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XXI. Los cuentos olvidados

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"En la segunda semana, ocurrió la peor masacre que Sengrou podrá recordar, quizá la peor de Arierund después de la desaparición de Crysal en una sola noche.

La guerra entre los magos y los soldados de Setranyr duró días, pero fue una guerra silenciosa, sin escudos y espadas chocando entre sí, o el sonido de un grito de guerra, o el olor a metal y muerte en la arena.

Al cuarto día de la segunda semana, los soldados del norte terminaron de integrarse al ejército improvisado del rey. Los sabios se encerraron en sus templos a rezar sin escuchar a las únicas potestades que imploraban que escucharan.

Al cuarto día de la segunda semana una mujer de cabellos como la sangre se paró en la orilla de la ciudad al ocaso, justo después de que el rey asesinara a los sabios por su negligencia. Las potestades no hablaron y se marcharon para siempre del desierto, decepcionados por la arrogancia que vivieron.

Cuando ella alzó los brazos, los magos del norte sentados aguardando por órdenes en la plaza principal, murieron instantáneamente, no hubo más. Solo alzó los dedos al cielo naranja y todos se desplomaron. Los soldados murieron, y jamás encontraron al rey. Eran los deseos de un rey falso, ella era su mensajera.

Los habitantes que no tenían experiencia en combate quedaron desprotegidos, unos murieron con las espadas de la gente de Setranyr, otros perdieron su magia consumidos por una diosa falsa, otros sobrevivieron sumidos en un sueño ligero sin poder recordar su hogar, sin poder usar su magia y sin poder ver a las potestades." — de las Crónicas de Sarkat, de Hish Urtan

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Arena. Era lo único que recordaba. Arena. Océanos profundos y lejanos. Montañas áridas en la distancia. Colinas rojizas. Cielos azules. Arena. Arrastró sus pies, caminó tambaleándose, un escalofrío atravesó su cuerpo y una vez más, todo lo que le había sucedido le golpeó. Gritó al aire y cayó sobre la arena. Hecho un ovillo bajo el sol, se estremeció. Se levantó cuando la piel de su rostro comenzó a arder.

Aquello jamás acabaría. ¿Cuántas veces tendría que lanzarse de un acantilado para acabar con todo? ¿Cuántas veces necesitaban clavarle una espada para por fin cerrar los ojos? Había perdido la cuenta.

Y la arena de su hogar, la arena de Crysal blanca como nieve, fina y suave era lo único que le venía a la mente mientras trataba de hacer que las almas que ahora habitaban en su cuerpo se callaran.

¿Cuánto llevaba ahí? No lograba concentrarse.

Su piel escocía, y era porque la arena de ahí era distinta. En un momento de lucidez, entre la insaciable sed, el hambre, los gritos, y los temblores incontrolables, se preguntó cómo había terminado ahí. No lo sabía, pero todo su cuerpo borboteaba, crujía, temblaba, se desmoronaba, se pudría, pero seguía vivo... Era culpa de Isialtar, de su hermano, de quien lo estaba cazando.

¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?

Con la piel derritiéndose, siguió. Siguió porque tenía que huir, pero ¿a dónde? ¿Por qué no simplemente se acababa todo?

La noche cayó, las estrellas cantaron como siempre lo habían hecho, incluso se burlaron un poco como siempre lo habían hecho al ver a los mortales.

¿Cuánto quedaría antes de que su hermano también decidiera devorarlas? ¿Cuánto faltaba para que su hermano fuera mucho más que ellas?

Dio un paso, se tambaleó y el suelo se desvaneció. Su espalda crujió por completo al impactarse contra la roca. No se movió, no podía. Dolía. Dolía. Dolía. Las almas gritaron, él se quedó en silencio escuchándolas, perdiéndose, cerró los ojos y quiso dormir un poco pese al olor de su propio cuerpo en descomposición. Y decidió no volverlos a abrir.

Oscuridad. Gritos. No pudo dormir, pero sus ojos estaban cerrados. ¿Por qué no pudo morir? ¿Por qué su hermano le había hecho eso? ¿Por qué no simplemente lo mató junto a todos los demás en Crysal? Perdió su forma, perdió su voz, perdió todo, solo quedaba un nombre sin significado con todos los demás: Isolmar. Se quedó en silencio con eso y con su cuerpo hecho amasijos.

Por toda la eternidad.

Luego, la luz entró.

Abrió sus ojos, pero no se pudo mover. Una sombra larga voló enfrente del amanecer de sangre. La sombra voló hacia la entrada de la cueva y su sombra bloqueó el sol. Se dobló en sí, y luego se volvió a extender, ahora tenía forma de humano y una capa que le cubría hasta las rodillas. Alargó un brazo moreno hacia la cueva, hacia él.

—Déjame ayudar —dijo con una voz melodiosa y dulce.

Cuando despertó, las estrellas saludaron en el firmamento, y el humo de la fogata se alzó hacia ellas. A su lado, había una mujer de piel morena, ojos grises y cabello castaño que movía las ramas de la fogata sin fijarse en él. Él trató de levantarse y caminar, pero no pudo, no tenía piernas, no tenía extremidades, no tenía forma.

—Has perdido todo —dijo ella—. Tu nombre, tu hogar, tu identidad... Lo siento muchísimo.

Él no pudo responder, pues no tenía una boca. Ella alzó sus ojos, y dentro de ellos, él pudo ver algo antiguo, quizá más viejo que la tierra misma, que las estrellas, que el mundo. Magia. Magia pura que bailaba a su alrededor como el viento, que era energía, que era ella misma.

—Ahora, eres una potestad y te daré un nuevo nombre.

Caminó hacia él y se sentó con las piernas cruzadas, ella acercó su mano y la colocó en donde debía estar su cabeza.

