Capítulo 06. Últimos minutos de combate
Capítulo 06
Últimos minutos de combate
Cuando la sangre dejó de brotar, el soldado de barba oscura se puso una vez más de pie y retiró sus armas del cuerpo de su último enemigo. De manera despectiva, pateó el cuerpo del asaltante hacia un lado, para quitarlo de encima del de su compañero caído con el que se había tropezado, y así poder inspeccionar mejor a éste. Su rostro era joven y refinado, hermoso a su propio modo, aunque estuviera en esos momentos inmóvil y tieso como porcelana, y su boca y barbilla estuvieran manchadas casi por completo de rojo. Sus cabellos color violeta caían libres sobre la nieve bajo su cabeza, y sus ojos morados aún abiertos miraban fijos al cielo sobre él. Su cuerpo era fornido y atlético como el de casi todos los otros, pero lo habían apuñalado tantas veces en su torso que todo el suelo debajo de él estaba empapado. Además de todo, le faltaba su mano derecha, que al parecer le habían amputado de tajo con un hacha y ahora yacía en el suelo a unos metros.
A pesar de las horribles circunstancias, el soldado fallecido se veía tranquilo y en paz, un sentimiento que el soldado de barba no supo identificar su procedencia.
No muy lejos de él se encontraba el otro soldado, con aquella horrible herida de hacha en su cabeza; esperaba que al menos hubiera sufrido menos.
Se incorporó de nuevo y se viró hacia las dos princesas infantas. Isabelleta había volteado a verlo de reojo sobre su hombro cuando supuso que todo había terminado, pero en cuanto notó que la miraba se volvió a girar al frente, temblando un poco. Esta reacción provocó una sensación incómoda en el pecho del soldado. Mirar ese tipo de expresiones de miedo y sufrimiento en un niño, siempre lo sobrecogía. Su aspecto debía ser más que horrible en esos momentos; poco quedaba del blanco y plateado en su uniforme.
Prefirió entonces no acercarse para no aumentar aún más dicha incomodidad en ambas pequeñas. En su lugar, se puso de cuclillas y clavó sus dos sables a los lados. Alzó entonces sus dos manos hacia ellas, en un intento de mostrarles que no iba a lastimarlas; era su guardia, después de todo, y quería que ellas lo recordaran.
—Tranquilas —susurró lo más suave que su voz grave y profunda le permitía, además de la agitación que lo inundaba—. Mírenme, no soy un enemigo. Soy un soldado de su alteza, ¿me recuerdan?
Isabelleta lo miró de nuevo tímidamente. Por supuesto que lo recordaba, pero eso no hacía que su apariencia fuera más reconfortante, por lo que siguió presionando a Mina contra su pecho de forma protectora.
—¿Están bien? —preguntó el soldado con el mismo tono que antes—. ¿No se encuentran heridas?
—Sí, estamos bien —respondió Isabelleta con la voz más firme que le fue posible—. Pero mi mamá... más de esos hombres fueron detrás de ella.
Isabelleta señaló temblorosa en la dirección en la que se habían ido. El soldado se paró y miró hacia aquel sitio. Había huellas en la escasa nieve que se dirigían hacia donde estaba la caravana. Si quería ir detrás de ellos, se vería forzado a dejar solas a las dos princesas, y no sabía siquiera si no había más de esos asaltantes entre los árboles aguardando el momento adecuado (aunque su nariz, sus oídos, y en especial su instinto le decían que no los había). Sus otros dos compañeros quizás pudieron llevar a la princesa de regreso, o quizás los refuerzos ya habían llegado y se habían encargado de repeler la amenaza. Pero, si no era así, cada segundo que pasaba ahí les daba más oportunidad de escaparse por alguna ruta alterna.
Tuvo que tomar una decisión rápida y difícil, de esas que en el campo de batalla siempre podían costar vidas.
—Escóndanse —les indicó con severidad a las dos niñas; la mayor se sobresaltó sorprendida al oírlo—. Yo iré por su madre. No estén a la vista: vayan detrás de aquellos árboles. Quédense quietas y calladas. Pero si ven a cualquiera de estos hombres cerca, griten con todas sus fuerzas como si sus gargantas se fueran a desgarrar. ¿Entendieron?
