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Capítulo 3

«¿Preparado para conocer tu carrera ideal? ¡Así es! Después de una breve investigación hemos descubierto que tu carrera ideal es: Administración.»

Bufo cerrando la laptop con más fuerza de la que debería.

Estoy realizando por quinta vez una estúpida prueba de tu carrera ideal. La primera vez me ha lanzado Derecho, luego Medicina, Veterinaria, Diseño digital y, finalmente, Administración. No tardo en darme cuenta de que, en definitiva, es una pérdida de tiempo.

Antes de tomar la decisión de irme de casa de mis padres o que prácticamente me corrieran de allí, estudiaba Mercadotecnia en una buena universidad no muy lejos de casa, tenía un buen promedio y un grupo de amigos agradables que pasaban sus días entre fiestas y reuniones de estudio. Dos años y medio después, decidí que no era lo mío y en contra de los deseos de mi padre, abandoné la carrera a la mitad.

Ahora vivo en un pequeño departamento pagado por mis padres e intento a toda costa hacer algo con mi vida. Lo que no resulta realmente sencillo. Me sigo diciendo que debo ser realista, pero me cuesta serlo y tratar de ser optimista también. Tal vez algún día encuentre algo que sienta para mí, pero ese día no llegará pronto.

Mi celular vibra sobre mi pierna y lo tomo mirando los mensajes que acaban de llegarme.


Karl: Hola, Kris, ha pasado un tiempo ¿no?

Karl: Hace mucho quería saber cómo te encontrabas, pero es algo difícil localizarte.

Karl: Los chicos quieren hacer una reunión para festejar nuestra graduación y, aunque nos dejaste hace un tiempo, queremos invitarte.

Karl: ¿Qué dices? ¿Vienes a divertirte con nosotros?


Tuerzo los labios asimilando lo que eso significa. Mis antiguos amigos de la universidad, de los cuales Allison forma parte, están por graduarse, lo que ya sabía gracias a mi mejor amiga, pero no me imaginé que me invitarían a su celebración en la cual, claramente, terminaré sobrando.

No respondo a sus mensajes, no creo que sea una buena ide asistir a un evento así, por muchas razones en específico. A pesar de que hace unos años podía andar libremente por la calle sin problema, en los últimos dos años mi convivencia con la gente y libertad se han visto muy limitadas, lo que para el doctor Richards es una clara presencia de problemas.

No podría ir a algo así ni, aunque me pagaran.

...

—Kristel, me alegra que estés aquí.

El doctor Richards, un hombre de no más de sesenta años, me recibe en la puerta de su consultorio con una sonrisa pacífica. Le sonrío de regreso y me adentro a la pequeña habitación con paredes blancas. El hombre tiene más de una docena de plantas de diferentes especies esparcidas por todo el lugar, alguna clase de técnica de relajación psicológica, creo yo.

—Ha pasado un tiempo, pero aquí estoy.

—Es bueno saber que has considerado mis comentarios sobre no abandonar tu proceso.

Evito mirarlo a la cara porque me da vergüenza decirle lo que pienso hacer. La idea de la que Allison terminó convenciéndome.

—En realidad, quería hablar con usted de algo importante.

—Dime, estoy aquí para escucharte.

—Pensaba dejar de venir... aquí, a terapia —. Noto que esta por interrumpirme para refutar, pero me apresuro a terminar de hablar—. Pero quiero probar con un grupo de apoyo... para el duelo. Mi amiga Allison cree que sería una buena idea que me desahogue con otra gente.

El doctor Richards me observa durante varios segundos antes de responder.

—Eso... podría ser una buena idea. Solo si realmente deseas hacerlo.

Me mira inquisitoriamente, como si saber que la idea no haya sido mía significa que no estoy del todo de acuerdo con ella, lo cual es más o menos acertado.

—Creo que podría funcionar —suspiro—; eso espero.

—A decir verdad, Kristel, en mi opinión necesitas de una asistencia individual, pero al ser esto una forma diferente de poder expresar tus sentimientos, que tú misma has considerado que podría ayudarte, tal vez sí sea bueno.

