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XIX. La ciudad destruida

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"Tres semanas duró la masacre en Sarkat. En el primer día, barcos blancos del sur invadieron las costas de Ustil donde los pocos que huyeron hablaron de escudos improvisados y olvidados, de pieles desolladas de soldados que escurrían al agua y eran arrastrados al océano, de gritos implorando piedad que no fueron escuchados.

Los soldados agonizantes con los que pude hablar en el sur mencionaron que el suelo se estremeció de manera tan violenta que cayeron las torres norte y sur de la ciudadela. Hablaron acerca de la muerte de la diosa de la magia, cuyas estatuas se rompieron en mil pedazos cuando la noticia de la invasión llegó a Sarkat. El templo quedó sin la bendición de su diosa, y el país, sin la seguridad que ella proporcionó por tanto tiempo

Ninguno de los sabios pudo explicar nada de eso, y tampoco pudieron prever lo que acontecería después. Esa noche, se despidieron de los soldados, esperando que pudieran contener a los bárbaros de Setranyr.

Luego, todo fue caos." —de las Crónicas de Sarkat, de Hish Urtan.

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El viaje a través de Setranyr para llegar a Alfarno desde Dramaris no tuvo complicaciones. Había guardado su capa de mago y los broches al fondo de su maleta junto al único libro que llevaba. No lo cuestionaron por su apariencia, quizá porque llevaba dinero en el bolsillo, por su idioma o quizá solo porque quienes lo llevaron eran demasiado jóvenes para saber cómo lucían los magos de Sarkat.

Duró tres días en Setranyr sin hacer magia, sin alejarse del puerto, y sin tratar de recordar la primera vez que fue a ese lugar. Al tercer día abordó a la embarcación que lo llevaría al norte.Iba a un lugar que le había sido arrebatado de niño y que apenas recordaba, a Sarkat.

Primero desembarcaría en Ustil, un pueblo colonizado por Setranyr después de la guerra. Por algún motivo los setraneses no le habían cambiado el nombre, y lo que antes había sido una de las ciudades principales de Sarkat ahora era solo un centro de esclavitud y de viajeros que iban al norte o a Sengrou.

Después del primer día, las potestades pequeñas inundaron su cuarto. Ninguna hablaba, pero gruñían si Evel quería moverlas, se sentaban en las piernas de Evel mientras trataba de estudiar o dormían a su lado. Al menos no estaba solo, y se preguntó si era por eso por lo que estar en su camarote no era tan sofocante ni nauseabundo como antes...

Al tercer día, Evel se despertó como todas las mañanas, se levantó de la cama y trató de no tirar a las potestades, cuidó sus pasos y salió. El viento le golpeó el rostro con fuerza al subir a cubierta. Se dirigió a la proa y miró al este.

El sol apenas comenzaba a salir, pero a la distancia comenzaron a dibujarse los contornos oscuros de un país. Tal vez por eso se había despertado antes.

Estaba de regreso en Sarkat.

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Al arribar, Evel entendió por qué los reyes de Setranyr habían conservado el nombre de aquel lugar. Era evidente, desde la forma en la que el capitán setranés se refería a esa ciudad y a su pasado, hasta las estructuras complejas medio destruidos y vandalizadas, y los puertos reconstruidos sin cuidado. La apariencia era deplorable a comparación de lo que Evel había visto en pinturas y en dibujos de aquel lugar. Como si la gloria descrita en el pasado de Sarkat jamás hubiera existido.

Cuando el barco atracó, bajó con una multitud de pequeñas potestades siguiéndolo en fila.

—Arriba, o las van a pisar —les susurró.

La mayoría lo escuchó y comenzaron a flotar detrás de él perezosamente, el resto se colgó de su capa o su subieron sobre los hombros de Evel. Evel recorrió el puerto, no se detuvo a ver los edificios colapsados, rotos, manchados de diversas sustancias, pintarrajeados, destruidos o caídos. Pero se quedó absorto al ver un grupo de esclavos acurrucados bajo la sombra, con cadenas en el cuello y tobillos, una túnica desgastada y la mirada perdida. La mayoría tenían la piel morena, como él y como los magos de Sarkat, pero sus ojos eran castaños, negros y azules.

Tal vez los miró por demasiado tiempo, porque justo unos momentos después, un hombre corpulento y una mujer se acercaron a él sonriendo. Hablaron en setranés, como él esperaba, pero Evel negó con la cabeza y se alejó corriendo.

