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Capítulo 09. Convencerlos de hablar

Capítulo 09
Convencerlos de hablar

Rubelker hizo justo lo que le habían ordenado. Volvió a la caravana para que le retiraran la fecha de su espalda y le trataran lo mejor posible la herida. No había penetrado demasiado, así que sólo le aplicaron antiséptico, le colocaron unos puntos y lo vendaron. También hicieron lo propio con su mejilla, y se sorprendió una vez que se quitó la camisa y se dio cuenta de que tenía también un fuerte golpe en su brazo izquierdo, y una herida sangrando en su costado derecho, de los cuales ni siquiera había reparado. La del costado incluso le rasgó su saco y camisa; quizás había sido una flecha, o incluso un disparo. Igual le trataron ambas y lo mandaron a descansar.

Fue bastante evidente para él que su presencia causaba reacciones diferentes en sus compañeros de escuadrón. Podía notar desde las miradas de admiración y respeto, pasando un poco por el miedo y quizás la incertidumbre de cómo actuar ante él, y terminando por algunos murmullos de recelo y enojo. El origen exacto de cada una de esas emociones se le escapaba, pero tampoco tenía las suficientes energías como para enfocarse en descubrirlo.

Cuando hubo una tienda disponible, le permitieron entrar a recostarse. Todos los demás se encontraban trabajando en la preparación del campamento o en la hoguera para los cadáveres. Él también debería estarlo haciendo, pero órdenes eran órdenes. Además, no se dio cuenta de lo realmente agotado que estaba tras toda esa extenuante batalla, hasta que se recostó en el catre y pegó su cabeza a la almohada. Se quedó dormido casi de inmediato, y no despertó hasta varias horas después.

Ya había anochecido, y el campamento estaba ya armado. El aire estaba impregnado con el olor al estofado que seguía calentándose en los calderos, y aquello le despertó el apetito. Salió de la tienda con su camisa blanca abierta, y su torso musculoso y peludo expuesto a la brisa fría de la noche, que le resultó de hecho más agradable que molesta. En su mano derecha traía consigo sus dos sables enfundados; se sentía más a gusto si los tenía siempre a su lado.

Al caminar hacia una de las hogueras con comida, pasó no muy lejos de dónde habían recostado los cinco cuerpos de los soldados caídos. Un grupo numeroso estaba ahí sentado, bebiendo, hablando entre ellos, y sólo de vez en cuando se escucharon algunas risas derivadas quizás de alguna anécdota. Algunos de ellos advirtieron su presencia, y pudo notar en sus rostros, escuetamente alumbrados por las antorchas, más de esos diferentes tipos de miradas que había visto anteriormente. Siguió su camino hacia el alimento, e intentó no llamar de más la atención.

Había un joven soldado ayudando a servir el estofado. Era un muchacho pecoso de cabello rubio oscuro y corto. Era algo flacucho y de mirada afable, lo que quizás lo hacía parecer un poco más joven de lo que era, pero igual no debía tener más de veintidós años. En cuanto lo vio acercarse, el muchacho pareció ponerse un poco nervioso, y se paró derecho como si se tratara de su oficial en jefe.

—Buenas noches, señor —le saludó, intentando sonar firme pero en realidad logrando parecer un poco asustadizo—. ¿Se encuentra bien? ¿Quiere comer algo?

Mirándolo de más cerca, su rostro le resultó más familiar. Se le vino a la mente dos momentos de entrada: la más reciente esa misma tarde, cuando se retiraba él y se le había acercado con la intención de ayudarlo a caminar pero él lo había rechazado. Y la primera fue cuando recién se integró al escuadrón y se tomó la molestia de presentársele directamente. Su nombre era...

—Eres Víctor, ¿cierto? —murmuró Rubelker con seriedad. El rostro del muchacho se encendió ligeramente al oírlo mencionar su nombre.

—Sí, señor; soy Víctor Dahl —le respondió apresurado, alzando casi por mero reflejo su mano hacia su frente para realizar el saludo militar.

—No debes darme el saludo, que no soy un oficial. Soy un soldado común al igual que tú.

Víctor Dahl se ruborizó avergonzado y agachó su mirada. Definitivamente no parecía el tipo de persona que uno esperaba ver como parte del ejército, pero alguna cualidad sobresaliente debía tener. Además, era muy joven. Si tenía suerte viviría muchos años más, y en ese lapso de tiempo podía pasarle suficientes cosas para endurecerle esa mirada, y limar sus ademanes de niño rico en academia de artes.

—¿Le sirvo de comer, señor? —preguntó Víctor, evidentemente temeroso de volver a meter la pata.

—Por favor.

