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Capítulo 02. El aire fresco de los bosques

Capítulo 02
El aire fresco de los bosques

Al recorrer la capital, la caravana de siete carruajes, cinco carretas, y cincuenta soldados, fue despedida por gritos de alegría, aplausos, flores y papel picado de colores recorriendo el aire, de la mano tanto de la mediana y baja nobleza, como del pueblo en sí. Mientras miraba todo aquel despliegue por su ventanilla, Isabelleta no pudo evitar preguntarse qué tanto de ello era real, y que tanto era sólo por el mero requisito de adular a cualquier miembro de la Familia Imperial, sin importar quien fuera.

Si bien era cierto que su esposo poseía cierta popularidad por su conducta honorable y afable, aquellos actos le resultaban un tanto exagerados. ¿Sabrían acaso con exactitud quién iba arriba de ese carruaje?

Al inspeccionar el rostro de Frederick, la nueva emperatriz segunda se daba cuenta de que él también era en parte consciente de esto, pero igual no lograba ocultar el pequeño brillo en su mirada que le causaba esos pequeños instantes de notoriedad. Su hija mayor parecía también disfrutarlo, pues no mostraba pena alguna en asomar su rostro por su ventanilla y saludar sonriente a la multitud. Así que Isabelleta decidió por lo tanto no decir nada que pudiera desmerecer el momento.

Las cosas fueron más calmadas y calladas una vez que dejaron Marik y tomaron camino. Viajarían al noreste por la carretera principal de comercio hasta el puerto de Vistak, en donde ya los aguardaba estacionado un buque de la Marina Imperial. Según su itinerario, les tomaría tres días (cuatro si el clima se tornaba errático y el camino más peligroso) llegar hasta ahí. Y tras uno o dos más para descansar, y terminar de cargar y preparar el buque, comenzarían su trayecto por el Mar del Ártico Este, que en promedio podía llegar a tomar unas cuatro semanas. Harían sólo dos paradas para reabastecer y aclarar la vista con algo más que sólo agua, y al final arribarían directo en Volkina Astonia. Por último, sólo ocuparían hacer un recorrido en tierra hasta la ciudad de Zarkon, la capital de dicho territorio conquistado, y entonces al fin habrían llegado a su destino; y, por consiguiente, a su nuevo hogar.

Sonaba a un viaje largo, y sobre todo extenuante. No era, sin embargo, nada en comparación con el que la joven Isabelleta Vons Kalisma había tenido que realizar diez años atrás para convertirse en Isabelleta Rimentos. Pero de todas formas resultaría cansado y tedioso, especialmente por lo frío que se tornaría el clima conforme más al norte fueran.

Durante los primeros dos días, su rutina fue moverse durante dos o tres horas, detenerse una para estirar las piernas y descansar, luego proseguir de corrido por dos o tres más, y así sucesivamente. Las noches las pasaban en las ciudades y pueblos seleccionados en el camino, siendo la Familia Imperial y una parte de su servidumbre y guardia recibida en la casa del regente local, y el resto recibiendo asilo en los puestos militares o en la mejor posada que tuvieran disponible. Los regentes habían recibido con antelación (aunque no demasiada por motivos de seguridad) el aviso sobre el paso de la caravana, y todo estaba preparado para recibirlos en cuanto llegaban.

Al día siguiente, con los primeros rayos del sol, debían prepararse lo más rápido posible para proseguir cuánto antes. El capitán de Armientos, jefe de la guardia asignada, era estricto y meticuloso con los tiempos, lo cual resultaba un poco molesto en ocasiones, pero también se agradecía pues lo que todos deseaban era llegar cuanto antes a su destino final.

Isabelleta y Frederick acataban aquello con el porte y estoicismo que se esperaba de miembros de la Familia Imperial; además de que los viajes de ese estilo no les eran ajenos. Las niñas, por su lado, eran quizás quienes parecían pasarlo peor; la inquietud y la energía de la juventud, además de que estaban mucho menos acostumbradas a ese tipo de ajetreos.