Aunque quisiera, no había mucho que Evel pudiera hacer por todas esas personas. Liberarlos solo les traería problemas a ellos, no podía usar su magia en un lugar así incluso si quisiera porque eso lo pondría en peligro a él y no quería atraer potestades de nuevo, así que se acercó a comprar hogazas de pan y las repartió entre algunas potestades.

—¿Pueden dárselas? —pidió—. Si no se las comen, les daré cristales.

Se había detenido en un callejón vacío donde la altura de los edificios hacia sombra y se recargó contra la pared. Y mientras las potestades se alejaban con los pedazos de pan, no pudo evitar preguntarse si él también había estado ahí...

Una potestad en forma de una bolita blanca flotó hasta estar frente a él, Evel la atrapó entre sus manos. Con solo mirarla, su respiración se tranquilizó. Parecía que quería evitar que él pensara más en eso. La soltó.

Estaba bien. Era lo que podía hacer por el momento, se dijo.

—Creí que ya no había nadie como tú —dijo una voz infantil a su lado.

Evel dio un respingo, y al mirar a su lado, encontró a un niño de tez morena y ojos blancos, no grises, sin cadenas, pero con un harapo viejo cubriéndolo. Evel retrocedió, no lo había escuchado llegar y extrañamente hablaba bien en osviano. Pero había algo en sus ojos, algo en lo que había dicho, algo en la magia a su alrededor que le indicó a Evel que no era humano.

—Eres una potestad.

—Wow. ¡Qué brillante eres!

»Un niño que no habla como niño por supuesto que no es un niño.

»¿En dónde más has visto niños que hablen así? ¿O que se vean como yo?

Evel frunció el ceño, hizo una mueca, pero la pequeña potestad se frotó con su cara. Evel suspiró e ignoró su comentario. Jamás había visto otra potestad con características tan humanas como Sakradar...

—¿Por qué tienes forma humana?

—¿Por qué no lo averiguas tú, maguito?

El niño se encogió de hombros con una sonrisa mordaz, luego caminó en dirección contraria a la de Evel. Evel suspiró y se dio la vuelta para retomar su camino.

—¡Espera! ¿De verdad no quieres saber?

—Te pregunté —dijo Evel sin mirarlo—. Ya no quiero saberlo.

El niño lo siguió de cerca y jaló su capa, pero Evel siguió caminando.

—¿Estás enojado?

Evel no respondió.

—Espera. ¡No sabes nada de aquí! Ni siquiera naciste en la ciudad, como muchos esclavos aquí... ¡Oh! ¡Tú también tienes una marca como todos ellos!

Evel se detuvo entonces, quiso responderle algo, pero la pequeña potestad blanca se acercó a su rostro, así que se obligó a inhalar y siguió caminando. Mientras se alejaba del puerto a la Cordillera del Rey, una a una llegó cada potestad que lo había acompañado y formaron una larga fila detrás de él. La potestad con forma de niño parecía esperar su respuesta y sonreía maliciosamente por ella, pero al no recibirla, tomó a una potestad pequeña y comenzó a jugar con ella. Evel suspiró y fue a quitársela antes de que la lastimara. El niño lo miró con molestia y cruzó los brazos después.

—No me digas que vienes a vengarte de los setraneses —dijo la potestad conteniendo una risa—. ¿O quieres liberar a todos?

»Oye, ¿cómo recuperaste tu magia? ¿Cómo nos puedes ver? —. Se llevó un dedo al mentón—. Nadie nacido en la esclavitud tiene magia, y a los que la tuvieron se las quitaron. ¿Por qué tú sí?

Evel acarició a la potestad antes de dejarla ir, y decidió responderle de la misma manera. Cruzó sus brazos.

—Eso deberías de saberlo tú —dijo Evel, se dio la vuelta y se apresuró para evitar algunas miradas curiosas de los mercaderes en esa calle.

La gente ahí lucía desganada, molesta, y se cubrían a duras penas del sol entre la sombra de edificios o con telas rotas y decoloradas. Vendían vasijas de cerámica y arcilla, alimentos, y objetos rotos y empolvados. Ninguno lucía como un habitante de Sarkat, pero esperaba que ninguno hablara osviano. Pero las miradas hostiles hicieron que Evel apurara el paso... quería evitar problemas al menos aquella vez.

