Capítulo 3 | Firmamento
Román y yo permanecemos estáticos mientras observamos a través del sucio ventanal de la recepción; afuera, la blancura de la nieve se intensifica cuando los rayos solares aparecen cada tanto a medida que las nubes grises cubren y descubren el sol. Al otro lado de la plaza, justo donde los turistas y pueblerinos compran bebidas calientes en los pequeños carritos de comida, Andy se adentra por una puerta de madera que da paso al pequeño museo local. Tal parece que, entre copas de vodka y palabras convincentes, accedí a la locura que Andy y Román terminaron de planear en tan solo una hora de desayuno.
Mi respiración irregular se traduce en el empañamiento del cristal, obstruyendo mi vista cada tanto. No puedo evitar remover mis manos con intranquilidad al ser consciente de que estamos llevando a cabo un acto ilegal. Sin embargo, ellos parecen estar tan relajados como si se tratase de una ocasión común. Ambos actúan con la naturalidad de un niño cometiendo locuras sin tener en cuenta las posibles consecuencias que mencionadas locuras pueden traer. Ahora me encuentro observando con nerviosismo cómo Andy intenta «tomar prestados» ciertos manuscritos antiguos que fueron mencionados en la noche de apertura del festival de invierno.
Roman compró mi atención con un extenso discurso sobre cómo salirme un poco de las estrictas líneas de la norma podría quitar un peso de mis hombros: el peso de la aburrida vida de un adulto asalariado. «Nunca cometiste ninguna locura cuando eras adolescente», decía, «¿no quieres sentir un poco de adrenalina?». Y, aunque me cueste admitirlo, tal vez tiene razón.
Él ladea su mirada hacia mí sólo un poco y levanta las cejas con diversión.
—¿Qué te tiene tan nerviosa?
—Pudimos sólo tomarle fotos —murmuro, con mis ojos puestos en el museo a la distancia.
—¿Nunca viste películas de fantasía? Los objetos encantados sólo funcionan si los tienes en tus manos.
—Son objetos invaluables y antiguos...
—De un pueblo que ni siquiera aparece en los mapas —resalta por enésima vez—. Vamos, no me digas que no existe dentro de ti una pizca de emoción.
Y los pensamientos que estaba teniendo hace un rato vuelven a mi mente: sí, a pesar del nerviosismo y de los imperantes regaños de mi moralidad, siento un poco de emoción.
—Bueno, sólo serán unos minutos —aclaro, ignorando su pregunta.
Román ríe mientras vuelve su mirada hacia Andy, quien acaba de salir del museo con una mirada victoriosa en su rostro.
—Sí, sí... Sólo unos minutos —responde, antes de salir disparado por la puerta.
Lo sigo hacia el exterior, donde el gélido frío entumece mi rostro casi de inmediato. Andy sonríe como si hubiese obtenido el mayor tesoro de su vida. Sus manos sacan de su bolsillo una caja cilíndrica de madera con grabados extraños que no logro reconocer.
—¡Hasta traje el empaque! —exclama con entusiasmo, meneando el objeto de un lado a otro.
Yo lo tomo de su mano con extremo cuidado con el fin de evitar que termine lanzándolo al suelo como producto de su incontrolable emoción. Al tener el pesado cilindro entre mis manos siento una punzante sensación de miedo. Comienzo por observar a mi alrededor, esperando que en cualquier momento un par de policías aparezcan de la nada con las esposas listas para llevarnos a prisión o deportarnos del país. No obstante, a los pocos presentes en esta enorme plaza podría importarles menos lo que sea que estamos haciendo.
Román me arrebata el objeto y se lo lleva al bolsillo de su abrigo.
—Tranquila, Anya. Nadie se ha dado cuenta.
—Estaba en la esquina más olvidada de ese pobre museo —explica Andy—. Para ser honesto, no creo que valga tanto.
—Lo importante es que vamos a devolverlo —recalco con voz firme—. Démosle un vistazo y lo dejamos donde estaba.