—¿Eso cree?

Hasta el momento no había pensado en eso como una verdadera solución, pero he pasado casi una década de mi vida tomando medicamentos, pisando decenas de consultorios médicos, buscando en mis padres un consuelo real, tratando de buscar la forma de dejar de llorar cuando paso más de quince minutos en un automóvil. Puede que esta vez sea diferente.

—Aunque el duelo tenga ciertas fases, no es un proceso lineal, y es diferente para cada persona. Pueden pasar años para llegar a superar una pérdida. Y, en cambio, algunas personas viven el duelo en cuestión de meses.

No digo nada, mantengo un silencio que el señor Richards no me obliga a dejar.

—Has pasado por mucho desde que eras una niña, sé que sientes que necesitas un respiro de tu propia vida, pero, de verdad, Kristel, no te abandones a ti misma, deja de ser tan dura contigo, no te veas como un objeto de odio —se acerca un poco más, siempre manteniendo una distancia prudencial—. Sé que lo he dicho muchas veces, pero te lo repito de nuevo, tú no eres la culpable de la muerte de tu hermano.

No lo soporto un segundo más. Intento morderme las mejillas para evitar soltar las lágrimas; sin embargo, todas esas palabras terminan por cavar hondo en mí porque, finalmente, vuelvo a llorar.

Han pasado años desde la muerte de Lucas, muchos años, y no todo fue malo, no siempre me sentí así. Hubo algún punto en el que llegué a pensar que lo había superado, que había dado vuelta a la página, pero solo terminé dándome cuenta de que jamás lo enfrenté cómo debería de haberlo hecho. Hoy su muerte duele más que nunca.

—Siento que no tengo ninguna razón para intentarlo. Todo lo que quiero es dejar de sentirme así —lloro más fuerte y el hombre frente a mí me da una mirada que cualquier padre le daría a su hija al verla llorar así, cualquier padre menos el mío.

—Encuentra esa razón en ti misma, sé que puedes hacerlo.

Y siento que es de las pocas personas que genuinamente creen eso.

...

Abro la puerta de la casa de Marianne con mi propia llave. A veces siento que falta poco para que mi vecina se ofrezca a darme asilo, ella es demasiado amable y confiada cuando se trata de mí.

La manada se lanza contra mí en cuanto me escuchan llegar y una voz sosa y aguda sale de mis labios para dirigirme a ellos.

—Has llegado justo a tiempo, estaba por marcharme.

Marianne lleva una enorme bolsa repleta de bolas de estambre y, estoy segura, cuentos fantasiosos y juegos de mesa. Ella es una mujer baja, mucho más baja que mi metro setenta, tiene un cuerpo relleno y, aunque pasa de los setenta años lleva una bien cuidada cabellera larga, castaña y canosa. Esta maquillada de una forma muy leve, pero lleva un adorable rubor que la hace ver linda.

Mi vecina es una mujer mayor que vive sola, no porque ella quisiera, sino porque la vida así lo quiso. Se casó a los diecisiete con su esposo, quien tenía la misma edad que ella cuando escaparon juntos y se fueron de su país de origen para buscar una vida más acomodada para el bebé que ella estaba esperando, Alia, la única hija de Marianne.

Tras años de llevar una vida pacífica, su esposo sufrió un derrame cerebral que lo dejó en cama desde entonces. Han pasado diez años y Marianne sigue pagando los gastos médicos y visitando a su esposo cada día. Es por eso por lo que yo cuido su casa, porque ella pasa la gran mayoría del día fuera cuidando y acompañando a Greg.

Aunque no pude conocer a Greg antes de que callera en enfermedad, sé que ellos eran y son una pareja hermosa. Marianne y él cambiaron sus nombres cuando llegaron aquí, porque temían la discriminación que podrían haber llegado a sufrir, más de la que ya sufrían por sus rasgos, también por eso decidieron que el nombre de su hija no fuera de origen latino. Ella alguna vez me comentó que solo entre ellos se llamaban por su verdadero nombre; Mariana y Jorge.

