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XXIII. La última vez

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"En mi vida, de muchas cosas me arrepiento, pero prefiero olvidar. Me arrepiento de haberme ido, de seguir vivo, de no despedirme de mis maestros y de la tumba de mi padre, de no usar magia después de huir a Osvian. De vivir en un sueño ligero.

Pero si alguna vez olvidó mi hogar, de dónde vengo, en donde nací, lo que ocurrió en mi hogar, no solo estaré arrepentido, sino que me odiaré a mí mismo. ¿Quién se atreve, quién tiene el coraje para olvidar lo que retumbó en su hogar, lo que sacudió sus pies y que borró su vida?

Si he de olvidar a Sarkat, será solo cuando renazca en mi siguiente vida, cuando el mundo ya no esté lleno de fuego ni lleno de sangre. Solo así olvidaré mi hogar, yendo con él, hacia la muerte o cayendo en un sueño profundo." —de las Crónicas de Sarkat, de Hish Urtan.

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Cuando abrió los ojos, se encontraba en una casa de madera oscura, inundada por el olor a pescado y a tomates. Pudo escuchar el murmullo de las olas chocando con las rocas, los silbidos del viento golpeando en la casa, un tintineo ahogado cercano y el tarareo suave de una voz conocida. Además de eso, el lloriqueo apaciguado de un recién nacido.

Pero además de eso, no entendía qué estaba pasando o qué estaba viendo, o cómo había llegado ahí. Necesitaba respuestas, pero al mismo tiempo... quería dormir un rato. Sacudió la cabeza y se incorporó hasta sentarse.

Encontró frente a él una pequeña terraza de madera mojada, rota y oscura, con puertas que se deslizaban y que estaban completamente abiertas. Al frente, se extendía un pequeño jardín donde se veían pequeñas flores pomposas de colores distintos, y arriba había campanas de viento con cascabeles que giraban y se agitaban con el viento. En esa imagen había un hombre sentado en el suelo, tarareando por lo bajo y encorvado.

Al fondo, Evel encontró un mar azul profundo extendiéndose al infinito, y nubes coloreadas en rosa. Evel avanzó despacio hacia él, con pasos lentos para que la madera no crujiera bajo sus pies. Cuando se acercó lo suficiente, encontró un hombre con ojos cansados, grises y piel morena que arrullaba a un niño en sus brazos.

El hombre sonreía, y el niño abrió sus ojos grises, alzó las manos para alcanzar algo y el hombre señaló al jardín frente a él.

—Mira, Nan —dijo y señaló las flores—. Esas las plantó tu mamá para que florecieran en tu cumpleaños...

»¿No son bonitas?

»Plantemos más para ella después.

El niño miró las flores, pero no podía hablar, así que solo rio y su padre lo alzó en el aire. Luego, esa imagen se difuminó antes de que pudiera entender qué estaba sucediendo, antes de poder preguntarle algo a ese hombre y se perdió.

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Escuchó vacío, ruido. Al abrir los ojos por fin, vio azul y peces nadando a su alrededor. Evel abrió la boca y la cerró de inmediato, pero ninguna burbuja había escapado y tampoco sintió el agua entrar a su nariz. Nadó hacia arriba y al estar en la superficie, se percató de que su cabello no estaba mojado, ni su rostro, ni su capa.

A pesar de eso, podía sentir el peso del agua contra su cuerpo, y las olas meciéndolo como una canción de cuna. Frunció el ceño, y buscó a sus alrededores alguna costa, pero en cambio, encontró un pequeño barco de velas. Sin pensarlo, nadó hacia ahí.

Al aproximarse, escuchó una voz infantil y una voz gruesa, ambas risueñas ocultas detrás de las velas. Evel se aferró a una orilla del bote y se impulsó, pero contrario a lo que esperaba, el bote no se meció y ninguno de los tripulantes pareció notarlo.

—¿Ya? —dijo una voz infantil.

—No, aún no, Nantsu —dijo una voz familiar—. Uno debe ser paciente al pescar.

—¿Paciente?

Evel frunció el ceño y se levantó en el bote, pero no se tambaleó. Caminó hasta rodear las velas y encontró un hombre sentado con una caña de pescar, y un niño mirando al mar sentado sobre su regazo. El hombre rio y procedió a explicar la palabra.

