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XXII. Todo lo que perdió

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"Sarkat cayó antes de la tormenta de arena del siguiente día. No quedó ningún cuerpo en la ciudad, ni marcas de sangre, o alguna muestra de vida. Y el polvo llenó la ciudad como cenizas.

El país de los magos se volvió una ciudad fantasma, una ciudad silenciosa, una ciudad destruida. Una ciudad cubierta en polvo, sangre y almas perdidas.

Ella fue el castigo de los dioses, aquella mujer de cabellos rojizos y rostro hermoso, con ayuda de Halthorn. Fue la espada que mató a Fukurai y a sus hijos, fue quien asesinó el linaje más antiguo de magos humanos con magia ancestral, uno de los linajes más arrogantes.

No era el castigo que merecían los inocentes, no era el castigo que nadie merecía. No era algo que ningún niño, que ningún adulto jamás debió de presenciar. Aquello fue una masacre, donde todo se convirtió en arena, donde el dolor acabó con los pocos que vivieron, y los pocos que vivieron fueron torturados, olvidaron o murieron.

Fue la masacre de un país entero, en tan solo unas semanas, por un país sin magia, por un país ignorante y por los dioses falsos que ellos defendían. Fue la diosa de los sueños, la diosa hija de los triples dioses, la hija de los dioses falsos quienes nos volvieron magos de una ciudad que no existe, de una ciudad destruida." —de las Crónicas de Sarkat, de Hish Urtan.

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Odio. Sangre. Destrucción. Iba a destruir todo lo que su hermano había creado, iba a destrozar todos sus sueños, todo lo que había anhelado. Iba a destruirlo de poco en poco, o tal vez... tal vez sería mejor destruir todo en un instante frente a su rostro. Solo quería ver su sangre corriendo en sus manos, sus ojos abiertos, muertos... Quería que se arrepintiera por todo lo que había hecho, que se diera cuenta de todo lo que había hecho.

Y así, con la forma que conservó, propagó su nombre: Halthorn. Envenenó todo lo que Draimat reclamó como suyo, todo lo que tardó años en construir. Destruyó los palacios de marfil que rezaban su nombre, devoró a sus sacerdotes, asesinó a cada uno de los creyentes que se cruzaron en su camino, y a aquellos que abandonaron a su dios falso y juraron su lealtad, los marcó con un árbol como maldición, para que jamás pudieran rezar a Draimat. Y así, lo buscó por años.

Se arrastró por las sombras, se alió con potestades que eran más demonios que potestades, seres terribles hechos de putrefacción, que llevaban la muerte y el sufrimiento en sus pasos, todos los que odiaban a esos supuestos dioses. Sin embargo, las potestades comunes jamás se unieron, eran demasiado cobardes siquiera para acercársele. Su ira duró años, tantos años que dejó de recordar porque la sentía. La memoria estaba dentro, pero jamás miró en su dirección. No tenía sentido recordar de cualquier manera, solo importaba ver a su hermano muerto.

Por eso lo buscó por mar y tierra, por cada rincón del mundo. Destruyó su legado, corrompió las mentes de los dioses, devoró los dioses menores que servían a Draimat. No pudo recordar por qué había comenzado, pero cada vez, con cada paso, supo que no había marcha atrás.

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En el bosque, mientras se dirigía a un viejo reino que recientemente había construido templos para Draimat, Halthorn detuvo sus pasos cuando escuchó un grito, sus seguidores también se detuvieron detrás de él.

—¿Mi Lord? —llamó uno de ellos—. Seguro solo es un animal...

Halthorn los miró y ambos callaron y retrocedieron con la cabeza gacha oculta bajo su capa. Era pleno invierno, la nieve caía ingrávida y no se escuchaba nada más que las respiraciones de los dos hombres detrás de él, y sus pisadas. Y luego, volvió a escuchar el grito... desgarró el silencio invernal del bosque. Por algún motivo, a su mente fueron imágenes de sangre en la nieve, una potestad en forma de lobo y alguien de cabello castaño. En cualquier otro momento, hubiera ignorado aquello, pero esa vez, no explicó nada, se transformó en ave en un parpadeo, sus seguidores se arrodillaron en la nieve y Halthorn buscó el sonido. ¿Qué era esa memoria?

Entonces, mientras miraba desde arriba en los bosques de la noche, vio la escena, hombres con antorchas y cuchillos en las manos, y una figura encapuchada que huía, trastabillaba y caía sobre la nieve. Jadeaba y gritaba por ayuda. Sakradar se detuvo por mera curiosidad sobre un árbol y observó.

—¡Vuelve aquí, ladrona! —gritó uno de los hombres.

—¡Ayuda! —suplicó.

Y luego, se tropezó contra una rama, cayó de bruces, y antes de poder levantarse, uno de los hombres tomó su pie y la jaló. La persona encapuchada gritó y sollozó cuando la voltearon. La capucha cayó de su cabeza y rebeló cabello castaño, pero sus ojos eran completamente anormales, eran verdes como turquesas. Ella apretó los labios y alzó sus manos, salió fuego de ellas, que apartó al hombre un instante, pero al siguiente, el otro hombre se lanzó sobre ella y colocó dos brazaletes. Ella forcejeó y trató de alejarse, intentó de nuevo hacer magia, pero no salió nada.

—¡Yo solo quería ayudar! —gritó ella, con lágrimas en los ojos—. ¡Ellos estaban muertos! No iban a descansar así...