Isabelleta II, como buena princesa volkines que era, no se quejaba ni daba problema alguno. Ella procuraba entretenerse practicando su bordado, leyendo las decenas de libros que había empacado, o cuando bajaban a estirar las piernas recolectaba flores a un lado del camino para colocarlas en su libro de muestras; y recientemente había empezar a considerar la posibilidad de comenzar una colección de insectos, así que también pelaba bien el ojo en caso de ver alguno interesante.

Mina era diferente. No sólo ese era el primer viaje largo que le tocaba hacer a su corta edad, sino que, a pesar de sus cabellos rojizos tan Rimentos, tenía una hiperactividad más propia de una noble kalismeña, aunque su propia madre no creía que ella misma la tuviera. Mina no lograba enfocarse lo suficiente en el bordado o en los libros; al cabo de menos de media hora, se cansaba de ambos. Ella era más feliz cuando podía bajarse del carruaje y correr un poco entre los caballos y los árboles. Esto más de una vez estresó a sus guardias, que cuidaban de no quitarle ni un segundo los ojos de encima. Era una niña un poco problemática, que acostumbraba en ocasiones saltarse sus lecciones, pasear sin permiso hacia los jardines del palacio, e incluso en una ocasión logró salirse de éste. Era muy difícil para sus padres el controlarla.

El tercer día de camino, todo parecía indicar que si no se detenían pondrían llegar a Vistak antes del anochecer. Aquello motivo a todos en la comitiva a prescindir de algunos descansos en beneficio de llegar a su destino, y así no tener que acampar esa noche; todos menos la princesa Mina, que se sentía más que encerrada en aquellas cuatro paredes, pero por supuesto nadie le había preguntado su opinión al momento de tomar aquella decisión.

Cómo era previsible, Isabelleta II tomaba aquello de mejor manera, y había encontrado la forma perfecta de entrenarse durante ese último tramo: estudiar sobre Volkinia Astonia, los demás territorios conquistados, y la última gran maravilla del Imperio, los trenes.

—¿Sabían que si existiera una línea ferroviaria de Marik a Vistak, podríamos haber hecho el recorrido en sólo seis horas? O quizás siete —comentó con moderado entusiasmo la princesa mayor, mientras sobre sus piernas sostenía un libro abierto con el mapa de la zona noreste de Volkinia, y en su mano sujetaba una pequeño cuadernillo y un lápiz en el que había estado haciendo algunas anotaciones y cálculos.

—¿Sólo seis horas? —Exclamó Isabelleta madre con asombro—. Eso hubiera sido grandioso, y en asientos mucho más cómodos de seguro. Aunque un tren no ayudaría mucho a saltarnos el casi mes entero que pasaremos en el mar.

—¿Crees que el emperador construya pronto una línea por aquí, papá? —inquirió la pequeña de nueve años, clavando sus curiosos ojos añil hacia su padre.

—Es difícil decirlo —respondió Frederick mientras contemplaba el paisaje por su ventana—. Los esfuerzos de mi tío parecen de momento más enfocados en comunicar la capital con el sur. Más al norte de Marik, todas estas tierras son algo inhóspitas y difíciles.

—Y aquí estamos, pasando por estos bosques inhóspitos aun así —señaló Isabelleta madre, arrastrando cierto toque de reclamo difícil de esconder.

—Estamos en una carretera perfectamente trazada, querida. Y Vistak es el mejor puerto para partir hacia Volkinia Astonia. Además, ya no falta mucho para que lleguemos.

Isabelleta sólo asintió. Su rostro reflejaba total neutralidad, por lo que era difícil determinar si estaba conforme o no con aquella explicación.

—¿Has pensado en construir tu propia línea ferroviaria en Volkinia Astonia, papá? —Soltó justo después la mayor de las niñas, tomando bastante por sorpresa al príncipe.

Frederick miró un tanto extrañado a su hija, y pasó sus dedos por su bigote como si tratara de algún tic.

—No he llegado a pensar en algo como eso —comentó con cierta vacilación—. Ese tipo de proyectos ocupan bastantes recursos y tiempo. No creo que un emperador segundo pueda tomarse ese tipo de libertades, sin recibir primero la aprobación del emperador.

