Capítulo 04. Siete tiradores
Capítulo 04
Siete tiradores
Aquel soldado que tanta desconfianza y miedo le causaba a la emperatriz segunda, fue precisamente el primero en darse cuenta de que algo no estaba bien. Y aunque la idea como tal de que estaban por enfrentarse a una emboscada no se había materializado claramente en su cabeza, previo a que ésta comenzara, ciertamente le pareció que no estaban solos en ese punto del bosque. Y esto no se debió a que hubiera oído o visto algo inusual; más bien, lo había olido. Entre todo el aroma a pino y tierra húmeda que los rodeaba, distinguió una cierta mezcla de humo, grasa y carne; vestigios del fuego de un campamento, extinguido no hace mucho, y que no debía estar muy lejos de su posición.
En primera instancia aquello no parecería ser algo preocupante. Sin embargo, inspirado más por su instinto, sí le pareció suficiente para indicarle su inquietud a los otros cinco que lo acompañaban en la escolta de las princesas.
—Aguarden —susurró despacio, alzando un brazo delante de ellos para forzarlos a detener su marcha—. Creo que hay alguien cerca.
Ese sólo gesto y palabras provocaron que los cinco se pusieran de golpe en alerta, y se prepararan para sacar sus armas al primer avistamiento de peligro. Miraron alrededor, intentando detectar con sus propios ojos qué era lo que había alertado de esa forma a su compañero. Por supuesto, nadie alcanzó a notar nada raro en esos pocos segundos que pasaron. Y el propio soldado que había hecho la aviso, no tenía claro qué podía significar aquel olor y presentimiento con exactitud, como para explicarles claramente sus sospechas. Quizás, de haberlo hecho, todos podrían haber reaccionado más rápido y el resultado final hubiera sido diferente.
—¿Qué sucede? —escuchó que la emperatriz segunda cuestionaba al darse cuenta de que se habían detenido, pero ni él ni ninguno de los otros le respondieron—. ¿Qué?, ¿qué pasa? ¡Contéstenme!
Si no podía explicarles a los otros soldados lo que ocurría, mucho menos podría explicárselo a ella. Se comenzó a plantear que quizás había exagerado, pero la inquietud que sentía no se disipaba ni un poco.
Las explosiones que sucedieron en ese momento a lo lejos sacudieron los alrededores. A sus espaldas, los otros cinco soldados se giraron hacia el camino por el que venían, pero él siguió contemplando alrededor. Aquellos estruendos no eran lo que le preocupaban; estaban lejos, y el peligro inminente debía estar más cercano.
Y, en efecto, estaba en lo correcto.
El zumbido que Isabelleta y los demás escucharon un poco después, provino de la primera oleada de disparos de ballesta. Había siete tiradores en lo alto de una colina cercana, ocultos entre los árboles y la nieve. Algunos traían rifles, pero de seguro habían preferido las flechas pues hacían mucho menos ruido que las balas. El click del primer disparo fue lo que le confirmó al soldado de barba que la amenaza era real. Su primera reacción, prácticamente involuntaria, fue cubrir a la emperatriz pues era la más cercana a ellos en estos momentos.
—¡Al suelo! —gritó con fuerza, y sin nada de finura en su accionar, tiró a la mujer noble al piso y la cubrió por completo con su enorme cuerpo.
Una de esas primeras flechas le dio justo en el cuello al hombre que estaba a su lado en la formación; su grito de asombro fue totalmente ahogado por la sangre que se le acumuló en la garganta. El joven soldado llevó sus manos a su cuello, soltó algunos alaridos que intentaban llevar oxígeno a sus pulmones, pero sólo terminaron ahogándolo más rápido. Se desplomó con la cara al piso unos momentos después ante las miradas incrédulas de sus camaradas.