—Usa mi magia, toma tu forma de nuevo —dijo ella—. Y duerme, Sakradar.

El sueño lo venció. «Sakradar», pensó.

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La magia flotaba a su alrededor como humo, como la fragancia de las flores. Ella tampoco era un humano, era una potestad. Caminaba por el desierto como si lo conociera por completo, casi como una parte de su cuerpo, podía ubicarse sin escuchar a las estrellas. Casi no hablaba, y lo miraba con ojos intensos, casi como los de un animal. Por las mañanas, emprendía el vuelo con sus alas castañas de búho y regresaba con alguna presa entre sus patas. Por las tardes, alzaba las alas y la arena del desierto caía a su lugar de nuevo.

Cuando ella hablaba, su voz resonaba en la tierra como el viento en el desierto, como las olas del mar impactándose contra las rocas, como la oscuridad que envolvía a las estrellas, o las rocas que caían desde las montañas. Sus palabras, aunque pocas, se grabaron fácilmente en él mientras recorrían juntos el desierto, y quizá fue por eso por lo que pudo olvidar sus propios pensamientos.

Una vez, se detuvieron a contemplar en medio del desierto una pequeña villa de humanos desde una colina de lejana. Ella cubrió su cabeza con una capucha para ocultar las plumas en su cabello y sus ojos grises. La villa se veía viva, mucho más que los páramos desiertos y olvidados por los que habían caminado en días anteriores. Había niños jugando, y personas recolectando agua con su magia y con el movimiento de sus manos. En el silencio entre ellos, ella habló con su voz suave:

—Donde hubo muerte, ahora hay vida. Donde hubo nada, ahora hay algo. Las cosas regresan —dijo ella—. Es una verdad esencial que solo pocos humanos recuerdan, Sakradar.

Él la miró, antes de mirar a la pequeña villa.

—Las potestades vivimos entre el limbo de la muerte y la vida, entre la realidad y los sueños, entre los humanos y las estrellas. Somos magia y somos potestades, no dioses.

—¿Por qué me dices esto?

Ella no respondió. Sakradar había aprendido que cuando ella callaba, era porque él mismo debía responder. Sin embargo, en aquel momento, viendo a la villa a lo lejos, su mente vagó sin entender a qué se refería. Siguieron su camino hasta llegar a una ciudad, ella voló como búho sin hacer ruido mientras que él sacudía el aire volando como un águila. Y antes de llegar ahí, ella le dijo.

—Sakradar, quienes nacieron en este desierto, en estas tierras, son magos que pueden vernos. Los magos ancestrales nos escuchan, los de Crysal nos podían sentir, los magos de aquí...

Sus ojos se iluminaron.

—Son todos mis descendientes. Ellos nos aprecian, ellos nos entienden, ellos pueden vernos y ayudarnos. Ellos no están entre los humanos ni las potestades...

»Quédate aquí. Ayúdalos, aprende de ellos. Aprende a vivir como una potestad y no necesitarás recordar, no necesitaras hacer lo que hace tu hermano, podrás tener una vida tranquila.

—¿A qué te refieres?

—Ve a mi templo —dijo ella.

Su rostro que siempre miraba al frente, se convirtió en un pico, su tamaño disminuyó, sus brazos y capa se volvieron alas y de su cuerpo brotaron plumas. Alzó el vuelo y cortó el aire hacia la ciudad hasta perderse en el horizonte.

Cuando llegó al pequeño templo a las orillas de un lago, lo recibieron cálidamente, lo arroparon, le dieron hogar y alimento al saber que era una potestad. Él mismo se llamó Halthorn frente a ellos para conservar el nombre de la potestad solo para él. No cuestionaron de dónde venía o cómo había encontrado aquel lugar y le enseñaron más de su lenguaje.

Le explicaron sobe la magia de Sarkat, la vida, la muerte, las potestades, acerca de los cristales con magia y cómo se creaban naturalmente de la muerte de las potestades y de la solidificación de roca caliente. Y aprendió sus costumbres.

Ella lo visitaba ocasionalmente por las noches, se sentaba a su lado frente con la mirada siempre al frente. No intercambiaban muchas palabras, pero su compañía era cálida y reconfortante, su magia flotaba a su alrededor y lo mantenía siendo él. Luego, pasaron semanas sin que ella regresara.

Al mismo tiempo, notó que todos los magos del templo estaban cayendo enfermos, e incluso algunos habían muerto sin algún motivo. En silencio, se sentó en el lago y aguardó por ella, pero ella no llegó. Uno de los magos se acercó a él, sostenía su cabeza y se tambaleó hasta sentarse. Habló de cosas sin importancia para calmarlo, le dijo que todo estaría bien, pero Sakradar no sintió alivio al ver el rostro adolorido del mago.

Cuando el mago se alejó de él, caminó como si nada. Se había recuperado solo por alejarse. Temió lo que aquello significaba. Cuando le preguntó a otro de los magos, se lo explicaron.

La relación entre las potestades y los magos era de simbiosis, las potestades absorbían una pequeña parte de la magia sobrante para subsistir y estabilizaban a los magos, al mismo tiempo que les brindaban control sobre sortilegios complicados o difíciles.

Sin embargo, había potestades que absorbían más magia de la que debían, potestades cuyos cuerpos requerían mucho más que eso al estar y que lentamente absorbían la vida de otros. Eran potestades corrompidas. Sakradar lo entendió de inmediato. Era una de esas potestades y algo dentro de él le gritaba que era parte de la maldición de su hermano.