Evel no pudo escuchar sus palabras.

El niño miró al rostro de su padre con ojos grises brillantes y una expresión de confusión sincera. El hombre volvió a explicarle, y el niño asintió. Luego, su vista paró justo en Evel. Él tragó saliva cuando vio su reflejo en el niño, pero solo fue un instante. El pequeño se levantó y corrió hacia la orilla del bote.

El hombre soltó su red de pesca y corrió por el niño antes de que se tropezara y cayera al mar. Lo abrazó con fuerza hacia su pecho y luego lo giró para mirarlo al rostro, le sostuvo los hombros y le dijo:

—Si te acercas mucho al mar, te comerá. ¿Te gustaría que te comiera el mar?

—¡No!

Los ojos del niño se humedecieron rápidamente. Se enjugó con sus puños y su padre lo guio de nuevo junto a la red. El niño le pasó más carnada que tomó torpemente entre sus dedos y el padre de agradeció.

Evel suspiró aliviado luego de ver aquella escena, había pensado en usar su magia, pero su padre había sido mucho más rápido. Al final, Evel volvió a sentarse en la orilla del bote, alejado de ambos.

No entendía por qué el hombre lo ignoraba pese a que Evel se había subido a su barco sin permiso. Quizá trataba de alejarlo, tal vez no le importaba demasiado, o simplemente Evel no estaba ahí. Así que Evel solo los observó en espera de que algo sucediera, en espera de entender qué estaba sucediendo y cómo había llegado ahí.

No lograba recordar cómo había llegado ahí, o a eso. Recordaba vagamente estar con Sakradar en un templo lleno de arena, pero solo eso. Su cerebro no iba a ninguna respuesta, quizá no importaba en realidad. Podía sentir el viento en su rostro, oler el pescado y la madera mojada, y saborear las gotas saladas en su rostro. El sol quemaba en su piel, y podía escuchar el viento y las risas cálidas de un padre y su hijo. Su mente estaba en blanco.

El padre miraba al frente, al agua, con los ojos fijos en la caña de pescar. El niño también estaba inclinado y buscaba algo en el océano. De pronto, los ojos del hombre se iluminaron y soltó la caña para recargarla en el bote. Evel se inclinó por curiosidad, y vio como el padre colocaba una de sus manos en la cabeza del niño. Luego, señaló con su otra mano.

—Nantsu, ¿sabes cómo se llaman?

—¿Nubes?

—No, eso no. Los pequeños que están frente a ti... Quédate quieto, ahí vienen.

»¿Los ves?

Evel escrudiñó el horizonte, justo donde el hombre indicaba, pero no vio nada. Y el niño frunció el ceño, y arrugó su nariz, cruzó sus pequeños brazos y miró a su padre con un puchero.

—Abuelita dice que no hay que mentir.

Él padre lo miró a los ojos, sonrió con tristeza y revolvió el cabello del pequeño. Luego, ambos miraron al mar, y el niño volvió a verlo a su rostro, ahora con sus ojos llenos de preguntas. El padre sonrió, tomó la caña de entre sus piernas y la metió al bote sin ningún pescado.

El niño ladeó la cabeza con curiosidad y el padre le colocó una mano en su cabeza. Entonces, Evel pudo verlo, un banco llegó desde lejos, atiborrado y con gran velocidad los peces nadaron como un arcoíris hacia ellos. El niño abrió los ojos con asombró y saltó del regazo de su padre. Luego, los peces hicieron un círculo y comenzaron a nadar alrededor del bote en un espectáculo multicolor.

El niño miró con ojos brillantes y la boca abierta. El padre alzó su mano al cielo y cerró los ojos, y una pequeña ola emergió. Comenzó a crecer y a crecer hasta formar un arco por donde los peces pasaban nadando. Evel tuvo un déjà vu, un escalofrío le recorrió la nuca... Eso era familiar.

Vio un pez negro sin ojos, y con escamas brillantes flotar por el arco de agua, y luego saltar fuera de él. Sus bigotes flotaron en el aire, dio una voltereta y aterrizó en el agua. Luego, el arco regresó al agua, y un pez de azul brillante saltó hacia las manos del padre y se quedó inmóvil.

