Capítulo 03. La más horrible de las pesadillas
Capítulo 03
La más horrible de las pesadillas
El recorrido de las tres princesas Rimentos se prolongó un poco más de lo esperado. Lo que menos deseaba la pequeña Mina en esos momentos era volver. Aprovechaba esos minutos que le habían regalado para correr con júbilo entre los árboles, sólo deteniéndose para tomar las hojas caídas del suelo, y lanzarlas al aire sobre su cabeza para que cayeran como si fueran enormes copos de nieve.
Por su parte, Isabelleta II se comportaba con algo más de moderación. La mayor de las princesas se entretenía avanzando a paso lento, inspeccionando con cuidado cada uno de los troncos con sus dedos desnudos como si examinara un antiguo y frágil mapa. Buscaba también alguna flor que sobresaliera del suelo cada vez más frío y húmedo, e incluso (a escondidas de su madre) abría bien los ojos por si veía algún insecto interesante, al cual el frío no hubiera ahuyentado todavía.
La emperatriz segunda se limitaba a seguir a sus dos hijas unos pasos detrás, poniendo más atención en dónde pisaba y en qué tan lejos las pequeñas avanzaban, que en admirar las bellezas naturales que tanto atraían a las dos jovencitas. Isabelleta nunca se había considerado una mujer de campo. Prefería la seguridad de un techo, cuatro paredes y un suelo firme bajo sus pies. Esa comodidad que sus hijas tenían al exterior debieron heredarla de su padre, pues Frederick era un hombre que disfrutaba del aire libre, los paseos, correr por el campo, y algunas diversiones como carreras de veleros, e incluso competencias de tala de árboles. Por su lado, así como la mayoría de las nobles Kalismeñas, la actividad más campestre con la que Isabelleta estaba familiarizada era la equitación, aunque hacía mucho que ella misma no la practicaba; mínimo los diez años que llevaba como una Rimentos.
Los seis soldados asignados a su escolta iban detrás de la emperatriz segunda, distribuidos de tal forma que lograban cubrir toda su retaguardia. Observaban metódicos a su alrededor, intentando percibir cualquier anormalidad que pudiera presentarse. El soldado alto y de barba se hallaba en el extremo más a su izquierda. Isabelleta lo observaba de vez en cuando por la esquina de su ojo, sólo para asegurarse de que seguía ahí. Durante todo el recorrido había estado mirando pensativo hacia los árboles a los lejos, y tenía su enorme mano sujeta a la empuñadura de su sable derecho. Esa constante paranoia y alerta era parte del trabajo de cualquier soldado, en especial uno asignado a proteger a tres miembros de la Familia Imperial. En ese sentido, la princesa no tendría nada que reprocharle. Pero en el caso de aquel hombre, le causaba una profunda ansiedad tenerlo justo detrás de ella, con su mano lista para desenvainar, y posiblemente en su contra. Un pensamiento infantil, y ella lo sabía muy bien. Pero estaba convencida de que ese mal presentimiento que la acompañaba no podían ser sólo por su aspecto tan aterrador.
Algo no le gustaba en aquel hombre, aunque no supiera qué, y aunque todos los demás desechaban su opinión a la primera instancia.
Quería terminar aquel pequeño paseo lo antes posible, volver a la caravana y sentirse más segura en la presencia de su esposo y del resto de los guardias. Pero cada vez que miraba a sus hijas divirtiéndose y despejándose del encierro de aquel carruaje, se decía a sí misma que debía esperar sólo un poco más. Pero ya casi estaba siendo hora de volver. Después de todo, si se tardaban demasiado tendrían que acampar esa noche ahí en esos bosques; y, ciertamente, su antipatía por la naturaleza incluía por supuesto el tener que dormir en ella.