Los magos ahí trataron de ayudarlo sin éxito, no había forma de purificar a una potestad corrompida, no existía manera de salvarlo y de que pudiera quedarse ahí. Existió en ese tiempo a costa de la vida de los magos, hasta que no pudo soportar verlos sufriendo, vomitando sangre, expulsando cristales por sus cuerpos ante su presencia, cayendo dormidos ante el más mínimo sortilegio.

Aquella noche lo decidió, se marchó del templo sin despedirse. Caminó por el desierto en la noche y al llegar a una ciudad cuyo nombre desconocía, y se acercó a un barco, alguien jaló su capa. Miró atrás, y la encontró a ella con sus ojos grises como tormentas. Era la primera vez que los veía así, e incluso por un momento olvidó que ella no era humana.

—¿A dónde vas? —preguntó con su voz calmada.

Sus ojos decían otra cosa, eran turbulentos.

Ni siquiera él sabía. Solo necesitaba alejarse de ese lugar, necesitaba alejarse de todos antes de ponerlos en peligro.

—No quiero que nadie aquí resulte lastimado. Quiero dejar de absorber más que su magia... Quiero ser una potestad normal —respondió, pero ella siguió esperando a que continuara.

»Trataré de volver.

—Sakradar, quédate —pidió ella, su voz cambió por fin—. Estarás seguro aquí. Busquemos cómo solucionarlo...

—Necesito hacerlo —dijo él.

—Puedes tomar mi magia para siempre.

Sakradar desvió la mirada, y ella por primera vez, bajó la mirada. Lo soltó, asintió y retrocedió. Comprendió. Su silencio lo dijo todo.

—Te deseo todas las suertes de este mundo, amigo mío —dijo ella—. Está bien el camino que decidas mientras sea el que tú deseas. Pero vuelve algún día aquí, a Sarkat. Incluso si no encuentras nada te recibiremos con cariño y te ayudaremos. Cuídate.

Ella jamás le dijo su nombre en ese tiempo. Él tampoco volvió a ver sus ojos de tormenta, ni volvió a escuchar su voz que retumbaba en la tierra. Como una potestad, tomó su forma de búho y voló en la noche hacia el desierto. Sakradar también se dio la vuelta y se despidió del lugar que lo había visto renacer.

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Recorrió el mundo por años. Se alejó de todos los seres vivos, de todas las potestades, se tambaleó en el camino y lentamente perdió su forma. Los años dejaron de tener sentido, pero los ojos grises de una potestad que le ofreció una mano jamás salieron de su memoria. Cuando escuchaba un ulular en las noches, la buscaba inconscientemente, pero no era ella, los búhos morían a su paso sin más. Pronto, perdió su tamaño hasta ser una pequeña masa oscura con ojos y brazos con los que era casi imposible arrastrarse y avanzar.

Fue en medio de un bosque medio muerto, que se encontró con un hombre vestido en túnicas doradas y blancas, con encajes delicados de y facciones familiares. A sus pies, muertos... Sangre en sus dedos finos y alargados.

Entre la niebla, Isialtar, su hermano brillaba por sus atuendos. Él al contrario no brillaba, su forma era asquerosa y despreciable. Frente al celaje se veían las agujas de los pinos. Se miraron mutuamente en silencio en el ocaso hasta que su hermano habló:

—Isolmar, mírate... Patético —dijo su hermano con una sonrisa—. E insignificante, asqueroso. No tiene sentido haberte buscado por tanto tiempo... morirás de todas formas.

»Un dios como yo no debería venir a buscarte...

Sakradar no dijo nada porque carecía de boca, porque no tenía nada que decir, porque le había dicho todo lo que necesitaba tantos años atrás. Ahora lo recordaba, era eso por lo que lo había maldecido, era por eso que lo había corrompido... Su hermano alzó la barbilla, lo miró con desprecio.

—Te hubiera asesinado aquel día, Isolmar —dijo antes de darse la vuelta—. Si sobrevives... Me aseguraré de destruir todo para ti.

Se dio la vuelta hacia la villa, su túnica se agitó con elegancia entre los cadáveres y desapareció.

Sakradar se quedó ahí, sin moverse, lamentándose por su hermano. El temor que había sentido cuando descubrió lo que hizo, cuando lo encontró, cuando le gritó, cuando él lo maldijo, había sido reemplazado por pena, por odio. Su hermano, que había desafiado los designios de las estrellas, que había desafiado la voz del mundo, que había retorcido la magia a su antojo por venganza, por arrogancia, que había preferido sangre a paz, ahora creía alzarse sobre todo el mundo. ¿Dónde había quedado su hermano? ¿Aquel niño que su padre había acogido luego de acogerlo a él? ¿Dónde quedó el niño con grandes ambiciones de huir de Crysal?

Esa mañana, sus recuerdos volvieron agazapándose en su mente, y los golpes del pasado dolieron en su cuerpo; sin embargo, solo sintió indiferencia.

Lo decidió en ese momento: iba a acabar con su hermano antes de que destruyera más ese mundo.

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Vivió en el bosque absorbiendo la vida y el alma de las plantas hasta tener una mejor forma, y una vez así, absorbió las de los animales hasta alcanzar el tamaño de un búho. Cuando la guerra se desataba, aprovechaba y se alimentaba en los campos de batalla de lo que sobraba, de aquello entre vivo y muerto: almas. Aprovechaba y les daba descanso. Cuando las plagas inundaban las villas, iba a las casas con los enfermos terminales arrastrándose entre las paredes y terminaba sus vidas. Pero incluso, por más que lo repitió en esos años, nada cambiaba, y las ansías de más aumentaban. Necesitaba crecer, necesitaba recuperar su forma, solo así podría lidiar con Isialtar.