—Los muertos deben regresar con los dioses —dijo uno de los hombres y acercó su cuchillo al cuello de la mujer—. Las almas deben ir a los palacios de los dioses.

—¡Ellos mienten! —gritó ella.

Acercaron un cuchillo a su rostro y la inmovilizaron. Uno de ellos rio.

—Dicen que si tomas los ojos de los ladrones de almas, los dioses responderán todas nuestras plegarias.

Fue entonces que Halthorn decidió intervenir. Había imágenes en su mente que no entendía, que no lograba entender, sabía que tenían relación con el motivo de por qué había comenzado a hacer eso, pero no sabía de qué forma. Solo debía impedir que los dioses falsos se beneficiaran, y quería aprovechar para preguntarle a ella a qué se refería con que mentían.

Descendió y caminó entre la nieve, su capa negra se agitó y los hombres miraron hacia él en cuanto la mujer abrió los ojos con miedo.

—¿Y tú qué quieres?

—Que recen si tienen a alguien a quien rezar.

Las antorchas se apagaron en ese mismo instante. Cuando terminó con ellos, se acercó a la mujer, que estaba aterrada y temblando contra un árbol. Ella se encogió y alzó las manos.

—No me lastimes —suplicó.

Halthorn avanzó, tomó los brazaletes y los rompió solo al tocarlos, luego retrocedió un paso, la observó. No se sentó, y la miró desde arriba.

—¿Por qué te atacaron? —preguntó sin rodeos.

Ella abrió la boca, pero no respondió, se levantó y corrió en dirección contraria. Sakradar suspiró, y aunque quiso seguirla para entender más, para cuestionarla, al final, se volvió a transformar en ave y regresó a hacer lo que planeaba. No pensó que la volvería encontrar, no pensó que aquello fuera tan importante, pensó que aquel momento se perdería en su memoria como todo lo demás, que ese incidente se desvanecería y no volvería a ser relevante. Estaba equivocado.

Poco después, cuando un montón de magos lo atacaron y evitaron que destruyera un templo, su única opción fue huir al bosque por el que había llegado. Desorientado, solo y hambriento de sangre terminó en el mismo bosque en el que un año atrás, había visto a esa mujer. En el suelo, casi a punto de hacerse un amasijo de nada, escuchó pasos... Cuando pensó que era su hermano, se levantó para que terminara todo por fin, pero en su lugar estaba la mujer que había salvado un año atrás.

Le picó una mejilla.

—¿Te vas a morir así de fácil luego de todo el espectáculo que hiciste?

Sakradar no quiso hablar y volvió a enterrar su cabeza en la nieve. Era patético. Para su sorpresa, la mujer lo levantó, colocó su brazo alrededor de su hombro y lo arrastró a través de la nieve. Llegaron a una cabaña aislada de la civilización y para entonces, Sakradar ya había usado sus pies, solo porque la había escuchado jadear y gruñir mientras lo jalaba. Realmente era una humana débil y torpe... Tuvo un déjà vu.

Ella lo metió a su cabaña y lo obligó a sentarse frente a su chimenea. Ni siquiera le preguntó quién era, qué era o por qué era, y simplemente le dio un cuenco con sopa caliente. Sakradar miró el cuenco por un buen rato, sabía que aquello no lo llenaría, pero por algún motivo no pudo negarse... ¿Por qué sentía que esa escena ya la había visto antes? Alguien amable se lo había dado, ¿en dónde estaba esa persona?

El tazón cayó de sus manos.

—¡¿Qué te pasa?! —preguntó ella mientras lo recogía y le dio un golpe en la cabeza—. ¡No desperdicies comida!

Sakradar reaccionó, y miró el suelo y luego el tazón. ¿Por qué se le cayó? Ella suspiró. Al final, recogió todo y le dio otro cuenco y aquella vez, se sentó junto a él para comer y vigilar que no lo volviera a tirar. Le sermoneó por veinte minutos acerca de no desperdiciar la comida, de comer bien, de lo difícil que era conseguirla y en algún punto comenzó a divagar sobre libros y hongos silvestres. Mientras la escuchaba hablar, Sakradar se perdió en sus recuerdos y en todo lo que había hecho esos años...

De pronto sintió vergüenza de estar sentado ahí como si nada... ¿De verdad había matado a inocente solo por venganza? Cuando se preguntaba por qué había comenzado, su pecho dolía.

—Oye, ¿por qué me salvaste hace un año?

Sakradar la miró, tampoco recordaba por qué lo había hecho, así que regresó la mirada a su tazón.

—No lo recuerdo. No recuerdo muchas cosas.

—Puedo ayudar con eso —aseguró ella y sonrió.

—¿Cómo?

Sus mejillas enrojecieron y desvió la mirada como si no hubiera dicho nada para empezar. Ella balbuceó algo que Sakradar no pudo entender.

—¿Qué dijiste?

—¿Vas a decirle a alguien?

—No.

—Júralo.

Sakradar suspiró.

—Está bien, no le diré a nadie —prometió y se llevó un bocado de sopa a la boca—. No existe nadie que pueda restaurar memorias de todas formas.

—¡Falso! —dijo ella—. Los ladrones de almas podemos leer los recuerdos de las almas.