Cuando pienso en la historia de Marianne nunca sé si sentirme triste o sentirme esperanzada. Es una historia de amor y una historia de tragedia, lo que todos quieren tener, pero que nadie quiere vivir. Lo que sí sé es que ella es una de las razones por las que sigo levantándome todas las mañanas.

—Creo que estos chicos ya me extrañaban, parecen algo inquietos hoy.

—Son un desastre como siempre.

La mujer estrecha mi mano al pasar a mi lado y me da esa mirada maternal que no he recibido de nadie más.

—¿Cómo estás, cariño? Ya han pasado unos días desde lo de Bonnie y te sigo notando algo alterada.

Suspiro.

—Estoy bien... no es nada —respondo, de la forma más cariñosa que puedo. Para mí, Marianne es como una madre, una madre real, no la madre que a menudo siento que prefiere mantenerme lejos.

—No puedes engañarme así, Kris.

No respondo y en cambio la envuelvo en un abrazo. Ella es dulce y suave, como una caricia. Es un bálsamo para mis heridas y una parte de mí, para mal o para bien, realmente la ve como una madre.

—Estaré mejor.

Ella niega y apresurada toma sus cosas y se dirige a la puerta.

—Espero que eso, en un futuro cercano, sea cierto —comenta, empezando a caminar hacia fuera, por lo que la sigo —Por cierto, Alia pasará a dejar algunas cosas, espero que ustedes dos no terminen en una discusión.

Sonrío a la fuerza tratando de transmitir calma. Lo cierto es que Alia y yo no nos llevamos del todo bien, ella me dobla la edad y es una mujer muy dura para haber sido criada por alguien tan amorosa como Marianne. Las veces que hemos interactuado hemos tenido muchos roces entre nosotras, lo que no es nada agradable para ninguna de las dos.

—No será así, lo prometo.

Acompaño a Marianne hasta la parada de autobús y me quedo hasta que la veo marcharse. Sonrío; es una buena mujer.

...

Estoy colgando la ropa cuando escucho el timbre sonar. No atiendo de inmediato y espero a terminar lo que estoy haciendo, pero no pasa ni medio segundo cuando el timbre vuelve a sonar insistentemente. Es Alia y espero que no esté aquí con sus hijos porque, sinceramente, no estoy de humor para lidiar con eso.

—Ya, ya... cuánta insistencia.

Abro la puerta y, por supuesto, Alia, la despampanante hija de Marianne está del otro lado con su cara más evidente de molestia.

—Hasta que me abres.

—Lo siento, estaba

—No importa, necesito hablar contigo.

Entra sin importarle que esté parada justo frente a ella y choca mi hombro al pasar.

Ella está llevando un elegante conjunto de oficina, falda entubada, camisa, saco y unas zapatillas negras. Es castaña y muy bonita, sigue atrayendo la atención de la gente a pesar de que ya pasa de los cuarenta años. Veo que no lleva ningún objeto consigo y le dirijo una mirada extrañada.

—Marianne dijo que traerías algo a casa.

Su ceja se alza y siento un escalofrío recorrerme.

—¿Casa? Querrás decir la casa de Marianne, mi madre. La última vez que estuve aquí no eras dueña de nada.

Aprieto los labios para evitar expresar lo enojada que eso me ha hecho sentir. Hablar con ella es como hablar con un muro, todo lo que diga da lo mismo para ella porque viene de mí. Sé lo mucho que me detesta sin razón, lo que hace que yo también la deteste.

—¿Qué haces aquí?

—Vine a hablar contigo.

Clyde se acerca a ella y le olfatea los zapatos, ella hace una mueca de disgusto y le lanza una manotada para que se aleje. Jadeo y la miro muy mal.

—No hagas eso y habla rápido para que puedas irte.

—No seas grosera conmigo, Kristel —escupe, acercándose a mí a paso lento, intimidante —. Sé lo que pasó esta semana con el perro y estoy en total desacuerdo con que sigas aquí.