Isabelleta II asintió dudosa. Había comprendido, pero dicho plan no le convencía del todo. Aun así, tomó a Mina de su mano y la jaló apresurada hacia los árboles. Una vez que las dos estuvieron fuera de su vista, el soldado tomó sus armas, se giró hacia el rastro de huellas, y comenzó a correr por él hacia el encuentro de quienes lo habían dejado.
—¡¡Auxilio!! ¡Frederick!, ¡capitán Armientos! ¡Ayúdennos! —escuchó de pronto que la voz de la emperatriz segunda gritaba con fuerza más adelante. Como lo temía, no estaba aún segura. Aceleró el paso, y no tardó en vislumbrar a los atacantes.
Hizo un conteo rápido. Eran diez, máximo quince. Vio que en el suelo se encontraban los cadáveres de al menos cinco más, junto con los dos de sus compañeros restantes con horribles heridas en ellos, que apenas y lograban ser reconocidos por sus uniformes.
Al parecer era el último que quedaba, pero aquello no lo hizo flaquear ni un poco.
Se lanzó hacia el más cercano, que le daba en esos momentos la espalda. Otro de sus compañeros alcanzó a verlo acercarse, pero no logró advertirle a tiempo. Sus dos sables se dirigieron a cada costado de su cuello, atravesando la carne hasta el hueso. Lo pateó con fuerza en la espalda para sacar sus armas y que su cuerpo cayera en medio del grupo. Aquello sin lugar a duda llamó la atención de todos aquellos que aún no lo habían notado.
El soldado arremetió sin esperar reacción en contra del otro más cercano, que cubrió sus ataques con el mango de su lanza, pero el soldado cortó en dos la vara de madera con sus dos filos, y los mismos se dirigieron hacia su pecho al mismo tiempo, clavándose en él como los cuernos de un toro.
Se tomó un instante para buscar con la mirada a la emperatriz segunda. La encontró hasta atrás de todos, siendo sujetado firmemente por un hombre alto y rubio, de cabeza cuadrada y complexión grande y fuerte, incluso más que él. La mujer noble se veía asustada e indefensa, pero aparentemente ilesa.
Los demás asaltantes estaban sorprendidos, pero poco a poco comenzaron a salir de aquel estado y reaccionar. Se lanzaron en grupo en su contra como una estampida, y parecía que lo tenían rodeado. El soldado comenzó a moverse ferozmente, cubriendo o esquivando sus ataques, e inmediatamente después arremetiendo en su contra con una velocidad y fuerza descomunal, casi inhumana. Con sólo unos movimientos, dedos, brazos e incluso cabezas salieron volando, y estómagos y gargantas se abrieron. Era como un tornado imparable, y una marejada rojiza inundo el aire a su alrededor.
Los que quedaron de pie optaron por retroceder, estupefactos mirando aquella enorme figura rodeada en el suelo por el cuerpo de al menos otros cuatro muertos, y tres más retorciéndose por el dolor de los golpes o las extremidades perdidas. Y todo eso había pasado en cuestión de segundos.
El soldado miró con más detenimiento al grupo. Al parecer su cuenta inicial había sido errónea, pues aún veía a varios de pie. También notó que la emperatriz segunda había caído al suelo, y ahora lo miraba igual de sorprendida y asustada que los demás.
Exhaló su aliento como vapor blanquizco, y aprovechó que todos se habían quedado paralizados para intentar recuperar un poco de energías antes de proceder.
—¿Qué clase de soldado es éste...? —susurró uno de ellos, con su voz temblándole.
—Parece un enorme ogro. ¿Qué hacemos?
Notó cómo varios de ellos miraban sobre sus hombros a aquel que hacía un momento sujetaba a la princesa; él debía ser el líder, o al menos el que daba las instrucciones en ese caótico y desorganizado ataque. Él también se veía bastante sorprendido, pero no asustado aún.
—¡Mátenlo!, ¡¿qué más?! —exclamó ferviente el hombre rubio, y rápidamente extendió su enorme mano hacia Isabelleta, tomándola del brazo y levantándola de un fuerte tirón.
—¡No! —Exclamó la princesa, horrorizada. Y aunque intentó resistirse, aquel enorme hombre la volvió a tomar firmemente con un brazo, mientras con la otra mano sujetaba una larga hacha más grande que su cabeza, y de un mango largo como de una lanza. Comenzó entonces a intentar alejarse de aquel claro con todo y la emperatriz segunda, y perderse entre los árboles. La mujer gritó y forcejeó, pero fue inútil.