El niño miró con la boca bien abierta al pescado. El hombre metió el pescado en un balde, sacudió sus manos y se inclinó frente al niño.

—¿Sabes quién hizo eso, Nantsu?

—¡Tú!

Su padre negó con la cabeza y miró al mar.

—Mi niño —dijo el padre—. No fui solo yo, me ayudaron las potestades.

—¿Potestades?

—Todavía no las puedes ver, pero ellas viven en este mundo, en la naturaleza, desde hace mucho tiempo —dijo su padre—. Y siempre te van a ayudar cuando tú lo necesites, y tú las ayudarás también, Nantsu.

—¿En dónde están, papá? —preguntó el niño aferrándose del pantalón de su padre.

—En todas partes. En todo el mundo, en el mar, en el aire, en las montañas, incluso en casa.

»Solo que eres muy joven para verlas.

El niño borró su sonrisa de su rostro e hizo un puchero, soltó a su padre y se sentó en el suelo.

—Ey, ey, no te preocupes... Estoy seguro de que cuando las veas y tengas magia...

—¡¿Magia como tú?!

—Así es, mi niño —dijo su padre—. Algún día, podrás ver todo lo que hay en el mundo, las potestades en el desierto, las montañas, y serás un gran mago con ayuda de ellos. ¡El mejor mago del mundo! Y harás la magia más hermosa.

—¿En serio? —preguntó el pequeño y se levantó del suelo.

—Por supuesto, sabes que nunca te mentiría —dijo su padre y le frotó el cabello—. Serás tan buen mago que la gente de la corte del rey y los sabios lucharan para que trabajes con ellos.

El niño sonrió y comenzó a brincotear por el bote, y a cantar algo que Evel no entendió, algo que se escuchaba como debajo del agua. Frunció el ceño y sacudió la cabeza, pero las palabras seguían siendo ininteligibles. Su padre soltó una carcajada, y tomó su caña.

—Solo prométeme que cuando crezcas, vas a seguir queriéndome.

Y el hombre miró a Evel por primera vez, sus ojos grises penetraron en su cabeza. Evel se quedó pasmado, y abrió la boca. El hombre dijo con sus labios algo que Evel no escuchó, pero entendió. «Lo prometiste».

El bote desapareció, y Evel cayó al agua. Se hundió a pesar de patalear y nadar hacia arriba, siguió hundiéndose, y pataleó y pataleó, pero todo se oscureció demasiado pronto como para saber hacia dónde iba.

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En la oscuridad, escuchó voces y un tintineo. Abrió los ojos cuanto se dio cuenta de que los tenía cerrados e inhaló con fuerza buscando aire, se levantó de inmediato y terminó chocando con una de las paredes. Luego se frotarse la nariz, pudo ver al mismo hombre de la barca y una mujer mayor. También vio al niño pequeño que siempre lo acompañaba, oculto detrás de uno de los muebles para escuchar.

—¡Es que no puedes quedarte aquí! —gritó la anciana—. ¡¿Y si deciden venir hasta acá?!

—Mamá, tú sabes que es mucho menos probable que los setraneses nos encuentren aquí... Ni siquiera conocen Sarkat —dijo—. Además, volver a la isla principal ahora...

—Pero, ¿quién cuidará a Nantsu mientras no estás? ¿Crees que alguien en esta isla se va a quedar mientras todos protegen la capital? Las ancianas también planean ir a sus pueblos en el continente para cuidar a sus nietos... Y no conozco a nadie que piense abandonar a sus niños aquí.

—Nantsu nunca ha viajado tanto en el mar... —dijo el hombre.

—¿Por qué sigues pensando que puede sobrevivir aquí solo? ¡Solo es un niño! Ni siquiera ve a las potestades todavía.

El hombre desvió la mirada.

—Vendrá conmigo, lo cuidaré yo hasta que regreses.

—Mamá...

—Nantsu estará bien, te lo prometo —dijo la mujer bajando la voz y abrazó al hombre, luego se separó y ordenó—. Ve a empacar, nos queda mucho camino adelante.