Y en un bosque, mientras dormía acurrucado sobre una rama, envuelto en sus plumas negras, la nieve cayó lentamente a su alrededor. Abrió los ojos y sintió algo tirando de él en aquella dirección. Era alimento. Abrió las alas y voló siguiendo ese rastro hasta llegar a una villa cercana.

La nieve cubría los techos de paja, y ninguna vela estaba encendida en aquella noche de invierno, ninguna cortina ni ventana abierta a excepción de una casa al fondo. Era allí, así que voló en esa dirección. Se posó en la rama desnuda de un árbol a un lado de la casa y miró a través de la ventana con los postigos abiertos.

Adentro, un nombre de cabellos castaños largos y piel morena trabajaba inclinado sobre una mesa, con una luz flotando a su lado y un cristal azul brillante a su lado, era un mago. Sakradar agitó sus alas para sacudir la nieve y lo observó.

Sakradar voló hacia la ventana y el hombre miró en su dirección antes de que Sakradar comenzara a rasguñar los vidrios de las ventanas. Sus ojos eran grises. Se levantó, tiró todo su trabajo de la mesa con una sonrisa, se apresuró y abrió la ventana.

—¡Adelante! ¡Pasa!

Sakradar miró confundido antes de entrar volando, aleteó por la pequeña casa y se posó en una de las sillas para observarlo y entender qué aroma captó su atención. Y entonces, se dio cuenta de un detalle importante: lo había visto... Después de tanto tiempo sin que alguien notara su existencia, aquella persona lo había visto. El mago no cerró la ventana, se colocó un suerte, tiró su silla, estornudó y le sonrió a Sakradar. Levantó la silla. Ese mago torpe lo había visto...

Tenía la tez igual que la gente que había conocido mucho tiempo atrás, los ojos grises como ella, parecía estar en sus treintas, pero las pecas en sus ojos lo hacían lucir infantil. Sin duda, era uno de sus descendientes, no recordaba de dónde, pero recordaba su lenguaje.

—Supongo que eso de atrajo —dijo riendo y señaló el cristal en su mesa—. Toma.

Alargó su mano, cerró los ojos, hizo una mueca y de ella brotó un pequeño cristal blanco y se lo ofreció a Sakradar. Él alargó su garra y lo tomó. El mago suspiró justo después, se tambaleó y se sentó en su silla con cansancio. La luz que había mantenido se apagó y el mago cerró los ojos. Sostuvo su cabeza. Sakradar lo sabía...

—¿Estás bien? —habló por primera vez en mucho tiempo.

El mago no contestó, Sakradar lo miró, alzó el vuelo y salió por la ventana con el cristal en su pata y regresó al bosque. No podía acercarse a esos magos, era peligroso para ellos. Mientras se alejaba, escuchó los gritos del mago, pero no miró atrás.

Después de comer el cristal, dejó de sentir hambre y la necesidad de buscar almas y vidas por varios días. No se encogió, e incluso creció un poco más. Y aunque había prometido mantenerse alejado, volaba en su forma de águila cerca de la casa del joven solo para observarlo. Realmente era torpe y un tonto, pero era interesante. Ocultaba la magia de sus vecinos, pero a veces, cuando alguna casa se quedaba sin leña, él mantenía el fuego con los ojos cerrados hasta colapsar al siguiente día, o iba él mismo a cortar árboles enteros usando su magia. Sus vecinos siempre hablaban de cazar magos o le contaban noticias sobre cómo habían asesinado a uno o como le habían cortado las manos a otro en otras villas, y aunque el mago lucía incómodo al escuchar aquello y regresaba a su casa a vomitar, siempre les sonreía y los saludaba en las mañanas, o los ayudaba a cargar bultos, amasar, limpiar sus jardines o reparar sus tejados sin usar magia. Realmente parecía esforzarse demasiado por gente que no dudaría en asesinarlo si sabían que era un mago.

A Sakradar le pareció patético de muchas maneras. Sakradar se fastidiaba tanto de ver a ese idiota hacer todo eso por nada, así que se iba a volar por los bosques y encontraba más como él. Era raro ver más potestades después de todo el tiempo que estuvo solo.

No eran potestades como ella, en ese viejo país, sino que algunas eran pequeñas y parecían mover el mundo. Se movían al ritmo que la nieve caía, se agitaban con el viento o se quedaban estáticas como la superficie de los lagos en invierno. Y había otras que parecían derretir el mundo a su alrededor, que lo pudrían lentamente, irradiaban humo negro como veneno, gruñían adoloridas o estrellaban sus cabezas contra las rocas, a veces, solo se paraban en ciertas partes del bosque para matar a las semillas que nacerían en primavera o a los animales hibernando. Sakradar sabía que eran, pero prefería ignorarlas y alejarse. Solo esas potestades lo hacían sentirse más alterado que con su hermano, tal vez porque temía terminar así...

Sin embargo, la vida era extraña. Alguna vez, mientras sobrevolaba los aires, en el bosque, escuchó un grito que desgarró el silencio invernal del bosque. Pequeñas aves salieron disparadas a los cielos. Sakradar voló rápidamente al origen del ruido y encontró al mago de siempre.

Había un hilo de sangre resbalándose en su frente, estaba de rodillas y peleaba con una potestad en forma de lobo con los dientes encajados en su brazo.

—Sarkat —gruñó el lobo mientras encajaba más el brazo.

El mago apretó su mandíbula y usó fuego para repeler a la potestad.

—¡Aléjate de mí!

Sakradar cayó en picada hacia el lobo, sus garras desgarraron sus ojos, el lobo gritó y soltó el brazo del mago. Sakradar picoteó su nariz, sus orejas, su cabeza, pero a cambió, el lobo mordió su pata y lo sacudió. Sakradar aleteó contra su hocico y usó su otra garra para herirlo. El fuego impactó el lomo de la potestad. Soltó a Sakradar, gruñó al mago, que tenía alzada una mano.

