XXIV. El largo camino a casa
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"Querida Raschia Solan,
(...)
Quizá esta sea la última carta que recibas de mí después de que mi libro sea publicado aquí en Osvian, y tenga que enfrentarme a un motín de personas cazando magos. Aun usando mi seudónimo: Hish Urtan, defenderme será difícil por los brazaletes en mis manos.
Aunque, siendo sincero contigo, parece que el rumbo que Osvian está tomando es un camino brillante para la magos y la magia. El nuevo rey Grimn Garruthia ha reformado las leyes, pero la gente no está feliz con eso. Muchos no están dispuestos a aceptar un cambio, sobre todo con el incidente que ocurrió en provincia con un noble y un mago que atacó al ejército del padre del rey. Y los conflictos con Setranyr.
La magia es el único camino para defendernos de Setranyr, y si es posible, quizá evitemos lo que sucedió en mi hogar hace años. Sé que no debería meterme en asuntos políticos de un país que no es mío. Pero si recibes más cartas mías después de publicar mi libro, podrás venir tú misma a saludar y a quitarme los brazaletes —si es que lo consideras pertinente, por supuesto—. ¡Y volveré a tener mi magia!
En fin, espero que puedas seguir ayudándome a localizar magos de Sarkat que hayan huido, o que hayan vivido fuera antes de la masacre. Háblales de mí: Hish Urtan. Diles que los estoy esperando, que los busco.
En fin, te diré algo, por último: Hish es un nombre común en Sarkat y a la vez, fuerte, que significa fuego. Si no puedo hacer más magia, e invocar a mi elemento, entonces, lo invocaré a través de las palabras de mi libro. Haré magia sin poder hacerla en realidad, y si así debe ser, moriré así.
(...) Espero escuchar pronto de tu ascensión a rectora de la Academia de Sighart, mi querida Raschia. Y espero que consigas una copia de mi libro cuanto antes, incluso si no me lo pides, te mandaré uno firmada.
Sin más qué decir, me despido.
Atentamente: Shiur Tanh."
—de la carta de Shiur Tanh en Osvian, a la antigua rectora Raschia Solan de la Academia de Magos en Sighart.
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Las lágrimas escurrieron por sus mejillas. No las enjugó, y se quedó mirando a la nada en el suelo. Había dolido, había dolido mucho. Todo aquello que había amado se había quedado solo como un recuerdo al que no podría regresar jamás. E incluso así, todas esas memorias frescas en su mente se borrarían lentamente como las huellas en la arena.
Se quedó en el suelo, cerró los ojos y las lágrimas trazaron sus caminos en su rostro. Solo quedaba silencio, un dolor punzante y débil en su mano izquierda, y la calma de un sueño del que acababa de despertar.
Quiso quedarse ahí, en ese sueño, pero necesitaba avanzar, lo había prometido, aunque ya no quedaba nadie para que lo viera cumplir su promesa. Se enjugó las lágrimas.
Se incorporó. Ese gran salón circular seguía igual que cuando lo vio por primera vez, los pozos de agua en las paredes reflejaban su brillo en el techo, una luz anaranjada se asomaba por el único espacio del tragaluz que no había sido cubierto con arena. No había señales de ninguna pelea, ninguna indicación de lo que había pasado ahí. Solo que ahora en el pedestal del centro yacía una esfera negra y el polvo se había acumulado por todos lados, incluso sobre él.
Al no ver señales de Sakradar, más que la esfera, vio su muñeca y sonrió amargamente. Se trataba de un pequeño árbol oscuro en su piel, las raíces sin hojas se extendían como si fueran sus venas. No medía más de un centímetro, aun así, suspiró. Era la maldición que Sakradar le había prometido.
