Capítulo 2 | Ineburgh
El sonido de una voz femenina anunciando la aproximación al Aeropuerto Internacional Henri Coandă logra despertarme de mi profundo sueño. A pesar de que el vuelo desde Madrid hacia Bucarest es relativamente corto no pensé que me quedaría dormida durante todo el viaje. Un intenso dolor punzante se clava en mi nuca cuando me incorporo en el incómodo asiento e intento estirar mis músculos. Román continúa dormido a mi lado y sólo se despierta cuando una azafata le pide ponerse el cinturón. Él lo hace refunfuñando en el proceso. Si algo conozco bien de mi astuto amigo es que odia que le despierten de sus siestas.
Me distraigo comiendo uno de los secos e insípidos panecillos ofrecidos durante el desayuno y no puedo evitar preguntarme si acaso la aerolínea está ofreciendo comida expirada; no obstante, logro distraerme leyendo el periódico local que las azafatas repartieron minutos antes de que se anunciase la aproximación al aeropuerto; a pesar de no hablar rumano en mi diario vivir pareciera que lo más profundo de mi cerebro todavía guarda el registro del idioma y logro entender casi a la perfección lo que está escrito en el diario. Al pasar las páginas me encuentro con noticias poco relevantes para mí. Después de cinco minutos me doy cuenta de que he pasado mis ojos por el mismo título una y otra vez, pero no he incorporado nada de lo que dice. Mi mente se encuentra distraída, y sólo cuando Román se estira sobre mí para abrir la ventanilla es cuando me doy cuenta del porqué de mi evidente evasión: no quiero mirar hacia abajo, no quiero aceptar que ya estamos sobrevolando Rumanía.
Es en este momento cuando un extraño nudo aprieta mi garganta y mi respiración se acelera poco a poco. Carraspeo con disimulo y me incorporo en mi asiento con incomodidad. Román me observa con los ojos entrecerrados y una mirada divertida. Alzo una ceja en respuesta. No puedo sostener la mirada de mi amigo por mucho tiempo.
—¿Estás bien? —inquiere.
—Vaya que tienes cierto poder de convencimiento —señalo—. Yo no debería estar en esta jaula con alas.
—Tengo mis trucos. —Se encoge de hombros y una gran sonrisa de satisfacción se dibuja en sus labios—. A veces sueles ser complaciente conmigo.
—Y me conoces bien —añado, cerrando los ojos cuando el avión finalmente toca la pista. La cabina se sacude levemente—. No podría dejarte sin conocer el castillo de Drácula a pesar de que nunca habías mencionado tus deseos de ir a Bran.
Ruedo los ojos con ironía.
—Oh, he querido ir por mucho tiempo. —Cruza su brazo por mis hombros y me atrae hacia él con ímpetu—. Y tú necesitabas un respiro.
—¿Y qué tal París? —sugiero, aunque ya es tarde.
—No soportaría el olor parisino un solo día—responde, evidentemente asqueado.
El silencio reina entre los dos por un momento. Ni siquiera esta breve conversación está evitando que mi mente se torne en un remolino de pensamientos. Lo único que puedo agradecer es que son pensamientos desordenados, fugaces e inentendibles. Venir a este país está provocando en mí tantas cosas que ni siquiera mi psique es capaz de digerirlas.
—Sabes, Anya —prosigue—, no soy psicólogo, pero...
El avión continúa rodando por la pista. Yo permanezco con mis ojos puestos en Román, quien no ha terminado su frase. Él parece arrepentirse de lo que sea que estaba a punto de decir y me deja expectante.
—¿Pero qué?
—Olvídalo —concluye, desabrochando su cinturón y poniéndose de pie—. Bienvenida a Rumanía.
Estira su mano hacia mí, sonriendo.
Tan pronto salimos de la terminal nos subimos a un bus turístico que nos estaba esperando afuera. Hemos tenido que decirle al guía que no haremos el recorrido entero. Él no pareció extrañarse; nos explicó que debemos bajarnos en la primera parada y allí tomar otro bus hacia Bran, donde otro grupo que comenzó antes que nosotros ya se encuentra en los últimos días del recorrido.
A pesar de que el ultimátum que le di a Román redujo en gran medida la experiencia completa que describe el panfleto turístico, me encontré a mí misma pasmada ante su rápida aceptación. No ha protestado ni una sola vez. Lo conozco lo suficiente como para saber que dentro de él existe cierta decepción, pero aun así se la ha tragado toda con tal de cumplir con mis caprichos. Lo observo dormido a mi lado una vez más en este incómodo asiento de autobús y no puedo evitar sonreír. Es una sonrisa casi imperceptible, casi inexistente. Sólo yo sé que está presente, aunque sea efímera.
He pasado años rodeada de incertidumbre y angustia; perder a mis padres provocó que mi corazón desarrollara un fuerte e indestructible caparazón que nadie podría penetrar. Tenía tan solo ocho años cuando todo sucedió, fue tan confuso y traumatizante que mi psique ha terminado reprimiendo casi todo lo que sucedió aquella noche. Mis recuerdos ahora son borrosos, algunos de ellos vuelven repentina y abruptamente, otros aparecen en las lagunas de mis sueños. Todos estos fugaces recuerdos tienen algo en común: no logro comprenderlos del todo.
Pasé los siguientes diez años rebotando en distintos hogares de paso como si fuese una pelota de tenis. ¿Cómo podría haber desarrollado un alto espectro de emociones? Me acostumbré a no mostrarlas nunca. La soledad se convirtió en mi única compañía y es otro de los motivos por los cuales me uní al ejército a tan temprana edad: allí no te debe importar nadie más que tú. Siempre he tenido que valerme por mí misma, ¿qué mejor lugar para evolucionar esa característica que el ejército?
Pero luego apareció Román. No podría explicar con exactitud cómo o cuándo logró abrir un pequeño hoyo en mi corazón y cómo logró convertirse en mi único amigo. Es una de sus mejores cualidades, su personalidad es tan encantadora que uno no podría resistirse a su amistad. Se lo he agradecido internamente en los últimos años, aunque probablemente nunca se lo diré: él me hizo darme cuenta de que, después de todo, no podemos valernos por nosotros mismos todo el tiempo; a veces necesitamos de un alma amigable que nos escuche, pues las emociones y pensamientos se acumulan en el interior como si se tratase de una bomba de tiempo.
Me recuesto contra la enorme ventanilla del autobús. El frío paisaje se proyecta ante mis ojos con rapidez. No pasa mucho tiempo antes de que comience a remover mis manos con nerviosismo. ¿Por qué me siento así, si el pueblo de mis padres se encuentra al otro lado del mapa? Román será muy testarudo, pero cumple con sus promesas. Sé que me mantendrá alejada de ese lugar. Pasaremos unos días en Bran, conoceremos el castillo de Drácula y luego retornaremos a España. ¿Entonces qué es lo que está provocando que mi corazón se llene de inquietud? Pensé que por fin había controlado mis arranques de ansiedad, incluso aunque sé que en mi caso lo único que logro es dormirla, pero nunca erradicarla.