Sakradar frunció el ceño porque jamás había escuchado ese término durante todos esos años, pero del mismo modo, había pasado una buena parte de su actual vida buscando venganza y comportándose como un demonio... La vergüenza volvió de inmediato, y no quiso preguntar qué significaba aquello.

—Es como magia pero distinta —aseguró ella—. Nosotros podemos ver el alma de la gente... Bueno, también tengo magia, pero eso es otro asunto.

Sakradar frunció el ceño aún más... De cierta forma le recordaba a cierto tipo de magos, a los magos que podían ver a las potestades. Una imagen fue a su cabeza, hilos y alguien con una botella de cristal contra su pecho. Frunció el ceño.

—¿Qué necesito hacer?

—Solo sostén mis manos —dijo ella y colocó el tazón en el suelo—. Así podré guiarte a tus recuerdos.

Sakradar frunció el ceño y comentó con burla.

—¿Y eso va a funcionar, así como así?

A pesar de su comentario, titubeó. Si era cierto y ella veía demasiado, ¿qué sucedería después? ¿Ella se enojaría y lo sacaría a patadas de su casa? ¿Ella lo atacaría con su magia? ¿Él se defendería? De pronto, volvió a sentir vergüenza por todos esos años de destrucción... Le dio la mano de todas formas.

Ambos cerraron los ojos, y pensó en esa memoria, en aquella memoria perdida de un mago, y pronto, lo recordó... Orthen. ¿Por qué él? ¿Por qué su hermano había atacado en específico a Orthen? Ella soltó sus manos y jadeó por aire, y salió de sus memorias así de abrupto.

Desde que renació, había pensado que perdió su corazón, su propia alma, que no podía sentir nada, que lo que hacía era simplemente un capricho para pretender que tenía un motivo, que no era un humano, pero sus ojos se humedecieron en cuánto recordó.

Los ojos de la chica se humedecieron también, pero para sorpresa de Sakradar, lo dejó quedarse ahí el tiempo que quisiera sin cuestionarlo. Ella no solía preguntarle nada acerca de su pasado, parecía evitar hablar de ciertas cosas con él, y del mismo modo ella evitaba hablar de su propio pasado. Sakradar jamás supo por qué la persiguieron la noche que la conoció. Y poco después le dijo su nombre: Kaesia.

Lo que fueron unas semanas, se volvieron meses. Junto a ella, el tiempo era mucho más lento, se sentía en paz, como cuando estuvo con Orthen o con aquella potestad con forma de búho. Al mismo tiempo, ella parecía menos ansiosa, pasó de ser precavida en salir a salir más a menudo, a veces llevándolo a rastras al bosque para enseñarle cosas del mundo, de su mundo.

Ella le contó a Sakradar que solía recolectar hongos, y plantas salvajes para venderlos en las ciudades, pero que luego del incidente, solía solo recoger para ella y por eso en invierno siempre sufría de falta de comida. Con Sakradar a su lado, por lo menos ese invierno no pasó más hambre, él solía cazar y ambos cocinaban. Ella le enseñó más platillos que los que conocía de Orthen, y cuando explicaba con entusiasmo, sus ojos parecían iluminar toda la nieve a su alrededor, como si el invierno terminara por fin.

Verla así, hablando sin parar hasta que apagaban la estufa y comían, hacía que Sakradar sintiera una extraña calidez que no sabía si era suya o si la estaba pretendiendo, pero ciertamente no podía apartar sus ojos de ella hasta que terminaban de comer y limpiaban todos los utensilios. Quizá, todo eso fue una de las razones por las que creyó que podría olvidar todo, que todo estaría bien y que no importaba lo que hiciera Draimat mientras no se acercara a ese pequeño rincón del mundo.

Los años pasaron, y pasaron antes de que él se armara de valor, sostuviera sus manos y le prometiera que la cuidaría por siempre, y que quería formar un hogar con ella. Ella lo golpeó y aceptó con ojos llorosos y se abrazaron. El tiempo pasó con las mismas rutinas de siempre hasta que una noche, ella decidió decirle con una sonrisa sutil y sus ojos brillantes de siempre:

—Voy a tener un hijo

Y la abrazó el resto de la noche. Las estaciones pasaron mientras seguían en esa pequeña casa, prepararon todo para cuando su hijo naciera y en otoño, ella salió al bosque diciendo que volvería.

Conforme las horas pasaron, la preocupación de Sakradar aumentó, salió y fue a buscarla. La encontró en un claro, sus manos alzadas como si sostuviera algo, sus ojos brillando como luciérnagas y una vez ahí, ella confesó lo que estaba haciendo. Se lo había dicho cuando ella lo acogió en su hogar, ella se había referido a sí misma como una ladrona de almas.

Ahí, entre las hojas de otoño, ella le explicó que eran un tipo de magos que podían ver las almas, que podían hacer magia con ellas y que, por eso mismo, los dioses los cazaban... Le explicó que esa noche un alma le había pedido que escuchara su historia.

Le dijo que la diosa de un país llamado Sarkat había desaparecido, que los reyes no la estaban buscando y que las potestades lentamente se alejaban de los humanos. El alma le contó a Kaesia cómo había muerto al investigar y cuando terminaron de hablar, regresaron a casa. Sakradar no dejó de pensar en esa información por días, sobre todo porque Orthen le había pedido un favor antes de morir, y aquella diosa a la que se referían lo había ayudado antes.