—El vistazo, querida amiga, lo daremos en dos horas, cuando la luz solar haya desaparecido por completo —dice Román, con una gran sonrisa en sus labios—, y lo haremos en un lugar muy especial.
Mi corazón comienza a latir con extrema rapidez. ¿Y qué sucedería si extraviamos este objeto? ¿Y si lo rompemos por accidente?
—Anya, cálmate —pide Andy con una sonrisa—. Es sólo un poco de diversión. ¿Nunca cometiste alguna locura cuando estabas en la secundaria?
Roman ríe suavemente, pasando su brazo por mi hombro.
—Ella es el tipo de personas que siempre sigue las reglas. Pero estoy seguro de que en su interior está bastante emocionada, ¿no es así?
Alza sus cejas, expectante. Las miradas insistentes de ambos hombres no me dejan más opción que confesarlo.
—Sí, es algo emocionante... —Encojo los hombros—. Un poco de adrenalina, supongo.
—¡Así se habla! —exclama Roman, abrazándome con tanta fuerza que por poco me deja sin aire—. Te prometo que tan pronto terminemos con el ritual, yo mismo devolveré este objeto al museo.
—Así que sólo nos sentaremos en medio de las ruinas de un castillo a leer un pedazo de papel —explico con rapidez—. Bueno, al menos sentarnos y leer no pondrá en riesgo una reliquia de cientos de años de antigüedad.
No obstante, el sentimiento de saber que estoy yendo en contra de las normas al menos por una vez en mi vida parece comenzar a ser más fuerte que el sentimiento de culpabilidad. Tal vez mi personalidad podría definirse, en parte, por ser en extremo psicorrígida en algunos aspectos de mi vida. ¿Cuándo he hecho algo que no sea únicamente lo correcto? ¿Dónde quedaron las aventuras que se supone que todo niño y adolescente vive con sus amigos? Nunca las tuve, y encontrarme en la tierra de mis padres, aquella que juré nunca visitar, me ha demostrado que la vida puede ser una aventura y que tal vez es necesario cometer alguna locura de vez en cuando.
Me aseguro de que el bolsillo de Román esté bien cerrado; el que vaya a hacer esto no significa que me voy a descuidar con aquello que hemos tomado del museo del pueblo.
—Sentarnos y leer, eso no suena divertido. Podríamos decir que estamos a punto de llevar a cabo una práctica milenaria —propone Andy con una gran sonrisa en sus labios.
—¿Y qué tanto sabes de aquella práctica milenaria, Andy? —Río—. Según recuerdo, sólo estudiaste rumano tres meses y ni siquiera entendiste la explicación sobre por qué piensan que estos manuscritos eran parte de algún ritual antiguo.
Andy levanta su dedo índice, como si estuviese a punto de lanzar un discurso sobre la importancia histórica de este artefacto. No obstante, la mirada de confusión cruza por su rostro con prontitud.
—Qué bueno que tenemos a alguien que sí sabe hablar rumano a la perfección. Supongo que lo descubriremos en las ruinas —responde el rubio—. Lo único que sé es que debemos dirigirnos a aquel lugar antes de que caiga la noche.
—¿Y cómo sabes que tenemos que ir a aquel lugar?
—He jugado videojuegos de fantasía y aventuras por mucho tiempo, creo que algo he aprendido: si encontraron los manuscritos en las ruinas, pues allí hemos de dirigirnos.
No puedo evitar reír ante su comentario.
—Sí, supongo que sí. Aunque yo que tú no estaría tan ilusionada.
Román sonríe mientras se cruza de hombros.
—¿Y por qué no, Anya?
Yo imito su postura y su sonrisa.
—Porque la magia no existe —aseguro.
Emprendemos nuestro camino hacia el bosque antes de que el sol se oculte en el horizonte. Las temperaturas comenzarán a bajar pronto y no queremos demorar más de dos horas en aquel lugar. Esta pequeña reunión quedará en mi memoria, sin lugar a duda, como la cosa más extraña que he hecho en un viaje.
