesta.
La presencia del regente obligó a Isabelleta madre a contenerse de decirle algo a su hija, y los halagos posteriores lo volvieron casi imposible.
—Si ella quiere hacerlo, dejémosla —le murmuró Frederick a su lado—. Yo estaré con ella, y pediré que la retiren si es demasiado. Estará bien.
—Al parecer no hay nada que yo pueda opinar al respecto —masculló Isabelleta, molesta—. Sólo terminemos con esto rápido, ¿de acuerdo?
—¿Yo también puedo ir? —se asomó tímidamente la voz de Mina desde su asiento en el mismo escritorio contra la ventana, jalando de inmediato las miradas de todos; algunas algo escépticas.
—Un juicio puede ser algo aburrido para ti, Mina —le contestó amablemente su padre—. Puede durar muchas horas, y es simplemente un montón de gente hablando y hablando durante todo ese tiempo.
—Y tú nunca te quedas quieta —añadió su hermana mayor a modo queja—. Una corte de justicia no es sitio para que andes por ahí corriendo, haciendo ruido y molestando a las personas.
—Isabelleta —le reprendió su padre con voz severa.
—Lo lamento, papá —se disculpó la niña, agachando su cabeza—. Pero lo que digo es cierto. Sabes que si la llevas se aburrirá rápido, querrá irse o hará un berrinche.
—¡Yo no hago berrinches! —Gimoteó Mina molesta, parándose de su silla—. Sólo quiero ver a los prisioneros.
—Tú hermana tiene razón —señaló su madre, con tono más calmado, pero igualmente duro—. No es un sitio que te pueda resultar divertido, Mina. Mejor quédate aquí conmigo y veremos con qué podemos entretenernos juntas. ¿Te agrada eso?
Pero a Mina al parecer no le agradó del todo la propuesta. Sin decir nada, comenzó a caminar apresurada a la puerta con su rostro enrojecido, y salió apresurada, cerrando fuertemente la puerta detrás de sí. El aire en la sala de estar se volvió muy incómodo de golpe.
—¿Cuál es su problema ahora? —inquirió Isabelleta, intentando no demostrar de más su enojo por tal actitud irrespetuosa, especialmente delante del regente Edik.
—El ataque la afectó más de lo debido —respondió Isabelleta II—. Creo que ha estado teniendo pesadillas, y no ha dormido bien.
Sus padres parecieron inquietarse ante tal respuesta.
—Si sabías eso, ¿por qué le dijiste todas esas cosas tan hirientes? —le regañó su padre con severidad.
—¡No fueron hirientes! —Se defendió la joven princesa—. Lo lamento, pero es que ustedes la conocen. Siempre se la pasa callada, nunca se concentra en nada, y cuando habla todo lo que hace es quejarse o hacer preguntas tontas. Creo que su cabeza no está bien.
—¡Isa! —exclamó su madre, horrorizada principalmente por ese último comentario. Respiró hondo, intentando recobrar la compostura—. Lamento todo esto, regente Edik. Muchas gracias por su información y por sus atenciones. Pero, ¿podría dejarnos solos un momento? Cómo ve, tenemos una pequeña situación familiar que resolver.
—Por supuesto, claro —respondió Edik de inmediato. De hecho, estaba más que feliz de poder salir de esa situación tan penosa lo antes posible—. Con su permiso. Si necesitan cualquier otra cosa no duden en buscarme.
El regente les ofreció una última reverencia, misma que Frederick e Isabelleta respondieron con un ligero asentimiento de sus cabezas. Una vez que su anfitrión se retiró, las cosas parecieron relajarse un poco.
—Ven, querida —pidió Frederick, extendiéndole una mano a su hija. La pequeña se aproximó a su padre y éste la tomó suavemente y la sentó sobre su pierna; cada vez estaba más grande y pesada. Una vez que la tuvo frente a frente, comenzó a hablarle directamente y con voz clara—. Tú sabes lo orgulloso que estoy de ti, ¿cierto? Eres una niña brillante, fuerte, y un verdadero orgullo para tu apellido cómo te acaba de decir el regente. Pero tu hermana menor aún no entiende tan bien el mundo como tú lo haces. Aún es muy pequeña, y ve las cosas de forma diferente a la nuestra. Por eso te necesita a ti para que la guíes y le enseñes. Aunque no lo creas, ella te admira mucho, y antes de acudir por ayuda con nosotros es probable que quiera hacerlo contigo. Y cuando eso ocurra, tú debes estar abierta y lista para poder ayudarle. ¿Me lo prometes?
—Sí, papá —asintió la pequeña, esbozando una tímida sonrisa.
—Esa es mi niña —masculló orgulloso Frederick, dándole un pequeño beso en su caballera rubia—. Sigue con tus lecciones, y ya no te preocupes por Mina.
Isabelleta II se bajó de las piernas de su padre, y se aproximó de regreso al escritorio.
Las cosas deberían estar ya más calmadas, pero la emperatriz segunda no lo estaba en lo absoluto. Eran muchas las cosas que la tenían intranquila, pero en ese momento la que más le preocupaba era precisamente su hija menor.
—No crees que haya algo malo con Mina, ¿o sí? —le susurró despacio a su esposo, temerosa de que Isabelleta los escuchara.
—Claro que no —respondió Frederick tajantemente.
—Isa tiene razón en algunas cosas que dijo. Mina casi no habla, se distrae mucho, y se la pasa siempre perdida en sus pensamientos. Y de repente tiene esos arranques de ira...
—Sólo es una niña introvertida y con una gran imaginación —aclaró Frederick, restándole importancia—. No todos los niños son iguales. Mina solamente necesita encontrar lo que le gusta y en qué es buena. Y vivir bajo la sombra de una hermana como Isabelleta tampoco le deja las cosas fáciles. Pero estará bien.
Frederick tomó gentilmente su mano, y ella sólo asintió levemente.
Quizás en efecto sólo exageraba. Pero, aun así, le asustaban las historias que se contaban en susurros entre la realeza y la alta aristocracia, sobre esos familiares incómodos con algo "malo en la cabeza" como su hija había mencionado. Historias sobre cómo sus familias para guardar las apariencias, habían tenido que esconderlos, mandarlos muy lejos para que nadie más los viera, o incluso... simplemente desaparecerlos sin dejar rastro alguno; ni siquiera un cuerpo.
Estaba pasando por demasiadas preocupaciones esos días como para ahora temer por su pequeña. Pero no tenía por qué preocuparse, ¿o sí? Mina apenas tenía siete años después de todo, ¿quién no tenía comportamientos extraños a esa edad?
—¿Por qué tendrá tanto interés en ver a esos criminales? —musitó despacio la emperatriz segunda, como un pequeño pensamiento en voz baja más que una pregunta real.
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