La mujer se dirigió a la habitación y el padre se quedó frente a las puertas del jardín, mirando afuera. Se acercó a la campana de viento y tomó dos cascabeles.

—¡Nantsu! —gritó su padre.

El niño que se escondía detrás del mueble salió corriendo hacia el hombre en la puerta. El hombre se acuclilló, sostuvo las manos del niño y le colocó uno de los cascabeles. El niño preguntó con su mirada y su padre dijo:

—Uno para cada uno, para que no olvidemos dónde está mamá, dónde está nuestro hogar. Promete que no lo vas a perder.

El niño asintió con fuerza. El suelo se tambaleó debajo de los pies de Evel, y frente a él, vio un hombre de su altura, era el hombre de antes, le sonrió con tristeza.

—Gracias por no olvidarlo.

Evel alargó la mano, pero todo se volvió difuso. «No lo olvidé», quiso decirle.

Escuchó el crepitar del fuego, y por sobre este, voces murmurando. Abrió los ojos y se llevó una mano a la cabeza, comenzaba a sentirse nauseabundo y adolorido ante todo lo que estaba viendo, aun así se esforzó en reconocer en dónde se encontraba.

Estaba en una casa pequeña de ladrillos oscuros, frente a una chimenea.. A su lado en una mecedora estaba una mujer dormida y cubierta por una manta.

Se levantó y caminó hacia el origen de las voces. No recordaba a dónde lo guiaban sus pasos, pero conocía aquel lugar, y cuando llegó a la puerta, una anciana hablaba con el hombre de nuevo.

—Estaremos bien —dijo ella acariciando su rostro—. Te lo prometo. Tú vete, cuídate y defiende Sarkat.

—Mamá... —dijo el hombre y sus ojos grises se volvieron cristalinos—. ¿Y si pasa algo? ¿Y si no vuelvo? ¿Qué hay de Giari? ¿Y de Nantsu? No puedo abandonarlo...

—Estaremos bien —dijo ella—. Y no lo vas a abandonar, volverás cuando todo esto acabe. Promételo.

—Volveré.

—¿Pase lo que pase?

—Lo prometo.

La anciana abrazó a su hijo, lo apretó y él le devolvió el abrazo con fuerza. Se separaron y ella enjugó sus lágrimas con el puño de su suéter. Luego, le dio unas palmadas en la mejilla, él asintió y se dio la vuelta.

—Cuida a Nantsu.

Alguien en ese instante corrió como una sombra y luchó por salir, luego se lanzó contra su padre y envolvió sus piernas. Apretó con fuerza y lo miró con ojos llorosos. El hombre se agachó y lo cargó, y el niño hundió su cabeza en su hombro.

—¡Papá! —lloró el niño.

Luego, lo bajó al suelo, se acuclilló y lo tomó de los hombros. Sonrió con gentileza, y con el cariño de un padre con su hijo. Evel tragó saliva mientras miraba desde atrás.

—Nantsu, cuida a tu abuelita y a la tía Giari.

—¡No te vayas! —respondió el niño sin soltar a su papá.

—Tengo que irme. Lo siento, Nantsu... —dijo el hombre y miró a la anciana—. Mamá.

Ella se aproximó al pequeño y lo abrazó. Su padre lo miró con tristeza y le revolvió el cabello.

—Prometo volver.

El hombre se dio la vuelta y el niño comenzó a gritar y patalear mientras la mujer aumentaba la fuerza de su abrazo. Evel se aproximó lentamente, luego apresuró su paso y salió de la casa esquivando las patadas del niño. Miró al hombre, su pecho se estrujo y sus ojos se humedecieron.

El hombre se alejaba por un camino de tierra en medio de una villa, y alrededor se alzaban colinas verdes y montañas con picos altos llenos de nieve. Evel corrió a través del campo para alcanzarlo, para detenerlo.

—No...

El hombre no volteó a mirarlo.

—¡No!

El hombre siguió avanzando y por más que corrió hacia él, jamás logró alcanzarlo. Tanto el niño, como Evel gritaron al unísono.

—¡Papá!