El árbol punzaba débil en su piel, y después de mirar su muñeca por largo rato, su mano pesó demasiado, como si de pronto sostuviera metal o algo lo jalará hacia la tierra. Su magia se agitó en su cuerpo, no con el calor de siempre, no como el animal emocionado de siempre, sino como si se estuviera escondiendo, como si algo estuviera devorándolo, y no solo su magia sentía eso, también su alma, su existencia misma. Sakradar no lo iba a perdonar, incluso si lo había hecho en sus sueños y en realidad, él mismo sabía que no merecía su perdón.
Pronto, la luz anaranjada desapareció, reemplazada por la luz opaca y débil del ocaso. Decidió que era momento de marcharse.
Sin mirar a su alrededor, atrás, a la esfera, caminó hacia las puertas. Se abrieron solas y empujaron el viento al salón. La arena se levantó contra la luz, y el sol murió afuera del templo.
Y las puertas se cerraron con un estrépito para siempre. Y una vez más, el silencio invadió una ciudad destruida.
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Tardó dos meses en marcharse de la ciudad. Buscó en la biblioteca algunos libros, atrapó algunos peces, filtró el agua del lago, y cuando por fin decidió marcharse después de días en los que solo escuchó el siseo del viento y el murmullo de las páginas, guardó todo en su bolso. Sin mirar atrás, en la noche, se despidió para siempre de Sarkat.
Porque tenía que volver a casa.
Quería volver a casa.
Caminó al norte guiado por mapas y mero instinto. El desierto se convirtió en colinas suaves y secas de color beige y rojo que serpenteaban hacia ningún lado: a lugares donde se alzaban arco de arena rojiza y rocas enormes sostenidas apenas por una base delgada. Caminó por senderos donde las rocas lisas eran lo único bajo sus pies, el sol abrasaba, y los fantasmas de las montañas se reían al frente.
Los caminos con formaciones extrañas desaparecieron de poco en poco, reemplazados por caminos sinuosos de roca, donde recorrían riachuelos pequeños y suaves. Al llegar a las montañas, contempló cañones donde los ríos habían disuelto la roca, y ahora corrían en lo profundo, abajo, como susurros.
Desde ahí vio el horizonte: las nubes se alzaban voluminosas y amarillas a la distancia, y las llanuras se extendían casi hasta el infinito. Jamás se había sentido tan pequeño, ni siquiera en el mar, ni siquiera frente a las potestades. Luego de grabar eso en su vista, siguió su camino.
Vio plantas llenas de espinas, matorrales pequeños con púas grises que se enterraban en sus botas, y en los que su capa se enredaba. Encontró más potestades, aquellas que se ocultaban entre las rocas y cazaban insectos distraídos, o aquellas que vivían en cuevas y se asomaban de vez en vez.
Muchas de ellas comenzaron a evitarlo, pero no tardó en volver a tener compañía de varias de ellas mientras caminaba hacia las llanuras. Brincoteaban y flotaban en el aire hasta que él decidía jugar con ellas y las guardarlas en su bolso para que no se cansaran. Solo ahí, por fin se quedaban quietas entre páginas viejas.
Lo único común entre todas las potestades era que ninguna hablaba por más que él tratara de sacarles opiniones al contarles resúmenes vagos de sus libros favoritos, le ayudaban a encontrar comida y muchas de ellas se iban al siguiente día.
Una potestad en forma de canario blanco voló hacia él un día. Por un momento la confundió con un ave de verdad, pero luego de que se mantuvo a su lado mientras andaba por los pastizales, se dio cuenta de que no era un animal. No dijo nada. El canario lo guio hasta llegar al mar, donde las olas impactaban sin fuerza la costa y humedecieron la arena oscura. Evel iba a exclamar que por fin había llegado, pero luego la potestad habló:
—Si sigues hacia el frente y sigues los ríos de este lago, llegarás a donde quieres.
Se sintió como un idiota, pero no mencionó nada. Sonrió con tristeza al pensar qué hubiera dicho la potestad sin nombre o Sakradar... Luego, decidió preguntar:
—¿Cómo sabré cuál tomar? ¿Cómo... sabes a dónde voy?
—Estás mirando al norte.