—¡Eres un grosero! Oye, ¿por qué no me haces caso? —dijo y miró a la gente—. ¿Les tienes miedo a unos simples humanos?

La potestad carcajeó audiblemente, Evel inhaló profundo para calmarse y continuó su camino hacia el centro de la ciudad. Los mercaderes lo siguieron con la mirada e incluso vio de reojo que algunos se levantaron para verlo marcharse.

—¡Oye! ¡Oye! ¿Ya te enojaste de nuevo?

—No estoy enojado —mintió.

—¿Entonces por qué haces berrinche?

Evel no respondió, suspiró y pretendió que la potestad no estaba con él. La potestad lo continuó siguiendo.

—Entonces, ves a las potestades, eres un mago, aunque te ves un poco debilucho, tienes una marca de esclavitud, todas esas potestades te siguen, tienes mucho dinero en los bolsillos y eres un tonto... —dijo la potestad—. Para nada raro, nada raro. Pero interesante.

Evel se detuvo, suspiró molesto y miró a la potestad.

—¿Puedes dejarme ya? No sé qué quieres, pero si vas a seguir molestando, mejor márchate.

—Además, eres poco paciente.

Evel frunció el ceño, se dio la vuelta y caminó con prisa.

—Necesitas ayuda, mi ayuda. No conoces este lugar. Ja.

—No necesito tu ayuda.

—¿No? ¿Entonces por qué volvimos por esta misma calle de nuevo?

Evel frunció el ceño, se detuvo y regresó por donde venía. Aquello era extraño, porque no solía tener problemas con las direcciones si revisaba antes un mapa, a menos de que el mapa hubiera cambiado...

—Es obvio que necesitas mi ayuda. Oye, ¿por qué no contestas? ¿Sigues enojado porque no te respondí? ¡Espera!

La potestad se apresuró hasta llegar a su lado, pero Evel no se detuvo. Comenzaba a molestarse más, ¿por qué era tan persistente? A ese ritmo iba a tener que usar magia para alejarlo. Luego, sintió un tirón en su capa y al mirar atrás, el niño la jalaba con ojos llorosos.

—¿Me vas a abandonar? —preguntó con la voz a punto de romperse y en un puchero.

Evel frunció el ceño e hizo una mueca. Era obviamente chantaje en ese punto... No pudo evitar preguntarse por qué casi siempre terminaba lidiando con cosas extrañas o molestas. Al final se rindió. Jamás había sido bueno tratando con niños y no quería que se pusiera a llorar en medio de la calle.

—Ayúdame si quieres —dijo Evel rendido y luego explicó—. Necesito llegar al Desierto de Muska por la noche, y conseguir comida para el camino.

La potestad-niño recuperó su sonrisa, el puchero infantil desapareció como si jamás hubiera estado ahí.

—¡¿Muska?! —preguntó y sonrió despacio—. ¿Tú? ¿Irás a Muska? Es un buen chiste.

—No me sigas, entonces.

Evel jaló su capa, atravesó la plaza hacia uno de los callejones donde se veía un pequeño mercado entre casas con techos a medio derrumbar. Evel caminó hacia allá con la potestad detrás de sus talones.

—Perdón, perdón —dijo la potestad—. No me ignores, te ayudaré. Te prometo que ya no me voy a burlar... ¡No me ignores!

—¿Por qué confiaría en ti?

—Porque nadie más habla osviano, genio.

Evel lo miró con los ojos en blanco por un buen rato, pero al final tuvo que aceptar de nuevo solo para no volver a escucharlo hablar. Sabía que se iba a arrepentir, pero era preferible eso a que siguiera molestándolo.

La potestad le ayudó a comprar varias cosas para su viaje mientras traducía por él, como una cantimplora, comida que durara lo suficiente para ir al desierto, un viejo mapa, otro morral y una capa abrigada para pasar la noche en el desierto. Luego, regresó a la costa, la potestad lo siguió de cerca mientras le contaba una historia que Evel había dejado de escuchar para no terminar explotando.

La arena ahí era clara, brillante y limpia y las olas que golpeaban la costa eran suaves con aguas cristalinas y poco profundas. Evel se quitó las botas a la orilla de la playa, luego su capa, dobló sus pantalones hasta su rodilla y se metió al mar. Inclinó la botella hacia el frente.