El joven soldado tomó un tazón y comenzó a verter el estofado en él con un cucharón de madera. Iba a la mitad de su labor, cuando un fuerte ruido de porcelana rompiéndose resonó a las espaldas de Rubelker. Éste se viró lentamente sobre su hombro. La escena al inicio no le pareció entendible, pero los detalles no tardaron en salir a la luz. Al parecer uno de los soldados que velaba a los muertos, había tirado al piso el vaso del que bebía con sus compañeros, y aparentemente no había sido un accidente; había sido con tanta fuerza intencional que el vaso se rompió en decenas de pedazos. Y ahora, ese mismo soldado marchaba apresurado hacia él, mientras tres de sus compañeros lo seguían; Rubelker supuso por su lenguaje corporal que esos tres intentaban detenerlo. De hecho, uno de ellos llegó a tomarlo del hombro y jalarlo, pero él se quitó de inmediato su mano de encima, se giró y lo empujó hacia atrás con algo de fuerza, para justo después seguir con su camino.

—Pero miren, es el gran héroe en persona —declaró con fuerza el soldado cuando ya se encontraba lo suficientemente cerca—. ¿Tuvo una buena siesta, majestad?

Rubelker no respondió, sólo lo miró en silencio. Ya más cerca, alumbrado por otra antorcha más cercana, igualmente le pareció conocido. Lo había visto en anteriores ocasiones con el resto, aunque ciertamente no habían llegado a cruzar palabra. Sin embargo, esa tarde había sido justamente él quien estaba más que dispuesto de servir de verdugo de los dos asaltantes que seguían con vida, y cuya frustración fue más que clara cuando el príncipe y el Capitán Armientos ordenaron lo contrario. Era un hombre alto, sólo unos cuantos centímetros más bajo que él, de cabello verdoso oscuro un poco largo y sujeto con una pequeña cola que se asomaba de detrás de su nuca. Su piel estaba algo tostada por el sol, y sus ojos azules lo miraban con una furia que sin duda debía estar en cierta medida alimentada por el alcohol.

—Tan grande y fuerte, ¿no? ¿Cuál es tu secreto? ¿Leche de cabra? ¿O leche de mama, quizás?

—Basta, Fiodor, estás borracho —masculló uno de los que lo habían seguido.

—Sólo quiero que el héroe de la noche, merecedor del favor del príncipe y lo que sea, nos diga cómo es que cinco de los nuestros —señaló en ese momento en dirección a los cuerpos envueltos— están ahí tendidos, fríos y pudriéndose, mientras él salió sólo con algunos rasponcitos.

—Fue más que eso —intervino Víctor, sujetando aún en sus manos el tazón a medio llenar.

—¡Tú no te metas! —Le gritó el hombre al que sus compañeros llamaron Fiodor, señalándolo tajantemente, y virándose de inmediato de nuevo hacia Rubelker—. Anda, di algo, gran hombre. ¿O también te mordiste la lengua en tu súper pelea?

Rubelker permaneció sereno, mirándolo pero en realidad no prestándole demasiada atención. Sin decir nada, se giró hacia Víctor, tomó el plato que le estaba sirviendo, y se dispuso a alejarse y buscar un sitio tranquilo para comer.

—¡No te atrevas a darme la espalda! —exclamó Fiodor mucho más agresivo que antes, y de la nada dio un paso al frente con la clara intención de lanzarle un golpe, pero dos de sus acompañantes lo sujetaron rápidamente.

—¡Cálmate!, ¡por Dios! —le gritó uno de ellos, furioso—. Él no los mató. Peleó a su lado y salvó a las princesas él solo.

—¿Él solo?, ¿contra cincuenta asaltantes? —Ironizó Fiodor, seguido de una carcajada—. ¡¿Y qué hicieron Phillip y los otros?! ¡¿Sólo se quedaron parados y se dejaron morir mientras tú te lucías jugando a ser el Caballero de Plata?!

—Tus amigos pelearon y murieron valientemente —le respondió Rubelker asertivo, virándose de nuevo a hacia él—. No ensucies su lecho con tu actitud infantil.

—Mejor lo ensucio con algo más, ¡cómo tus dientes!

Fiodor se zarandeó con fuerza intentando quitarse a los hombres que lo sujetaban de encima, pero estos se agarraron con aún más fuerza.

—¡¿Quién jodidos eres?! —Gritó furioso, ya en esos momentos perdiendo por completo cualquier rastro de compostura—. Todos aquí hemos peleado y entrenado juntos por años como una familia. Tú llegaste hace apenas dos semanas, ¡y ahora cinco de mis amigos están muertos! ¡¿Y te pavoneas por aquí como si fueras el jefe de todos y hasta te dan el saludo?! ¿Qué?, ¿acaso eres el bastardo de Armientos?, ¿o su oso de felpa que abraza para dormir?