Me acomodo en el asiento una vez más, intentando encontrar la apacible tranquilidad que ha provocado que mi amigo caiga en brazos de Morfeo una vez más, pero no puedo. ¿Cómo es que él logra dormir en medios de transporte con tanta naturalidad? Es un don: él es de las personas que siempre despertará en la estación o parada correcta aunque haya dormido durante todo el trayecto; ya lo he visto hacerlo.
Tres horas después llegamos a nuestro primer destino. Al salir mis músculos se estremecen ante el contacto con el frío clima. Ayudo a Román a bajar las maletas y nos dirigimos a las solitarias oficinas de la parada de autobuses con el fin de comprar los pasajes hacia Bran. La señora de la taquilla no entiende ni una palabra que pronuncia mi amigo, por lo que debo aventurarme a hablar rumano por primera vez después de tantos años. Una nauseabunda sensación nostálgica revuelve mi estómago cuando finalizo la frase. Al parecer me he puesto tan pálida que ella me ofrece las llaves del retrete para ir a vomitar, pues supone que es malestar de carretera, no malestar emocional.
Sonrío como puedo y vuelvo al tema de los pasajes, pero mi sonrisa desaparece tan pronto como se dibujó en mis labios.
—¿Qué sucede? —inquiere Román, bostezando.
—El último bus salió hace media hora —explico con desaliento.
Rasco mis ojos con el fin de remover la pesadez de mis párpados, pero no funciona.
Román abre la boca para protestar, pero está tan cansado que termina sin decir ni una sola palabra. Se dirige hacia uno de los sillones de la oficina y se deja caer en él de manera perezosa. La mujer que nos atendía comienza a hablar nuevamente, proponiéndome comprar de una vez los pasajes para mañana a primera hora. Acepto sin dudarlo un segundo y me dirijo hacia el sillón mientras un enorme bostezo sale de mi boca.
—Tendremos que pasar la noche aquí —indico.
—¡Ni siquiera hay calefacción! —protesta—. ¡Siento los mismos cinco grados centígrados de afuera!
No pasa mucho tiempo antes de que mi propio cansancio me convenza de ir a buscar un hotel. Le pedimos indicaciones a la mujer, que ya parece harta de nuestra presencia, y nos adentramos en las frías y solitarias calles de este pequeñísimo pueblo cuyo nombre ni siquiera me he molestado en preguntar. El color blanco predomina en las pequeñas casas; una antigua catedral se alza en lo alto de una colina y ni un alma está deambulando afuera a esta hora. El trayecto es silencioso, pues el frío es tal que no provoca ni siquiera abrir la boca para hablar.
Lo más cercano que encontramos a un hotel es una posada que se encuentra ubicada frente a la plaza del pueblo. El exterior de piedra blanca ya se nota deteriorado y las macetas que decoran la entrada están secas. Desde adentro emana una luz cálida y al entrar una pequeña campana anuncia nuestra presencia. Para nuestro alivio, el interior rústico se encuentra iluminado por una chimenea que arde con intensidad, provocando en nosotros cierta sensación de calidez. Mesas de madera decoran la recepción. Además de la encargada sólo hay dos personas más en el lugar; uno de ellos se encuentra recostado en el sillón frente a la chimenea, y el otro lee un periódico en una de las mesas.
—No se ve mal —comenta Román mientras nos acercamos a la recepción.
—¡Bienvenidos! —saluda la encargada, cuya sonrisa es tan grande que provoca que sus ojos se entrecierren levemente—. Estábamos a punto de cerrar la entrada, a esta hora no suele llegar nadie.
—No nos quedaremos mucho —explica Román, evidentemente agradecido de que ella hable nuestro idioma—. Sólo necesitamos un lugar para dormir mientras esperamos nuestro autobús a Bran en la mañana.
La mujer, cuyo nombre es Nadia, según leo en su delantal, levanta las cejas en señal de sorpresa.
—¿Por qué no quedarse más tiempo? Ineburgh es un pueblo encantador, aunque no aparezca en todos los mapas.
—¿Ineburgh? Eso no suena rumano.
—Oh, no lo es —explica—. Este pueblo fue fundado por migrantes de otras áreas de Europa, puedo contarles la historia si lo dese...
—No —interrumpo—. Bueno, mañana estaría bien. Es que estamos algo cansados. Ha sido un viaje largo.
Ella asiente con amabilidad, mientras busca una llave en un cajón.
—¿De dónde vienen?
—España —responde Román rápidamente. Según veo no tiene muchas ganas de hablar.
—Qué grata sorpresa. Mi esposo es español, de él aprendí el idioma. Reconozco caras españolas cuando las veo —narra, pasándonos una llave—. La habitación doce es la única que tenemos disponible justo ahora.
—Muchas gracias, Nadia —contesto, mientras firmo los papeles que me ha entregado—. ¿Sabe cuánto tiempo toma el viaje a Bran?
Su expresión se contrae con tristeza, como si estuviese a punto de darnos una mala noticia, y mi presentimiento no se equivoca.
—¿Acaso no se lo dijeron en la parada de autobuses? La vía hacia Bran se encuentra cerrada al menos por dos días más.
La noticia nos provoca impacto. Puedo escuchar a Román resoplando, mientras murmura que se perderá el tour guiado por el Castillo de Bran.
—No, no lo mencionó.
—¿Fue Jenica quien los atendió? No me sorprende, está un poco loquita. Tuvo un accidente hace unos meses que provocó pérdida parcial de su memoria, ahora parece no concentrarse en nada.
Ella toma los papeles que acabamos de firmar sin siquiera mirarlos y los deja en una carpeta. No me sorprende la falta de tacto al referirse a una persona con la despectiva palabra "loca"; después de todo, la salud mental todavía está altamente estigmatizada y nunca esperé que Rumanía fuese la excepción.
—¿Por qué está cerrada la vía? —inquiero con preocupación.
¿Y qué tal si la vía no abre en dos días? Román no querrá quedarse en este aburrido pueblo. No quiero ir a ningún lugar que no sea Bran, no quiero sentir la nostalgia estúpida por la conexión que este país tiene con mi familia, ¿pero cómo podría negarle a mi amigo su natural derecho de ir a donde le plazca? Suficiente ha hecho por mí al aceptar ir sólo a uno de los destinos del panfleto.
—Pronostican una fuerte nevada, pero no durará mucho. Cierran las vías para prevenir.
Román toma las maletas con una expresión de decepción en su rostro; esta expresión, combinada con sus evidentes ganas de dormir, provocan en mí cierta ternura; parece un niño al que le han negado comprar su dulce favorito. Él sube las escaleras de madera, dirigiéndose hacia la habitación. A pesar de que siento la misma frustración que él en este momento no tengo las suficientes energías como para concentrarme en ello.