No tardamos mucho en llegar al claro donde se dio inicio al festival de invierno, pues ya sabemos el camino. Cuando observo al cielo y mi mirada se dirige hacia aquel castillo en la colina, puedo observar cómo la luna llena reina en el firmamento, a pesar de que el sol no se ha ocultado por completo aún; es casi como si la llegada de la noche quisiera hacer competencia a la luz del día, apoderarse del cielo despejado.
Diversas aves cantan al atardecer, mezclando sus melódicos sonidos con el del gélido viento que comienza a soplar. Me aseguro de cubrirme las orejas con mi gorro de lana, pues comienzo a sentir cómo se entumece mi rostro. Caminar es lo único que nos distrae del frío, y llevamos en nuestras mochilas los objetos necesarios para mantener nuestros cuerpos cálidos una vez entremos en reposo.
Nadie habla mientras cruzamos el claro y nos adentramos en el bosque que se encuentra al otro lado, dejando atrás los restos quemados de la fogata que fue encendida la noche anterior. De este lado las copas de los árboles parecen ser más densas, pues la poca luz solar que proviene del crepúsculo es bloqueada de forma casi inmediata, permitiéndonos ver la silueta de la colina a la cual nos dirigimos sólo un poco cada tanto. Por lo menos, el camino no parece ser tan complicado como lo pensé.
En un punto todo es tan oscuro que debemos sacar las linternas con prontitud. Al encender las luces es notorio para mí que Román me dirige algunas miradas furtivas de vez en cuando, miradas que no soy capaz de interpretar, pues la revoltura en mi vientre aparece una vez más, tal como sucedió anoche mientras charlábamos entre tragos. Lo único que puedo reconocer en esta extraña situación es que él se encuentra particularmente callado; no es natural en mi amigo el no mentar una palabra por lo menos cada tantos minutos. Roman es una persona inquita y energética, y dicha energía le impide quedarse callado por un largo periodo de tiempo.
Comienzo a presentir cierta incomodidad de su parte, y entonces me doy cuenta de que tal parece que hay algo que quisiera decirme, pues se acerca a mí y abre su boca levemente en ademán de comenzar alguna conversación, pero no lo hace. ¿Es acaso la presencia de Andy la que le provoca tal estado de silencio? No lo creo: ambos charlaron sin cansarse desde el desayuno hasta que comenzamos a adentrarnos en el bosque. ¿Entonces qué es aquello que él quiere expresar?
Decido no indagar en ello y continúo con mi camino, a pesar de que puedo observar sus miradas por el rabillo del ojo; no obstante, no pasan muchos minutos más hasta que nos topamos con un río congelado. Los tres nos detenemos con ímpetu, analizando cuidadosamente qué tan seguro es cruzar.
Este sorpresivo encuentro nos permite observar con claridad el cielo, ahora nocturno; y aún más importante, nos permite observar las ruinas del castillo, cuya colina está ahora más cerca que antes.
—¿Qué tan seguro es cruzar? —inquiere Andy, observando el río con nerviosismo.
Roman palpa con fuerza el agua congelada con sus pies, y después de un rato comienza a cruzar el río a paso lento.
—Sigan mis pasos.
Una vez estamos al otro lado del río, seguimos el camino que asciende hacia la colina. En un punto, los árboles y el follaje del bosque blanco desaparecen por completo, dando espacio a un campo abierto cuyo terreno es dominado, desde lo alto, por ruinas antiguas. A medida que nos acercamos, la forma de lo que alguna vez fue un castillo es completamente obvia: la piedra gris se alza en una increíble estructura que, a pesar de que gran parte de la edificación se encuentra en ruinas, permite observar que permanece en pie una imponente torre. Esta torre se encuentra intacta, como si el paso del tiempo nunca hubiese causado ningún efecto adverso en sus cimientos.