—¿Tanto le interesa cómo duermo de noche, sargento Nilsen? —Escucharon de pronto como cuestionaba alto la voz del capitán Armientos, y esto hizo que todos, incluido Rubelker, se pararan en seco.

Armientos se aproximó por un costado, más que alertado por todos esos gritos y alborotos. Aún portaba todo su uniforme completo, e incluso sus armas. Su mirada severa se clavó como dagas en todo los presentes. Los hombres rápidamente soltaron a Fiodor y saludaron firmemente al capitán; Víctor Dahl se les unió en dicho saludo, pero Fiodor decidió pasar por esa ocasión. Por suerte, parecía que no se encontraba tan borracho como para intentar seguir con su desplante en presencia del capitán.

—Todos estamos dolidos por lo que pasó —declaró Armientos con firmeza, comenzando a caminar delante de los soldados en dirección a Rubelker—. Aún en nuestro deber, no es cosa sencilla aceptar la muerte de un compañero y amigo, especialmente de una forma tan horrible y repentina. Pero por eso mismo, y más que nunca, debemos de estar unidos y apoyándonos; no estar provocando peleas absurdas sólo para desquitarnos. —Sus ojos azul cielo, que parecían estar en llamas por el reflejo de las antorchas, miraron fijamente a Fiodor, quien desvió su mirada hacia otro lado—. Porque entiendo tu dolor, y sé que es el alcohol el que está hablando, haré como si nada de esto hubiera pasado; sólo por esta vez. Pero si haces alguna otra deplorable escenita como ésta de nuevo durante este viaje, esos asaltantes atados atrás no serán los únicos que tendrán un juicio. Eres un soldado al servicio de Volkinia, del emperador y de Dios. ¡Compórtate como tal!

El capitán elevó tanto la voz en su última frase, que incluso Fiodor se sobresaltó un poco asustado. Su rostro reflejaba molestia, pero también resignación. Le ofreció entonces al capitán un saludo torpe y rápido, y un escueto "sí, señor."

—Sáquenlo de mi vista —musitó Armientos secamente, y de inmediato sus compañeros tomaron a Fiodor y lo jalaron de regreso al área de los cuerpos. Éste ya no opuso más resistencia.

Armientos suspiró con algo de cansancio. Poco a poco sentía que su cuerpo resentía más esas tensiones. Aún le quedaban al menos diez años antes de poder retirarse con honores, pero en días como ese pensaba que quizás no llegaría tan lejos. Se viró entonces hacia Rubelker y se le aproximó con actitud algo más relajada.

—Debes tenerles paciencia —comentó—. Son buenos soldados, pero criados y entrenados en épocas de paz. No están acostumbrados a este tipo de situaciones, y buscan desesperadamente a quién culpar.

—Le dije que le causaría problemas el traerme aquí —comentó el hombre de barba oscura, casi como si se tratara de un reclamo. Armientos sólo sonrió divertido al oírlo.

—Si no hubieras estado aquí, no sé qué habría ocurrido con la emperatriz segunda y sus hijas. Ven, sentémonos cerca del fuego para que puedas comer en paz. Debemos hablar de lo ocurrido.

Ambos se sentaron delante de una de las fogatas. Además de ellos, sólo había otros dos soldados en el lado opuesto, comiendo en silencio y sólo de vez en cuando cruzando algunas palabras.

—Al mismo tiempo que a ustedes los atacaron en el bosque, hicieron lo propio con nosotros —comenzó a relatar Armientos, mientras Rubelker comía—. De seguro notaste las marcas de explosivos en el camino cuando volviste, ¿no? Incluso quizás los llegaste a oír desde donde estabas. Eran de poca potencia, pero lo suficiente para alterar a los caballos y a los hombres. Los arrojaron desde las copas de los árboles. Fueron sigilosos; no nos dimos cuenta de que estaban ahí hasta que comenzó el ataque.

En efecto Rubelker y los otros habían oído las explosiones, y había notado las señales de pelea en cuanto volvió a la caravana, pero no había reparado demasiado en ellas. Además de los otros heridos que vio también siendo atendidos por el doctor.

Eso explicaba porque los refuerzos habían tardado tanto en acudir al rescate.

Armientos prosiguió.

—Una vez que todo se volvió un caos y mientras yo intentaba reagruparlos, comenzaron los disparos desde el otro extremo del camino. Flechas y balas por igual. Nuestra prioridad fue poner seguro al príncipe. Algunos hombres resultaron alcanzados, pero ninguno de gravedad. No parecían realmente interesados en acabarnos, sino más bien en asustarnos.

—Eran una distracción —señaló Rubelker—. Para tener el camino libre y tomar a las princesas.

—Eso parece, y casi lo logran. No eran un grupo de asaltantes aficionados, lo reconozco. Sabían lo que hacían, y sabían bien cómo moverse por estos bosques. Aun así, al menos de que tú pienses algo distinto, es casi inverosímil pensar que incluso la mejor banda de asaltantes de caminos se atreviera esporádicamente a atacar una caravana custodiada por la guardia imperial.