La potestad se metió al agua también sin importarle que su ropa ya de por sí andrajosa se mojará, y luego se alejó hacia aguas más profundas.

—¡Mírame! ¡Mírame! ¿Quieres ver un truco?

Evel lo ignoró. Las olas frescas chocaron con la boquilla de la cantimplora y contra sus piernas. Se incorporó, inclinó la botella con una mano mientras que colocó la otra frente a la boquilla. Cerró los ojos, una leve punzada fue a su cabeza, el calor de la magia recorrió sus venas de nuevo y aguardó. Cuando abrió los ojos, parpadeó para apartar el sueño, y en su mano había un cristal de sal de unos centímetros. Dejó caer la sal en el mar.

—¡Entonces sí haces magia! —gritó la potestad mientras lo miraba empapado.

Evel cerró la botella justo a tiempo porque la potestad comenzó a salpicar agua. Evel alzó la mano y las gotas de agua se detuvieron y se congregaron en su mano antes de mojarlo. Frunció el ceño a la potestad.

—Aguafiestas —dijo la potestad—. Ni siquiera viste mi truco.

Evel dejó caer la esfera de agua y salió del mar, la potestad corrió detrás de él.

—¿Me vas a decir entonces?

—¿Qué quieres que te diga?

Evel se había dado la vuelta, tomó sus botas y se sentó. Enterró sus pies en la arena y las estiró. La potestad salió escurriendo agua y corrió a su lado a sentarse, lo miró con sus ojos blancos, casi como si estuviera viendo su alma, Evel frunció el ceño y miró al mar.

—No lo sé. Cualquier cosa.

»¿Por qué ves a las potestades? ¿Por qué estás en Sarkat? ¿Por qué en específico quieres ir a Muska?

Evel probó el agua que había purificado, no se quejó, pero hizo una mueca, no había quedado bien, pero no estaba mal. Guardó la botella y miró al cielo, a las nubes del atardecer.

—Voy al Templo de Fukurai, tengo que hacer algo —dijo Evel—. ¿Eso es suficiente?

Lo miró, pero la potestad no respondió, ni dijo nada por un rato. Evel suspiró y miró al horizonte, al continente al sur. ¿Encontraría lo que necesitaba ahí?

—Eres un mago de Sarkat, ¿por qué quieres ir al templo de la diosa?

Evel lo miró. Sus ojos infantiles estaban perdidos en el cielo. Abrazó sus pequeñas piernas y recargó su mentón en las rodillas. Por un momento, Evel pudo ver el tiempo de la potestad, todo lo que había pasado, todo lo que había visto y vivido. ¿Qué habría pensado cuando Sarkat cayó? ¿Por qué había permanecido con esa apariencia y en ese lugar tanto tiempo? Evel tragó saliva. ¿Cómo se había mantenido por tantos años?

Decidió contarle una historia.

—¿Quieres que te cuente un cuento?

La potestad lo miró con sus ojos blancos, sonrió y sus ojos se iluminaron.

—¡Sí! Pero si es una mala historia te voy a arrastrar al mar —amenazó.

Evel sonrió un poco y comenzó.

—Hace mucho tiempo, casi más de cuarenta años, había un niño.

—Buu, así no se comienzan los cuentos —dijo la potestad e hizo un puchero.

Evel hizo una mueca, pero continuó de todas formas.

—Nació al norte, muy al norte de Sarkat, no recordaba en dónde porque era muy pequeño cuando todo pasó. De hecho... no recuerda mucho —dijo e inhaló hondo—. Pero vivió un tiempo en un barco con esclavos.

La potestad relajó sus hombros, pero no lo miró. Evel supo que estaba prestando atención, tragó saliva y miró al mar antes de continuar.

—El niño despertaba todos los días deseando que aquello acabara, y se preguntó muchas veces por qué no murió como todos los demás. No podía llorar, pero siempre que recordaba a su papá, a su abuelita y a su tía dolía mucho. Era tonto y lamentable.

Evel sostuvo su pecho, miró a la potestad y sonrió, pero la potestad no sonreía. Tragó saliva.

—Luego, alguien lo compró. El niño no hablaba el lenguaje de los demás, así que no entendía que sucedía cuando los demás se marchaban, pero sabía que no volvían, y creyó que por fin volvería a ver a su familia.

La potestad cerró sus manos en puños y Evel pudo sentir la magia a su alrededor alterándose, como si en lugar de ver a la potestad, estuviera viendo niebla densa en la mañana, antes de que la luz la rompiera.