Cuando por fin nació su hijo, de ojos y cabello negro, él lloró solo al verlo. El latir de un corazón, un pequeño corazón que no era una potestad, sino un humano que crecería bien... Y aun así, la promesa a Orthen resonó una y otra vez en su cabeza.

Poco después, Kaesia le dijo:

—Está bien, ve a cumplir tu promesa —dijo sonriendo—. Solo promete que volverás o te voy a golpear.

—Lo haré, te lo prometo.

Le apartó los cabellos del rostro una última vez, besó a su hijo en la frente y se volvió un águila. Voló al cielo y aleteó en dirección al sur, a ese viejo país de magos que había abandonado quién sabía cuánto tiempo atrás. Atravesó el mar iluminado por halos de luz colándose entre nubes, y entre tormentas con vientos que lo sacudían en el aire.

Cuando llegó a tierras áridas, llenas de montañas y picos, se dirigió al desierto, al viejo cráter que mucho tiempo atrás, Fukurai le había mostrado. Ahí, se alzaba un gran castillo, rodeado de una enorme muralla de varios metros y rodeada de pequeñas casas iluminadas que no estuvieron ahí cuando se fue. Voló hacia el lago, pero no encontró el templo, solo ruinas.

Sobrevoló más alto y una potestad alargada surcó el cielo oscuro, lo miró un segundo y habló en sarkano:

—El templo está detrás de las colinas, pero es mejor que no te quedes mucho tiempo aquí...

Sakradar agradeció en silencio y voló hacia las colinas a la orilla opuesta al castillo, donde estaba un cráter. En el centro, yacía un templo de roca con una fachada de dos torres y ventanas ojivales. En la cima, en una punta había una estatua de un búho con ojos cerrados.

Sakradar descendió en silencio, y al pararse en la entrada de madera, se transformó de nuevo. Tocó la entrada varias veces hasta que un hombre se asomó y al verlo, lo saludó con una reverencia, luego musitó algo en silencio y cuando terminó, miró a Sakradar a los ojos.

—Halthorn —dijo él—. Ha vuelto después de tanto, justo cuando más lo necesitamos.

Sakradar frunció el ceño sin entender cómo lo habían reconocido así de rápido. Sabía que su nombre para ese punto estaba escrito en la historia, pero no tenía sentido que lo identificaran de inmediato y mucho menos, que no sintieran terror. El hombre abrió ambas puertas y lo guio a través del templo a una de las habitaciones en una torre. Se inclinó para desearle que durmiera bien y se fue sin explicarle más.

Sakradar permaneció despierto toda la noche y aguardó por la diosa, pero cuando el sol se asomó, Sakradar se rindió, tal vez iba a tener que quedarse un poco más de tiempo en Sarkat para buscarla él mismo. En ese mismo momento, alguien tocó su puerta y al abrirla, encontró un hombre alto de mirada severa, y un séquito de magos detrás.

—Halthorn —dijo el hombre inclinándose—. En cuanto los sabios del templo me hablaron de su regreso a Sarkat, supe que era una señal de las estrellas. Es por este motivo que he acudido a ti.

Sakradar se paró firme y aguardó a que el hombre continuara.

—Es deber de nosotros, los únicos magos iluminados, de inculcar nuestra magia en el mundo, sobre todo en esos países que ni siquiera practican magia y aquellos que no conocen a las potestades —dijo el hombre—. Y para poder inculcarlos, necesitamos tu poder. Hemos escuchado todo lo que has hecho con esos dioses falsos.

Sakradar hizo una mueca con cada una de las palabras. No había ido hasta ahí para escuchar esa mierda, de hecho, cuando comenzó, nunca esperó escuchar eso de la gente del reino de su amiga. ¿Qué demonios había pasado en ese país para que el mismo rey y los magos del templo de la diosa fueran a su puerta sabiendo quién era y qué había hecho? Se preguntó si había sido su culpa al usar el nombre con el que lo conocían ahí o si había sido cosa de su hermano... Sintió asco.

—No vine aquí por eso. ¿En dónde está su diosa?

El hombre arqueó una ceja, dio un paso hacia el frente.

—¿No sabes quién soy, Halthorn? —preguntó el hombre—. Soy el rey de Sarkat. Tú eres una potestad, Fukurai era solo una potestad... Ambos existen para servirnos a nosotros. No es una petición.

—¿En dónde está Fukurai? —preguntó Sakradar con la ira creciendo a casa paso—. No vine aquí a ver a un imbécil con una corona que no le pertenece.

—¿Cómo te atreves? —dijo aquel rey—. Primero Fukurai y luego tú...

Sakradar dio un paso hacia el hombre.

—¿En dónde está Fukurai?

—Huyó.

—¿Por qué huyó?

Una sonrisa se propagó en el rostro del rey y los magos a su espalda bajaron la cabeza con culpa. Sakradar sonrió también. Ni siquiera explicó nada, no necesitó escuchar más ni saber nada.

Tomó del cuello al hombre, lo empujó y lo hizo estrellarse contra uno de los muros de roca. Los magos alzaron sus brazos debajo de las capas y Sakradar desgarró el cuello de aquel rey con sus manos, luego se lanzó contra los magos. No iba a permitir que la historia de Crysal se repitiera ahí, mucho menos iba a permitir que su amiga perdiera aquel lugar que amaba.

Luego, se convirtió en un águila y voló, se fue de ahí. Solo esperaba no haber tomado una mala decisión, solo esperaba que Fukurai estuviera bien... Se dirigió al sur para buscarla.. La promesa de Orthen tendría que esperar.