—Me vengaré, mago de Sarkat.

Huyó después.

Sakradar no abrió los ojos, su cuerpo pesaba demasiado y dolía también, pero escuchó la voz del mago y sintió su magia cerca de él, era como aquella vez, cuando ella lo encontró dentro de la cueva, pero aquel era un simple mago. Quiso gritarle que se alejara, que no quería lastimarlo, pero no pudo. Su voz no alcanzaba, su cuerpo no bastaba, como su hermano había dicho, era despreciable.

Sin embargo, pudo recordar las arenas claras de Crysal, el sol bellísimo en el norte quemando su piel, el día en que su hermano destruyó todo por venganza, ojos grises... Y aquello lo sumió en un sueño profundo. Luego, despertó.

Estaba recostado sobre una mesa, unas manos ágiles curaban su pata. El calor recorrió su cuerpo, magia. Su modorra se despejó y miró al mago. Él le ofreció un cristal con ojos ilusionados y una sonrisa, y Sakradar lo comió.

—¿Cómo te sientes? —preguntó sonriendo—. Después de esa sacudida que te dio esa potestad...

Sakradar se quedó en silencio y buscó la ventana, no estaba abierta y los postigos tampoco. El mago lo envolvió en una capa de tela, lo alzó y lo colocó en su cama. Luego, regresó a su mesa de trabajo y utilizó un pequeño mortero.

—Gracias por ayudarme —dijo el mago sonriendo—. Creo que, sin ti, esa potestad me hubiera matado de verdad.

»Tal vez debería llevarle unos cristales para ver si se calma un poco...

El mago suspiró audiblemente con una queja antes de sonreír, mirar a Sakradar y explicarle sin que él preguntara.

—Es peligrosa para los aldeanos. Quizá lo mejor sería echarle un sortilegio de encierro, pero me gustaría ayudarla y calmarla sin necesidad de purificarla con magia... Tú eres una potestad, ¿qué opinas?

—Déjame ir.

El mago se detuvo y alzó su cabeza de su mesa. Sakradar lo miró, la sangre había empapado por completo la manga de la camisa del mago, pero parecía mucho más preocupado por lo que él había dicho que por su herida. Sakradar se retorció hasta liberarse de las mantas y se levantó con una pata coja.

—Estás sangrando. Si me quedó te perjudicará más a ti. Déjame ir.

—No —dijo el mago y sonrió antes de volver a trabajar—. Si te dejo ir, tú te lastimarás. Yo me siento genial, así que no te preocupes.

Siguió trabajando con el mortero y el pistilo, cabeceó y cayó sobre la mesa. Sakradar se alarmó, Abrió las alas y voló hasta él.

—¡Mago! ¡Oye! ¿Estás bien?

—Hagamos un trato —susurró débilmente y giró su cabeza—. No he tenido ninguno antes... así, no podrás lastimarme nunca y mi magia...

Sakradar frunció el ceño.

—¡Déjame ir! Si me quedo más tiempo vas a morir.

El mago había palidecido a un color enfermizo en cuestión de segundos, Sakradar se alarmó sin saber qué hacer.

—Haz un trato conmigo, por favor —pidió—. Mi magia... Podrás tener la que necesites para curarte.

—Si haces un trato conmigo posiblemente morirás.

—¿Eres una potestad?

—Sí.

—Entonces no hay problema, sobreviviré... Incluso si estuvieras corrompido... Incluso si...

El mago comenzó a arrastrar sus palabras, Sakradar no lo pensó más.

—Estás muriendo, dime qué hacer.

—¿Tienes un nombre? —preguntó el mago y colocó su brazo ensangrentado en la mesa.

—Is-... Me llamó Sakradar.

—Sakradar —dijo el mago y sonrió incluso con su rostro aplastado contra la mesa—. Me llamó Orthen Bangk.

Alargó su brazo hacia Sakradar, alzó la manga y la sangre por la mordida escurrió de su brazo. Lucía adormilado, pero miró a Sakradar con intensidad.

—Necesitas beberla.

Sakradar obedeció. Acercó su pico a su brazo y bebió una pequeña gota de sangre. El mago suspiró, dejó caer su cabeza contra la mesa de nuevo y Sakradar se acercó. La magia fluyó lentamente hacia él y un parpadeo después, fue como una ráfaga de viento. Mientras la sentía, pudo ver fragmentos de su memoria. Un país lejano, una familia, un templo, una tarea, el mar, la nieve, aquella casa...

Aquella fue la primera vez que hizo un trato con un humano, con un mago más específicamente, en una pequeña casa cubierta de nieve, ambos heridos, ambos solos. Sakradar se acurrucó cerca de Orthen después de que las memorias se detuvieron.

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Sakradar no lo entendió, pero sabía que tanto el cristal como la sangre del mago lo habían curado. Ya no absorbía la vida de nada, lo podía sentir, porque el alma del mago estaba siempre ahí, sin deteriorarse, su vida también, y no mostraba señales de dolor cuando estaban juntos. Orthen lucía sano desde que formaron el trato y su brazo cicatrizó sin problemas. La pata de Sakradar se curó mucho más rápido y conforme más estaba con Orthen, más aumentaba su tamaño. Al final, Sakradar había decidido quedarse.

Cuando llegó la primavera, Sakradar recuperó su cuerpo original, se habían acabado los días transformado en animales o en nada, y los días vagando por alimento. Solía ayudar a Orthen con sus sortilegios extraños, también llevaba sus pedidos a otras villas cuando él estaba demasiado ocupado. Incluso, Orthen le enseñó a plantar en su huerto y juntos lo cuidaron. También solía ayudar a los vecinos en lugar de Orthen, para que él pudiera seguir metido en su habitación haciendo sus cosas de mago.