De pronto, la princesa dejó un poco de lado sus pensamientos y se dio cuenta de que los pasos de los hombres a sus espaldas habían cesado. De hecho, ella misma había avanzado al menos tres antes de darse cuenta y detenerse. Se giró preocupada hacia los soldados, no entendiendo el motivo en un inicio. Pero conforme ponía más atención al lenguaje corporal de los seis, más claro se volvía que algo los había alterado. Ahora no era sólo aquel hombre de barba oscura, sino que todos tenían sus manos en sus armas, y miraban a su alrededor con expresiones tensas. Y, de hecho, el hombre de barba se había colocado unos pasos delante de ellos. ¿En qué momento se había hecho ese cambio de formación?
—¿Qué sucede? —cuestionó la princesa, apremiante. Los soldados no le respondieron—. ¿Qué?, ¿qué pasa? ¡Contéstenme!
Algo retumbó en la lejanía, agitando el aire. El fuerte estruendo hizo que Isabelleta se estremeciera preocupada, y retrocediera un paso por mero instinto. Cinco de los soldados se giraron al mismo tiempo en la dirección por la que habían venido. Al primer estruendo le siguió un segundo, y un tercero también. ¿Acaso eran... explosiones?
—¿Eso vino de la caravana? —Inquirió Isabelleta, acongojada—. Debemos volver, rápido...
Un zumbido lejano en el aire inundó sus oídos, y por esa fracción de segundo la distrajo de lo que estaba ordenando.
—¡Al suelo! —Escuchó como una voz grave y potente gritaba, pero no fue capaz de identificar exactamente de dónde o de quién. Lo siguiente que fue capaz de procesar, fue como el enorme cuerpo de aquel soldado de barba se abalanzaba hacia ella como un animal salvaje al ataque.
Isabelleta soltó un agudo grito de terror y se cubrió con sus brazos. Un instante después, fue tacleada por aquella gran masa de músculos, y la emperatriz segunda cayó de espaldas sobre la hierba húmeda por la nieve, siendo cubierta por completo por el soldado. Más zumbidos cortaron el aire y fueron acompañados gritos, gemidos, y palabras de los demás guardias que ella no fue capaz de comprender. No lograba ver nada en realidad, más que la absoluta oscuridad que la envolvía.
—¡...traigan a las princesas! —Logró entender al fin que alguien decía, y aquella mención de sus dos hijas le provocó un fuerte dolor en el pecho.
«¡Mis niñas! —pensó la emperatriz segunda, creyendo por un segundo que lo había dicho en voz alta, pero sus labios en realidad se encontraban sellados—. Isabelleta, Mina; ¿dónde están? Por favor, Dios... que no esté pasando nada grave».
El soldado que la había tumbado se paró al fin, haciendo que de nuevo el aire frío le tocara la cara y la luz le invadiera los ojos. Miró de reojo y vio cómo ese mismo hombre de barba se alejaba corriendo, bastante rápido a pesar de su complexión. Notó como su abrigo blanco ondeaba a su paso, y se perdía entre los árboles. No tuvo oportunidad de ver mucho más, pues rápidamente dos de los otros soldados la tomaron de los brazos, y con bastante poca delicadeza la alzaron de un tirón hasta casi lastimarle el hombro derecho. Cuando la levantaron, Isabelleta logró ver con horror de qué la habían escondido.
Uno de los soldados se encontraba tirado en el suelo, con lo que logró identificar tras unos instantes como una flecha atravesándole el cuello de izquierda a derecha. El hombre tenía el rostro contra un charco de nieve a medio descongelar, expulsando borbotones de sangre por su boca mientras su cuerpo se agitaba en pequeños espasmos.
La emperatriz no fue capaz de soltar siquiera alguna exclamación de sorpresa u horror; sencillamente se quedó muda. Los soldados la obligaron a avanzar sin soltarla, en la dirección por la que venían para volver a la caravana. Inevitablemente debieron pasar a un lado del soldado caído, e Isabelleta tuvo el reflejo inmediato de desviar rostro hacia otro lado. Al voltearse, notó entonces que el soldado a su izquierda tenía él mismo una flecha clavada en su hombro. Su brillante y elegante uniforme plateado se había manchado de rojo, y su rostro blanco y fino brillaba por el sudor; era evidente que sentía bastante malestar con cada paso, pero que igualmente intentaba resistirlo.
