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Capítulo 05. Ya había visto demasiado

Capítulo 05
Ya había visto demasiado

La princesa Isaballeta II no reparó en un inicio en que algo malo ocurría. Cuando todo comenzó, ella se encontraba agachada, observando una hermosa flor de pétalos armarillos con lunares naranjas que crecía al pie de un árbol. Era la única flor que había encontrado en todo ese paraje; debía ser un espécimen especial y resistente. Isabelleta se debatía entre tomarla o no. Una flor que se aferraba tanto a la vida, ¿qué derecho tenía ella de arrancarla del suelo y echar a la basura todo ese esfuerzo? Pero al mismo tiempo, sabía que en cuanto la temperatura bajara, aunque fuera un poco más, igualmente terminaría muriendo ahí sola. Ese pensamiento le produjo una pequeña sensación de tristeza.

—¡Al suelo! —retumbó fuertemente a sus espaldas como un trueno. Fue el grito de aquel soldado el que la alertó y la sacó de sus inocentes pensamientos de flores y muerte. Estando aún de cuclillas delante de la flor, se giró en el momento justo en el que su madre era derribada al suelo por uno de sus soldados, y un instante después una flecha le atravesó el cuello a otro.

Los ojos de la pequeña se abrieron tanto hasta casi dolerle, pero no gritó; al menos no de una forma que pudiera ser oída. Se quedó paralizada en su lugar, aferrando fuertemente su libro de muestras contra su pecho. Notó que otro de los soldados fue alcanzado por otra flecha en su hombro, y luego los demás sacaban sus armas. Sólo hasta entonces logró reaccionar, aunque fuera un poco.

Se giró rápidamente, buscando a su hermana. Ésta se encontraba de pie a un par de metros de ella, y miraba estupefacta en la misma dirección.

—¡Mina! —Le gritó con fuerza para llamar su atención, pero no hubo ninguna reacción de su parte—. ¡Ven para acá!, ¡corre hacia mí! —La princesa menor siguió sin moverse, por lo que Isabelleta tuvo que hacer uso de toda su fuerza de voluntad para ser ella quien se moviera. Tiró su libro al suelo y corrió hacia su pequeña hermana, tomándola fuertemente de su brazo—. ¡Ven!, ¡no te separes!

El primer instinto de Isabelleta fue correr hacia los soldados y hacia su madre para buscar su protección. El soldado grande que había tumbado a su madre ya no estaba, pero los otros seguían ahí. Dos se dirigían directo hacia ellas, mientras otros dos alzaron a su madre del piso y comenzaron a alejarse por el camino de regreso. Isabelleta jaló a su hermana hacia ellos, pero Mina apenas y lograba mover sus pies. Antes de que pudiera llegar al encuentro con los dos soldados, la niña miró pasmada como del lado izquierdo, de entre los árboles, brotaban las figuras de varias personas, gritando como animales salvajes, y se lanzaron contra los solados. Uno de ellos fue derribado y el otro logró repelerlos.

Isabelleta se detuvo en seco. Eran muchos; diez, veinte, quizás más, y comenzaron a rodear a los guardias. Traían armas consigo y los atacaron sin el menor miedo. Ambos comenzaron a defenderse, incluso uno de ellos les disparó con su arma de fuego, derribando a dos de ellos en el acto. Pero uno más logró acercarse lo suficiente para golpearlo y tumbarle su pistola de las manos...

No, no fue así.

Isaballeta miró con más cuidado, y se dio cuenta que más bien le habían arrancado la mano con todo y pistola con el corte de un hacha.

Ahora sí sintió ganas de gritar, pero de nuevo no lo hizo. La siguiente reacción de la princesa mayor fue girarse, dándole la espalda a toda esa horrible escena, y rodear a su hermana con sus brazos. Intentó cubrirla con su cuerpo para que así ninguna de las dos viera lo que estaba pasando.

—No mires, Mina. No mires —le murmuraba insistente, mientras ella misma apretaba sus ojos—. No tengas miedo, Dios nos protegerá; no tengas miedo. Señor mío, escucha a tu leal sierva. Cuida de mi hermana y de mí. Señor mío, escucha a tu leal sierva...