—Lo de Bonnie fue un accidente.

—¡Claro que no! Fue un descuido de tu parte, una negligencia que, si bien mi madre podrá dejar pasar una y otra vez, yo no lo haré. Mi madre necesita de una persona que pueda cuidar de ella, no a alguien como tú. ¿Tú qué tienes? Eres una simple chica que sigo sin entender porque mi madre protege tanto.

No digo nada, me mantengo en silencio.

—La última vez que mi madre enfermó no pudiste ni subirte al estúpido auto y llevarla al hospital. Ese auto está ahí para que tú lo uses cuando mi madre lo requiera.

—¡No sé manejar!

—¡Deberías saberlo! —determina con firmeza —. Una persona al cargo de alguien mayor debería poder hacer esas cosas, tú no sirves para mi madre. Quiero que renuncies para que pueda contratar un enfermero, alguien capacitado para el puesto que tienes el descaro de ocupar sabiendo que no estás calificada para esto.

La garganta se me cierra, no puedo ni pensar en abandonar a Marianne. No seré un gran apoyo para ella, pero desde los ocho meses que llevamos conociéndonos, hemos compartido momentos de desahogo en los que nos hemos unido más y más. Ella y la manada significan mucho para mí. No puedo irme, no quiero hacerlo.

—Y-yo, aprenderé a manejar, pero, por favor, no me hagas irme.

—¿Cómo eres capaz de quedarte aun sabiendo por lo que pasa mi madre? Ella es mayor, necesita descansar, y tú la dejas ir y venir sin importarte lo que le suceda. No eres buena para ella, no quiero que sigas aquí. —Retrocedo porque su rostro está muy cerca del mío. Está roja de la ira y no puedo evitar sentirme culpable por sus palabras, pero también me siento molesta, tan molesta que podría explotar.

—Lo hare mejor, lo prometo, pero lárgate de aquí antes de que te eché. Esta podrá ser tu casa también, pero yo no soy nadie a quien le puedas faltar el respeto como si nada. Respeto tu opinión, más no tus actitudes.

Ella se aleja negando con la cabeza y me mira con el ceño fruncido.

—Aprende a manejar o la que se largara de aquí serás tú.

Asiento una y otra vez. No sé cómo voy a hacerlo, pero necesito poder subir a un automóvil y manejarlo para no perder a Marianne, no puedo perder a alguien más, tampoco puedo perder el trabajo con el que apenas puedo sostenerme.

—Aprenderé a manejar.

...

Observo la puerta del lugar detenidamente, tiene un cartel que dice "Grupo de apoyo al duelo" pegado sobre ella y paso largo tiempo preguntándome si debería entrar o no. Lo cierto es que, aunque prácticamente hice un berrinche frente a Allison por considerar la idea de acudir a un grupo de apoyo, en el fondo deseaba algo así.

Sé que la sesión ya ha iniciado porque escucho voces del otro lado de la puerta. El corazón me late con rapidez en el pecho y no sé si es porque he caminado más de una hora acá o por los nervios que me inundan ahora que realmente estoy aquí. Me pregunto cuando llegué al punto tan decadente de necesitar esto.

Finalmente, tomo el pómulo de la puerta y la abro. Cerca de diez pares de ojos se dirigen hacia mí y trago en seco porque la atención me abruma.

—Oh, debes ser la nueva integrante.

—S-sí.

Un hombre corpulento de unos cuarenta años que, asumo es el hombre con el que hablé por teléfono al arreglar mi entrada, se levanta de su asiento y se acerca a mí, extendiendo su brazo para tomar mi hombro.

—Chicos, denle la bienvenida a Kristel, la nueva integrante que nos estará acompañando el día de hoy.

Mis ojos recorren uno a uno a los integrantes del pequeño círculo de personas, hay tanto personas jóvenes como mayores, pero mi mirada se detiene en una figura particular que reconozco al momento. Los ojos miel me regresan la mirada con extrañeza y confusión.

Es él, el chico que casi atropello, el del centro comercial. 

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