—¿No vendrás conmigo?
La potestad lo miró con sus ojos negros y aleteó sus alas. Alzó el vuelo, dejó su hombro y partió a su propio camino, como todos lo habían hecho. El ave lo miró desde arriba, iluminado por los últimos rayos de sol que se escondían al oeste.
—Hasta luego, mago.
La vio partir y siguió sus indicaciones. Caminó hacia el norte, donde las llanuras secas se volvieron campos con pocos árboles, donde había pequeñas casas de madera chamuscadas a punto de colapsar, y que conducían a una pequeña villa. Por supuesto, ya nadie vivía ahí, solo potestades pequeñas, animales y hierbas. Durmió algunos días ahí, sin atreverse a entrar a las casas y se fue. Cuando se marchó, encontró un puente de piedra lleno de musgo que cruzaba a través de uno de los ríos que el canario había indicado.
Los árboles dejaban caer sus copas, y la luz apenas lograba pasar entre sus doseles traviesos. Una potestad sin forma tenía su cabeza inclinada mirando al rio, no había visto una así de grande hasta aquel momento. Inclinó la cabeza al pasar, pero la potestad no mostró interés, continuó su camino. Los bosques estaban frente a él y parecían extenderse para siempre. Entre sus arbustos, en los viejos caminos de piedra, las potestades se arrastraban en el suelo, y asomaban sus pequeñas cabezas entre la hierba.
Por las noches se detenía a acampar. Encendía fuego con algunas rocas y calentaba algo para comer. También compartía con algunas potestades que salían por ahí y lo miraban con ojos atentos. Después, se echaba en el suelo, y dormía envuelto en su capa sin mirar a las estrellas.
No soñaba desde que partió de Sarkat, y aunque recordaba, cuando dormía solo pensaba en el templo. Sin embargo, aquella noche, soñó y se hizo un ovillo en su capa. Cuando despertó, no recordaba nada, pero las ramas de la marca en su muñeca habían crecido. Estaba demasiado agitado, por lo que no pudo conciliar el sueño. Supo de inmediato que era efecto de la maldición, porque recordaba vagamente haber visto una versión más violenta de Sakradar mientras dormía.
Se levantó, tomó sus pertenencias, despertó a las pequeñas potestades y las resguardó en su bolso. Apagó los restos de su fogata y se internaron en el bosque, hacia el norte. Luego, cambió el rumbo al noroeste, a las montañas. Los caminos de nuevo eran sinuosos, estaban llenos de guijarros, grava y rocas más grandes que él. Cruzó un puente de madera roída sobre un río caudaloso y caminó por sendas que serpenteaban en las montañas.
Mientras andaba por ahí, recordó la montaña que había visitado en Sighart y las recomendaciones de la maga y decidió solo por eso, descansar en el camino. Las pequeñas potestades salieron de su morral y lo observaron. Cerró sus ojos y alzó su mano izquierda. El calor se extendió desde su pecho hacia todo su cuerpo. Y su mano izquierda ardió por dentro, como velas o chispas dentro de su piel. Abrió los ojos y atrapó el cristal entre sus dedos. Contuvo las quejas del dolor lacerante en su cabeza y abrió los ojos. Brotó una pequeña rama en su otra mano. Soltó el aire que había contenido.
Las pequeñas potestades corrieron a su lado y chillaron con sus pequeñas voces ininteligibles, él las miró y trató de calmarlas. Había pasado demasiado tiempo desde que habló.
—Estoy bien.
A la mañana siguiente, luego de dormir, continuó su camino y con cada pasó se volvió más difícil respirar. Cuando supo que no iba a aguantar mucho, alzó el cristal al cielo, y una potestad larga como serpiente, pero con alas se acercó.
—Goam —dijo la potestad—. ¿Ose rásda me?
—No hablo tu idioma, perdón —dijo Evel—. Te lo daré si me ayudas a cruzar estas montañas. ¿Podrías ayudarme consiguiendo cierta hierba?