El soldado de barba no iba a permitir que se fuera así. Los demás asaltantes volvieron a atacarle, pero tendría que dejarlos para después. Corrió en la dirección en la que el aparente líder iba; tres de los hombres le cortaban el paso. Uno intentó atacarlo con su espada, pero él le sacó la vuelta con facilidad. Luego dio un largo salto apoyado con sus dos fuertes piernas hacia otro de ellos. Plantó su pie firmemente sobre su cara, y luego se impulsó en ella para saltar por encima del otro, que lo siguió atónito con su mirada de bobo mientas pasaba sobre su cabeza.
Mientras estaba en el aire, sintió un repentino piquete en el costado izquierdo de su espalda, y luego un intenso ardor. No ocupó ver para saber qué era, pues reconoció la sensación de inmediato: una flecha se le había clavado, posiblemente disparada por alguna ballesta. No entró muy profunda, y no creía que le hubiera tocado nada importante, pero sería una molestia por lo que restaba de ese combate.
Cayó firmemente con sus dos pies en la hierba, y se impulsó hacia el hombre que huía. No tardó mucho en alcanzarlo, pues no era capaz de correr muy rápido debido a su tamaño, y además de que cargaba con la princesa y aquella enorme hacha. El soldado lo tacleó con todo su cuerpo desde atrás, logrando derribarlo con todo y su rehén. La emperatriz segunda se soltó de su brazo, cayó al suelo y rodó un par de metros lejos de él, raspándose la frente y rasgándose una de las mangas de su vestido.
El líder de los asaltantes no se quedó mucho en el piso, pues rápidamente empujó al soldado lejos de él con un brazo y se puso de pie. Empuñó con ambas manos el hacha, y arremetió en contra de su atacante. El soldado retrocedió rápidamente, y el pesado filo del hacha le pasó justo delante de la cara. Notó que el arma estaba manchada de sangre, de seguro de alguno de sus compañeros caídos. El líder siguió atacando y atacando con más fuerza, y el soldado retrocedía sin poder acercarse lo suficiente. Esa flecha clavada en su espalda definitivamente lo molestaba demasiado, y el asaltante ante él estaba lleno de rabia, aunque igualmente comenzó a notársele bastante desesperación. Lo que había visto hace unos minutos atrás definitivamente lo había impresionado como a los demás.
Los otros asaltantes sobrevivientes se acercaban por detrás en auxilio de su líder, y pudo escuchar como la cuerda de una ballesta se tensaba y preparaba para volver a disparar. Debía terminar con eso rápido.
Se movió hacia un lado, esperando que el hacha de su atacante más próximo lo siguiera, y así fue. Por un instante parecía que lo tocaría, pero logró agacharse en el último momento, y el letal filo del arma se clavó contra un tronco, con tanta fuerza que casi lo cortó a la mitad, pero en su lugar se quedó atascado en éste. El líder intentó jalar su arma para zafarla, pero ésta no cedió fácilmente. El soldado, usando sus dos sables, logró cortar el mango del hacha mientras el asaltante la jalaba, provocando que su cuerpo se hiciera hacia atrás por la fuerza que estaba aplicando en ese momento. El soldado entonces se le lanzó encima con el mismo impulso de antes. El asaltante alzó su antebrazo izquierdo por mero instinto para defenderse. Los dos sables le rebanaron la carne de su brazo hasta el hueso, alcanzando también a cortarle su cara profundamente, dibujándole dos marcas diagonales que se la atravesaban de arriba abajo.
El hombre rubio gritó con todas sus fuerzas, retrocedió confundido y adolorido, agarrándose su brazo que comenzó a sangrarle abundantemente.
—¡Hagak! —escuchó como uno de los otros asaltantes murmuraba a sus espaldas; así que ese era su nombre, aunque no importaba mucho. Teniéndolo ya en el suelo, el soldado alzó sus armas y se disponía dejarlas caer para terminar el trabajo. Sin embargo, el disparo de esa ballesta que tanto esperaba lo hizo detenerse.
Se impulsó hacia atrás para esquivar la flecha, y ésta pasó frente a su rostro, siguiendo de largo hasta clavarse en un árbol. Su movimiento lo alejó de su objetivo, y para cuando sus pies tocaron de nuevo el suelo, los otros atacantes ya se encontraban a unos cuantos pasos de él y le cortaron el camino. Notó como dos de ellos ayudaban al tal Hagak a pararse, mientras seguía mugiendo de dolor por sus heridas. Lo comenzaron a ayudar a caminar y alejarse, y el resto se quedó atrás para hacerle frente.