—Mis hijas —logró pronunciar la princesa, intentando salir de alguna forma de toda su conmoción—. ¿Dónde están mis hijas?
Los soldados no le respondieron; no tenían tiempo ni la cabeza suficiente para hacerlo.
Isabelleta no supo qué tanta distancia recorrieron, pero debió haber sido sólo unos cuantos pasos a pesar de que a ella le pareció un recorrido eterno.
Sintió de nuevo el zumbido en el aire, y el soldado a su diestra se dobló sobre sí mismo y expulsó un gemido de dolor. El soldado había recibido una flecha justo en el centro de su espalda, y siendo incapaz de seguir avanzando detuvo sus pasos de golpe. Este cambio tan repentino hizo que Isabelleta tropezara, cayera de rodillas al piso y se llevara consigo al otro guardia, que de por sí tenía problemas para mantenerse de pie por su propia herida.
La emperatriz miró sobre su hombro. El otro soldado, aún con la flecha enterrada en su espalda, logró girarse, pararse delante de ella y desenfundar sus dos sables. Soltó entonces un intenso grito, no de dolor ni de miedo sino de absoluta ira, y se lanzó por dónde venían.
Isabelleta no logró ver en ese momento a qué se estaban enfrentando. Su siguiente reacción fue arrastrarse por el suelo, importándole muy poco lo mucho que de seguro estaba manchando y arruinando su vestido de viaje. Avanzó con una velocidad sobrehumana, clavando sus dedos enguantados en el lodo y la hierba, hasta colocarse justo detrás del árbol más cercano que encontró.
Se sentó como pudo y pegó por completo su espalda al tronco. Su pecho se agitaba al desigual ritmo de su respiración, y sentía los latidos de su propio corazón golpeándole el pecho y asfixiándola un poco en la garganta. No recordaba haber sentido tanto miedo antes en su vida. ¿Acaso los estaban atacando? ¿A ellos? ¿Cómo era eso posible?
No se habían alejado tanto, ¿o sí? Sólo estaban a unos metros del camino principal, a unos metros de todos los demás soldados del emperador. Estaban en los bosques de Volkinia, era la esposa de un príncipe, y recién nombrada emperatriz segunda de todo un territorio más extenso que algunos países. Era una Rimentos, era una Vons Kalisma... Eso no le podía ocurrir a ella, no había forma...
¿Y sus hijas? ¿Dónde estaban Mina e Isabelleta?
«Dios, ¿qué le pasó a mis pequeñas?»
Para los Vons Kalisma, la religión era más algo opcional de cada persona que una doctrina impuesta a la fuerza, por lo que ella misma nunca había estado del todo involucrada en ella. Aun así, como quizás cualquier persona en el mundo, más de una ocasión había sentido la necesidad de cerrar los ojos y pedirle ayuda y consuelo a Dios, o a quién fuera que la estuviera escuchando. Pero aquel anhelo nunca había sido tan fuerte, ni tan real, como en ese momento. Aunque su boca permanecía cerrada, sus pensamientos eran como un grito. Si Yhvalus era el mismo Dios que cuidaba tanto Volkinia como su país natal, esperaba que la escuchara y velara por sus hijas. Pidió que estuvieran bien, y que las sacara de ese pequeño infierno que se había cernido sobre ellas.
Sus ruegos tenían de fondo el acero y los gritos; sonidos de la batalla que resonaban a unos escasos metros de ella. Tímidamente se asomó por un costado del tronco tras el que se escondía, en el momento justo para alcanzar a ver como una pesada y enorme hacha golpeaba a uno de sus soldados en el mismo hombro en el que había tenido encajada aquella flecha, y bajaba por su torso hasta casi partirlo en dos. No fue capaz de ver nada más que un manchón rojizo que cubrió el aire luego de eso.
Isabelleta se tapó su boca con ambas manos para evitar gritar, y se ocultó de nuevo detrás del árbol. Hubo más sonidos por unos segundos, y luego... silencio. Y aquello resultó ser aún más aterrador que los sonidos de lucha.