La potestad ladeó su cabeza y Evel sacó uno de sus libros, buscó una hoja en blanco. Luego, tomó una pequeña rama en el suelo, la alzó a una potestad, que la incendió de inmediato. Evel la agitó y se apagó. Sonrió satisfecho, acarició a la pequeña potestad como agradecimiento. Y con la rama dibujó la hierba como la recordaba.
—Ayuda a los viajeros en las montañas —indicó y pensó un momento, tocó su cabeza con la rama—. Dolor de cabeza... ¿Náuseas?
La potestad agitó su cola, Evel le agradeció y cuando alzó la cabeza, ya se había ido. Evel aguardó en aquel camino rocoso mientras las potestades le ayudaban a mantener el calor. Cuando abrió los ojos de nuevo, no recordaba qué había soñado, pero ahí estaba la potestad, con una rama de hierba en la boca que soltó de inmediato en su regazo. La potestad inclinó la cabeza y regresó al cielo donde el sol comenzaba a alzarse.
—¿Y tu cristal? —gritó, pero la potestad lo ignoró.
Evel suspiró y guardó las hojas en su bolso y aunque aguardó a que la potestad regresara, ya se había alejado demasiado.
—Gracias.
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Después de eso, siguió su camino por varios días a través de varios lugares, guiado a veces por potestades, guiado a veces por memorias y por los mapas. Y entonces, llegó a un lugar donde pequeñas colinas verdes se extendían hacia el horizonte, y pronto, un mar impetuoso lo saludó. Y cuando avanzó aún más, por fin vio una escena familiar.
Un faro apagado, sin magos que lo volvieran a alumbrar, pero incluso así, podía distinguir los techos astillados de una villa destruida por el fuego,
Con las pequeñas potestades en su morral, se dirigió a la ciudad en dónde su tía y su abuela murieron. Y una vez, así de cerca, se recostó donde pudo, miró las estrellas y lo supo.
Estaba en casa.
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Pasó los siguientes días en búsqueda de rocas de buen tamaño por el valle de la villa, y después de encontrar tres, pidió ayuda a las potestades para rodarlas hasta el risco. Las colocó en forma de medio círculo y una potestad le ayudó a cortarlas para hacer círculos planos. Una vez estuvo listo eso, se quitó la capa, se arremangó la camisa y se sentó durante días para tallarlas con su magia y con los símbolos funerarios de Osvian.
Al principio, trató de tallarlas con otra roca, pero terminó con ampollas en sus manos, y sin avanzar ni un poco. Tampoco sabía cómo usar la magia elemental de tierra, porque nunca se molestó en aprenderla, así que dejó las rocas sin tocar unos días. Paseó sin rumbo para despejarse.
Luego, volvió a intentar, pero aquella vez, aunque había evitado usar su magia lo más posible, llevó un poco de agua de mar en su cantimplora. Se centró en una de las rocas, el agua salió de la boca de la botella y un chorro flotó frente a él. Inhaló para concentrarse y comenzó a mover de un lado a otro el agua. No descansó hasta que se dibujaron marcas ligeras, irregulares, y chuecas. Las gotas cayeron y se dejó caer en el pasto con un ligero dolor de cabeza, decidió que era tiempo de descansar.
A la siguiente mañana, volvió al trabajo. Las potestades pequeñas se arremolinaron para observar, sentadas en las rocas libres, y una potestad mediana con forma de salamandra también se sentó a observar, pero Evel continuó sin prestarles atención. En algún momento, la potestad con forma de salamandra se asomó sobre su hombro, asintió y fue a una roca sin tallar y comenzó a imitar a Evel. Él se detuvo, y sonrió al observarla.
—Gracias...
Sabía que no sería un buen trabajo como los artesanos de Osvian que se dedicaban a aquello, pero quería intentarlo, quería hacerlo incluso si quedaba mal. Así continuó por unos días, dormía, comía, bebía, tallaba con agua todo el día junto a las potestades. El primer día, la salamandra, al segundo día, una potestad sin forma, al tercer día una potestad con forma de ciervo. Sabía que perdía el tiempo, sabía que nadie vería aquello, pero quería hacerlo por ellos.