Una vez más, todo se volvió oscuro, pero él luchó, luchó contra aquello, necesitaba verlo una vez más...

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Lo siguiente fueron las olas arrastrándose en la arena, la espuma burbujeante. Estaba sobre la arena fría, había nubes grisáceas sobre su cabeza. Se levantó, su cuerpo pesaba y sus ojos estaban húmedos.

Había unas escaleras de roca que conducían a un pueblo, y detrás, se alzaba un risco al mar. También había un bosque rodeando el pueblo que cubría los pies de montañas con picos llenos de nieve.

Evel caminó sin dejar huellas, se acercó a la orilla, y el agua helada golpeó contra sus pies sin mojarlo. Escuchó risas y a su lado derecho, vio a una misma anciana que había visto todo ese tiempo, llevaba una bolsa en una mano mientras miraba al pequeño niño con algo entre sus manos, parecía una concha. Evel retrocedió cuando los escuchó reír.

Y luego, ellos caminaron en su dirección, pasaron a su lado como si no estuvieran ahí. La mujer tomó la mano del niño y subieron las escaleras. La mujer se detuvo cuando estuvieron en la cima, y miró al mar, cerró los ojos.

—Párate bien y cierra los ojos, Nantsu —dijo la mujer.

El pequeño obedeció y apretó sus ojos con fuerza mientras inflaba las mejillas. Evel se detuvo a medio escalón y frunció el ceño sin entender qué estaban haciendo. La mujer se acuclilló hasta estar a su altura, y le susurró algo al niño. Él entreabrió los ojos un poco, la anciana los abrió.

—Nada de trampas, Nantsu o no va a funcionar.

El niño los cerró y los apretó con fuerza sin que ocurriera nada. Entonces, la mujer soltó la mano del niño, le pidió que los abriera y él alzó su brazo. Las olas regresaron mar adentro a la distancia y cuando fueron a la costa de nuevo, el agua cubrió hasta las rodillas de Evel.

Evel miró a la mujer con la boca abierta del mismo modo que el niño. El agua regresó al mar, y las siguientes olas fueron normales. El niño jaló la manga de su abuela y Evel subió hasta estar a su lado. Alargó la mano y le tocó el hombro, pero ella no le prestó atención, solo se levantó, tomó la mano del niño y se alejaron mientras ella le explicaba algo que Evel no pudo escuchar.

Evel los siguió, pero dio un paso más y todo de nuevo se había vuelto oscuro. Invocó su magia para iluminar la oscuridad, pero no funcionó... Comenzaba a fastidiarse. Cuando de nuevo vio luz, estaba en la casa con la fogata, aquella vez estaba de pie, recargado contra una de las paredes.

Frente a él, la chimenea estaba encendida y crepitaba, la mujer en la mecedora murmuraba cosas ininteligibles y el niño jugaba a sus pies con un cascabel y algunas rocas. Evel suspiró al ver la escena y se sentó en el suelo, lejos de ellos. ¿Cuánto más duraría aquello? ¿Cuántos días habían pasado en los que pasaba de memoria a memoria?

—Tú —llamó la mujer.

Evel alzó la mirada, la mujer estaba frente a él, tenía al niño abrazado entre sus brazos y sus ojos estaban fijos en Evel. Evel decidió ignorarla, ella ni siquiera podía verlo a él. Pero parecía como si lo estuviera viendo de verdad, su cabello castaño caía suavemente sobre sus hombros y el niño entre sus brazos jugaba con este. La mujer lo señaló con el dedo.

—Tú.

Evel frunció el ceño y se levantó, el niño en sus manos parecía confundido y dijo con voz infantil:

—Tía, tía, ¡bájame!

Los ojos de la mujer no se apartaron de él, y tampoco soltó al niño. Lo aferró con fuerza.

—¡Tía!

Ella lo ignoró, miró directo a Evel y sonrió con amabilidad, miró al niño en sus brazos.

—Sobreviviste.

Evel la miró, abrió la boca y la cerró de inmediato. Si decía algo, ¿ella lo escucharía? ¿Ella era capaz de escucharlo siquiera? Aquello solo era una memoria, no debía ser posible, pero aun así, sus ojos se humedecieron. La mujer lo siguió mirando.