Al acercarnos a las ruinas nos encontramos con una cerca de madera, que parece estar puesta sobre lo que alguna vez fue una especie de muralla; la falta de vigilancia del lugar sólo indica que no es visitado con frecuencia. Tal vez no resulta ser tan importante como lo sería en otro lugar del país; este pueblo, además de no aparecer en los mapas, aparenta estar completamente olvidado por los mismos rumanos. Estoy casi convencida de que los pocos turistas que llegan a este lugar lo hacen por accidente, tal como nos sucedió a nosotros.
¿Qué es lo que esconde Ineburgh, que parece existir y a la vez no?
La puerta de la cerca, cuyo candado se encuentra roto, abre con facilidad. Cuando comenzamos a adentrarnos en el terreno del castillo doy media vuelta para encontrarme con una alfombra de árboles a mis pies; el bosque se extiende a la distancia, siendo únicamente interrumpido por un conjunto de luces eléctricas que provienen del pueblo a lo lejos. Desde aquí arriba puede observarse el paisaje casi en su totalidad, a pesar de tratarse de una colina no muy alta.
Cuando observo hacia el firmamento me encuentro con la luna llena, tan brillante y blanca como nunca la he visto. Puedo sentir incluso que, si alzo mis manos hacia el cielo estrellado, mis dedos podrían tocar la superficie lunar, pues se ve tan enorme, tan cercana que la lejanía que nos separa de la misma parece inexistente.
Dejo caer mi mochila al suelo de forma casi inconsciente. La luz que refleja la luna de repente comienza a hechizarme, como si las partículas luminosas que golpean mi rostro me estuviesen envolviendo en una especie de estado de somnolencia; al cerrar mis ojos escucho el río corriendo a los pies de la colina, incluso aunque el mismo se encuentra completamente congelado; puedo escuchar el ulular de los búhos, cuyo día apenas está comenzando; puedo escuchar la nieve cayendo, aunque no está nevando: el sonido es similar al de una llovizna suave, que golpea con ternura las ramas de los pinos.
Y entonces escucho voces lejanas provenientes de las ruinas del castillo, casi como si el mismo estuviese lleno de vida justo ahora; aquellas voces hablan en un idioma que no logro comprender, y cuando abro mis ojos para tratar de descubrir la fuente de aquel extraño lenguaje me encuentro con los ojos avellana de Roman, quien me observa con el ceño levemente fruncido.
Su mirada, escondida entre las sombras de la noche y tan sólo con un lado del rostro iluminado por la luna, parece perdida; por un instante siento que estoy observando a alguien que no conozco, pero entonces los sonidos del río, de la nieve y de las voces comienzan a desaparecer levemente, y el rostro de Roman vuelve a la normalidad.
Él coloca sus manos sobre mis hombros y el desconcierto desaparece de mi rostro. Al parecer él y Andy me habían estado llamando por varios minutos, pero yo permanecí de pie en este lugar, escuchando cosas que no están pasando.
Entonces todo vuelve al presente, aunque Roman guarda cierta confusión en su expresión.
—¿Te encuentras bien?
—Por supuesto —respondo rápidamente, tomando mi mochila del suelo—. Me distraje, es que aquí arriba es...
Mis ojos vuelven hacia el paisaje forestal, hacia las luces de Ineburgh a lo lejos. La blancura de este lugar me deja muda cada tanto; nunca pensé que podría paralizarme ante la vista de un simple paisaje.
—Es hermoso —susurra, observándome con fijeza.
Sus ojos parecen iluminarse de repente, a medida que una pequeña sonrisa se dibuja en sus labios. Es una sonrisa tan pequeña que nadie podría notarla; pero yo lo conozco, cada expresión de su rostro.
Me doy cuenta de que nos hemos mirado el uno al otro por un periodo de tiempo que pasa desapercibido para mí. Decido ser la primera en romper la tensión y mis piernas se mueven con rapidez hacia la entrada del castillo, donde Andy espera impaciente. No sé cómo pude llegar a tal velocidad teniendo en cuenta que la nieve cubre gran parte de mis botas.
El chico me observa con extrañeza.
—Estás pálida —señala.
—Tengo frío —excuso.