Con los días, más y más potestades se reunieron a ver qué hacía, de todos los tamaños, formas y colores. Lo miraron atentamente e incluso algunas ayudaron con las otras rocas, otras le apoyaron estabilizando su magia. Lo miraron sin decir nada, sin emitir sonidos, sin pedir nada a cambio. A veces le regalaban fruta, a veces, le llevaban más agua. Se marchaban del mismo modo en que llegaban y no regresaban.
Cuando terminó la primera roca, solo faltaban los detalles de las últimas dos. No estaba satisfecho, pero estaba agotado, se dejó caer en el pasto, vio los tintes anaranjados del cielo y suspiró. Luego, se fue a dormir, y las pequeñas potestades lo siguieron.
Cuando despertó de nuevo y salió, vio de nuevo los colores del atardecer, había dormido de más. Se levantó y fue hacia las rocas, pero no había ni una sola potestad, ningún ave o insecto, solo él. Las pequeñas potestades no lo acompañaron. El árbol en su mano que había crecido en esos días se volvió tan pequeño como cuando lo vio por primera vez.
Cuando se acercó a las rocas, encontró que las tres estaban terminadas, los detalles habían sido corregidos y aquellos trazos mal hechos que él había hecho ya no se notaban. Se levantó y buscó a las potestades, y al mirar cuesta abajo, las vio, una detrás de otra, en un pequeño grupo, todas con flores en sus patas o en sus manos. Evel se apartó y ellas se detuvieron frente a los círculos de roca.
Lanzaron las flores al cielo y cayeron ingrávidas en las rocas. Miraron a Evel y se dieron la vuelta, y una a una se marcharon. Solo quedó una potestad al final: la potestad con forma de salamandra. Sus ojos brillaron y se inclinó frente a Evel.
—¡Adiós, mago! ¡Cuídate!
Se colocó con el estómago en el suelo y reptó lejos de ahí. Evel no entendió que había sucedido, o por qué habían hecho eso, pero se inclinó hacia ellas.
—Adiós y gracias.
Al final, no pudo escribir los nombres en las rocas, porque no los recordó, y cuando estuvo solo, en el ocaso, cerró los ojos y se inclinó frente a las rocas. Evel apretó sus ojos con fuerza cuando sus ojos se humedecieron.
No quería llorarles así. No quería despedirse así.
Pero estaba bien. Quizá estaba bien por ese momento. Las lágrimas resbalaron por sus mejillas.
—Perdón, papá, abuelita, tía... No recuerdo sus nombres.
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A la mañana siguiente, después de haber dormido profundamente sin tener ni un solo sueño o pesadilla, se paró frente al mar. Las olas golpeaban desgarrando la arena, y a su espalda las potestades aguardaban, pero Evel no tenía ni la menor idea de cómo llegar a esa isla.
—Hay una forma —dijo una de las potestades—. Nosotros te guiaremos.
Una pequeña ave blanca de ojos negros salió de entre las potestades, Evel se sintió aliviado al verla, porque era el canario blanco que lo había guiado antes. El ave voló hasta posarse en su hombro.
—¿Cómo?
—Te mostraré cómo tener alas y te guiaré. No serán tuyas, por pociones o por magia falsa —dijo la potestad—. Te llevarán a donde quieras ir, pero tiene que ser rápido. No durarán mucho porque estás débil y no soy una potestad muy grande.
—¿Me pedirás algo a cambio?
—Tal vez.
Evel miró a la potestad y suspiró, pero los ojos negros del ave se mantuvieron imperturbables.
—¿Q-qué es lo que quieres?
—Lo sabrás después. Por ahora, cierra tus ojos.
Obedeció, la potestad enterró sus pequeñas garras en su hombro.