Daba igual; era casi seguro que perdería ese brazo, en el mejor de los casos. Pero lo más probable era que terminaría desangrándose o muriendo de alguna horrible infección. Sólo prolongarían lo inevitable.
Su atención se fijó en los que tenía delante de él. El de la ballesta se quedó lejos intentando recargar; decidió encargarse de él primero. Se abrió paso entre dos de ellos, solo teniendo que empujarlos con sus fuertes brazos y ambos volaron hacia los lados como simples almohadas. De un sablazo cortó en dos la ballesta estando aún en las manos de aquel individuo, cortando al parecer su mano izquierda en el proceso. El pobre diablo retrocedió, más sorprendido que adolorido. El segundo sablazo cayó de arriba hacia abajo sobre su cabeza, abriéndosela por completo hasta romperle el cráneo.
Los demás a sus espaldas no tardaron en lanzársele, por lo que de inmediato pateó con fuerza el cuerpo desvalido de aquel último hombre ahora con la cabeza abierta, para así sacar su arma de su cuerpo y alejarlo de él.
Se dispuso a encargarse de todos ellos con la misma eficacia y rapidez que había hecho con todos los anteriores.
El primero recibió un corte justo a la mitad del estómago.
Al segundo le rebanó todo su brazo izquierdo desde el hombro.
Al tercero recibió primero un golpe de su puño directo en su nariz, rompiéndole el tabique, seguido de uno más en el cuello que le rompió la tráquea.
Y el cuarto... él lo esquivó.
Había lanzado un sablazo directo a la altura de la cabeza, pero aquel individuo lo esquivó con bastante precisión agachándose hasta casi tocar el suelo. Aquello lo sorprendió un poco, pero no pudo quedarse pensando en ello pues de inmediato aquel sujeto se dirigió al frente, apuntando a sus piernas con su espada de apariencia vieja y gastada.
El soldado retrocedió varios pasos para esquivar sus ataques, que de hecho fueron más de uno; al menos cinco, bastante rápidos y precisos a pesar de que estaba casi al ras del suelo. Alzó su arma derecha sobre su cabeza y la dejó caer como un rayo justo contra él. Su contrincante al parecer lo vio venir y rápidamente rodó por el suelo hacia un lado para esquivarlo, provocando que su arma chocara contra la tierra. El asaltante se incorporó poco después, no sin antes recoger con su mano izquierda el cuchillo de un compañero herido, y entonces se paró firmemente, sujetando ambas armas delante de él en cruz a modo defensivo.
Sólo hasta entonces el soldado lo pudo ver con claridad; de hecho, era quizás al primero de ellos que miraba detenidamente, pues en su mayoría no eran para él más que sacos de carne y sangre sin rostros. Pero éste, para su sorpresa, era un chico, o al menos por su rostro joven y refinado le parecía que debía ser joven, de no más de dieciocho. Era alto y delgado, con cabello rubio platinado corto, desarreglado y sucio. Respiraba con mucha agitación, y delgadas gotas de sudor le recorrían su rostro pálido. Pero sus ojos verde esmeralda estaban cubiertos de un fuego particular y profundo, uno que a aquel soldado le pareció inusual, aunque no desconocido.
Sin aviso, el muchacho se le lanzó encima con fiereza, corriendo de frente hacia él sin miramiento. El soldado contraatacó en cuanto lo tuvo cerca, pero de nuevo lo logró esquivar con un movimiento preciso de su delgado cuerpo. Y no sólo una, sino dos, tres, cuatro veces. No sólo logró esquivarlo, sino que encima consiguió acercarse lo suficiente para jalar su espada y lanzarla contra su costado izquierdo con la intención de apuñalarlo. El soldado logró desviar la hoja hacia un lado al último momento, empujando también el cuerpo entero de su atacante en el proceso. Jaló su otra espada hacia él, esperando acabarlo de un sólo tajo ahora que al parecer había perdido el equilibrio. Pero, para su sorpresa, el chico se lanzó de nuevo al suelo, rodó y salió de su alcance.
Tras el movimiento tan rápido y casi desesperado, el asaltante quedó de espaldas contra el suelo. El soldado intentó voltear rápidamente hacia él, pero el muchacho rubio extendió su mano, tomando la primera roca que sus dedos sintieron, y la lanzó con fuerza, dándole justo en el sitio en el que aquella flecha seguía aún clavada en su espalda.