—Pero no fue así. Quien compró al niño lo decidió cuidar como a su hijo, decidió darle un hogar. No sé si sabía que el niño tenía magia cuando tomó esa decisión, pero era una oportunidad para una familia en donde la magia se había perdido, era una manera de continuar esas prácticas... aunque estuvieran prohibidas —dijo Evel—. Lo que no esperaba quien lo compró era que la magia que el niño poseía no fuera la misma que él creía conocer. Trató lo mejor que pudo para criarlo... a pesar de que pensaba que era peligroso.

»El niño creció creyendo eso. Y cuando fue lo suficientemente mayor, abandonó su hogar porque una potestad se lo pidió, y creyó que así... creyó que así su padre...

Evel estaba mirando a ningún lado, y se detuvo. Miró su mano, cerca de su muñeca, donde todavía quedaba una ligera cicatriz en su piel, sonrió para alejar sus pensamientos y los ojos humedecidos y miró a la potestad. Algunas potestades pequeñas flotaron hacia él y subieron a sus hombros.

—Eso era todo —dijo Evel.

Sacó sus pies de la arena, los sacudió y se levantó, la potestad lo miró con ojos graves mientras Evel se sacudía.

—¿Quieres que te ayude a secarte? Tengo ropa extra. Te va a quedar un poco grande, pero podemos ajustarla —dijo Evel.

Pero la potestad no respondió lo que Evel esperaba.

—Si eres un mago de Sarkat, ¿por qué eres tan joven? No existe magia que pueda evitar que la gente envejezca, solo maldiciones.

Evel suspiró mientras se colocaba una bota y luego la otra.

—Eso no lo conté —dijo Evel—. ¿Alguna vez escuchaste de He-Sker-Taín al sur de Sengrou?

—Oh... No me digas que tú... digo, que el niño entró ahí.

Evel se inclinó para recoger su capa, la sacudió antes de ponérsela. Asintió.

—¡¿Qué nadie te dijo?! —preguntó la potestad—. De verdad que eres un genio... de verdad que...

Evel se encogió de hombros. Luego, la potestad se soltó a carcajadas.

—Potestad imbécil, no debió haber hecho ese trato...

Evel sonrió un poco, pero se sintió mal por Kooristar. Después de todo, había sido su ignorancia lo que había causado eso. Cuando la potestad paró de reírse, siguió hablando.

—Entonces ¿eres el último "último" de Sarkat?

—No lo sé. Jamás he conocido a otro mago —dijo Evel—. Pero está el escritor ese... Dudo que sea el último, debe haber más. ¿Tal vez alguien aquí en Sarkat?

La potestad comenzó a trazar círculos en la arena, mirando a nada, y dijo:

—Nadie en este país tiene magia, nadie puede vernos. Los más viejos perdieron su magia o murieron, los más jóvenes ni siquiera nacieron con ella —explicó—. Heh... A pesar de que podíamos, no los ayudamos. Al final queda nada.

Evel frunció el ceño, pero no dijo nada.

—Ahora, me voy a quedar sellado de esta forma para siempre...

Lo miró directo a los ojos y Evel entendió por fin por qué aquella potestad le había parecido extraña. Aquella no era su forma, como Sakradar, aquel no era su cuerpo. Estaba atrapado como toda la gente en esa ciudad. Evel se volvió a sentar en la arena.

—T-te ayudaré...

—Como si un mago como tú pudiera hacer algo.

—Puedo intentar. Ven conmigo. Vamos a secarte.

La potestad lo miró, se encogió y se enjugó las lágrimas antes de asentir.

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Después de horas de caminar en la noche desde el límite de la ciudad, llegaron al pie de la cordillera. El viento silbaba y agitaba bruscamente la capa de Evel. Las pequeñas potestades estaban aferradas y amontonadas en el cuello de Evel, casi como una bufanda. El niño-potestad estaba tiritando y caminaba muy atrás de Evel, antes no había aceptado cambiarse ni que Evel lo secara argumentando que «Un tonto como tú no debería de desperdiciar su magia así».

Evel no pudo soportar más escuchar sus dientes castañear, así que se detuvo, sacó la capa con abrigo que había comprado antes de uno de sus morrales, dobló los extremos hacia dentro para encoger su tamaño, y la magia calentó su cuerpo y los unió. Tal vez duraría unos días si había hecho bien el sortilegio y había usado la cantidad de magia adecuada para sostenerlo, pero al menos tenía el tamaño perfecto para la potestad.