Su corazón latía tan fuerte que pensó que le perforaría el pecho o se le saldría por la boca. Escuchó el sonido de pisadas sobre la hierba congelada y la nieve, aproximándose hacia su escondite. Su cuerpo entero tembló, pero aun así fue capaz de pararse, tambaleándose una vez pero logrando comenzar a correr con todas las fuerzas que le quedaban.
—¡¡Auxilio!! —Gritó con todo el aire que tenía en los pulmones—. ¡Frederick!, ¡capitán Armientos! ¡Ayúdennos!
No sabía en realidad qué tan lejos se encontraba de la caravana, y si acaso era posible o no que la escucharan, pero igual lo hizo. Gritó y gritó, esperando que alguien, quien fuera, la oyera. Sin embargo, una áspera y dura mano le cubrió abruptamente la boca y su nariz, jalándola hacia atrás y alzándola hasta que sus pies se apartaron del piso. Otro brazo la rodeó por la cintura y la sujetó con fuerza. Isabelleta pataleó y forcejeó como pudo, pero estaba totalmente inmovilizada por aquel tremendo, e incluso doloroso, apretón.
—¡Deje de moverse! —Le gritó con agresividad una voz carrasposa justo a un lado de su oído; la voz del hombre que la estaba aprehendiendo—. O será peor para usted, alteza.
Aquella pesada mano casi la asfixiaba. Isabelleta apretó sus ojos y gruesas lágrimas comenzaron a surgir de estos. Se sentía tan indefensa y tan débil.
—¡Vámonos, ya! —Gritó alguien más atrás—. Los demás soldados no tardan en venir.
—¿Qué hay de los que se quedaron atrás? —Cuestionó otro, con una voz que a Isabelleta le pareció extrañamente más suave que las otras.
—¿Qué importa? Iremos al punto de reunión, y quien logre llegar que lo haga...
Un intenso grito cortó su conversación, y un denso olor metálico cubrió el aire.
—¿Pero qué...? —Exclamó el hombre que la sujetaba, aparentemente sorprendido.
Los gritos y el acero comenzaron a resonar de nuevo, pero ahora cada vez más fuerte como el sonido de una avalancha acercándose. Su captor soltó a Isabelleta abruptamente, prácticamente empujándola, y ésta cayó de narices en la tierra. La princesa se giró sobre sí misma, quedando sobre su trasero y comenzó a retroceder con sus manos y piernas. Ante ella, vio al menos siete espaldas, todas giradas hacia el mismo lado, sujetando firmemente hachas, lanzas, ballestas, espadas, e incluso algunos traían rifles. Delante de esos siete había más, pero a ellos no los podía ver con claridad. Lo que logró distinguir mejor, fue una figura blanquizca que se abría paso entre ellos como neblina, acompañada de destellos como pequeñas chispas, y más manchones rojizos.
Aquellos hombres, de ropas viejas y sucias, se lanzaron al mismo tiempo intentando cortarle el paso, pero Isabelleta vio atónita como el que se acercaba terminaba empujándolos contra los árboles como si un caballo los hubiera golpeado, dejando una estela de sangre en su recorrido. Luego de unos segundos, logró ver mejor los dos largos sables de acero oscuro que cortaban a todos aquellos individuos como si fueran simples ramas, sin que estos pudieran tocarlo. Logró ver después las manos que sujetaban dichos sables, y el rostro con barba negra. Logró ver también su uniforme blanco y plateado, en esos momentos pintado de rojo al igual que su propia cara. Respiraba agitadamente, con su aliento surgiendo como vapor de su boca. Estaba rodeado por tal vez diez de ellos, pero había incluso más tirados a sus pies.
Era ese soldado. Isabelleta debería de haberse sentido aliviada por su repentina aparición, pero en realidad... su terror sólo se incrementó aún más, ante la imagen de aquel hombre enorme, cubierto de sangre y con sus ojos llenos de una ira propia de alguna fiera inhumana. Y ciertamente eso le pareció por un momento: una fiera, una bestia, un monstruo... sacado de la más horrible de las pesadillas.
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