Sus ojos se dirigen a mis espaldas, donde puedo escuchar los pasos pesados de Román sobre la nieve.
—Claro, frío —responde con una sonrisa irónica.
Decido concentrarme en las ruinas en un intento de desviar mi atención de Román. Debido a la altura de las paredes que todavía están de pie, podría pensar que este lugar solía tener al menos cuatro pisos; la torre, no obstante, es mucho más alta. La entrada, que se trata de un gran arco ovalado, da paso a un enorme patio que devela una estructura incluso más compleja. Entonces nos damos cuenta de que no sólo la torre permanece casi intacta, pues una gran parte del interior todavía se encuentra de pie.
Atónitos, comenzamos a explorar el patio, cuya superficie se encuentra cubierta en su gran mayoría por piedras que alguna vez pertenecieron a las paredes del castillo. Aquí dentro la naturaleza ha comenzado a tomar poder de lo que alguna vez le perteneció, pues han crecido arbustos y otras especies de plantas que no logro reconocer.
Román sugiere que subamos a la torre, pues las escaleras de piedra se ven tan firmes que no corremos peligro de que todo colapse de un momento a otro. Y no se equivocaba: dentro de la torre pareciese que el tiempo nunca hubiese corrido. Las escaleras de caracol que llevan a la parte más alta se encuentran rodeadas de antorchas puestas sobre las paredes; al observar una con fijeza podría jurar que sería bastante sencillo encenderlas si tan sólo lo intentáramos.
Al llegar a la cima nos encontramos con algo sorprendente: el techo se trata de una bóveda de cristal, que permite observar con claridad el cielo estrellado. La cima de la torre se encuentra rodeada de grandes ventanas que otorgan la posibilidad de ver el paisaje desde cada ángulo imaginable. Lo más increíble, sin embargo, es que sobre una mesa de madera hay varios artefactos entre los cuales sólo puedo reconocer uno: un telescopio.
—¿Esto es una torre de astronomía? —inquiere Andy, quien frota constantemente sus manos con el fin de calentarse un poco.
—Era —corrige Román, sorprendido—. Es lo que parece.
—Pero todo está casi intacto —observo, con el ceño fruncido—. Es casi como si alguien hubiese puesto estas cosas aquí a propósito, tal vez con el fin de representar lo que alguna vez fue.
—Lo dudo —responde mi amigo—. Todas estas antigüedades están bien cuidadas, naturalmente; han de ser reliquias para este pueblo olvidado.
—¿Y qué tal si comenzamos con el ritual? Está comenzando a nevar —dice Andy, señalando por la ventana.
Y su observación no es errada. Los copos de nieve han comenzado a caer, y aunque ahora parecen pocos estoy segura de que la nevada se hará más fuerte; después de todo, las condiciones climáticas de este lugar son lo único que nos ha mantenido encerrados en Ineburgh.
Román saca la caja cilíndrica de su bolsillo y Andy toma algunos candelabros que encuentra esparcidos por el lugar. Por un instante, sumidos en la oscuridad y sólo iluminados por la luz blanquecina de la luna y las linternas, he de confesarme a mí misma que comienzo a sentirme un tanto inquieta. La oscuridad es algo natural para mí, un factor inherente al mundo en el que vivimos, por lo cual nunca he sentido miedo o desprecio hacia la misma. Sin embargo, cuando me siento sobre el frío suelo de piedra de la torre, observo hacia la entrada que se encuentra detrás de Roman, que da a las escaleras por las cuales acabamos de subir, y la oscuridad que la rodea provoca en mi interior cierta intranquilidad.
Román se sienta frente a mí, con el cilindro en sus manos. Andy enciende las velas de los candelabros, a pesar de que le cuesta un poco en un principio. ¿Hace cuánto no son encendidas?
La oscuridad y el sentimiento agobiante que de repente se apodera de mi pecho como producto de la oscuridad es reemplazada con rapidez por las mariposas imparables que revolotean en mi estómago cada vez que Roman posa su mirada sobre mi con fijeza. Su rostro ahora es una combinación extraña de oscuridad, frialdad y calidez, puesto que la luz blanquecina de la luna ahora comienza a mezclarse con la luminosidad anaranjada de las velas, y la oscuridad que proviene de aquellos lugares a donde no llega la luz.