Pero al final de cuentas, Orthen Bangk era un mago torpe, pero con un talento nato para su magia, y sin duda una buena persona, por lo que, aunque tuviera cosas que hacer, acompañaba a Sakradar y ayudaba a sus vecinos también. No paraba jamás de hablar con Sakradar acerca de sus sortilegios, de sus ideas de cómo usar la magia en la vida de las personas. La única forma de detenerlo era que un vecino se acercara, o que él terminara tropezándose por accidente. Luego, solía reírse como si no hubiera sucedido nada.

Un día, mientras recolectaban leña y la llevaban al pueblo, le dijo que él era una potestad especial. Sakradar lo miró sin entender a qué se refería.

—¡Es en serio! Jamás había conocido alguna potestad que pudiera cambiar de forma tan fácil como tú —dijo emocionado—. Bueno, Fukurai y Halthorn podían hacerlo, pero ellos son potestades poderosas.

Sakradar siguió escuchando lo que Orthen decía, y Sakradar preguntó:

—Pero muchas aumentan su tamaño y algunas tienen formas humanas.

—Sí, es cierto —dijo Orthen—. Todas aumentan su tamaño entre más antiguas son, algunas son amorfas y pueden imitar a los humanos, otras hasta hacen ilusiones con magia... Pero solo existen dos potestades que pueden cambiar de forma además de ti. Una es Fukurai y el otro es Halthorn.

—¿Fukurai?

—Sí, ¿has escuchado del continente de magos? —preguntó Orthen con los ojos brillantes.

Sakradar no respondió.

—Ella es nuestra diosa, la diosa de Sarkat —dijo Orthen—. Ella podía convertirse en búho con solo pensarlo.

Sakradar miró al camino al frente. Recordaba una mujer descalza con una capa cubriendo sus ojos y cabeza, una mano que se acercaba a él. Con qué ese era su nombre... Si Orthen era de esa misma nación, tal vez podría volver algún día.

—¿Cuándo vas a volver a tu casa, Orthen?

—¿No vamos hacia ella? —preguntó Orthen y soltó una risotada.

Se calló de inmediato cuando notó que Sakradar no estaba riendo. Orthen sonrió un poco.

—Sakradar, no puedo volver —comenzó Orthen—. Mi diosa me envío por una misión, y no puedo volver hasta cumplirla... Si piso Sarkat sin cumplir esto, el rey me va a cortar la cabeza al instante.

Luego de eso, Orthen volvió a reírse. Sakradar suspiró, de verdad que ese mago era todo un caso, pero no pudo evitar sonreír un poco al escucharlo así de feliz y despreocupado.

—¿Y qué se supone que debes hacer para regresar?

—¡Purificar a las potestades del mundo! —dijo Orthen y se detuvo con las manos en la cadera y mirando al frente.

Sakradar le dio unas palmadas para que siguiera avanzando antes de que cayera la noche. Siguieron caminando.

—También tengo que encontrar a cierta potestad —dijo él y su mirada se ensombreció—. Mi familia es de un linaje de magos que pueden lidiar con ellas con más facilidad que otros magos de Sarkat... Y si logro encontrarla...

Orthen suspiró.

—Quiero volver a casa, Sakradar.

Sonrió, pero sus ojos eran tristes, parecía que estaba a punto de llorar. Se detuvieron en medio del camino, y Orthen apretó los labios antes de caminar hacia casa como si jamás hubiera dicho eso. Sakradar no toleró verlo así, se armó de coraje, se aproximó a él, lo tomó de los hombros y lo sacudió.

—Vamos a encontrar a esa potestad, lo prometo.

Y solo eso bastó para que Orthen volviera a sonreír y soltara otra risotada.

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A finales de otoño, dos años después, Sakradar cosió guantes nuevos para Orthen y Orthen... Orthen trató también de regalarle algo para el invierno, pero realmente Sakradar había dejado de esperar cosas decentes de él. A pesar de ser demasiado gruesa, tener puntadas dobles en ciertas partes y en otras no, y un diseño sin pies ni cabeza, Sakradar usó la bufanda que Orthen le regaló.

En ese año, habían lidiado con diversas potestades, entre ellas el lobo que los atacó la primera vez que se conocieron. Justo en esas fechas, como cada año, volvieron a escuchar rumores de demonios atacando villas aledañas, y con el temor de que fueran a atacar a sus propios vecinos, y como cada año, tanto Orthen como Sakradar se sentaron a discutir.

Orthen quería ayudar, como siempre, pero era peligroso considerando lo cercanos que habían sido los últimos ataques a las villas a comparación de otros años. y que cualquiera podría descubrir que Orthen era un mago.

—Podríamos tratar de apaciguar a las potestades, odio encerrarlas, pero si es necesario... —comenzó Orthen—. Hay que hacerlo antes de que llegue a oídos del rey, podrían destruirlos con sus prácticas, pero esas potestades solo están molestas, Sakradar.

—Y si te descubren a ti, entonces el rey mismo te va a destruir a ti —dijo Sakradar—. Y si se enteran de que tienes un trato conmigo... No creo que sea bueno.

—No pasará nada...

—Orthen, piénsalo —dijo Sakradar—. Si nos descubre, luego qué, ¿vas a abandonar este lugar?

—Pues...

—¡Orthen!

—Tengo que cumplir mi misión, prometiste que me ayudarías —dijo Orthen—. También si nos descubren, podemos huir a otro lugar y buscar a esa potestad...

Sakradar contuvo el aire y lo soltó con exasperación.

—Si te hieren...