—Extiende tus manos.
Evel lo hizo, y hasta entonces, se percató del ligero viento de mar que golpeaba contra su cara, que se intensificó y apartó su cabello, que se filtró entre los dedos de sus manos. Escuchó las olas golpear como tambores. Las palabras del canario se ahogaron, pero las entendió, no como palabras, sino como magia corriendo por sus venas... El árbol, ¿empeoraría así?
—No pienses mucho.
El calor se extendió desde su pecho hasta sus brazos, y luego fueron pequeñas punzadas a su cuerpo. No fueron violentas como cuando salió de He-Sker-Taín, fueron suaves...
—No pienses en nada más que en llegar, mago. O te quedarás atrapado en esta forma. Deja que te guie.
Abrió los ojos, alzó las alas y miró al mar. «Tengo que ir», se dijo y se impulsó del suelo. El viento se deslizó en sus alas. Aleteó en el cielo, hacia arriba y más arriba. Abajo, las potestades se despidieron.
Aleteó al mar, sus ojos fijos en el horizonte. Se dejó llevar, se dejó arrastrar por ese deseo de regresar. Aleteó para no hundirse, para que las olas del mar no lo engulleran. Aleteó contra el viento, con las alas entumecidas y un dolor sordo. Aleteó contra lo que quedaba detrás, porque necesitaba avanzar si deseaba llegar. Aleteó para encontrar aquello perdido y despedirse.
Las olas frías salpicaban sin piedad a su espalda, y el infinito frente a él.
—¡Falta poco! ¡Vuela!
Lo hizo. Voló guiado por el viento, guiado por un deseo, no estaba seguro. No había nada más que mar y cielo. Por más que se esforzara, ¿encontraría la isla? ¿O había olvidado todo?
«Uno para cada uno, para que no olvidemos dónde está mamá, dónde está nuestro hogar».
—¡Solo vuela!
Una última vez, dejó que sus alas guiaran el camino, que las memorias lo llevaran a su antiguo hogar.
En el horizonte, una delgada línea se trazó, se alzó más y más, y el contorno grisáceo mostró una isla con acantilados de roca oscura alzándose sobre el mar. Luego, un pequeño faro, y algunas casas. Las olas chocaban y caían contra las paredes de roca oscura, otras desgarraban la arena.
—Es aquí.
Voló hacia el muelle, alzó las alas.
—Aquí terminamos, mago. Extiende los brazos y aproxímate, no cierres los ojos.
Mantuvo los ojos abiertos y el calor en su cuerpo desapareció, sus brazos escocieron y pesaron el doble. Se estaba aproximando a la arena, cerró los ojos y se hizo un ovillo para amortiguar el golpe. Cayó y rodó en la arena varias veces hasta que se detuvo, pero no pudo moverse.
Y entonces comenzó lo peor, primero una punzada que atravesó su brazo, hasta su cuello, casi como una aguja. Ladeó su cuerpo y tosió en la arena. Luego toda su piel escoció como si se tratara de llagas o rasguños. Gimió y se hizo un ovillo. Contuvo los jadeos, pero se estremeció y el sudor frío bajó por su espada.
En su cabeza, una leve punzada se extendió hasta volverse insoportable. Abrió los ojos, y encontró su brazo izquierdo cubierto en una sustancia viscosa y negra, casi como Sakradar. Abrió los ojos, y jadeó. Alzó su otra mano, temblorosa y débil, pero todo se llenó de manchas oscuras, cerró los ojos.
—Mago —dijo la potestad—. Está bien, está bien, solo necesitas descansar, usaste más de lo que tenías... Descansa, duerme...
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Al abrir los ojos, encontró algunas nubes en el cielo. Al principio no supo en dónde se encontraba, pero al sentir la arena debajo de sus manos, al recordar el viaje y a la potestad en forma de canario se incorporó de golpe y su cabeza punzó.
Sentado en la arena, cerró los ojos y se llevó la mano a la sien.