Me encojo de hombros, resignándome.
—Supongo que no hay nada que podamos hacer.
—Pero pueden distraerse en el pueblo mientras tanto. Hay un museo al otro lado de la plaza, algunas tiendas y cafés. Además, mañana habrá una fogata en el bosque, los turistas usualmente se unen.
—¿Una fogata en medio del bosque al inicio del invierno? —pregunto con extrañeza.
—Oh, mitos y leyendas locales, señorita. El invierno es importante para nosotros. Pero la veo cansada, puedo contarles todo mañana si les apetece.
Sonrío con amabilidad, me despido con prontitud y subo las escaleras con rapidez. Realmente es un lugar pequeño, el pasillo cuenta sólo con catorce habitaciones. Román ha dejado la nuestra entreabierta, y cuando me introduzco en la habitación no puedo evitar sentirme momentáneamente incómoda. Sólo hay una cama. Un pequeñísimo sillón está ubicado al lado de la ventana, pero no parece ofrecer un plácido sueño.
Cierro la puerta tras de mí y camino hacia él, quien está agachado al lado de la chimenea, intentando encenderla. Con cada paso que doy el piso de madera rechina bajo mis pies.
—Podía encender una fogata en medio de la nada cuando estábamos en el ejército, pero esto parece mucho más complicado.
Río, agachándome a su lado.
—Déjame —ofrezco mi ayuda rápidamente.
Él se hace a un lado sin protestar. Enciendo la chimenea en cuestión de pocos minutos. Me quito los guantes y caliento mis manos con el fuego; él hace lo mismo, aliviado. Por un momento ninguno dice nada, pero pronto el silencio comienza a ser tensionante. Puedo sentir su mirada repentina sobre mí.
—Puedo dormir en el sillón —propone con voz baja.
¿Acaso notó mi momentánea incomodidad cuando entré? Descarto esa idea con rapidez, pues él me estaba dando la espalda.
—No es necesario, Román, nos conocemos hace años. La cama es lo suficientemente grande.
—Está bien, aunque debo advertirte que suelo roncar —bromea.
—No es cierto. Dormiste todo el viaje y no te escuché roncando ni una sola vez.
Él ríe y se dirige hacia la cama, donde dejó las maletas más pequeñas. Abre la suya con rapidez y saca de la misma un pijama rojo de cuadros, acompañado de un suéter negro. Se dirige hacia el baño, cerrando la puerta tras de sí.
Yo permanezco agachada frente a la chimenea mientras observo el fuego. Frunzo el ceño con extrañeza cuando noto que mis manos continúan temblando levemente, a pesar de que no siento más frío en ellas. Entonces me doy cuenta de algo que a simple vista podría parecer absurdo, pero no lo es para mí: nunca he dormido con nadie en la misma cama. Nunca.
Cuando Román sale del baño me sobresalto de manera abrupta. Él me observa con confusión. Me pongo de pie rápidamente y saco también mi pijama de mi maleta, para luego encerrarme en el baño sin decir palabra. Me observo en el espejo con nerviosismo, estoy tan pálida como si acabase de ver un fantasma. Mientras me desvisto no puedo evitar permitir que todas mis emociones y pensamientos salgan a flote, y cuando termino de ponerme mi cálido pijama de lana negra debo sentarme sobre la tapa del retrete para evitar que un episodio de ansiedad comience a consumirme.
¿Por qué han comenzado a sudar mis manos? ¿Por qué mi ritmo cardíaco ha aumentado? Jamás me había dado ansiedad por estar tan cerca de alguien.
—Porque nunca he estado cerca de nadie —murmuro en voz baja.
Sí, Román es sólo mi amigo, pero es mi único amigo, a duras penas le conté todo sobre mi pasado hace tan sólo un año. A día de hoy todavía me cuesta expresarle cómo me siento en mi día a día. La soledad me ha acompañado toda mi vida y aunque me he abierto a él en gran parte, la ansiedad continúa viviendo dentro de mí, incluso aunque esté apagada la mayoría del tiempo. Dormir es un acto tan natural, pero tan privado, ¿cómo puedes compartir eso con alguien más? Siempre me he preguntado cómo las parejas pueden dormir juntas, o cómo las amigas hacen pijamadas. Román es la persona más cercana a mí, es el único a quien le he confiado algunos de mis más profundos sentimientos, pero nunca pensé que compartiría una cama con él, ¡si nunca he hecho eso con nadie!
Quince minutos después salgo del baño y puedo verlo metido entre las cobijas mientras lee un libro. Me acerco a la cama y lo observo fijamente. Él me mira con extrañeza, luego con preocupación. Deja el libro sobre la mesa y se incorpora.
—¿Estás bien? —pregunta.
—Sí —respondo sin más—. No.
Él se sorprende ante mi repentino cambio de palabras. Su mirada se suaviza cuando observa mis manos temblando, a pesar de que he intentado ocultarlas en las mangas de mi suéter.
—¿Te está comenzando uno de esos episodios de ansiedad?
—Hace mucho no sucedía —confieso—. Es que...
Vamos, Anya, sólo díselo.
—¿Qué sucede? Sabes que puedes confiar en mí.
Permanezco dubitativa unos instantes. Si le digo lo que me está sucediendo probablemente le parecerá tonto; Román ha dormido con muchas chicas en su cama, o al menos es la impresión que tengo de él. ¿Qué pensará de mí por tener miedo de dormir con un amigo? Pero sé que no dejará de preguntármelo si no le respondo. Él se encuentra evidentemente preocupado y comienza a impacientarse ante mi silencio.
—Anya, tu falta de respuesta está comenzando a darme ansiedad a mí —bromea, aunque no le sale bien.
Me siento en el borde de la cama, dándole la espalda. Tal vez si no lo miro a los ojos sea más fácil decírselo.
—Bueno, es que... —balbuceo. Me aclaro la garganta y tomo un respiro antes de continuar—. Yo nunca he compartido mi cama con nadie, ¿comprendes? A duras penas te comparto una taza de café y te cuento lo de mis padres, es lo máximo que he compartido con alguien más. Sé que suena estúpido, pero...
No sé qué más decir; el silencio se hace presente. Por un momento siento que comenzará a reírse de mí, pero esto no sucede. Siento el colchón moverse cuando él cruza la cama y se dirige hacia mí, sentándose a mi lado.
—No me parece estúpido —aclara, comenzando a remover sus manos al igual que yo—. Conozco tu historia, lo entiendo.
—¿De verdad no te parece estúpido? —inquiero.
—Anya, pasaste diez años de tu vida, que incluyen infancia, pubertad y adolescencia, algunas de las etapas más frágiles, durmiendo en hogares de paso con completos desconocidos presentes en aquellas casas. Puedo comprender que encerrarte sola en tu habitación y dormir sola en tu cama se convirtió en tu forma de autoprotección, tu manera de sentirte segura. Es natural que te dé ansiedad el hecho de tener que romper con esa costumbre en cuestión de una noche.