—Nah, te tengo a ti —dijo Orthen mientras frotaba sus guantes—. Ayudemos a esa gente y a las potestades, ¿sí?

Sakradar tuvo que ceder, y comenzaron a buscar a los supuestos demonios en el bosque. Era fácil localizarlos cuando Orthen irradiaba magia o creaba cristales, y fue mucho más fácil con Sakradar sobrevolando los cielos, por lo que encontraron a varias con facilidad. Algunas de ellas solo estaban corrompidas por los humanos quitándoles sus hogares, otras se molestaban por perder territorio contra otras potestades, por lo que además de purificarlas, las trasladaban a zonas distintas.

Otras simplemente se sentían solas, por lo que Orthen buscaba amigos para ellas o las llevaba a casa a quedarse con él, sin hacer un trato directo, pero sí les daba algo que hacer a cambio de cristales. Pero la tranquilidad duró poco y tuvieron que lidiar con una bastante difícil.

Era una potestad en forma de jabalí que había perdido su hogar y su amiga potestad se había convertido en cristal por la tristeza. Salía del bosque con gruñidos y gritos en la noche y se lanzaba contra las personas. Tiraba las casas de esa villa, destruía las últimas cosechas e incluso tiraba árboles para impedir que la gente se acercara. Orthen y Sakradar se acercaron antes de que algo más sucediera, y aquella vez, Orthen tuvo que encerrarla.

Le pidió a Sakradar que se alejara, llevó un frasco hecho con cristales de Odocanto en el que tanto había trabajado y toda la tarde se mantuvo en un claro, con la botella en su mano y los ojos viendo a la nada. Cuando Orthen gritó, Sakradar voló a la villa, molestó a la potestad e hizo que lo persiguiera hacia el bosque. Sakradar voló hacia arriba y Orthen cerró su mano en puño.

Miles de hilos se trazaron en el claro y si no hubiera sido porque Sakradar aleteó con fuerza, los hilos lo hubieran alcanzado también. Luego, los hilos se ataron alrededor de las patas y el cuello de la potestad, la jalaron hacia la botella, y Orthen cayó de rodillas. Cerró los ojos y con su otra mano redujo su magia y su cuerpo. El brillo iluminó todo el bosque, como fuego, como una estrella.

Cuando todo terminó, Orthen estaba sentado en el claro, con la botella contra su pecho.

Sakradar se transformó de nuevo en humano, caminó hacia él. Orthen alzó la cara, tenía sangre en la nariz y los ojos llorosos. Sakradar se dejó caer frente a él, le limpió la sangre con su manga y cuando Orthen comenzó a llorar, Sakradar lo abrazó. Se quedaron un buen rato en silencio, mientras Orthen sollozaba contra su hombro.

Sakradar lo llevó poco después a casa, lo arropó, le preparó algo caliente para comer y miró de reojo a Orthen, que estaba adormilado, pero que no dejaba de mirar a la botella. Lo entendía. La potestad no iba a dejar de sentirse así por más que la ayudaran, nada sería lo mismo. Sakradar le llevó un cuenco de sopa a Orthen y lo ayudó a incorporarse.

Orthen comió en silencio. Había practicado cómo crear esa botella especial por meses, había usado todos sus conocimientos para crear algo así, pero incluso con todos los esfuerzos, aquello no podría purificar a las potestades, solo las consumía lentamente y las convertía en otra capa más de cristal. Orthen le habló sobre aquellas que su familia creaba, aquellas que limitaban el movimiento de las potestades por cierto periodo de tiempo, pero que con el tiempo se rompían y traían más tragedia. Luego, puso el tazón abajo.

—Sakradar —llamó.

—¿Hmmm? —preguntó Sakradar.

—¿Crees que si mi magia no fuera así de brutal con las potestades la diosa no me hubiera elegido para esto?

Sakradar se acercó a Orthen y apartó su cabello, sostuvo su mano.

—No hay nada de malo con tu magia —dijo Sakradar y le apretó la mejilla con su mano libre—. Así que deja de decir tonterías y termina de comer.

Orthen rio por fin y volvió a comer. Sakradar lo observó en silencio, y ninguno dijo nada por un buen rato. Sakradar había comenzado a odiar verlo decaído cada vez que mencionaba Sarkat, por lo que solía evitarlo en sus conversaciones. Pero realmente no dejaba de pensar en cómo llevarlo de regreso allá.

Quería hacerlo feliz, quería que viviera una vida tranquila incluso si eso significaba que jamás terminara la misión de Fukurai. No le importaba si esa villa quedaba hecha trizas con tal de que Orthen se marchara de una buena vez y viviera una mejor vida.

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Orthen durmió profundamente por tres días con la llegada del invierno, y cuando despertó, Sakradar insistió que se quedara un poco más en cama para que recuperara fuerzas. Orthen, con las mejillas sonrojadas no pudo hacer nada más que aceptar y solo le pidió que mientras tanto, buscara potestades corrompidas. Sakradar lo hizo, se colocó la bufanda mal tejida y voló como águila a través de las villas cubiertas de nieve.

Para su sorpresa, no había ninguna potestad.

Cuando solía volar, siempre veía a las pequeñas por ahí por lo menos, pero esa vez, no pudo encontrar nada. Se posó sobre una rama de un pino y esperó a que algo sucediera, pero solo dos mujeres cruzaron debajo de él. Rumores...

—Los soldados llegaron muy tarde —dijo una voz femenina—. Si hubieran venido en cuanto les advirtieron de ese mago no hubiera muerto nadie...

—Espero que lo logren atrapar.