—Por el contrario —declaró ferviente Isabelleta II—, el emperador segundo tiene la libertad de decidir de qué forma invertir los recursos de su territorio, cuando se trata de mejoras en la infraestructura de los edificios, calles y carreteras. Volkinia Astonia es el Territorio más extenso, y es el lugar perfecto para trazar una línea.

La princesa colocó su cuadernillo a un lado, y alzó entonces el libro para que su padre pudiera verlo mejor. Se movió algunas páginas adelante, hasta llegar a un mapa completo de lo que era el territorio de Volkinia Astonia y sus fronteras.

—Puedes comenzar trazando una pequeña desde el puerto de Mullok hasta la capital. Eso agilizaría el comercio del Mar Ártico del Este. Luego podrías aliarte con el emperador segundo de Ballag y construir una línea que conecte ambas capitales. El tramo que le correspondería a él sería mucho menor, por lo que le convendría. Imagínate poder mover personas y mercancía entre las dos ciudades más grandes de los territorios conquistados, en cuestión de un par de días. Además de todos los trabajos que crearías, no sólo durante la construcción sino para el mantenimiento de las vías, conducción de las máquinas, cuidado de las estaciones... Y serías el primer emperador segundo en incentivar esto; podrías ser recordado por ello. Es cierto que se ocuparía recursos adicionales, pero Volkinia Astonia es el territorio más rico, después de todo. Y podrías convencer fácilmente a la alta nobleza de invertir; sus negocios son los que más se beneficiarían de un transporte rápido. Y si no es suficiente, siempre puedes establecer un pequeño impuesto temporal, que no afecte tanto a las personas pero que en total pueda sustentar parte de la obra.

Frederick e Isabelleta madre se vieron el uno al otro con expresiones atónitas. Ninguno se dijo nada, pero sus miradas eran más que suficientes.

—Vaya, parece que alguien aprovechó estas últimas semanas para estudiar el doble que de costumbre —comentó Frederick un poco bromista, haciendo que los labios de su hija se ensancharan en una amplia sonrisa y sus mejillas se ruborizaran.

—Creo que tienes a una fuerte candidata para ser tu consejera de confianza —añadió Isabelleta madre con un tono parecido.

—¿Consejera? Estoy considerando dejar que ella gobierne por mí.

Los tres rieron al unísono, pero sin levantar de más la voz.

Isaballeta II había demostrado desde temprana edad tener una mente bastante aguda para entender temas en su mayoría complicados. Desde los que comprendían la religión, la historia y la literatura de su país, hasta temas de geografía, matemáticas e incluso leyes. Más que una niña de nueve, hablaba como una mujer de dieciocho, aunque en realidad no hubiera muchas mujeres en Volkinia que mostraran tanto interés por aprender cosas que quizás nunca aplicarían directamente en su día a día. Sus padres no sabían de dónde había sacado tal astucia y agilidad mental, pero era algo que ninguno deseaba desalentar.

La única que no se unía a la alegría del momento, era la pequeña Mina. Ella era una niña de siete años más convencional, aunque su hiperactividad no tenía nada de convencional. Mientras ellos tres hablaban, la niña pelirroja se había revuelto en su asiento a lo menos doce veces, hasta terminar prácticamente con su cabeza colgando de la orilla, y sus piernas alzadas con sus pies pegados contra la pared. La falda abultada de su vestido le caía encima como un cobertor.

—Siéntate bien —le reprendió su hermana mayor, provocando que su tono se sintiera tan autoritario como el de su madre—. Una princesa no levanta las piernas y cuelga su cabeza así. Si los soldados te vieran en esa posición tan indecente, te perderían por completo el respeto.

—Isabelleta —murmuró Frederick con dureza—. No hay nada indecente en el accionar de tu hermana; es sólo una niña. Además, estamos en confianza y en familia. Discúlpate.

—Lo siento —respondió la mayor de las niñas con neutra emoción.

—Será mejor que paremos a descansar un rato —indicó el emperador segundo.

—Frederick, no quiero tener que dormir en una tienda de campaña esta noche —replicó Isabelleta madre, con molestia y enojo—. De seguro durante tu servicio militar tú dormías en una de esas cosas todas las noches, pero no es propio de señoritas como nosotras.