—Que alivio, que alivio —dijo ella y le dio unas palmadas en la espalda al niño antes de volver a mirar a Evel directo a los ojos—. Por favor, vive a partir de ahora. Las potestades te cuidarán.

—¿Qué?

Ella sonrió al niño, no a Evel.

—Les diré que tendrán que seguir esperando —dijo ella—. Ellos lo entenderán. Ellos quieren verte feliz.

Miró a la puerta de la casa y sonrió. Evel dio un paso al frente, solo para comprobar, solo para saber que aquello no era un sueño, no era una memoria, pero como pensó, su mano solo los atravesó. Ella lo miró con ojos vacíos y con pena, pero sonrió.

—Es tiempo de despedirnos de nuevo, Nantsu... Evel.

Evel pensó que se caería, que todo se volvería oscuro, que no vería nada más que aquello, que en cualquier momento esas palabras se desvanecerían y no volverían a ser ciertas.

El niño comenzó a llorar en los brazos de su tía, y la puerta se abrió con un azote. La abuela entró y corrió hacia su tía antes de quitarle al niño de los brazos, le dio unas palmaditas antes de gritarle a ella:

—¡Giari!

Evel retrocedió hasta una pared para darles espacio, y antes de que todo se difuminara, antes de que todo acabara, Evel apretó su pecho, sus ojos humedecieron y soltó:

—No los olvidé.

—Lo sabemos, Evel —dijo ella—. Ahora, vive la vida lejos de aquí, la vida que tu desees...

La abuela dejó al niño al suelo, sacó de su bolsillo un frasco, se apresuró a abrirlo y le colocó un poco en la frente de la mujer, una potestad con forma de serpiente reptó desde su espalda y tanto la potestad como la abuela susurraron, la magia titubeó en el aire. Su tía cerró los ojos y una lágrima se resbaló de ellos y antes de caer al suelo, la potestad y la abuela la atraparon y la bajaron lentamente hasta el suelo.

En el regazo de la abuela, ella apartó el cabello de la cara de su tía y comenzó a cantar lentamente, para entonces, el niño había dejado de llorar y se acercó. Su abuela le sonrió, la potestad que el pequeño no podía ver también lo miró.

—Nantsu, todo está bien —aseguró la abuela—. Ve a jugar, corre.

Nantsu miró a su tía con preocupación, pero aquellas cosas que no entendía, aquellas cosas que le aterraban de su tía... Evel por fin las comprendió. Evel consideró acercarse a él para sacarlo y darles espacio, pero retrocedió cuando su abuela dijo:

—Ve a jugar, Nantsu... No te preocupes, estaremos bien.

Nantsu hizo un puchero, pero asintió y corrió fuera de la casa sin mirar atrás y con un leve tintineó con cada uno de sus pasos. Evel miró esa escena una última vez, la abuela sentada, cantando la misma canción que su padre, una canción solo para alguien querido, alguien amado. Quiso quedarse hasta el final, pero su pecho se oprimió.

—Adiós, abuelita. Adiós, tía.

Se dio la vuelta y corrió detrás del niño mientras sus ojos se humedecían. Recorrió la villa en silencio y siguió a Nantsu hasta subir una pendiente. El pequeño esquivó el rebaño de cabras, le dio una palmada en la cabeza a una y Evel lo siguió en silencio.

Nantsu se sentó en el borde del risco, y Evel se aproximó para evitar que cayera, pero lo que vio lo detuvo. Había pocas nubes, pero todas cubrían a la distancia los rayos del sol, casi parecían creados por la magia. Evel decidió sentarse ahí para vigilar que Nantsu no se acercara a la orilla, y el niño fue a jugar a hacer torres de lodo mientras reía.

Cerró los ojos. ¿Por qué estaba viendo todo aquello? Recordaba el templo, y a Sakradar, pero ¿había muerto? ¿O se había vuelto una potestad? Realmente no lo recordaba, y tampoco entendía por qué nadie lo veía, o por qué estaba viéndose a él mismo, justo en esos recuerdos perdidos, borrados en el tiempo...