Una sensación reconfortante recorre mi pecho. No puedo evitar sonreír.
—Lo recuerdas —murmuro—. Recuerdas lo que te conté de mis hogares de paso.
—¿Qué clase de amigo sería si no te escucho? Te conocí hace sólo un año y medio, pero siento que te conozco de toda la vida. —Puedo ver por el rabillo del ojo cómo sonríe con timidez—. Dormiré en el sillón.
—No, no sería justo, se ve incómodo.
Lo observo por primera vez desde que esta peculiar conversación comenzó. Su piel bronceada está parcialmente iluminada con la luz de la chimenea, y sus ojos avellana se ven un poco más oscuros debido a que se encuentra a contraluz. No sé cuánto tiempo permanecemos mirándonos, pero ya no resulta incómodo. No puedo evitar reflexionar sobre lo lindos que son sus ojos; siempre lo he pensado, pero nunca me he atrevido a decírselo.
Después de un rato él abre un poco su boca, como si fuese a decir algo, pero no lo hace. Soy yo quien rompe el silencio finalmente.
—Eres un gran amigo —comento con alegría—. Gracias.
Cuando termino de hablar sus ojos se dirigen al suelo y me parece observar cómo frunce sus labios de manera casi imperceptible. Cuando estoy a punto de preguntarle qué le ha sucedido, él vuelve su mirada hacia mí y me sonríe con rapidez.
—No hay de qué —responde, poniéndose de pie para volver al otro lado de la cama—. ¿Quieres que te lea? Tal vez así logres calmar tu ansiedad un poco.
Me siento contra el respaldar de la cama y cubro la mitad de mi cuerpo con las cobijas. Él permanece de pie del otro lado, y mientras toma el libro de la mesita de noche, pregunta:
—¿Estás segura? No quiero que te sientas incómoda.
—Bueno, no puedo romper mis muros si no lo intento, ¿no? —Sonrío con timidez, intentando calmar mi mente.
La forma en la que hace todo lo posible por hacerme sentir cómoda me hace sentir bien. Una sensación de calidez recorre todo mi cuerpo y mis nervios y ansiedad comienzan a calmarse poco a poco. Sé que puedo confiar en él, sé que puedo compartir este espacio con él, incluso aunque siempre haya considerado el sueño como el momento más privado e íntimo del día.
Él finalmente entra en la cama, cubriéndose también con las cobijas. Nuestros brazos se tocan y de alguna forma eso logra darme más calor, lo cual agradezco en esta noche fría.
—Muy bien, señorita Anya —bromea con voz de locutor—, hoy leeremos el primer libro de Harry Potter. Aunque ya estoy a punto de terminarlo, volveré a comenzar sólo por ti.
Río con entusiasmo.
—Muchas gracias, señor.
Y Román tenía razón.
Su suave voz me sumerge en la historia y la preocupación y ansiedad que antes se habían apoderado de mi cuerpo desaparecen por completo después de un rato. Cuando permito que mis párpados comiencen a ceder ante el cansancio me doy cuenta de que estar al lado de Román al momento de dormir me transmite una sensación de sosiego y tranquilidad muy diferentes a las que he experimentado con él en otras situaciones. Me siento segura.
Lo último que recuerdo es que me quedo dormida en su hombro.
A pesar de haber sido una noche fría, la chimenea duró encendida hasta la madrugada. Al despertar puedo ver que el reloj marca cinco minutos para las siete, y después de quedarme en la cama de manera perezosa me doy cuenta, al voltear, que Roman no se encuentra a mi lado. No es de sorprender, incluso aunque él tiene la capacidad de quedarse dormido en cualquier lugar siempre ha sido más madrugador que yo.
El sol no ha salido aún. Esta habitación rústica en medio del paisaje nevado me da una sensación de calidez. Al asomarme por la ventana puedo notar que la nieve ahora cubre el terreno de una forma hermosa, y entiendo por qué no han autorizado las salidas matutinas de los autobuses. Una parte de mí quisiera encontrar cualquier otro método de salir de este pueblo, aunque sé que sería un intento inútil. Encontrarme en suelo rumano no sólo provoca en mí cierto sentimiento de nostalgia, sino también de temor. Cualquier persona podía decirlo: ¿qué posibilidades hay de que te encuentres con cosas que puedan recordarte a tus padres? Una en un millón, probablemente; sin embargo, el mero hecho de encontrarme en este país ya genera en mí el malestar que he estado intentando evitar por tanto tiempo. ¿Es un sentimiento racional? No, no lo es; pero eso no lo hace menos aterrador.
Muchas veces me lo pregunté: ¿y qué tal si mis padres me abandonaron y huyeron de vuelta a Rumanía? Pero otra pregunta más surgió en mi mente mientras Roman leía Harry Potter: ¿y si existiese esa única posibilidad, entre un millón más, de que me tope con ellos en este viaje?
No. Ya fueron dados por muertos.
Me dirijo al baño con el afán de olvidarme por un momento de aquellos pensamientos que aquejan mi mente. Entro en la ducha y me permito desconectarme brevemente mientras el agua caliente recorre mi cuerpo; no obstante, existe una cosa, o más bien, una persona que invade mi cabeza cuando logro acallarla por unos minutos: Román. Mis párpados, que reposaban relajados bajo el agua, se abren repentinamente. Recuerdos de la noche anterior llegan a mí: dormí con Román en la misma cama. Es la primera vez que duermo con otra persona en toda mi vida. Ni siquiera he permitido ese acto a los muchachos con los que he estado a lo largo de mi vida. De repente, por un motivo que no comprendo, siento una especie de taquicardia apoderándose de mi ritmo cardíaco.
Me aseguro de salir pronto de la ducha para no sentir mi pecho oprimido como producto del vapor caliente y los extraños sentimientos que estoy experimentando. Tan pronto me visto bajo con rapidez a la recepción, donde me informan que el comedor se encuentra en la puerta lateral. Al entrar, las paredes y pisos de piedra del lugar me hacen sentir como si estuviese dentro de un cuento de la edad media; a pesar de que aquel material de construcción por sí mismo no parece otorgar mucha calidez, una chimenea dos veces más grande que la de nuestra habitación logra apaciguar en gran medida el frío que comenzaba a sentir.
Me aprieto el cinturón del abrigo cuando comienzo a buscar a Román con la mirada y es entonces cuando me doy cuenta de que siento un deje de nerviosismo. No es difícil dar con él, con su piel un tanto bronceada en contraste con el invernal ambiente. Incluso aunque lo estoy mirando fijamente desde este punto del comedor, sus ojos permanecen fijos en la persona que está sentada en su mesa, quien le está hablando con entusiasmo. Aquel joven que se encuentra con Roman parece sentir la insistencia de mis ojos, porque los suyos se desvían hacia los míos con rapidez. Entonces, en cuestión de pocos segundos, ambos hombres me observan desde el otro lado de la estancia.