—Te aseguro que la tienda que traen para ti es mucho más cómoda que varios cuartos de posada —señaló Frederick con un inusual tono de broma—. Sólo será una hora. A todos nos vendrá bien estirar las piernas y respirar un poco de aire; en especial a Mina.

Frederick terminó su comentario con un sutil guiño de su ojo derecho hacia su hija menor, la cual, teniendo aún la cabeza colgando, le sonrió mostrando sus dientes chuecos. La emperatriz segunda permaneció en un frío silencio. Al parecer, no había mucho margen para poder protestar.

El emperador segundo abrió la pequeña puertecilla que comunicaba con los choferes y les indicó que pararían. Toda la comitiva se fue deteniendo uno a uno tras esparcir la orden, y los cuatro Rimentos bajaron de su carruaje en cuanto les fue permitido. En esos momentos el cielo estaba gris, y había aún unos pocos rastros de nieve en el suelo y en los árboles. Hacía menos frío que el día anterior, aunque sí el suficiente para que tuvieran que abrigarse. A pesar de su protesta original, una parte de Isabelleta agradecía el poder pararse, pues ya había comenzado a sentir su trasero entumido.

El capitán Armientos se aproximó a Frederick en cuanto estuvieron afuera, y fue notable en su rostro duro que esa parada abrupta fuera de itinerario no había sido de su agrado.

—Reanudar el camino luego de esta parada, alargará nuestro trayecto, alteza —le indicó el hombre mayor de cabello canoso—. Será inevitable tener que acampar esta noche. Y si es así, tendremos que comenzar el armado del campamento a más tardar dentro de tres horas, para prevenir que nos tome desprevenidos la noche.

—Entonces que así sea —respondió sin miramientos el príncipe—. Una noche con el aire fresco de los bosques le hará bien a mi familia. Después de todo, dentro de poco pasarán todo un mes rodeadas del aire frío del mar del norte.

—Cómo usted diga, alteza —respondió Armientos, inclinando ligeramente su cabeza hacia adelante. En sus palabras había convicción, pero en su tono se hallaba algo de inseguridad.

Un segundo después, Isabelleta se aproximó con paso aguerrido hacia ambos hombres, mientras se colocaba sus guantes gruesos para protegerse más del frío que hacía ahí afuera.

—Capitán Armientos, mis hijas desean ir a pasear un poco entre aquellos árboles —indicó la emperatriz segunda—. Asígnenos una escolta, por favor.

—De inmediato, alteza.

—No se aparten demasiado —musitó Frederick—. Reanudaremos la marcha en cuanto podamos.

—Sólo será una pequeña caminata para... ya sabes, respirar el aire fresco de los bosques.

Aquel comentario, cargado de cierto resentimiento, ruborizo las mejillas del joven príncipe. No pensó que lo hubiera escuchado, y en especial que a su esposa aquello le resultara molesto. Y sin darle oportunidad de réplica, Isabelleta y sus dos hijas se apartaron un poco hacia la parte frontal de la caravana, y aguardaron ahí al capitán Armientos.

Frederick suspiró, resignado ante lo que terminaría conllevando todo eso; posiblemente una actitud cortante e indiferente por parte de su esposa hasta que decidiera disculparse. Pero de eso mejor se preocuparía más tarde.

— — — —

Luego de unos minutos, el capitán se acercó a las tres princesas acompañado detrás por seis soldados. Uno de ellos, que marchaba hasta atrás del grupo, de inmediato llamó la atención de la joven emperatriz segunda, y de paso también la de las dos pequeñas.

Isabelleta lo reconoció de inmediato: era aquel hombre enorme que había visto en el palacio, de facciones toscas y poco agraciadas, enfundado en aquel uniforme que parecía apenas de la talla adecuada para no reventarse ante el menor movimiento de sus abultados músculos. Durante esos días de camino, no se habían vuelto a cruzar directamente con él; de alguna forma se había logrado confundir entre el resto de los guardias. Pero ahora ahí estaba de nuevo delante de ellas, provocando en la emperatriz segunda una aversión igual, o incluso mayor, a la del primer día. Él de nuevo no parecía reparar en ella; sólo miraba fijamente, de manera ausente y perdida, hacia el bosque.