Isabelleta siguió pronunciando su plegaria sin dejar de abrazar a su hermanita. Sin embargo, ésta no escuchaba lo que ella decía, y de hecho su intento de que no viera fue en vano, pues Mina logró mirar gran parte de lo acontecido por encima del hombro de su hermana mayor.

Los dos soldados pelearon valerosamente, incluso aquel que había perdido su mano. Lograron acabar entre ambos al menos con ocho (contando los dos a los que alcanzaron a dispararles), y herir a otros seis. Pero eran demasiados, y poco a poco comenzaron a acorralarlos. Uno de ellos fue apuñalado justo en el abdomen por una espada corta, y poco después un hacha pequeña se incrustó en la parte trasera de su cráneo. El otro fue derribado de una fuerte patada en el pecho, y una vez que estuvo de espaldas, dos de aquellos asaltantes lo apuñalaron repetidas veces en el piso hasta que dejó de moverse.

Las cosas se pusieron silenciosas por unos momentos.

Los atacantes se dividieron, yendo un grupo más numeroso en la dirección en la que se habían llevado a su madre. Cinco, aún con la sangre de los dos soldados caídos en sus ropas, se viraron hacia ellas. Isabelleta seguía orando y dándoles la espalda, pero Mina logró ver directamente sus rostros. Casi todos tenían abundantes y descuidadas barbas. Eran feos, sucios, y no eran como ninguna persona que hubiera visto antes; tanto que creyó que pudieran no ser personas en realidad, sino ogros o monstruos, como en los cuentos. Porque, esos ojos y esas muecas grotescas de sus bocas... no había forma de que una persona pudiera tener rostros así.

Los cinco comenzaron a caminar hacia ellas. Isabelleta al parecer se dio cuenta de ello, aunque no los miraba, pues sus plegarias se hicieron más fuertes y rápidas hasta casi volverse gritos.

—¡Señor mío, escucha a tu leal sierva! ¡No dejes que caiga mal alguno en nosotras! ¡Protégenos con tu amor, por favor...!

—¿Escuchan?, ésta ya sabe rezar —pronunció con sorna uno de aquellos inhumanos hombres. Éste mismo extendió su mano hacia Isabelleta y la tomó fuerte del cabello, jalándola y apartándola de Mina. La princesa mayor soltó un alarido de dolor.

—¡No!, ¡suélteme! —gritó la niña rubia con lágrimas en los ojos, extendiendo sus manos hacia atrás para instintivamente arañar la mano que la sujetaba, pero sin éxito.

—Ya, quédate quieta que no queremos hacerte más daño del necesario —reprendió el mismo hombre, y entonces la rodeó con un brazo y la levantó del piso—. Vales más viva y entera. Pero si nos pones las cosas difíciles, tendremos que cortarte algo, ¿oíste?

—¡No saben lo que están haciendo! —Les gritó Isabelleta entre pujidos de miedo y dolor—. ¡Mi padre es el emperador segundo de Volkinia Astonia!, ¡elegido por el emperador para reinar en su nombre! ¡Están provocando su ira y la de Dios mismo!

—Sí, sí, lo que sea —murmuró indiferente el asaltante, cubriéndole su boca para que ya no hablara. Isabelleta se zarandeó, pero su pequeño cuerpo no tenía la fuerza suficiente para librarse de sus gruesos brazos—. Cada vez las niñas son más molestas desde más jóvenes. Tomen a la otra y vayámonos rápido.

Uno de ellos se aproximó a Mina. Ésta se había quedado sentada en el piso desde que apartaron a su hermana mayor de ella, y sólo observaba en silencio lo que ocurría. No hizo intento alguno de huir o moverse de su lugar. Sólo contempló con sus ojos bien abiertos como aquel individuo alto, con más pelo en su cara que cara en sí, se paraba delante de ella y extendía sus dos garras para tomarla. Si sentía algún tipo de miedo no lo reflejó directamente, pues sus ojos se notaban muy, muy vacíos.