«Mi brazo», pensó de inmediato y abrió los ojos. Su muñeca izquierda se veía normal, no había nada raro, pero el árbol había crecido un poco más. Ahora medía al menos unos dos centímetros de radio, y las ramas que antes habían sido delgas y finas, se habían ensanchado.
—Ten cuidado, niño. Casi te mueres —dijo la potestad volando frente a él y se posó en la arena.
—Gracias por ayudarme —dijo Evel e inclinó la cabeza.
—Hay algo que quiero a cambio —dijo el ave y dio pequeños brincos hasta acercarse a Evel—. ¿Cuál es tu nombre?
Evel sonrió, se rascó la cabeza y acercó su mano a la potestad. El canario miró su mano y luego a él, con sus ojos inexpresivos y negros. No se subió. Evel se levantó
—No tengo nombre —dijo Evel y sacudió su ropa—. Lo lamento.
El ave ladeó la cabeza confundida, y Evel creyó por un momento que estaba sonriendo. El canario se dio la vuelta, abrió las alas y emprendió su vuelo sin decir nada y sin mirar atrás. Se perdió en el cielo azul, y en esa isla solo quedaron nubes blancas, el silencio y él.
Evel también se dio la vuelta, había un camino de tierra que serpenteaba hacia una colina, y estaba rodeado de casas. El camino ya estaba lleno de hierba y arena, pero era distinguible, y las casas eran de madera oscura podrida por el océano. Escuchó algunas gaviotas y se dirigió al camino sin prestar más atención a las casas con cimientos rotos y techos caídos.
Avanzó mirando arriba y al frente, donde lo vagos recuerdos que Sakradar le había dado le indicaban. Sus piernas dolían, estaban entumecidas y el poco descanso no le había ayudado a recuperarse por completo. Después de subir por un rato, también le faltó la respiración.
Además de su inhalación pesada, solo se escuchaban las olas, los gritos de las gaviotas y el viento que susurraba entre la maleza alta. Las nubes seguían acumulándose y la luz del sol ardía en su rostro.
Las sombras se alargaban detrás de él, como si trataran de detenerlo o hacerlo retroceder, pero solo eran sombras. No había potestades en esa isla.
Cuando por fin llegó arriba, dejó caer la cabeza para recuperar el aliento. Se secó el sudor y cuando observó sus alrededores, encontró pocas casas de madera rodeando el acantilado y el camino. Sus fachadas estaban hechas pedazos y algunas tenían los techos hundidos. Había contado por lo menos veinte casas desde la playa hasta ahí.
Decidió avanzar, tratando de hacer memoria, de que los recuerdos que Sakradar le había dado sirvieran, de recordar cómo era volver a casa después de ir con su padre a pescar, pero nada fue a su cabeza.
El sol comenzó a caer, y él solo siguió avanzando.
Al llegar al final del camino a la última casa, apretó sus labios. ¿Y si aquella no era su casa? Se dio la vuelta, pero no se movió de ahí, se sentó en el suelo y trató de recordar cualquier detalle. Al final, se alejó de esa casa. Se dirigió a otra, y luego a otra, y al final, después de revisar todas sin éxito, se sentó frente a la puerta de una de ellas.
Había sido tonto que podía regresar hasta ahí. Ni siquiera podía recordar cual de todas esas había sido su hogar y el de su padre. Cerró los ojos y relajó los brazos, recargó su cabeza contra la madera.
Escuchó las olas golpeando contra la isla y los chillidos de las gaviotas una vez más.
Y de vez en cuando, escuchó un débil tintineo que venía con el viento.
Era una campana de viento.
Abrió los ojos, se levantó de inmediato y aguardó por el viento. Cuando la escuchó de nuevo, su pecho se oprimió y sin pensarlo dos veces, corrió hacia la casa frente a él. Se detuvo en seco frente a la puerta y aguardó una última vez.
Tintineos en el viento.