Y entonces nuestras miradas se unen una vez más, y no logro describir lo que siento en mi interior justo ahora que mi mente viaja a los recuerdos de la noche anterior, sentada junto a la chimenea, junto a él.
Estas sensaciones no pueden ser repentinas, por supuesto que no. Ahora que lo observo con fijeza a sus ojos me doy cuenta de que he reprimido por años el revoloteo incesante de las mariposas. No tengo de otra que retirar mi mirada de la suya con rapidez. No, lo que sea que esté sintiendo no es posible; él es mi amigo, sólo eso.
—Pásame el cilindro, terminemos con esta fantasía de una vez, se hace tarde.
—Oh, vamos, si apenas estamos comenzando. —Ríe Andy—. Acabo de encender las velas, como en las películas de aventuras.
—¿Y qué se supone que hagamos ahora? —inquiero, observando con atención el cilindro de madera que tengo en mis manos.
—No lo sé, tú eres la que habla rumano.
Frunzo el ceño con confusión cuando comienzo a examinar con cuidado el tallado que se encuentra sobre la madera. Se trata de figuras que no logro comprender.
—Esto no es rumano —aclaro.
—Son runas —afirma Román con convicción.
Andy y yo lo observamos con sorpresa. No sabía que él tenía conocimiento sobre estos temas. Sus ojos se abren de par en par cuando es consciente de nuestras miradas silenciosas, pero que piden explicaciones.
Por un instante, noto cierto nerviosismo en él, aunque lo disimula con rapidez. Carraspea con fuerza, se encoje de hombros, restándole importancia.
—Creo —corrige—. No estoy del todo seguro.
—Bueno, da igual. Tienes que abrirlo, Anya.
Se ve un poco tensionado de repente, como si hubiese dicho algo que no debía, aunque esto no tenga sentido. Andy señala el extremo del cilindro el cual, al agarrarlo, se siente un tanto flojo. Le doy un par de vueltas y el extremo se separa del resto del objeto, mostrando un interior hueco que contiene un rollo de papel amarillento.
Lo tomo entre mis manos con delicadeza. Este papel se ve tan viejo que siento que podría romperlo tan sólo en un abrir y cerrar de ojos.
Ahora soy yo la que empieza a sentirse nerviosa y comienzo a arrepentirme de esta extraña idea.
—¿No deberíamos usar guantes para tocarlo? —inquiero en un murmuro.
—Los pergaminos antiguos son resistentes, ¿cómo crees que han sobrevivido por tanto tiempo? —indica Román, cuyo tono de voz denota emoción—. No te preocupes, Anya, no es como si tuvieses en tus manos la declaración de independencia de alguna colonia antigua.
El viento gélido comienza a soplar levemente, provocando que las llamas de las velas se apaguen momentáneamente. Andy observa la situación con terror en su rostro. Yo coloco mi mano sobre su hombro.
—Es sólo viento.
Viento helado, sin lugar a duda. Ni siquiera la chaqueta térmica que llevo encima está logrando cubrirme del todo del frío.
Decido apurarme, pues las inclemencias del clima no esperan a nadie. Comienzo a desenrollar el pergamino con cuidado. Tiene su parte divertida, misteriosa, por supuesto que sí; pero al fin y al cabo lo único que estamos haciendo es sentarnos en el suelo frío a puertas de una nevada con un artefacto que robamos del museo.
Pero a medida que desenrollo más el pergamino una sensación de euforia se apodera de mí. Es como si de repente mis manos estuviesen atadas a este pedazo de papel y no pudiese soltarlo ni un solo instante. No sé qué resulta tan atractivo de un momento a otro, pero mi mente cambia en un par de segundos: paso de sentirme irresponsable a sentirme extremadamente curiosa y atraída por este extraño manuscrito.