El soldado se dobló de dolor y cayó sobre su rodilla izquierda por el espasmo que le recorrió todo el cuerpo. El chico rubio se paró de un salto, impulsándose con sus piernas y se lanzó hacia su espalda mientras aún seguía en el suelo. El soldado, sin embargo, se giró con fuerza, acompañado de un grito que casi resonó como un rugido, y jaló una de sus armas contra él. El chico se sorprendió y cubrió el golpe con su arma, pero la fuerza de aquel sujeto era tan grande que el choque de ambas hojas terminó igualmente empujándolo hacia un lado y tirándolo al suelo.
—¡Iván lo está distrayendo! —Musitó uno de los asaltantes que aún seguían de pie, que en realidad ya no eran muchos—. ¡Vámonos de aquí ya!
El resto del grupo pareció estar de acuerdo con la propuesta, y emprendieron la marcha en la misma dirección que su líder había huido; todos, menos el muchacho, que aturdido intentaba incorporarse tras ese último empujón. El soldado también tardó unos segundos en poder alzarse debido al dolor de su herida, algo que en otras circunstancias posiblemente le hubiera resultado fatal.
Uno de los que huían, un hombre de cabello rojizo oscuro y hombros anchos, se detuvo de pronto luego de sólo avanzar unos metros.
—¡Iván! —Gritó con fuerza—. ¡¿Qué esperas?! ¡Vámonos!
El muchacho alzó su vista al escuchar que lo llamaban, y rápidamente intentó pararse y correr hacia él. Sin embargo, el soldado se levantó también casi al mismo tiempo, y por mero impulso jaló su arma hacia él, como si fuera un martillo dirigiéndose a un clavo. El muchacho retrocedió de un salto para alejarse del ataque, casi cayendo de nuevo pero logrando sostenerse en sus dos pies al último momento. El soldado comenzó a atacarlo repetidamente con sus dos sables, obligándolo a retroceder, y la manera en que lo evitaba lo sorprendió. No intentaba intimidarlo, ni probarlo, ni acorralarlo; sus ataques iban con la absoluta decisión de acabarlo, cortarlo en dos con sus armas, hacer su cuerpo pedazos... Pero ese chico, aún con movimientos torpes guiados quizás más por su instinto que por otra cosa, estaba logrando evitar cada uno de ellos.
Sin embargo, inevitablemente uno de sus sables terminó por herirlo en su brazo izquierdo. Un chillido agudo surgió de sus labios, y terminó con su espalda en contra de un tronco. Sin soltar ninguna de sus dos armas, apretó fuertemente su herida unos segundos, de la cual comenzó a brotar algo de sangre, aunque no demasiada. Lo miró de nuevo con ese ferviente fuego de antes... o, incluso más intenso aún.
La boca del muchacho se abrió soltando un grito de guerra con gran intensidad, que hizo que el soldado se detuviera por unos momentos. El chico se volvió a lanzar en su contra con espada y cuchillo en mano, comenzando a ser él quien lo atacaba ahora, con ataques de corta distancia, rápidos, fulminantes, y de cierta forma casi suicidas. El soldado movió rápidamente sus dos armas delante de él, cubriendo los ataques lo más rápido y preciso que le era posible.
Tiempo después, mirando todo en retrospectiva y analizando la situación, el soldado se daría cuenta de que en más de una ocasión tuvo la apertura adecuada para atacarlo y acabar el combate de uno sólo golpe, o quizás dos. Sin embargo, el coraje y desesperación que el chico aplicaba en cada ataque lo tenía deslumbrado y dudoso, algo con lo que no estaba acostumbrado.
—¡Iván!, ¡¿qué estás haciendo?! —exclamó con enojo el hombre pelirrojo que lo esperaba. Miró atrás y se dio cuenta de que sus otros compañeros ya se habían alejado lo suficiente para casi perderse de su vista entre los troncos. Vaciló unos segundos, mordiéndose su labio—. ¡Maldita sea...!
En lugar de correr con el resto, el hombre pelirrojo recogió en ese momento dos hachas cortas que alguno de sus acompañantes había dejado atrás, y se dirigió de lleno contra la enorme espalda de aquel soldado. Éste escuchó sus pasos aproximándose. Luego de desviar uno de los ataques del muchacho rubio, se las arregló para aprovechar una de esas aperturas repentinas para patearlo a la altura de su hombro derecho y alejarlo de él.