Llegó por la noche al lugar al que había renacido con la esperanza de encontrarla, pero en cambio, ahora había cuatro torres de roca oscura rodeando a la cueva. No les prestó atención y entró a la cueva, pensando que quizá, si esperaba ahí, ella llegaría de nuevo, no diría nada por todo lo que había hecho después de irse, y le volvería a tender una mano. Así, Sakradar sabría que ella estaba bien fuera lo que fuera lo que aquel rey y esos magos le hicieron.

Estaba equivocado.

Antes del amanecer, lo despertó la falta de aliento, y salió de su cueva arrastrándose. Al mirar afuera, encontró un círculo rodeándolo y conectado a las cuatro torres, y lentamente, se trazaban hilos delgados a través del aire.

Miró a su alrededor para ver quién estaba haciendo ese sortilegio y la magia se sintió familiar, la esencia era la misma a la de Orthen, pero mucho más violenta. ¿Eso era lo que Orthen le pidió proteger?

Miró una última vez a la cueva. «Lo siento, Fukurai, Orthen». Se convirtió en un reptil de varios metro de altura, con alas y garras afiladas, con su cola tiró las torres para alejar a los magos, pero cuando unos fueron aplastados, otros los reemplazaron.

Alzó las alas, pero no pudo volar más arriba cuando los hilos se ataron entre sus extremidades. Lanzó zarpazos al aire y en todas direcciones para liberarse, pero los hilos siguieron tensándose. Y entonces, los magos cerraron sus puños abruptamente. El extremo de un hilo grueso apareció en cada mano de cada mago, como si conectara con sus venas hasta el cuerpo de Sakradar. Los hilos lo obligaron a descender y cayó de bruces.

El suelo se estremeció, pero ninguno de los magos se alteró. Incluso, uno de ellos, sacó de inmediato de su capa una esfera de cristal y la alzó al cielo. El sol la iluminó y en contra de la voluntad de Sakradar, la magia lo arrastró hacia la esfera. La magia desgarró su cuerpo, su alma, lo último que le había dejado un mago para volver a ser. Gritó y se aferró con uñas y dientes a su libertad, a una promesa, a los ojos turquesas de alguien que lo aguardaba muy lejos de ahí. Todo brilló con intensidad.

Y luego oscuridad por una eternidad. Dolor insoportable, magia rompiéndolo lentamente... Pensamientos vagos, recuerdos estropeados, sentimientos alterados. El tiempo no pasaba. Estaba solo. Oscuridad y nada más.

Orthen, Kaesia y su hijo fueron a su mente muchas veces. Incluso pensó en Fukurai, en la potestad que lo había salvado cuando renació. «¿A dónde fuiste?» pensó. «Moriré aquí... ellos pensarán que los abandoné». «Hijo, ¿cuántos años tienes ya?». «¿Me odias por no cumplir la promesa, Kaesia?». «¿Orthen? ¿Dónde estás? ¿Por qué no me pediste que me quedara?» «¿Por qué me pediste hacer eso? ¿Por qué ya no sonríes?». «¿Sigues buscando potestades?». «Perdón, no cumplí la promesa». «Perdón...».

«Te odio, Isialtar».

«Destruiste nuestro hogar». «¿Por qué destruiste mi hogar?».

«¡¿Qué es lo que quieres de mí?!»

Cerró los ojos.

Los abrió. Lo sintió en todo su cuerpo, en su cuerpo encogido. Su hijo estaba en peligro. Se removió, se agitó, gritó, rasguñó las paredes de esa prisión, arrancó su propia piel, alzó las manos en la oscuridad para ayudarlo. Y escuchó una voz, leve, suave... Había perdido todo.

—Perdón, Sakradar —dijo ella—. Has cambiado. Has cambiado mucho. No te enseñé lo suficiente y mira lo que te hice.

»Perdón... —. Y su voz se quebró, era el primer tono de emoción que escuchaba de ella—. No soy ninguna diosa, jamás lo seré... pero tu hijo está a salvo. ¿Me escuchas?

Silencio. Sakradar alagó una mano a la oscuridad, pero aquella vez, no había una mano que lo sostuviera de vuelta.

—Sakradar... ¿está bien si hago un trato contigo? —dijo y sintió una mano en la esfera—. No me queda mucho tiempo, pero cuida a todos mis descendientes, a pesar de todo... A cambio te daré lo último que me queda de magia.

«¿Por qué?»

—Les fallé... Los dioses falsos quieren destruir este país —dijo ella—. Sé que no eres como tu hermano y que cumplirás... Te lo suplico.

«¿Fukurai?»

Pero ella no contestó, y jamás volvería a responder al llamado de nadie.

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La esfera crujió y lentamente se fracturó en mil pedazos. En un lugar perdido entre la arena, se desparramó hasta estar afuera. Le tomó un tiempo que sus ojos se adaptaran al mundo real, a la luz, y a que su cuerpo se sintiera propio. Miró arriba, un domo de cristal donde las estrellas brillaban.

Aquel cuarto, con pozos de agua y un pedestal donde quedaba una esfera de cristal completa —sin cambios a pesar de haber sentido cómo se rompía—, fue el primer lugar que vio después de mucho tiempo, y dónde juró debajo de las estrellas que destruiría a su hermano.