Quizá se habían borrado luego de mantenerlo vivo en aquel barco... No, él había querido olvidarlos para comenzar de nuevo. Sabía por qué. Tan solo pensar en ese pasado estrujaba su corazón y lo había mantenido llorando por horas sin motivo aparente en Berbentis.

El viento golpeó contra su rostro y escuchó con atención a las gaviotas que volaban sobre él, y luego, una canción de siempre, una canción ahogada en recuerdos. Evel abrió los ojos y vio que el niño caminaba hacia el bosque, tintineando su pequeño cascabel mientras tarareaba.

Evel suspiró. Se levantó y lo siguió con el sol poniéndose tras su espalda y el viento marino cosquilleando en su cuello. El pequeño se internó al bosque, y cuando Evel miró antes de entrar, no encontró a nadie.

—¿Nantsu?

Nadie respondió. Evel frunció el ceño, pero entró al bosque, miró a su espalda a las ovejas pastando y al azul del ocaso. Y se internó en el bosque con pasos lentos. Miró sobre su espalda una vez más. La villa con sus pequeñas luces encendiéndose lo despidieron y entró.

Conforme caminaba, la luz a su espalda desaparecía, y las ramas se enmarañaban con su capa. En algún momento, salieron potestades a mirarlo fijamente. Siguió caminando hasta que, frente a él, se dibujaron círculos de roca con musgo en un tipo de claro. Ahí, había un silbido leve, un tarareo dulce y una voz antigua como la tierra misma

Entre la maleza, comenzaron a salir potestades con formas de animales, con forma de reptiles, sin forma, pequeñas potestades como esferas que flotaron como luciérnagas. Todas ellas miraron a Evel, y él se inclinó, ellas lo imitaron justo después.

Evel caminó hacia el círculo al ver un montículo, y ahí encontró a Nantsu dormido sobre una roca con un búho tallado, las estrellas brillaron sobre su cabeza, y a su alrededor, se extendía un tapete blando de musgo. Evel suspiró y se acercó para despertarlo.

En ese mismo instante, Nantsu abrió los ojos y miró el cielo con sus ojos grises y brillantes. Se estiró y sin más, se levantó con un salto, pasó a un lado de Evel y corrió de regreso a la villa. Evel se levantó e intentó seguirlo, pero perdió el camino, ni siquiera pudo ver hacia dónde se había ido. Suspiró y miró a su alrededor. Evel decidió sentarse solo un momento.

Estrellas, todas y cada una de ellas, aquellas que Hok había tratado de enseñarle. Era ese recuerdo... Llevó sus manos a su pecho. Solo un momento más.

—¿No irás a ver?

Era una voz antigua, pero clara y dulce. Cuando miró en esa dirección, encontró un búho blanco con ojos grises. El ave voló hacia Evel y él alzó el brazo justo para que se pudiera sostener. El búho aleteó y enterró sus garras, pero no hubo dolor.

—Sé lo que pasa, Sakradar —dijo Evel y bajó su mirada.

—No soy Sakradar, Evel.

Evel apretó los labios, y el búho habló con claridad.

—Si lo ves de nuevo, dile que gracias por mantener a uno de mis niños vivo —dijo ella con voz dulce.

Evel la miró, y decidió preguntar.

—¿Esto también es mi memoria?

—Lo es y no lo es —dijo ella con tono dulce—. Es el trato que hice con Sakradar mucho tiempo atrás... Una vez se acabe esta memoria, desapareceré.

Evel abrió la boca para decir algo, pero ella lo impidió.

—Esta fue mi decisión, no es tu culpa. Para nada es tu culpa —aseguró ella y cerró los ojos—. Así que cuando abras los ojos, no quiero que pienses que hiciste algo mal...

—Pero...

—No puedes quedarte aquí, incluso si lo deseas —dijo ella y pareció sonreír con sus gestos de pájaro—. Puedes pensar en esto todo lo que quieras, pero no puedes quedarte aquí, Evel.

Evel apretó los labios y miró en dirección a la villa. Al menos por ese instante, al menos por un segundo, quería permanecer en ese claro, no quería ver de nuevo esa misma escena con fuego.

—Por ahora, solo aquí —dijo ella—. Duerme un poco.