No podría explicar mi cambio repentino de humor, pues definitivamente no tiene sentido, más cuando observo lo que está escrito sobre el pergamino y me doy cuenta de que no entiendo absolutamente nada.
—Esto no es rumano —repito una vez más.
El silencio reina en el lugar por un par de minutos. Nos miramos entre todos, sin saber qué hacer. Aunque lo más sensato es tomar nuestras cosas, irnos y devolver este objeto a donde pertenece, ninguno mueve ni un músculo. Casi se siente como si se tratase de una aventura incompleta, como una película que dejas de ver antes de que termine.
Román me pide que le entregue el manuscrito y lo toma con cuidado entre sus manos. Lo examina detalladamente, a pesar de que estoy segura de que tampoco entiende nada.
—¿Estás segura de que no es rumano? —inquiere Andy—. Entonces ese hombre de la fogata mintió. Son sólo trucos para atraer turistas.
—Bueno, dudo que sea así. Este castillo parece tan olvidado por los turistas como por el mismo pueblo. Es casi como si sólo vinieran de vez en cuando a limpiarlo, nada más.
—¿Y si se trata de alguna variante del rumano? —pregunta Román, devolviéndome el pergamino.
Yo niego con la cabeza una vez vuelvo a pasar mis ojos por las inscripciones.
—No, esto no es una lengua romance, es claramente distinguible este hecho —confirmo.
—¿Y cómo lo sabes? —pregunta Andy, un tanto decepcionado.
—¿Has notado que lenguas como el español, francés, portugués o italiano tienen estrecha similitud entre sí? Es porque todas provienen del mismo lugar. Puedes estar seguro de que una lengua pertenece a este conjunto sólo con leer un par de frases. Esto, definitivamente, no pertenece a este grupo de lenguas.
—¿Así que no podremos hacer el ritual?
—Lamento decepcionarte, Andy, pero de igual forma nada iba a pasar —respondo.
Él está a punto de responder, pero su rostro se oscurece de forma repentina.
Todos nos sobresaltamos instantáneamente una vez el viento apaga las velas. Permanecemos paralizados por un momento ante la sorpresa que nos ha dado la naturaleza. Por un instante, nadie se mueve ni un centímetro, ni siquiera para tomar las linternas que hemos dejado sobre la mesa.
Pero puedo sentir su mirada, y la luz de la luna que ilumina la mitad de su rostro confirma mis sospechas. Sus ojos avellana están puestos sobre mí una vez más, y esta vez no puedo describir la forma en la que me está observando, pues nunca he visto una expresión así en su rostro. Y no puedo detallarlo o encontrar alguna explicación porque el tiempo parece detenerse de forma repentina. La luz de la luna guía mis ojos hacia un lugar específico: el manuscrito que sostengo entre mis manos.
Las palabras que están inscritas aquí continúan siendo completamente desconocidas para mí, pero el silencio a mi alrededor se desvanece a medida que observo con más fijeza aquel amarillento y antiguo papel. Nada tiene sentido, pero eso no importa, porque las partículas luminosas del brillo lunar atrapan mis ojos una vez más. Sé que Roman me está hablando, pero no puedo escuchar lo que dice. Mi corazón comienza a acelerarse sin motivo aparente y las palabras que se encuentran sobre el pergamino se dibujan en mi mente como si se tratase de un papel en blanco.
Entonces el ulular de los búhos se siente más cercano, a pesar de que no vi ninguno en los terrenos de las ruinas; la nieve, que apenas caía con suavidad sobre el paisaje, ahora se ha tornado intensa, y el sonido que se asemeja al de la llovizna comienza a convertirse en el sonido fuerte de un aguacero.
Y mis ojos no se despegan ni un segundo del papel. Hay algo en la luz de la luna que no puedo explicar, algo que envuelve todo a mi alrededor como si se tratase de un manto invisible, intocable. Mi respiración, que por un momento era acelerada, ahora es liviana. El aire no pesa, como si estuviese flotando en el espacio vacío de esta torre de astronomía.