No había nadie, y las puertas estaban completamente abiertas, así que se arrastró con ayuda de sus manos para salir, tomó tiempo y con cada centímetro que se arrastró, su cuerpo fue más ligero y débil. Cuando salió por fin, las puertas se cerraron con un estrépito.

Quedó de nuevo en la oscuridad, y se arrastró por ese pasillo largo. Arriba, las siluetas de un mural, una historia de muchos años atrás... Aquel era el nuevo templo de Fukurai, pero no había nadie, ni un sabio, ni un creyente, ni una potestad. Se arrastró fuera del templo y encontró fragmentos de roca dispersos en el suelo, una estatua rota.

Avanzó hacia las escaleras que subían del centro del cráter a las laderas, y al llegar ahí, vio una ciudad donde ninguna luz brillaba, donde no había ni un solo sonido más que un repiqueteo cada cierto tiempo.

Se arrastró por la ciudad, por los adoquines sin encontrar ni a una sola persona, y cuando se acercó al centro de la ciudad, encontró un montículo de cenizas mezcladas con arena. No quedaba ni un solo mago de Sarkat...

En parte sintió alivio porque no quedaba nadie en el mundo que pudiera repetir el sortilegio que lo encerró y lo hizo así, por otro lado, no supo cómo recuperaría su forma y cómo iba a cumplir la promesa que le hizo a Fukurai en la esfera. Miró aquel montículo por un buen rato,

Escuchó repiqueteos cercanos, y pronto, tres soldados pasaron por esa plaza. Hablaban un idioma que no conocía y se detuvieron frente al montículo. En aquel momento, Sakradar aprovechó para subirse al zapato de uno de ellos y se aferró con sus dos pequeñas manos.

Debía haber sobrevivientes entre todo lo que había sucedido, y si era así, iba a al menos a aprovechar para recuperar su forma. Salieron de la ciudad, y se dirigieron al oeste, donde había un gran grupo de soldados rodeando un grupo de al menos doscientos sarkanos sentados en el suelo con cadenas y brazaletes mágicos. Mirando todo, había una mujer con cabello rojo carmesí, y una capa blanca que ondeaba en el cielo del amanecer frente a ellos... Con solo verla, con solo sentir su presencia, supo que ella era más que una maga, una diosa falsa. ¿Aquello era a lo que Fukurai se refería?

Ella miró a todos los soldados, a la gente, alguien le susurró algo al oído y ella asintió.

—Llévense a los que tienen mejor magia, servirán con un poco de disciplina —ordenó ella en un idioma familiar, el idioma de Crysal...

Sakradar no pudo contener su sorpresa... ¿Cómo era posible si solo Draimat y él habían sobrevivido? ¿Cómo era posible que los soldados entendieran sin vacilar?

—El resto es demasiado débil... Hagan lo que quieran.

Dicho eso, se dio la vuelta, su capa ondeó en el amanecer. Se estiró para ver hacia dónde se dirigía, pero cuando escuchó las espadas desvainándose, la perdió de vista. No pudo cumplir su promesa a Fukurai en aquel momento y fue una de las muchas que no pudo cumplir en toda su existencia.

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Comenzó a desesperarse los siguientes días, necesitaba regresar al norte, con Kaesia y su hijo, necesitaba saber cuánto tiempo había pasado y si ambos estaban bien, pero para eso, primero necesitaba recuperar su cuerpo anterior. El problema era que de entre los magos sarkanos que habían sobrevivido, todos lo ignoraron. Otros simplemente murieron por su propia magia, los brazaletes y las condiciones precarias en que los soldados los mantenían.

Caminaron por la noche, con cadenas en sus cuellos, brazaletes en sus manos y rostros vacíos. Las potestades solían evitar acercarse, o hablarles y en algún momento mientras iban al sur, una potestad se acercó a él sin reconocerlo y sin temor. Sakradar se preguntó si aquello fue efecto de haber estado encerrado por tanto tiempo en una esfera...

—Los cegaron —explicó—. Es mejor que no ayudes a los magos del centro, siempre han sido arrogantes.

—¿Cómo que los cegaron? —preguntó Sakradar—. Parece que pueden ver bien.

—Pero ya no pueden vernos. ¿Viste a la mujer en el desierto? Ella lo hizo con su magia —explicó la potestad—. En el norte todavía quedan magos, pero los piratas los están masacrando... Tal vez encuentres a alguno con visión.

Y así, aceptó que aquella potestad con forma de perro lo llevara al norte. Todavía había esperanza de recuperar su forma original. Debajo del sol, le explicó todo lo que había sucedido para que las potestades decidieran abandonar a la gente de Sarkat. Mientras escuchaba, lo único que podía sentir era ira, la ira hacia todos esos magos, hacia todos los dioses falsos, hacia Draimat. ¿Por qué Fukurai le había pedido proteger aquello?

Después de atravesar dunas, caminos desolados y caminos pedregosos, llegaron a una ciudad portuaria donde todavía permanecía el olor a quemado, y el humo se alzaba de entre las casas. Abundaban en cada calle los cuerpos tirados, cascos, escudos, y las risas toscas de hombres bebiendo.

Fue ahí, que Sakradar bajó del lomo de la potestad y se separaron. Recorrió las calles y encontró un grupo de hombres encadenando a los sobrevivientes. A pesar de todo lo que los magos de Sarkat habían hecho, aquello jamás había sido una guerra, había sido una masacre y una vez más, una promesa incumplida pesó sobre su cabeza...