De los otros seis disparos, tres se clavaron en los árboles, dos más en el suelo, y el sexto le dio en el hombro a otro de los guardias. Los que seguían de pie e ilesos, se apresuraron a sacar sus espadas y revólveres, mirando con alerta en la dirección en la que había provenido el ataque. Se mostraron indecisos sobre cómo reaccionar, o incluso quizás la situación les parecía imposible de procesar con claridad. Era evidente que algunos de ellos nunca habían estado en un escenario así antes. Hace sólo unos cuantos años atrás habrían terminado su servicio militar avanzado, y habían pasado toda su carrera como guardias imperiales en Marik. Nunca habían estado en un campo de batalla, y mucho menos habían tenido a sus pies el cuerpo de un aliado que sólo segundo antes estaba bien y de pie junto con ellos. Quizás los atacantes contaban con esto y por eso se mostraban tan osados.
Por su lado, el soldado de barba no podía darse el lujo de mostrarse indeciso, aunque lo quisiera. Cuando fue claro que ya no habría más flechas, al menos en los próximos segundos mientras recargaban, se separó rápidamente de la princesa, desenvainó sus dos armas y se giró a revisar la situación. No tenía tiempo de lamentarse por su compañero caído, ni por el otro que estaba herido; ni siquiera podía permitirse pensar en las dos niñas que se encontraban algunos pasos delante. Lo que buscó, y lo único a lo que le puso atención, fue la posición de las flechas en los árboles, intuyendo por ésta que el origen de los disparos había sido la colina a su diestra.
—¡Pónganlas seguras! —les gritó a los otros, al tiempo que se lanzaba a toda velocidad en dicha dirección, moviéndose ágilmente entre los árboles. No se quedó a verificar que los otros hubieran entendido sus palabras, pero tendría que confiar en que sí. Él no era un oficial, y ni siquiera tenía alguna clase de rango bajo como de seguro al menos dos de ellos debía tener. Pero igual en un momento así, esas cosas terminaban muy de lado.
Su enorme cuerpo se movió a gran velocidad esquivando todos los troncos. Sus pesadas botas se apoyaban contra el suelo húmedo, pero aún firme, abarcando la mayor distancia posible en el menor tiempo. No tardó en divisar la colina, haciéndose más clara conforme más árboles quedaron atrás, y a los tiradores apostados sobre ella.
Para cuando iba a un poco más de la mitad de su camino, los tiradores ya habían recargado. No obstante, tuvo unos segundos de ventaja pues ellos en un inicio apuntaban hacia los soldados que se habían quedado atrás, y luego tardaron un poco más en darse cuenta del enemigo que se dirigía hacia ellos de frente subiendo por la colina. Los siete desviaron sus ballestas hacia él y dispararon de manera sincronizada. Sin embargo, todos miraron incrédulos como ninguno de sus tiros dio en el blanco. Aquel soldado se movió usando los árboles como cubierta, y haciendo que estos terminaran recibiendo al menos la mitad de las flechas. Una vez que los siete disparos cesaron, siguió avanzando en su contra sin vacilación alguna.
Los atacantes comenzaron a recargar lo más rápido que pudieron, pero no fue lo suficiente. El soldado saltó con fuerza, cortando los últimos metros de distancia que los separaba de ellos, cayendo con sus pesadas botas justo en la cara del que se encontraba en medio de la formación y estampándolo de espaldas en la nieve.
Miró sólo una fracción de segundo a su alrededor para echarles un vistazo a los demás. No portaban uniformes, sino ropajes y abrigos bastante comunes, desgastados y sucios. No eran soldados enemigos, sino simples asaltantes de seguro. Pero eso no importaba...
Se giró de lleno hacia el más cercano a él, parado justo a su derecha, y arremetió sus dos sables al mismo tiempo en su contra. Las dos hojas le rebanaron el cuello como el zarpazo de un oso, antes de que pudiera siquiera entender qué había pasado. Siguió el mismo movimiento, agachándose y haciendo lo mismo con la pierna del que se encontraba a su otro lado, rebanándola y haciendo que se desplomara de bruces al suelo. La sangre saltó por el aire, matizando el alrededor de rojo por unos segundos. A aquella visión le siguió el sonido del primero desplomándose de espaldas al suelo con su garganta abierta, y los gritos de dolor y miedo del segundo.