—Esto no fue nada esporádico —sentenció Rubelker con severidad—. Lo planearon con anticipación. Nos estaban esperando, y sabían quiénes éramos.

—Pienso igual —concordó Armientos, asintiendo—. Pero nuestra parada sí fue esporádica. Aun suponiendo que supieran que íbamos a pasar por este camino a esta hora, ni siquiera nosotros sabíamos que pararíamos aquí.

—Debieron de haber estado siguiéndonos, y esperado más adelante para emboscarnos. La parada quizás la vieron como una mejor oportunidad y decidieron cambiar sus planes para aprovecharla.

—Es probable.

Ambos callaron unos segundos. Armientos se inclinó un poco al frente, contemplando casi en trance la danza de las llamas delante de él. Rubelker siguió comiendo de su plato, hasta casi terminarlo. Su estómago, y todo su cuerpo en general, se lo estaban agradeciendo.

—Si las cosas fueron así —dijo el capitán luego de un rato—, cualquiera en los pueblos por los que pasamos podrían haberles avisado que veníamos, y quizás eran lo suficiente confiados y estúpidos para pensar que podrían tener éxito en una emboscada directa. Pero me sigo preguntando si realmente merecía tanto el riesgo. En mi experiencia, las motivaciones del individuo solitario pueden ser muchísimas. Pero, en el caso de los grupos numerosos, sólo hay dos cosas que pueden inspirar a las personas a arriesgarse de esta forma, hasta estar dispuestos a perder la vida: una causa en la que todos creen, o enormes cantidades de dinero.

—No parecían estar motivados por lo primero —contestó Rubelker—. Podría equivocarme, pero no tenían la apariencia de revolucionarios y extremistas. Además, fueron directo por las princesas, y las querían con vida. De seguro su intención era pedir rescate por ellas.

—Sí, esa es la respuesta más simple, ¿no? —masculló Armientos despacio—. Y casi siempre la respuesta simple es la correcta...

—¿No está convencido?

—Es más un mal presentimiento, como una sensación incómoda en el estómago. ¿Sabes de lo que hablo? —Rubelker en efecto lo sabía—. Quizás sólo me estoy volviendo viejo, pero no puedo quitarme de la cabeza que podría haber algo más detrás de esto, o más bien alguien. No se me viene un nombre específico a la mente, pero la Familia Imperial, y básicamente cualquier noble, siempre tiene detrás de sí una fila de enemigos esperando a apuñalarlos en la espalda. Aunque la mayoría del tiempo es metafóricamente, no haciendo algo como esto. Esperaba que quizás tú hubieras oído o visto algo que pudiera darme más claridad.

Rubelker caviló unos segundos, pero no se le ocurría algo que pudiera confirmar o negar las preocupaciones del viejo capitán. Aunque en realidad, no era que hubiera escuchado o puesto mucha atención en esos individuos como para notar alguna pista particular.

En el campo de batalla, todos se volvían bolsas de carne con rostros borrosos para él. Bueno, todos excepto...

Miró disimuladamente hacia su lado izquierdo. Entre la selva de tiendas y soldados no lograba verlos directamente, pero sabía muy bien que se encontraban en esa dirección, atados fuertemente de sus muñecas a un árbol.

—Quizás alguno de ellos sepa cuál era su verdadera intención —propuso repentinamente.

—¿Hablas de los dos prisioneros? —Vaciló el capitán—. Quizás, aunque si hay alguien más detrás de esto es poco probable que su líder se los haya compartido a todos.

Su líder debía de estar en esos momentos muerto, o al menos sufriendo de una horrible agonía por la pérdida de su brazo. De momento, esos dos eran lo único que tenían a la mano. Aunque, en realidad sus pensamientos se centraban en específico en uno de ellos.

Terminó los pocos rastros de estofado que quedaban en su plato, y dejó éste en el suelo antes de ponerse de pie y comenzar a andar hacia dicho lado.

—Veré si puedo convencerlos de hablar —explicó con simpleza mientras se alejaba.

—Espera —espetó Armientos con fuerza, obligándolo a detenerse—. Te recuerdo que el príncipe ordenó llevarlos a Vistak para hacerles un juicio. Me he pasado todo el día cuidando que ninguno de estos hombres enojados les ponga un dedo encima. No puedes ir y torturarlos, si acaso eso tramas.

—No los torturaré —alegó Rubelker—. Sólo hablaré de frente con uno de ellos.

Armiento suspiró. Era evidente que dicha explicación no lo satisfacía.

—Ten cuidado, ¿quieres?

Rubelker asintió despacio, y entonces prosiguió con su marcha.

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