Evel empujó la puerta de madera, pero no se abrió, la jaló y sucedió lo mismo. Apretó sus labios, y sin pensarlo más, colocó su mano en la perilla. La punzada recorrió su cuerpo y cayó sobre sus rodillas. Se llevó una mano a la sien y empujó la puerta.
Se abrió lentamente, como una memoria.
Ahí estaba su antiguo hogar, como en sus sueños. Muebles ordenados como la última vez, madera oscura y mojada que inundó su nariz, las puertas del fondo cerradas. Evel ignoró la punzada latente en su cabeza, se forzó a levantarse, y anonadado, se quedó en el borde de la casa. Sostuvo el marco. Inhaló aire.
—He vuelto a casa, mamá, papá.
Y Evel entró a su antiguo hogar. Sus pasos resonaron, la madera rechinó debajo de él. Las esquinas estaban llenas de telarañas y los muebles estaban roídos. La pequeña cocina a su derecha conservaba viejos utensilios, ollas oscuras con óxido, un pequeño horno de roca al fondo... Siguió avanzando y encontró un cuarto pequeño que decidió no ver. Se aproximó a las puertas.
Sostuvo las manijas y trató de moverlas, pero solo la izquierda cedió, así que la empujó hasta el final, y la casa entera vibró con el estruendo. Evel apretó los labios cuando vio lo que había frente a él.
Había un pequeño jardín, ahora lleno de maleza, que alguna vez vio lleno de flores, y atrás, estaba el mar iluminado por los rayos de un sol que se extinguía. El viento salado golpeó su cara y la campana tintineó.
Alzó la cabeza y encontró la campana de viento con solo tres de los tubos que antes había tenido, y solo uno de los cascabeles colgando todavía. Estaba completamente enredada, y cuando el viento soplaba, solo podía escuchar el cascabel.
Evel suspiró.
Se sentó debajo de la campana.
Sus piernas entumecidas, su cuerpo pesado y su cabeza punzante se aliviaron solo con esa acción. Él mismo se sintió aliviado, como si otro peso se hubiera alejado de él para siempre. Se dejó caer bocarriba en el suelo de madera.
Miró la campana de viento arruinada, giró sobre su cuerpo hasta quedar de costado y usó su mano para recargar su cabeza. La maleza invadía el jardín que jamás volvería a ver, y los últimos alientos del atardecer sucumbieron al mar. Evel cerró los ojos, y su cuerpo se relajó como si estuviera a punto de sucumbir él también.
Entreabrió los ojos, y el sol comenzó a ocultarse lentamente detrás del horizonte, detrás del acantilado, detrás de las cercas y la maleza. El cielo se oscureció en azules lúgubres. El cascabel de la campana de viento tintineó sin cadencia, y las hierbas se mecieron.
Echado ahí, con los últimos rayos de sol, quiso recordar la canción que había escuchado en sus sueños, la canción que había recordado toda su vida hasta aquel momento, pero no pudo. Las palabras en un idioma perdido para siempre no fueron a su cabeza, y el significado tampoco.
Ni siquiera el letargo le permitiría escuchar aquella canción de nuevo. Sonrió amargamente.
Quitó su brazo de debajo de su cabeza y miró el árbol negro en su muñeca. Había crecido bastante solo por usar magia y ahora, al verlo, a su cabeza de inmediato llegaron recuerdos de rostros amables, muchos sin nombre.
Sus ojos se humedecieron, y las palabras dulces, mientras el sol se ocultaba, y un único cascabel tintineaba en el aire, resonaron una última vez en su cabeza:
«No estás solo, Evel, tienes un hogar que te apoyará y al que siempre puedes volver. ¿Lo recordarás?».
Sin embargo, a diferencia de aquella vez, en lugar de sentir una pesadez asfixiante, sintió alivio en su cuerpo y dolor en el pecho.
—Sí, sí lo recordaré... —susurró a la nada.
Se llevó las manos al pecho, se hizo un ovillo y cerró los ojos.
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