—Estos hombres las acompañarán durante su caminata, alteza —le indicó el capitán, haciéndose a un lado para que así los seis pudieran pegar sus manos a sus pechos y agacharse hasta pegar sus rodillas derechas en el piso fríos; los seis en perfecta, casi ensayada, coordinación. Isabelleta los miró de reojo, pero su atención estaba puesta especialmente en ese individuo de barba oscura.

—Capitán Armientos, ¿puedo hablar un segundo con usted? —inquirió Isabelleta con tono autoritario, y sin esperar alguna respuesta se apartó unos pasos, esperando que el hombre mayor la siguiera. Lucas Armientos así lo hizo, algo preocupado—. Con todo respeto, no me siento cómoda con ese hombre tan cerca de nosotras. Haga el favor de asignarnos a alguien más.

—¿Quién, su alteza?

—No se haga el tonto, usted sabe de quién hablo —le respondió la princesa, alzando un poco la voz. Señaló entonces con un movimiento discreto de su cabeza hacia la formación de los seis soldados que aguardaban instrucciones—. No me gusta su mirada ni su apariencia. No me inspira seguridad, y si hay algo que debería de sentir en los hombres que me protegen, es seguridad. ¿No está de acuerdo?

—Por supuesto —susurró Armientos, un poco inseguro, aunque fue claro que entendió de inmediato cuál de los seis hombres era el origen de esa reacción—. Pero le aseguro que las tres estarán totalmente a salvo con él. Es uno de los mejores soldados de este escuadrón, sino es que incluso el mejor...

—No me importa —respondió Isabelleta tajantemente, alzando su mirada al frente con decisión—. Le ordeno que nos asigne a alguien más, y deje de cuestionarme.

Armientos la miró en silencio, con una expresión que quizás buscaba ser neutra pero parecía más bien estarla juzgando en silencio, algo que a la emperatriz segunda no le agradó en lo más mínimo.

—Estás pecando de soberbia, mamá —escuchó de pronto que Isabelleta hija pronunciaba de golpe, tomándola desprevenida. Ambas niñas se habían aproximado a su costado, y al parecer habían oído la mayor parte de su discusión—. Te lo dijimos, su majestad el emperador asignó a estos hombres para nuestra protección. Creer que tu juicio es superior al suyo, es una ofensa a él, y una ofensa a Dios.

—Cuida tu lengua —alegó la madre furiosa, alzando un dedo delante de ella en señal de advertencia—. ¿Yhvalus no te enseña a no contradecir a tu madre?

—Nos enseña que debemos alzar la voz ante quien sea cuando un pecado o una injusticia suscita ante nosotros; incluso si se trata de nuestros padres.

—¡¿Cómo te...?! —Isabelleta tomó firmemente a la pequeña de cabellos rubios de su brazo con una mano, y alzó rápidamente la otra con la clara intención de dejarla caer como una pesada bofetada. Isabelleta II por mero instinto alzó sus brazos para protegerse, y apretó fuertemente los ojos con miedo. Mina, por su cuenta, se quedó congelada en su sitio, con sus ojos muy abiertos, también con su respectiva dosis de temor aunque no hubiera dicho nada.

Lo único que detuvo a la emperatriz segunda de aplicar tal escarmiento, fueron los mismos ojos juzgadores del capitán Armientos, e incluso de los seis soldados que seguían aguardando. Era poco probable que alguno de ellos hiciera o dijera algo para detenerla si acaso decidía disciplinar a su hija de esa forma, pero de todas formas su mano flaqueó y al final la bajó lentamente sin dar golpe alguno.

Aquello era quizás otra de esas cosas que las personas en su posición debían mejor realizar en privado, fuera de las miradas curiosas.

—Mi hija será una estupenda emperatriz o reina algún día. ¿No lo cree, capitán Armientos? —El capitán permaneció callado—. Quizás deba hacerle caso, y no ser tan soberbia. Pero si algo nos ocurre estando al cuidado de ese... soldado, lo haré responsable a usted directamente, capitán.

—Sí, alteza —fue la respuesta simple y corta de Armientos.

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