Puedo sentir el toque de Román en mi pierna, pero mi cuerpo decide hacer caso omiso a este estímulo. Me concentro en las palabras desconocidas del manuscrito y las voces que escuché afuera vuelven a apoderarse de mi sentido auditivo. Entonces soy consciente de un hecho innegable, aunque confuso: aquellas voces hablan el mismo idioma que está escrito en este papel.
Lo sé. Se siente cálido, familiar, inexplicable. Las palabras, entonces, toman sentido en mi cerebro. Las leo como si se tratase de mi lengua materna, aunque no puedo comprender su significado. Mis labios se separan tan sólo un poco y mi voz ahogada, susurrante y débil se escapa a través de ellos. Mis manos no pueden soltar el pergamino y mis pupilas no pueden ignorar la luz hechizante de aquel astro blanco que vigila desde lo alto. Puedo escuchar mi propia voz como un murmuro lejano, pronunciando palabras que carecen de significado para mí, pero que siento conocer muy bien.
Mis ojos se posan sobre cada palabra con rapidez y mis labios se mueven con la misma velocidad. Esto es natural, es mío. Sí, todo tiene sentido, aunque carezca de explicación; todo tiene sentido, aunque mi mente no logre asimilarlo. Es igual de paradójico que el mismo Ineburgh: existe, aunque parece no existir; estas palabras son familiares, aunque parece que no las conozco; el tiempo corre, aunque parece congelado.
Y es justo en este momento que la luminiscencia blanca se torna cálida.
Es justo en este momento cuando los sonidos que me estaban envolviendo desaparecen por completo y mis sentidos se apagan momentáneamente. Ha de ser el frío. De repente estoy observando el pergamino, ¿no estaba observando las velas? Da igual. ¿Por qué Román y Andy me observan perplejos, con sus ojos abiertos como platos y sus mandíbulas caídas?
—Anya... —La voz de Román es la única que me trae por completo de vuelta a la realidad.
No entiendo por qué me mira así o porque su voz tiembla levemente. Nada nuevo ha sucedido, sólo debemos empacar nuestras cosas e irnos.
—¿Acaso no habías dicho hace pocos minutos que no podías leer esa lengua? —Él señala el papel, aturdido—. ¿Cómo es posible?
Me mira como si acabase de presenciar algo increíble.
—¿Cómo es posible qué?
—Leíste lo que estaba en el pergamino —señala, desesperado. Puedo notar miedo en sus ojos.
Frunzo el ceño. Su actitud comienza a asustarme. No sé qué broma intenta jugar, pero no es divertido.
—Yo no leí nada. Las velas se apagaron y todos permanecimos en silencio.
—Anya, deja los chistes.
—No sé de qué estás hablando, Román —reitero, nerviosa—. Ni siquiera reconozco qué lengua es. ¿Bebiste más vodka?
Y es la verdad, aunque él me observe en estado de shock. ¿Qué le sucede?
Pero no me queda tiempo de indagar, pues la voz aterrada de Andy se alza primero en el silencioso ambiente.
—Las antorchas de las escaleras se acaban de encender.
Su dedo tembloroso señala hacia la entrada detrás de Román y con tan sólo una mirada ambos confirmamos rápidamente lo que el chico acaba de afirmar.
Entonces siento que mi corazón da un vuelco.
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¡Damos comienzo a la maratón de actualizaciones!
¡Hola! Espero que hayan disfrutado la lectura. Con este capítulo abrimos la maratón de actualizaciones. ¿Qué significa esto? Que estaré publicando un capítulo por día (a excepción del domingo) hasta el miércoles de la semana que viene. Y esa semana, comenzaré con la maratón del libro "La segunda rebelión", para quienes lo estén leyendo.
He estado escribiendo muchísimo y hace mucho que no hago una maratón, por lo que estoy bastante emocionada. ¡Espero que disfruten los capítulos tanto como yo he disfrutado escribiéndolos!
¡Les mando un abrazo enorme!
Carolina.
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