Roman me dedica una sonrisa mientras mueve su mano en señal de saludo. Por algún motivo siento que un impulso de salir corriendo se apodera de mi cuerpo justo cuando nuestras miradas se cruzan; no obstante, logro mantener la compostura y me acerco a la mesa de forma despreocupada.
Mientras tomo asiento Roman me presenta al desconocido que ha decidido unirse en el desayuno. El chico ha de tener unos dieciocho años, su cabello dorado cae hasta sus hombros y la palidez de su rostro hace contraste con la piel de Roman.
—Él es Andrés, un compatriota; le gusta que le digan Andy —dice mi amigo.
Estiro mi mano hacia él con el fin de estrecharla.
—Mi nombre es Anya, un placer.
Él recibe mi saludo con una sonrisa.
—El placer es mío, Anya. Román me ha hablado mucho de ti.
Me atraganto con el chocolate caliente que acabo de robarle a Román y siento momentáneamente un insoportable calor subiendo a mis mejillas. Dejo mis ojos fijos en algún punto de la mesa mientras mi querido amigo me da unas palmaditas en la espalda.
—¿Dije algo malo? —inquiere Andy.
Roman suelta una pequeña, pero sonora risita. Yo sonrío con disimulo, pensando en cómo cambiar el tema de conversación.
—¿Qué estás haciendo en Rumanía, Andy? —inquiero con afán.
—Oh, bueno, vine por lo mismo que todos.
—¿Drácula? —adivino con prontitud.
Él asiente con entusiasmo.
—Siempre me parecieron curiosos los vampiros —replica.
—Bueno, espero que seas consciente de que se trata sólo de un mito urbano.
—Anya tiene un don para ser especialmente racional —bromea Roman, dándome un suave codazo—. ¿No es así?
—Es sólo que no podemos dejarnos llevar por las historias fantásticas, así es como ignoramos los problemas reales.
Mi amigo se lleva las manos hacia su boca, con la intención de que yo no lea sus labios; sin embargo, puedo escuchar su susurro a la perfección.
—Es psicóloga, está un tanto loca —dice.
Esta vez soy yo la que le da un codazo, y no puedo evitar reír. Ya empezamos con los chistes sobre psicólogos. Cuánto me encantaría hacer uno sobre bomberos, pero los únicos que llegan a mi mente son un tanto explícitos: bomberos, calor, caliente, apagar el fuego... ¿Por qué mi profesión es el blanco perfecto para chistes, pero la de Román no?
Mi mente se deja llevar por estos pensamientos y recuerdo, una vez más, que anoche dormí con él. Entonces me doy cuenta de que aquel acto inocente y natural es el culpable de todo lo que estoy sintiendo. Tal vez no es el acto mismo el que me pone los pelos de punta, sino el simple hecho de que me atemoriza compartir mi intimidad a tal nivel con otra persona. Siento vergüenza de mí misma por estos pensamientos, y cuando observo a Román no puedo evitar imaginar en cuántas veces él ha dormido con alguna chica y aquí está, sintiéndose completamente normal.
Soy yo la extraña, la retraída, la que siempre ha sacado a los chicos de su apartamento después de unas horas de diversión porque simplemente no consiento la idea de que se queden a dormir. Se trata de permitir a alguien estar a mi lado en mi momento más vulnerable, en el que no puedo estar atenta a los indicios, a lo que sucede a mi alrededor; es el momento del día en el que no puedo analizar de forma maníaca las intenciones de otra persona porque mis ojos están completamente cerrados, y temo porque algo malo pueda sucederme. No puedes confiar en las personas mientras duermes, ¿o sí? Pero si me cuesta tanto confiar en alguien, ¿entonces por qué he permitido que Román duerma conmigo?
Román mueve sus labios, pero no puedo escucharlo. Entonces parpadeo con rapidez cuando me doy cuenta de que me perdí en mis pensamientos a tal punto que me desconecté de la conversación.
—Parece que ya volvió a la tierra —comenta Román, sonriendo.
Suspiro, tratando de calmarme. Dedico una sonrisa a ambos mientras robo más comida del plato de Roman.
—¡Oye! —se queja.
—Con todo lo que comes en un día podrías alimentar a veinte personas.
Andy ríe mientras pasa las hojas de un pequeño folleto que no había notado sobre la mesa.
—¿Qué es eso? —inquiero.
La cara de ambos hombres se ilumina de repente.
—Antes de que llegaras estábamos hablando de lo que sucederá esta noche —explica Roman—. ¿Recuerdas lo que nos dijo Nadia, la recepcionista?
—¿Lo de la fogata en el bosque?
—Sí. Al parecer es parte del festival de invierno.
—Creen que el invierno es el momento del año en el cual las criaturas nocturnas tienen más actividad —interviene Andy.
—¿Los búhos, acaso? —pregunto.
—No, no se trata de ese tipo de criaturas. —Sonríe, con un extraño entusiasmo—. Estoy hablando de criaturas mitológicas, sobrenaturales. Drácula no es lo único que existe en Rumanía.
Alzo las cejas con incredulidad.
—Vaya, ¿seremos parte de un ritual sobrenatural? —digo con ironía.
—No sé cómo funciona, realmente —responde Román—. En el folleto sólo se encuentra la programación de cada evento del festival. Pero ahora que estamos atrapados en un pueblo que ni siquiera aparece en los mapas, no creo que sea mala idea darnos un paseo por la fogata de hoy.
Él me observa con una particular sonrisa, como si pensara que puede convencerme de unirme a sus locuras tan sólo con eso. Pero la realidad es que pocas veces puedo decirle que no a Román. Sus capacidades de convencimiento van más allá de mis habilidades como psicóloga.
—Está bien, supongo —murmuro—. Qué mejor plan que morir congelados mientras nos cuentan historias absurdas de terror.
Román me atrae hacia él con un brazo mientras da exclamaciones de entusiasmo. Cuando me suelta, continúa comiendo de su plato.
—Algo me dice que tú no estás en Rumanía por ninguna de las razones de los turistas comunes —supone Andy.
Suspiro, mientras me encojo de hombros.
—Estoy aquí porque me obligaron a tomar vacaciones —respondo con rapidez.
—En otra época hubiese preferido quedarse sola en su apartamento durante todo el mes —interviene Román, observándome fijamente—. Pero esta vez algo más la convenció de venir conmigo.
Lo observo atónita. Sé a qué intenta llegar. No, Román, no sacarás el tema de mis padres a la luz. No vine por eso.
—Vine porque quería pasar más tiempo con mi buen amigo —bromeo.
Sus ojos avellana me observan con sorpresa, pero esa mirada desaparece tan rápido como llega.
Carraspeo cuando un silencio repentino se esparce en nuestra pequeña mesa. De repente el ambiente se siente extrañamente tenso. Andy parece sentirse incómodo, por lo que prontamente se despide y se levanta.