De pronto, de entre los árboles a un lado, se elevó la figura de aquel soldado enorme que había tumbado a su madre y luego había salido corriendo. Cayó con sus rodillas justo contra la cabeza del hombre peludo, derribándolo al suelo contundentemente. El atacante se desplomó de costado, teniendo al soldado prácticamente sobre él. Una vez que tocaron tierra, el soldado jaló sus dos sables en contra de la enorme cabeza del asaltante, encajándolos en la parte delantera y trasera de ésta, y haciendo que las puntas de las hojas brotaran por los lados contrarios. El sujeto se quedó inmóvil, con los ojos desorbitados inyectándose poco a poco de sangre, mirando perdidamente hacia la princesa Mina, aunque en realidad no miraban nada.

El soldado retiró de un tirón sus armas de la cabeza del hombre. Mina estaba tan cerca en esos momentos que una línea roja de sangre le manchó la cara en diagonal, pero ella ni siquiera pestañeó al sentir esto.

Los otros cuatro asaltantes retrocedieron confundidos. Todo sucedió demasiado rápido, en un parpadeo. En un segundo su compañero se encontraba parado delante de ellos, y al siguiente estaba tirado en el piso con dos espadas atravesándole el cráneo, y una de ellas saliéndole de la boca como si fuera su lengua.

—¡Jan! —Gritó aterrorizado uno de ellos en cuanto logró reaccionar—. ¡Maldito!

Aquel sujeto se le lanzó encima sin miramiento, blandiendo una enorme hacha sobre su cabeza. El soldado giró sobre su cuerpo, esquivando el hacha que cortó pesadamente el aire. Luego, terminó por colocarse detrás del atacante, y con un giró rápido y preciso le cortó la nunca de lado a lado hasta casi la mitad del cuello. El hombre gimió escupiendo sangre por su boca y se desplomó al frente, al parecer estando a punto de caer sobre la Princesa Mina. Sin embargo, siguiendo el mismo movimiento, el soldado logró patear fuertemente al hombre hacia un lado, haciendo que cayera lejos de ella. Mina lo siguió con la vista, como una pelota girando en el aire y cayendo al suelo, rebotando un par de veces antes de quedarse quieta.

Sólo quedaban tres, contando al que sujetaba a la princesa Isabelleta. Uno de ellos se lanzó contra él, mientras el otro alzó su rifle dispuesto a disparar en cuanto tuviera una oportunidad. Se suponía que no debían disparar armas de fuego para no alertar a los otros soldados, pero en esos momentos ya eso no importaba mucho; los soldados muertos a sus pies ya habían disparado.

El primero lo intentó golpear también con un hacha, aunque más pequeña y maniobrable. El soldado se movió grácilmente hacia un lado y hacia el otro esquivando los ataques, que eran algo lentos pero pasaban lo suficientemente cerca de él como para que sintiera la ráfaga de aire que provocaba.

En un instante se quedó lo suficientemente quieto como para que el otro lo pudiera apuntar con su rifle, y éste sin vacilar jaló el gatillo y una fuerte explosión de pólvora resonó. Un instante antes de que su dedo terminara de jalar el gatillo, el soldado se agachó, se lanzó contra el hombre del hacha y lo empujó hacia el frente. El disparo terminó entrando por el lado derecho de la espalda del hombre del hacha, quedándose alojada entre sus músculos y huesos. Gritó de dolor y se dobló sobre sí mismo, mientras quien había disparado miró estupefacto lo que había hecho. Esa vacilación en reaccionar y volver a cargar le resultaría fatal.

El soldado tomó firmemente al hombre del hacha, que aún seguía de pie, y lo empujó con fuerza, avanzando ambos como un toro en estampida hacia el hombre del rifle. El corpulento cuerpo de su compañero golpeó de frente al hombre del rifle, tumbándolos a ambos. Pero antes de que cayeran al suelo, el sable derecho del soldado entró con una profunda estocada por el cuello de uno, saliendo por el otro lado hasta atravesarle el ojo izquierdo al segundo, y entrando aún más profundo hasta que su empuñadura quedó contra barbilla del sujeto del hacha, y la punta de la hoja salió por la nuca del hombre del rifle. Retiró su arma de un fuerte jalón y los dejó caer uno encima del otro.