Las siguientes noches escuchó los gritos de los magos mientras les quitaban su magia, algunos sobrevivieron y otros no. A los niños no les quitaron su magia, pero los separaron de sus padres entre gritos. Sakradar no soportó esa visión y decidió alejarse hacia el norte.

Al final, quizá no iba a poder cumplir la promesa que le había hecho a Fukurai. Tal vez jamás recuperaría su forma, tal vez jamás le cumpliría la promesa a Orthen ni a Kaesia, tal vez no volvería a ver a su hijo... Tal vez jamás lograría vencer a su hermano.

Derrotado, se arrastró por la arena hacia el norte, donde el mar era frío y se veían a lo lejos altas montañas con picos nevados. Mientras avanzaba, a lo lejos, en medio de nada, vio a alguien en la arena. Al principio lo ignoró y pensó pasar de largo cuando creyó que estaba muerto, pero había algo en su magia, algo que le recordó a un viejo amigo...

Decidió ayudarlo, de todas formas, necesitaba la magia para crecer y debía comenzar con alguien.

Al acercarse, notó que había un montículo de potestades pequeñas rodeando su cabeza, otras enroscadas en sus piernas. Aquello era extraño para un mago... El niño tenía los ojos cerrados y en ellos se dibujaban ojeras profundas, apretaba los ojos con dolor hacia el mar y hacia las nubes de tormenta en la distancia.

Una pequeña potestad blanca se acercó, se alzó y sus pequeñas patas tocaron su rostro lleno de pecas. El niño abrió sus ojos, eran grises como el cielo. Se llevó las manos a la cabeza para cubrirse, se hizo un ovillo y sollozó en silencio. Más potestades pequeñas llegaron volando hacia él conforme lloraba. Sakradar lo miró con lástima.

Solo era un niño.

Decidió que no podía abandonarlo, era lo poco que podía hacer para cumplir la promesa a Fukurai y a Orthen, y porque allá, muy lejos en el norte, su hijo alguna vez había tenido la misma edad y él no lo había visto. Inhaló... también necesitaba magia, y era mejor de esa manera a simplemente robarle el alma.

—Haz un trato conmigo —pidió Sakradar y se arrastró frente a él.

»No tendrás que estar solo nunca más.

El niño se encogió más, cubrió su cabeza y dobló sus rodillas. Las pequeñas potestades lo rodearon para brindarle calor.

—Mi nombre es Sakradar... ¿Cuál es el tuyo?

—Nantsu —susurró.

Sakradar sonrió, y juntó a las demás potestades, se quedó cerca de él esa noche. Él no se levantó ni se movió y se durmió en la arena. Las potestades movieron la mano del niño, sus ojos negros brillaron con tristeza, pero sabían que era la única manera de que se recuperaría, de que se levantaría de ahí y sobreviviría.

—Cuídalo —pidió una pequeña bola blanca con tristeza—. Que nos olvide, que olvide todo esto y que crezca bien, por favor.

Sakradar los miró y las potestades se apartaron. Una potestad se acercó con una espina y pinchó el dedo del pequeño, una gota de sangre bastaba. Sakradar cerró los ojos. El trato estaba hecho, y no permitiría que nada le pasara a ese niño. Y en sueños, lo vio todo de nuevo, sus memorias y lo pudo sentir con más fuerza, aquel niño, aunque no era el hermano de Orthen sin duda tenía la misma sangre en su cuerpo, y el mismo apellido que prometió proteger.

—Natsu Bangk —balbuceó entre sueños.

Se escabulló entre la ropa del pequeño. El niño se levantó, caminó por la arena hacia el sur. Luego, Nantsu volvió a dormir luego de caminar, arrullado por las potestades que lo seguían y por las olas. Duraron unos días así hasta que los atraparon.

Al principio, pensó en tomar su magia y su alma y dejarlo, pero luego de verlo llorar en silencio una vez más, decidió que iba a sobrevivir. Necesitaba a alguien como él para enfrentarse a su hermano, después de todo.

Usó lo último de su magia, y parte de la magia del niño para ocultarse de su hermano. En un barco húmedo, junto a las demás potestades intentó ayudarlo, saltaba y rodaba hacia él para alegrarlo, pero no sabía cómo lidiar con niños. Un día, todo cambió con un hombre que decidió comprarlo por una míseras monedas... Lo odió desde que lo vio, lo odió que pensó en más de una vez en descuartizarlo por pensar eso, por hacer eso. Aun así, aquella era la oportunidad perfecta para ayudar a aquel niño a salir de aquel infierno. Usó todo para que aquel niño pudiera tener una vida normal y no sospecharan de su magia, adormeció su magia por un tiempo, ocultó a las potestades de sus ojos con sus últimas fuerzas y lo acompañó hasta Berbentis.

Todos los días en ese lugar, lo acompañó, aunque no lo viera, lo cuidó junto a las demás potestades del bosque. Pero, por más que Sakradar deseó e imploró a estrellas que él no podía ver, la vida de aquel niño no fue normal. Deseó muchas veces detener la magia que ocultaba a las potestades y llevárselo lejos, pero simplemente no pudo. ¿A dónde lo llevaría con esa forma? ¿Cómo lograría hacer que se alejara sin un buen motivo?