Román termina de comer en silencio, dedicándome un par de miradas furtivas cada tanto. Entonces las pocas ganas de comer que sentía se esfuman cuando abro mi boca para hablar, pero nada sale de ella.
Él se acomoda en su silla, observándome con los ojos entrecerrados.
—¿Te encuentras bien? —pregunta, un tanto preocupado.
—¿Por qué lo preguntas? Estoy perfectamente bien.
Él se encoje de hombros al tiempo que cruza sus brazos.
—Es que te noto algo ansiosa, y aunque usualmente lo estás, esta vez es diferente.
—¿Diferente?
Él me observa en silencio por unos minutos, antes de desviar su mirada con una pequeña sonrisa tímida.
—Bueno, Anya, es como si te sintieras incómoda con mi presencia repentinamente.
Puedo notar lo mucho que le cuesta expresarme esto. Yo me quedo pasmada por un instante, sin saber qué decir. No me incomoda su presencia, me incomoda cómo me siento.
—No es eso —respondo con voz calma, intentando hacerlo sentir mejor—. Es sólo que...
Me detengo abruptamente ante lo que estoy por decir. Ya lo hablamos anoche, no quiero sonar repetitiva con mi situación emocional. A veces me da miedo que Román se canse de mí. Es el único amigo que tengo.
Casi como si pudiera leer mi mente, él niega con la cabeza lentamente y coloca su mano sobre la mía, que se encuentra sobre la mesa. Este gesto inesperado me estremece.
—Para eso están los amigos —recalca—. No importa cuántas veces me hables de la misma situación.
Su mano sobre la mía resulta reconfortante, como si una pequeña sensación de calidez se esparciera por mi piel. Yo le ofrezco una sonrisa sincera. Él siempre es tan paciente. No podría pedir por un mejor amigo.
—Si lo deseas puedo seguir durmiendo en el sillón —propone—. No me molesta, se ve cómodo.
Río ante su descabellada propuesta. ¿Cómodo? Es el último adjetivo con el cual lo describiría.
Entonces intento ser racional. Pienso en todo lo bueno que me ha traído mi relación con él. ¿Realmente sucedería algo malo si duermo a su lado? No, no lo creo. Así que, a pesar de la ansiedad que esto pueda provocarme, decido retarme a mí misma una vez más.
—Puedes seguir durmiendo en mi cama durante este viaje —suelto con rapidez, mientras me llevo la taza de chocolate a la boca en un intento de disimular lo mucho que me ha costado expresarle esa idea.
—Si no fueras mi mejor amiga lo tomaría con otras intenciones —susurra, dándome una mirada pícara.
Y no puedo evitarlo: el chocolate sale expulsado de mi boca con tal fuerza que llega hasta la mesa vecina, que afortunadamente se encuentra vacía. Roman suelta una carcajada que sólo logra empeorar la taquicardia que se ha apoderado de mi corazón. Inevitablemente el calor sube a mis mejillas sin que yo pueda controlarlo.
—Estaba bromeando, Anya —dice entre risas, dándome unas palmaditas en el hombro—. Los amigos no hacemos esas cosas.
Se pone de pie con ímpetu, como si su propia broma lo hubiese impulsado a salir corriendo.
—Iré a tomar una ducha. Nos vemos en una hora, el recepcionista de turno me ha dado un par de entradas gratis al museo.
—Déjame adivinar, ¿le hiciste uno de tus chistes?
Él se encoje de hombros.
—Qué te puedo decir, soy bueno pidiendo cosas gratis.
—Pero tú no hablas rumano.
—Sólo tuve que mirarlo fijamente mientras le mostraba una foto del museo y mi billetera vacía.
Y se va, no sin antes agarrar de mi plato el pedazo de pan que le robé.
Durante mi corta carrera como militar y posterior trabajo en el equipo de rescate, me aventuré incontables veces a bosques recónditos en medio de la noche, pero nunca bajo estas condiciones de temperatura. El guía es un pueblerino de unos treinta años que no disfruta que le hagan muchas preguntas, a pesar de que es su trabajo responderlas. Andy, Roman y yo estamos acompañados de otros diez turistas ansiosos e incontables lugareños que tal parece están más que acostumbrados a andar en el bosque en medio del invierno.
De no ser por estar acompañada, las luces de las linternas iluminando el oscuro bosque se verían aterradoras. No sé quién ha tenido la maravillosa idea de crear esta tradición en una de las noches en la cual, según nuestro guía, la temperatura alcanza su más bajo punto del año. Incluso con varias capas de ropa de invierno puedo sentir el frío clavándose en mis huesos. Roman no parece sentirse diferente, pues comienza a murmurar que debimos quedarnos frente a la chimenea.
Cuando llegamos a un enorme claro en medio del bosque, donde la luz de la luna ilumina con intensidad, es cuando puedo ver algo particular en una colina a una distancia no muy lejana. Andy y Roman lo notan casi al mismo tiempo que yo y sus mandíbulas caen ante la sorpresa: alzándose en el claroscuro del paisaje nevado y sombrío, en lo más alto de una colina, la silueta de lo que parecen ser las ruinas de un castillo nos vigila desde arriba.
A pesar de considerarme una persona bastante escéptica, el particular ambiente de esta noche del festival de invierno sumado con las bajas temperaturas y la soledad del bosque provocan que germine en mí cierta incomodidad, como si aquellas ruinas lejanas emanasen alguna especie de energía extraña que resulta extremadamente atractiva, pero aterradora al mismo tiempo.
Cuando volteo a ver el rostro de mi amigo puedo presentir en él un sentimiento similar al mío. Siempre he sabido que Rumanía está repleto de castillos y otras estructuras antiguas, como casi todos los demás países del hermoso continente europeo, incluyendo mi país natal; sin embargo, por algún motivo no puedo quitar mi mirada de aquella silueta.
Sacudo mi cabeza con rapidez y observo a Román con una sonrisa; los dos comenzamos a reír incontroladamente mientras él saca de su bolsillo la petaca de plata que heredó de su padre.
—¿Crees que el vodka está comenzando a hacer efecto? —inquiere, ofreciéndome la petaca una vez más—. De hecho, comencé a beber desde la mañana. Creo que ya estaba borracho, vi una carta que tenían exhibida en el museo, pero según yo se veía demasiado moderna para ser tan antigua como decían, hasta parecía escrita con bolígrafo, aunque el papel sí parecía de hace siglos.
Hemos bebido todo el camino con la mera intención de apaciguar un poco el frío, pero no sabía que él comenzó desde la mañana. Por supuesto que Román no pudo elegir algo menos fuerte que el vodka.
—Ya te estaba afectando la cabeza. Sólo espera a que comiencen a hablar de monstruos —bromeo.
Andy se acerca a nosotros mostrándonos un pequeño libro que lleva entre sus manos.
—El Castillo de Ineburgh, destruido por un incendio en el siglo diecisiete.