Los ojos oscuros y fríos del soldado se posaron entonces justo sobre el único que quedaba de pie, aquel que sujetaba firmemente a la princesa contra él y le cubría su boca. Isabelleta miraba entre pasmada, asustada, pero también aliviada a aquel hombre que en cuestión de segundos había matado a todos esos asaltantes... de una forma tan cruel y violenta que su joven mente ni siquiera había llegado a concebir que era posible hasta ese momento. Ninguna novela o cuento de caballeros con espada que hubiera leído, describía como ésta podía travesarle la cabeza, la garganta o el ojo a alguna persona. Era simplemente horrible de imaginar, mucho más de ver.

El asaltante restante retiró de pronto su mano de su boca, pero sólo para tenerla libre y poder sacar un cuchillo de su cinturón. Lo siguiente que Isabelleta notó fue que aquella fría y brillante hoja que se posicionaba justo delante de su cuello. No la tocaba; de hecho, estaba separada por algunos centímetros. Aun así, su sola cercanía le provocaba un molesto cosquilleo en su piel que no era capaz en esos momentos de siquiera aliviar con sus uñas, pues seguía aún oprimida por aquel grueso brazo.

La mano del asaltante temblaba un poco. Miraba con algo más que horror a aquel soldado, que ni siquiera se veía cansado o afectado; estaba de pie delante de él como si lo que acabara de hacer fuera cualquier cosa.

—Los mataste a todos... los mataste... —balbuceó nervioso, retrocediendo un paso lentamente—. No te acerques o la degüello. ¡Te lo advierto, maldito carnicero! Le abriré su pequeño cuellito y te bañaré con su sangre. ¿Y cómo vas a explicarle al príncipe qué fue lo que le pasó a su querida hijita? Te espera la horca, si bien te va.

El soldado permanecía quieto y en silencio. No había ninguna reacción en él, ni en sus ojos, ni en su boca, ni en ningún músculo de su cuerpo. Era como si lo mirara, pero en realidad no estuviera viendo a otra persona, sino a una cosa... una cosa a la que podía partir por la mitad muy fácilmente. Esa actitud tan indiferente y tan fría, no hacía más que ponerlo aún más nervioso.

Siguió retrocediendo un paso a la vez, arrastrando los pies sobre la hierba húmeda y el hielo. En cuanto sintiera que estaba a una distancia segura, se daría la vuelta, saldrá corriendo con la niña y no le vería ni el polvo. Pero entonces, tras uno de sus pasos, su pie topó con el cuerpo de uno de los soldados que habían matado, haciéndolo perder sólo un poco el equilibrio; no lo suficiente para caerse, pero si para que su atención se apartara un poco, al igual que la hoja de su cuchillo que se separó tres centímetros más del cuello de la princesa.

Más que suficiente.

El soldado se impulsó al frente con sus dos pies, casi como si volara. Para cuando el asaltante lo volvió a ver, ya estaba prácticamente delante de él, con sus dos sables alzados sobre su cabeza con las puntas de las hojas apuntando hacia abajo.

—¡¿Qué estás loco?! —Exclamó el asaltante, atónito—. ¡¿No te importa nada la vida de...?!

No terminó su pregunta. La punta de uno de sus sables le atravesó el ojo derecho, entrando de lleno por dicha cavidad hasta surgir del otro lado entre toda la maraña de cabellos rubios oscuros. Sus brazos flaquearon, su cuchillo cayó, y la princesa hizo lo mismo.

Isabelleta cayó de bruces al piso, golpeándose un poco la barbilla. Miró sobre su hombro, y notó como por el impulso el soldado había también derribado a aquel sujeto, haciendo que cayera de espaldas sobre el cuerpo del soldado caído. El soldado de pie quedó de rodillas sobre él, y sin sacar su arma de su ojo, jaló el otro sable por su cuello, rebanándolo de tajo a tajo, justo como él amenazaba con hacer con ella. Una fuente rojiza brotó de la herida, manchando por completo a su supuesto salvador.

La princesa se paró lo más rápido que pudo y corrió hacia su hermana, cubriéndola ahora sí por completo con su cuerpo. Pero ya era bastante tarde; Mina ya había visto demasiado.

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