Sakradar se quedó un rato ahí para entender a qué se referían, pero no escuchó nada más. Ya había atardecido, y solo esa palabra lo hizo levantar el vuelo y dirigirse a casa. «Orthen está bien, hay potestades cuidando la casa» se dijo, pero aun así voló a los bosques de casa cuando ya estaba oscuro. En los límites del bosque, cayó al suelo convertido en humano y corrió a casa. Las luces de todos estaban encendidas y respiró tranquilo, pero cuando se acercó, vio un grupo de gente con antorchas dirigiéndose a la casa de Orthen.

Fue ahí que lo golpearon las palabras de esas mujeres, fue ahí que recordó sus propios pensamientos. Necesitaban huir, ya. Si no fue antes, aquella era la señal. No importaba si ya lo sabían, ambos tenían magia, solo necesitaban apresurarse y huir. Sakradar pensó incluso cómo lo protegería sin tener que matar a toda esa gente frente a él.

Sakradar atravesó la multitud, empujó a todos, se quejaron, le gritaron, pero a Sakradar no le importó. Iban a salir de ahí, ya. Se apresuró a la puerta, la empujó y al abrirla, retrocedió. No sentía nada, no sentía nada, pero ¿por qué?

Orthen...

Tenía una espada clavada a la mitad de su pecho, pero se mantenía firme en dos pies, apuntaba a su atacante, sus ojos grises lucían como de tormenta, torrencial. En la comisura de sus labios había un hilillo de sangre, no miró a Sakradar incluso así, como si no estuviera ahí, como si el viento invernal no lo hubiera alertado.

—No serás dios, nunca —dijo.

El hombre dándole la espalda a Sakradar, giró la espada, la carne desgarrada llenó el aire, Orthen contuvo un grito, pero se mordió los labios para contenerlos. Sakradar se lanzó y lo atacó sin pensar. El hombre sacó la espada, Orthen trastabilló hacia atrás, alzó su mano, lanzó un rayo y el hombre lo desvió a Sakradar. Él también salió disparado y se estrelló contra la chimenea apagada, las cenizas se alzaron a su alrededor.

—Dilo de nuevo, dilo de nuevo, mago —dijo el hombre y sonrió mientras se acercaba a Orthen.

Sakradar alzó la cabeza, conocía esa voz, y entre el polvo, y la oscuridad supo quién era, vio su rostro de nuevo. Sakradar se levantó, se aferró a la mesa, y luego, la destruyó entre sus manos, se volvió a lanzar contra su hermano. Él solo sonrió y lo esquivó con gracia, Sakradar se estrelló contra la cama.

—Ningún demonio podría vencer a un dios, hermano —dijo él y sonrió—. Te lo advertí, pero no escuchaste... Nunca escuchas.

»Voy a destruir todo lo que te queda —rio su hermano.

—Vete... —tosió Orthen y miró a Sakradar—. Huye...

Las manos de Sakradar se volvieron garras alargadas y oscuras.

—Patético, idiota... —dijo su hermano con sorna—. ¿No era lo mismo que me decías?

»Espero que ahora sí mueras, Isolmar.

Sakradar se lanzó a su hermano una vez más, pero él se dio la vuelta y salió de la casa, cuando Sakradar salió, él ya no estaba ahí, solo los habitantes de la villa, que al verlo gritaron. Orthen comenzó a toser a su espalda y Sakradar cerró la puerta de inmediato antes de correr a su lado. Sus manos volvieron a la normalidad, lo sostuvo, sostuvo su rostro entre sus manos.

—Vas a estar bien. Tenemos que irnos —dijo Sakradar—. Solo necesitamos usar tu magia... Sí... Tal vez otra potestad...

Orthen sonrió y negó con la cabeza antes de tocar su rostro también.

—¿Por qué estás llorando, Sakradar? —preguntó Orthen y rio un poco, luego tosió y dijo en voz baja—. Solo es una herida.

Sakradar apretó los labios.

—Solo es una herida, vas a estar bien.

Orthen asintió con resignación, tocó la bufanda y bajó los brazos. Su respiración era difícil en aquel momento, Sakradar comenzó a usar la propia magia que Orthen le había dado en todo ese tiempo, pero no funcionaba, su cara palidecía más y más...

—Cuida a mi hermanito en Sarkat, protege a los Bangk —pidió con una sonrisa—. Por favor... Solo así...

Orthen apretó los ojos, su sonrisa se borró.

—Sakradar, olvida a la potestad... Olvida a esa cosa. Ten una vida feliz. Promételo. Por favor.

Orthen apretó la bufanda con fuerza y Sakradar sostuvo su mano, era la primera vez que la sentía así de helada. Sakradar no pudo prometer nada, los ojos de Orthen se llenaron de lágrimas.

—¿Sakradar?

—Orthen...

—No quiero morir.

—No vas a morir.

Sakradar apretó los labios y aferró su mano. Escuchó los gritos de la gente, demasiado lejos y sostuvo la mano de Orthen todo lo que pudo, todo lo que el mundo le permitió, todo lo que las estrellas le dejaron, hasta que él no sostuvo su mano...

Aquella noche, todas las chimeneas se apagaron, todas las antorchas también. Draimat, su hermano desapareció del lugar antes de que todo comenzara. Entre las sombras, gritos, carne desgarrada, muerte. Una nube espesa cubrió el cielo y la vista a las estrellas y jamás las volvió a ver. Solo había sombras que duraron tres días como niebla espesa sobre aquel pueblo. Luego, cuando por fin los rayos del sol tocaron la nieve, no quedó nada ni nadie, ni una sola alma o potestad.

A lo lejos, en una montaña alta, las potestades colocaron una roca, luego otra, y otra hasta hacer una pequeña torre. Colocaron un único cristal que nadie jamás tocó y la capa de un mago. Las potestades lloraron.

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