—Hace tan sólo tres horas compraste ese libro en el museo —señala Román, un tanto sorprendido por las habilidades de lectura rápida de Andy.
—Tan solo cien páginas —aclara—. Pero el castillo no está abierto al público, no es una estructura muy segura. Además. —Su voz se apaga en un susurro, acercándose a nosotros con un aire de misterio—. Dicen que allí suceden cosas extrañas.
Justo cuando termina la frase su rostro se ilumina con una luz anaranjada; Román y yo nos sobresaltamos levemente antes de darnos cuenta de que acaban de encender la chimenea. Una sincronización que parece casi planeada. Pronto nos olvidamos de las últimas palabras de Andy.
Turistas y locales toman asiento en viejos troncos que han ubicado alrededor de la fogata; Román y yo decidimos quedarnos de pie, pues tememos quedarnos dormidos cuando las últimas gotas de vodka comiencen a hacer efecto. El guía, cuyo gorro rojo combina con el color de sus cachetes, nos observa a todos y cada uno de nosotros con detenimiento. Los locales han traído linternas de aceite que sitúan a unos veinte pasos de la fogata, por algún motivo particular.
Román y yo nos cruzamos de brazos casi al mismo tiempo, en una especie de reacción espejo, mientras esperamos a que comiencen con lo que sea que van a hacer. Tal parece, según nos comentó Nadia, que el día de hoy los mitos y leyendas más antiguos del pueblo son narrados por la persona más vieja del pueblo; una especie de tradición voz a voz que no aparece en ningún libro. Aquellos mitos se transmiten de generación en generación y ha sido así por siglos. No puedo evitar pensar en cuán modificadas se encuentran las narraciones que están a punto de contar. Es bien sabido que los seres humanos tenemos la capacidad de tergiversar historias que llegan a nuestros oídos de forma inconsciente.
¿Por qué es la persona más vieja del pueblo la que se encarga de esta tarea? No lo sé. ¿Por qué en la noche más fría del año? Tampoco lo sé. ¿Por qué en medio del bosque en horas de la noche? El guía no parece de ánimo para responder ninguna de las preguntas más obvias, por lo que supongo que simplemente me resignaré a no saberlo.
—Bienvenidos a la noche que inaugura el festival de invierno —introduce el guía.
Su rostro, medianamente escondido en las sombras, permanece con una serena expresión de seriedad.
—Es gracias a la memoria que mantenemos las cosas vivas; gracias a las palabras podemos transmitir los hechos importantes que han marcado este pueblo. De no ser así, morirían con la última persona que conociese sus secretos. Es por ello que el festival se inaugura narrando las historias que identifican a nuestra cultura.
»El invierno ha sido temido por muchas civilizaciones a lo largo de la historia; en el invierno se acaban las cosechas, se acaba la calidez, pero sobre todo: se acaba la luz. Nuestros antepasados, aquellos que fundaron este pueblo, provenían de tierras frías y lejanas; allí se enfrentaban a sus propios miedos, pero nunca pensaron que podrían encontrar cosas peores escondidas entre estas montañas. Pronto, los habitantes del recién fundado Ineburgh se dieron cuenta de que habitaron tierras pertenecientes a seres desconocidos, seres que se vuelven más fuertes con la carencia de luz solar.
»La presencia de los humanos no fue siempre bien recibida. Al inicio, las desapariciones repentinas se hicieron frecuentes durante el invierno; pronto comenzamos a escondernos en nuestros hogares, temiendo lo peor. Sólo obtenemos seis horas de luz solar al día en esta época del año, por lo que las noches invernales y largas se convirtieron en la peor pesadilla de los habitantes de este pueblo.
La palabra "desapariciones" causa en mí una revoltura de estómago. Mi respiración comienza a tornarse más inestable y sólo me doy cuenta de ello cuando el vapor de mi boca comienza a salir con más rapidez. Román me observa extrañado.
—Pero el que el invierno hiciese a estas criaturas más fuertes no significaba que el resto del año su poder no fuese superior al nuestro; siempre serán más fuertes que nosotros; sin embargo, desaparecen durante aquellos meses, nadie sabe con exactitud por qué, aunque se cree que lo hacían huyendo de otras criaturas; criaturas que, al contrario de ellos, se alimentan con la luz del...
Entonces dejo de escucharlo. Observo mis pies con fijeza y soy consciente de que debajo de este montón de nieve ha de haber tierra, tierra rumana; la tierra de mis padres. La palabra "desaparición", que el guía volvió a mencionar hace un rato, se repite en mi mente como si estuviesen martillándola en lo más profundo de mi cerebro. Justo cuando comienzo a sentir ansiedad me concentro en hacer ejercicios rápidos de respiración. ¿Podrá haber un solo día en este viaje en el que no piense en mis padres? A este punto lo dudo enormemente; es por ello que rechacé la propuesta de Román la primera vez y ahora no puedo volver.
Decido dejar de escuchar las historias disparatadas de este señor y concentro mi mirada en las ruinas de aquel castillo en la distancia. No sé cuánto tiempo permanezco perdida en la blancura de mi mente, pero los aplausos incesantes de algunos turistas de repente me sacan de mi ensimismamiento. Yo aplaudo por inercia, sin saber realmente cómo han terminado aquellas historias.
Román se lleva los dedos a la boca y lanza un fuerte silbido que provoca que el guía y algunos lugareños lo observen con mala cara. Al parecer el entusiasmo aventurero de los turistas no hace más que irritar las tradiciones centenarias de estas personas, por lo que pronto doy la vuelta y comienzo a seguir a los demás de vuelta al pueblo. Román me alcanza rápidamente, pasando un brazo por mis hombros, como acostumbra.
—¡Qué gran historia! —exclama él—. Me encantó el inicio, luego el nudo y especialmente el desenlace. Pero lo que más me encantó es que no entendí nada.
Entonces me doy cuenta de que el hombre estaba hablando en rumano; por un momento estuve tan sumida en su narrativa que ni siquiera lo había notado. Es por ello que Román me observó con extrañeza cuando me incomodé ante la parte de las "desapariciones". Por lo tanto, sólo puedo deducir que el silencio espectral se debía a que la mayoría de los turistas no entendió absolutamente nada. Sólo aquellos que hablamos rumano quedaremos con la historia grabada en nuestras mentes.
El camino de vuelta se siente más rápido por algún motivo. El pueblo está iluminado con luces propias del festival y la plaza principal está llena de actividad a pesar de la nevada de anoche.
Andy se acerca a nosotros con rapidez cuando estamos a punto de entrar al hospedaje, diciendo unas cuantas palabras en rumano que, además de estar pobremente pronunciadas, están mal conjugadas; sin embargo, tal parece que él ha logrado entender, al menos parcialmente, la historia del guía. Sus ojos tienen un brillo particular que no había visto antes.
—Tenemos que hacer el ritual —murmura con entusiasmo.
—¿De qué hablas?
—De aquel mito que contó sobre el Castillo de Ineburgh casi al final.