El soldado se giró entonces hacia el otro, cubriendo con sus sables el ataque de las dos hachas antes de que lo tocaran. Empujó las dos armas hacia atrás, y luego arremetió hacia su torso. El hombre pelirrojo se dejó caer hacia atrás con tal de poder esquivarlo, cayendo de sentón al suelo. Pero estando ahí sentado, no se detuvo y le arrojó una de sus hachas directo a la cara, obligando al soldado a moverse hacia atrás para esquivarlo, momento que el asaltante aprovechó para entonces tirarse con todo hacia al frente, e intentar clavarle su otra hacha en el pie. El soldado jaló dicho pie hacia atrás esquivando el filo, y luego lo jaló con impulso de nuevo al frente, pateándolo fuertemente en la cara. La cabeza, y el cuerpo entero del hombre pelirrojo fueron impulsados hacia atrás, cayendo de espaldas contra la hierba y la nieve, con su boca sangrándole.
Se quedó ahí tirado bocarriba, mirando como el cielo sobre él daba vueltas debido al tremendo golpe que había recibido. Aunque hubiera intentado pararse, muy seguramente se habría vuelto a caer por el vértigo. El soldado se le acercó apresurado, preparando su arma para clavársela justo en el pecho y así terminarlo. Sin embargo, antes de poder alcanzarlo, sintió sorprendido cómo el muchacho rubio se colgaba de su espalda, alcanzando su cuello de un salto y rodeándolo con su brazo izquierdo; quedó colgado de éste con sus pies volando.
El soldado se zarandeó intentando quitárselo de encima, pero el chico se sujetó firmemente para no caer. En su mano derecha sostenía su cuchillo, mismo que alzó y se dispuso a encajarlo contra su cuello, su cara, o lo que alcanzara. Dejó caer su mano contra él, pero en el último instante el soldado soltó su sable derecho, y dirigió su mano hacia él, sujetándole firmemente su muñeca, aunque el filo del cuchillo llegó de todas formas a hacerle una cortada en su mejilla. El muchacho aplicó todas sus fuerzas, intentando hacer que su arma siguiera su camino hacia su cuello, pero no logró hacer que se moviera más de unos milímetros y agrandara un poco la herida de su mejilla.
Tras resistir unos segundos en esa posición, el soldado lo jaló con fuerza de su muñeca hacia el frente, haciendo que todo su cuerpo delgado diera una maroma en el aire, y luego se desplomara contra el piso, cayendo justo sobre su otro compañero. Éste se dobló de dolor, pues todo el peso del chico había caído sobre la boca de su estómago, sacándole el aire.
Ambos asaltantes, los últimos que quedaban con vida (o al menos enteros) en ese sitio, se quedaron en el suelo inmovilizados. El pelirrojo sin aire, y el rubio aturdido pues se había mareado por tal zarandeo que había sufrido, además de que se había golpeado un poco la cabeza al caer. El soldado podría haberlos acabado fácilmente, pero él mismo no estaba precisamente de lo más estable. Retrocedió unos pasos haciendo distancia, y entonces se dejó caer de rodillas, apoyándose en el arma que seguía en su mano para sostenerse. Respiró agitada y pesadamente; su cuerpo había resentido más esos últimos minutos de combate que todo lo acontecido antes de eso.
Se escucharon entonces voces y pasos acercándose. Esto lo puso en alerta por unos momentos, pero poco a poco comenzó a tranquilizarse al reconocer entre los troncos los uniformes blancos y plateados de sus compañeros.
—¡Altezas! —Escuchó la voz del capitán Armientos vociferando—. ¡¿Dónde están?!
—¡Por aquí! —Gritó de regreso el soldado de barba para que le escucharan.
Se giró entonces hacia donde había visto por última vez a la emperatriz segunda, temeroso de que alguno de los que habían huido se la hubiera llevado mientras estaba distraído. No la vio en un inicio, pero luego la notó, asomándose temerosa desde atrás de un árbol. Su cabello era un desastre, sus ropas estaban sucias y rotas, y sus ojos parecían los de un venado agonizando. Pero, estaba bien... si es que era posible describirla de esa forma.
Los demás soldados no tardaron en llegar hasta donde se encontraban.
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