El búho voló lejos de su mano hacia una roca, y más potestades salieron del claro. Evel comenzó a sentir modorra en sus ojos, y apenas pudo escuchar las palabras de la potestad:

—Puede que ya no estemos, pero te cuidaremos, así que duerme tranquilo esta noche.

━━━━━━ ◦ ❖ ◦ ━━━━━━

Luz. Sol. Era de nuevo temprano. El sol se elevó con debilidad en el horizonte, pero el cielo estaba gris y las olas impactaban con violencia en la orilla. Evel se incorporó y caminó hasta llegar a la orilla de la playa. No quiso mirar atrás, porque solo quedaban soldados de Setranyr durmiendo sobre cenizas y destrucción.

Caminó un buen rato por la playa hasta que vio a Nantsu. Alzaba las manos al mar, gritaba y sollozaba, desgarraba el aire con fuerza, sus dedos heridos, su cara cubierta de ceniza. El pequeño gritó por ayuda a potestades que él no podía ver, pero que estaban ahí, pidió ayuda a nadie, y luego llamó varias veces por su padre. Evel suspiró y solo se sentó ahí, a su lado, junto a las potestades, y aguardó con ojos llorosos.

Cuando el pequeño se desplomó en la arena, encorvado y con los dedos en la arena humedecida, Evel se levantó. Aquella lección él ya la había aprendido tiempo atrás: por más que llamara a los muertos, ellos jamás volvían, a veces escuchaban, pero para ellos... Inhaló. Se levantó, cansado, pretendiendo que su garganta no se apretó y se dio la vuelta.

Por la tarde, lo encontró en dónde esperaba verlo. Atravesaron juntos la villa en silencio, y evitaron a los soldados. Caminaron, caminaron en dirección opuesta a casa, a donde su padre se había marchado. Caminaron por días, por días y días, y Evel solo lo siguió a través de montañas, ríos... Las potestades los siguieron de cerca. Y cuando volvieron a la playa, el niño comenzó a correr.

—¡Papá!

Evel apretó los ojos.

—¡Papá! ¡Papá!

Evel, que seguía a su ritmo mucho más atrás, ignoró los gritos, pero no pudo evitar pensar lo que pensó en esa entonces: «Papá prometió volver». Nantsu dejó de gritar por fin por su padre, dejó de correr y arrastró sus pies en la arena después de unas horas.

«¿Papá? ¿Por qué no cumpliste tu promesa?»

Nunca contestó y siguieron caminando sin llegar a ningún lado, sin avanzar a ningún lado, solo hundiéndose en la arena, solo pensando en lo que quedaba atrás. Ocasionalmente, alguna potestad preguntaba si estaban bien y terminaba uniéndose para ayudar, a veces, otras solo se unían por curiosidad.

Después de tiempo de correr sin destino, Nantsu cayó al suelo, deshidratado, con los pies hinchados y la cabeza con fiebre. Trató de impulsarse a seguir, cayó de bruces, se hizo un ovillo y sollozó. Evel se sentó a su lado.

No había lágrimas, solo un mar que se acercaba y se iba, el mismo mar que Nantsu veía. Evel miró un montón de pequeñas potestades y lo escuchó pronunciar su nombre.

El nombre de ambos.

Evel se levantó y se fue de ahí hacia ningún lado. No había nada más que ver que no supiera, no había nada más que ver que valiera la pena recordar o pensar. Ya se había lamentado toda su vida por aquello, por todas esas cosas que lo dejaron pasmado ante su vida, inmóvil ante cualquier cosa, por todo lo que le había herido. Sabía que sería difícil, que dolería seguir con todo lo que había perdido, que dolería muchísimo.

Seguir dolía, pero era lo que quería hacer, era lo que debía hacer.

Miró atrás, a él del pasado. No quería lamentarse por lo que pudo ser, pero quería asegurarle, que estaría bien, que las cosas estarían bien después de todo, que no estaba solo. Algo se rompió en su pecho, y miró al frente, a la oscuridad.

Aquella vez, no temió, y aguardó. Fuera lo que fuera a ver aquella vez, apretó los ojos con fuerza para verlo. Había decidido de todas formas que iba a regresar a casa al menos una última vez...

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