Nuestras miradas de confusión sólo lo animan a continuar hablando:
—Después del incendio encontraron unos manuscritos antiguos que parecen ser la fórmula para algún ritual.
—¿Y de qué trata este ritual exactamente? —inquiere Román, prestando especial atención.
—Esa parte no la entendí; sólo estudié rumano tres meses.
—¿Y dónde están esos manuscritos?
—En el Museo, pero sólo los exhiben de vez en cuando.
Mi amigo se lleva la mano a la mandíbula, pensativo. Yo lo observo con el ceño fruncido. ¿En verdad está siquiera considerando este disparate?
—¿Estás pretendiendo que robemos los manuscritos de un pueblo olvidado y nos adentremos a las peligrosas e inestables ruinas de un castillo incendiado para llevar a cabo un ritual? —dice Román, con gesto ofendido; sin embargo, después de un rato una gran sonrisa aparece en su rostro—. ¡Por supuesto que sí! Yo me uno.
—No es lo que estaba proponiendo exactamente... —Andy se extraña ante la emoción de Román y parpadea con rapidez cuando el entusiasmo de mi amigo se torna demasiado legítimo. Sonríe después de un rato, como si no le pareciera tan descabellado—. Pero, ¿por qué no? Lo tomaremos prestado.
No puedo evitar rodar los ojos.
—¿No estarán hablando en serio? —acuso—. Es completamente absurdo. Además, el castillo está cerrado al público y jamás nos darían acceso a manuscritos con gran valor histórico.
—Vamos, Anya. ¿Nunca has querido romper las reglas al menos una vez? —inquiere Roman—. Además, ¿a quién le importa esos manuscritos? ¿A la Unesco? Este lugar ni siquiera sale en Google Maps. Apuesto a que ni notarán que ya no está.
—¡No!
—¿Y cómo puedo convencerte de que lo hagas?
Se detiene repentinamente, colocando ambas manos en mis hombros. Sus ojos me observan con fijeza y su boca permanece cerrada, como si en verdad estuviese esperando convencerme sólo con esta acción. Tal vez sus poderes de convencimiento no son tan fuertes cuando tiene unos tragos encima.
—Ya he dicho que no.
Él suspira, soltándome. Observa a Andy con el ceño fruncido.
—Terminará haciéndolo, créeme —murmura, antes de entrar a la posada.
Andy me sonríe.
—Si decides hacerlo, los espero en la misma mesa al desayuno —propone, antes de dejarme sola.
Después de hacer una compra rápida de suvenires en la plaza decido volver. El frío se ha tornado incluso más insoportable que antes. Cuando abro la puerta de la habitación, la calidez del fuego de la chimenea me roza el rostro. Un sentimiento reconfortante recorre mi cuerpo, pero es interrumpido cuando veo a Roman sentado en la alfombra frente a la chimenea, tan solo con su pantalón de pijama puesto y con una botella de vodka en su mano.
Al sentir mi presencia me observa sobre su hombro y levanta la botella en el aire, como si hubiese estado esperándome para abrirla. Cierro la puerta detrás de mí y el calor sube a mis mejillas al observar el torso desnudo de Roman. Creo que nunca, en todo nuestro tiempo de amistad, lo había visto así.
Dejo mis abrigos, guantes y botas en el suelo antes de dirigirme hacia él. Dudo momentáneamente antes de sentarme en la alfombra, pero finalmente lo hago. Mis ojos están fijos en la chimenea.
—Si piensas que lograrás convencerle del tonto ritual sólo por estar sin camisa...
—Rayos —interrumpe, con una sonrisa que puedo ver por el rabillo del ojo—. En verdad pensé que funcionaría.
Yo sonrío, aún sin atreverme a mirarlo a los ojos; es como si el hecho de que no tenga una camisa puesta provocara en mí un nerviosismo que no puedo evitar.
Su suave risa llena mis oídos de repente. Él toma una esquina de su maleta, la cual está al lado suyo, y la arrastra hacia mí.
—No, no quería provocarte —confiesa, sin dejar de sonreír—. Esto es lo que pasó.
Me indica que toque la ropa de su maleta. Al hacerlo, puedo notar cómo toda su ropa se encuentra completamente mojada, incluyendo parte de su pijama. Entonces señala una gotera en el techo que cae justo donde él tenía su maleta.
—Te dije que debías cerrarla.
—Es que esta mañana no había gotera. —Se encoge de hombros—. Mi pantalón de pijama también está completamente mojado, pero quiero que sepas que por decencia me lo puse.
Alza la botella en el aire una vez más, esta vez haciendo un pequeño brindis antes de llevársela a la boca. Su rostro se contrae cuando el líquido pasa por su garganta. Me ofrece la botella, la tomo entre mis manos y por primera vez desde que entré a la habitación me atrevo a mirarlo a los ojos.
—¿Y por qué estamos brindando? —inquiero.
Él sonríe.
—Por ti, Anya —dice—. Por tu valentía.
—¿Mi valentía? —Alzo una ceja.
Él suspira y observa la chimenea con una expresión divertida.
—Ya que tengo unos tragos encima he de confesar: la verdad es que nunca he querido venir a Rumanía. Sólo quería ayudarte a enfrentar tus miedos.
Mi sonrisa desaparece momentáneamente, pero vuelve a dibujarse en mis labios con prontitud.
—¿Y tú piensas que yo no lo sabía, Román? —inquiero con fingida arrogancia—. Lo vi en mi bola de cristal.
Él me observa nuevamente y entonces me doy cuenta de que desvió la mirada porque tenía miedo de mi reacción. El alivio parece recorrer su cuerpo, porque los músculos de su espalda se relajan inmediatamente.
—Ah, debí suponerlo. Por un momento olvidé que eres psicóloga.
No puedo evitar comenzar a reír a carcajadas antes de dar un largo trago a la botella de vodka. Comienzo a toser cuando el licor quema mi garganta y entonces Román se ríe de mí.
¿Me permitiré una noche de despreocupación en la que no esté pensando siempre en las posibles consecuencias de mis acciones? Al observar aquellos ojos avellana ni siquiera lo pienso dos veces. Aunque no se cruce por mi mente muy a menudo, mi amigo logra contagiarme siempre de cierta calma.
¿Y qué pasa con las cosquillas en el estómago, el nerviosismo y la tensión que siento últimamente cuando estoy a su lado? Por un momento no tengo una respuesta, pero después de varios tragos una pregunta viene a mi cabeza: ¿en verdad lo he sentido sólo últimamente?
Y entonces, tal como sucedió con el chocolate esta mañana, el licor sale de mi boca con fuerza, escupiéndolo sobre la alfombra.
—Vaya, Anya, al parecer hoy se te zafó un tornillo —dice, a modo de chiste—. Pretenderé que es culpa del licor.
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Oye, querida/querido lector, sólo quería decirte que aprecio que leas el libro. Un abrazote para ti <3
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