Un tercero soltó su ballesta rápidamente al concluir que no cargaría lo suficientemente rápido. En su lugar, intentó sacar un cuchillo de su cinturón, pero no logró hacerlo antes de que el soldado lo tacleara con su hombro y lo empujara de espaldas contra otro de sus compañeros. Dejó caer sus dos sables contra ellos, cortándolo a uno el cuello y al otro rebanándole desde el hombro izquierdo hasta casi la mitad de su pecho. Otro chorro rojizo brotó de sus cuerpos, manchando ahora su cara y su uniforme, pero él ni siquiera pestañeó.
Uno de los que seguían de pie sí logró cargar su ballesta y la alzó, apuntando directo a su ojo derecho. Disparó, pero el soldado giró sobre sus pies, no sólo esquivando la flecha, sino provocando que ésta terminara arrancándole la oreja a otro de los tiradores. El soldado se dirigió de lleno hacia el que había disparado, el cual gimió casi asustado un instante antes de que ambos sables le hicieran una profunda herida en forma de cruz en todo el largo de su torso. Luego, con un giro completo de su cuerpo, esos mismos dos sables lo terminaran decapitando, con un tajo certero de derecha a izquierda como si ambas fueran una sola arma.
El soldado plantó sus dos pies en tierra y se giró hacia los demás. Al que le había pisado la cara le sangraba la nariz y se le había caído unos dientes, pero se estaba alzando. El que había perdido una pierna se arrastraba buscando su ballesta, y el que había perdido la oreja gemía en el suelo sujetándose el costado de su cabeza.
No titubeó ni un segundo.
Respiró hondo y saltó hacia el de la cara destrozada, plantándole su bota en la garganta y destrozándosela de un fuerte pisotón. Jaló su arma hacia el que había perdido su pierna, atravesándole su antebrazo justo antes de que pudiera alcanzar su ballesta. El asaltante soltó un alarido de dolor, pero fue cortado cuando el segundo sable le atravesó la garganta desde la nuca, logrando pasarla por completo hasta clavarse en la tierra.
Para cuando terminó con esos dos, el último ya estaba de pie, con una espada algo vieja pero lo suficientemente afilada en su mano derecha, mientras la izquierda seguía sujetando el sitio en el que se había encontrado hace unos segundos su oreja.
El último de los tiradores lo miraba con sus ojos enrojecidos llenos de rabia, e incluso se le escapaba algo de saliva de su boca. El dolor de su herida, más que amedrentarlo, parecía alimentar de alguna forma su ira enloquecida, que se reflejaba por completo en sus ojos casi desorbitados.
Acompañado de un aguerrido grito, el asaltante se lanzó encima de él y comenzó a lanzarle certeros y fulminantes sablazos, dignos de alguien que sabe que va a morir pero que da todo de sí en su último momento. El soldado respetaba ese sentimiento, pero igual lo terminó rápidamente. Esquivó los primeros dos de sus ataques, desvió el tercero con una de sus armas, y con la otra hizo un corte limpio y contundente desde su costado derecho de su torso, atravesando el diagonal hasta salir por su hombro.
El asaltante retrocedió atónito unos pasos, y luego cayó sobre sus rodillas. Alzó débilmente su cara, y sus ojos nublados se fijaron en el rostro estoico de aquel soldado.
—¿Qué... clase de monstruo eres...? —balbuceó de una forma casi inentendible, justo antes de desplomarse al frente y ya no moverse.
El soldado permaneció quieto en su lugar, contemplando sagazmente los siete cadáveres que yacían a su alrededor. Ninguno se movió, ninguno parpadeó, ninguno respiró. Todo había acabado en sólo unos cuantos segundos.
Exhaló pesadamente el aire que había guardado en sus pulmones, y se tomó sólo un instante para recuperarse. Eso aún no había acabado. Aquellos siete quizás eran los tiradores, pero su única función era deshacerse de la escolta. Debía haber más ocultos, encargados del resto. Pero, ¿qué era el resto?
No tenía realmente tiempo para pensarlo, pero de seguro debía de involucrar a la emperatriz segunda o a sus hijas.
Debía volver cuanto antes.
Se pasó el antebrazo por su cara para limpiarse la sangre de los ojos con su manga. Acto seguido, saltó colina abajo, volviendo a donde había dejado a los demás.
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