Y un día, simplemente no pudo sostener la magia que evitaba que viera a las potestades, su magia se había vuelto más fuerte que un sortilegio copiado por Sakradar... Fue en ese momento en el que decidió intervenir. Si lograba que se marchara, si lograba que aquel niño se alejara de esa casa y de ese hombre, ¿su vida sería mejor? Eso no lo sabía, pero necesitaba rehacer su contrato, necesitaba su nombre nuevo...

Evel. Era un nombre precioso dado por un hombre horrible. Lo convenció de alejarse con una excusa tonta, pero que estaba justificada, así sobreviviría... Pero entre más tiempo pasaban juntos, Sakradar se dio cuenta de que a pesar del todo tiempo observándolo no conocía nada de él. Y entonces, él entró a esa cueva creyendo que así lograría salvar a su padre...

No pudo detenerlo, y aguardó. Aguardó por un tiempo, luego decidió irse... Necesitaba saber cómo había cambiado el mundo en su ausencia. Necesitaba otra garantía para recuperar su forma si él no regresaba, y aun así, volvió de vez en vez para ver si había salido por fin. Hasta que escuchó sus gritos. Mientras volaba hacia la isla, lo vio, lo sintió, apenas pudo ayudarlo y apenas logró atraparlo entre sus brazos mientras caía al suelo. Creyó que lo perdería para siempre, creyó que no volvería a su forma en todas esas semanas, incluso pensó en pedir ayuda a cualquier potestad, incluso a alguno de los dioses falsos junto a su hermano.

Al final, Sakradar sabía que se había equivocado, tal vez debió saberlo en cuanto Evel abrió los ojos en esa barca en medio del mar. Las palabras jamás le llegarían luego de todo lo que le había hecho, sus palabras jamás le llegarían incluso después de estas palabras... Aquel niño seguiría el camino que él quisiera, y Sakradar solo pudo aceptar en silencio mientras los hilos lo ataban para siempre una vez más.

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La oscuridad lo atontó, se tambaleó luego de ver todo eso, luego de sentirlo, quiso vomitar... Su único alivio era que al menos, el suelo bajo sus pies era sólido al fin. Estaría bien, a pesar de todo, estaría bien. Escuchó pasos y Evel instintivamente retrocedió hacia ningún lugar.

—¿Qué fue eso? ¿P-por qué me mostraste eso, Sakradar?

—¿Por qué no, Evel? —dijo él en todos lados—, Creíste que lo sabías, pero no es así. Hay una verdad que el mundo olvidó, pero que necesitas recordar. Hay una verdad en lo que hice, pero tú no la sabías.

»Mantén esta verdad hasta que vuelva, Evel, es parte de la maldición. Solo así, tanto los dioses como los demonios de este mundo te dejaran en paz.

Evel tanteó en la oscuridad, y dio algunos pasos, pero no encontró nada.

—¿Por qué? ¿Por qué yo?

—Porque debes recordarlo por mí, Evel.

—No quiero, déjame en paz —dijo Evel con la voz a punto de romperse—. Todo este tiempo...

—Evel... Te lo dije, era diferente antes.

Evel apretó sus labios.

—¿Por qué? ¿A mí qué me importa?

—Este mundo está corrompido, y con ese dios, seguirá corrompiendo-...

—Me usaste para obtener tu forma de nuevo, me usaste porque no pudiste cumplir tus promesas, me usaste para tu venganza... —interrumpió Evel.

El suelo se estremeció y Evel se tambaleó. Alzó su mano para encender una luz, y alguien sostuvo su mano con fuerza. Lo soltó.

—Evel, todo lo que hice, no fue solo por Orthen, por Fukurai o por mí... por mi hermano —dijo Sakradar—. Eres como un hijo para mí, Evel. Sé que no lo entenderás. Sé lo que viviste, pero incluso si te digo que te cuidé...

»Al principio sí fue porque necesitaba tu magia, pero eras solo un niño, estabas solo y quería que vivieras, incluso si permanecía de la misma forma. Quería alejarte de esa casa, y que tuvieras una vida feliz.

—Y aun así, te fuiste cuando más te necesitaba.

—Quería ayudarte, Evel, quería acompañarte, pero era peligroso —explicó—. El mundo que cree en el pasado, nunca debes ir a ese mundo...

Evel cruzó los brazos y retrocedió, negó con la cabeza. Todo ese tiempo, toda esa vida, ¿tenía algún sentido? Las únicas personas que lo habían salvado lo habían hecho para diferentes propósitos.

—Hice todo mal. Creí que podría ver a mi hijo... —dijo y su voz comenzó a debilitarse—. Si volviera atrás, sé no podría arreglar nada. Es el único camino que queda, pero no para ti, Evel...

Evel no dijo nada, su pecho dolió y contuvo las lágrimas frente a Sakradar. Por más que doliera...

—Fallé en protegerte —dijo Sakradar—. Solo quiero pedirte una cosa...

Evel no respondió, sabía que, si lo hacía, se rompería de nuevo.

—Has olvidado tanto. Este es mi regalo hasta que nos volvamos a encontrar, Evel Berbentis.

—¿Es parte de tu maldición?

—No, Evel. Es algo que te pertenece, algo que quieres recordar.

Evel alzó su mano, pero solo había vacío. Sakradar no estaba ahí a pesar de que podía escuchar su voz.

—Nos vemos en algunos años, Evel. Ten una vida feliz.

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