—¿Qué estás haciendo ahora? —preguntó castañeando—. Eso no te va a cubrir, genio.

Evel lo miró, y le ofreció la capa.

—Toma.

La potestad dudó si tomarla, y por supuesto, soltó un comentario.

—¿Y tú qué? ¿Vas a ir así de primaveral? —dijo—. No la necesito, maguito, soy una potestad.

—Tienes frío —dijo Evel—. Al menos yo puedo usar mi magia para calentarme, o le puedo pedir ayuda a una potestad...

—No la quiero.

Evel asintió, se encogió de hombros y la guardó.

—Se la daré a otra potestad —dijo, se levantó y se alejó.

—¡Espera! ¡Espera! —dijo.

Evel sonrió para sí mismo, pero mantuvo su compostura y arqueó la ceja.

—¿Qué?

—Dámela a mí —masculló.

Evel sonrió satisfecho y se la tendió. La potestad se la colocó con un puchero y siguieron caminando. Evel miró atrás de reojo, y vio a la potestad aferrar la capa y encogerse en ella para calentarse. Evel quiso burlarse, peor no le dijo nada. No había hablado mucho desde que dejaron la playa, quizá estaba pensando algo.

Evel usó su magia para calentarse, y una de las potestades en su cuello lo apoyó para estabilizarla, y para evitar que se cansara. Ni siquiera necesitó pedírselo, y Evel se preguntó si así era en el pasado en Sarkat.

El mapa que había copiado del libro de Sarkat en la biblioteca antes de partir, y el que había comprado tenían muchas diferencias entre sí, pero aquello lo ayudó a encontrar ese camino al desierto sin tener que rodear o atravesar entre la cordillera. Y eran esos mismos atajos por los cuales aquel lugar se llamaba la Cordillera del Rey, según el libro del escritor ese que solo se quejaba de Sarkat.

El mapa del libro no mostraba los caminos, pero sí los nombres de algunas montañas y de los ríos temporales, el de Sarkat mostraba esos detalles y caminos secretos, pero estaba en sarkano. Guiarse no fue tan difícil como pensaba, porque el camino de rocas estaba bien marcado, y las potestades comenzaban a gritar si tomaba un camino equivocado. La potestad-niño por supuesto que se burlaba de él cada que eso sucedía.

Caminó alrededor de la cima de una montaña, luego a través de un puente de roca que unía a una montaña con otra y que evitaba caer a un cañón. Y luego a túneles antiguos donde no se podía ver nada. Ahí, Evel tuvo que usar luz además de calentarse, porque dentro de aquella montaña, había escalones demasiado inclinados, irregulares y amplios.

La oscuridad era antigua, insoportable, casi estaba seguro de que podía escuchar de nuevo la respiración de Kooristar como en He-Sker-Taín, y si no hubiera sido por las potestades dormidas alrededor de su cuello, y al niño-potestad bostezando y parloteando otra historia sin parar, tal vez hubiera sentido miedo. Le pidió a algunas pequeñas potestades que se adelantaran solo porque brillaban y Evel se había cansado de usar su magia en aquel momento.

Cuando el calor fue insoportable, tuvo que doblar su capa y dispersar a las potestades, y el niño potestad se burló, y no se quitó su propia capa a pesar de sudar a mares. Las pequeñas potestades descendieron junto a él, algunas flotando e iluminando el camino, otras bajando paso a paso o peleando con el niño-potestad.

—Déjalas —advirtió Evel.

—Están diciendo que solo sé hablar.

Evel lo miró con los ojos en blanco.

—¡¿Tú también?!

Evel siguió descendiendo junto a las potestades, su cabeza comenzaba a pesar con sueño y cuando llegaron al último escalón, suspiró aliviado. Todas las potestades se dispersaron y dejaron de brillar al instante.

Evel alzó su mano para iluminar aquel lugar, pero no sucedió nada. Suspiró. ¿Se había esforzado de más? Caminó unos pasos, pero terminó tropezando y su frente dio con una pared. Se sostuvo de ella mientras se quejaba.

La potestad soltó una carcajada y algunas potestades se iluminaron tenuemente y flotaron hasta él.

—¡Te estrellaste! —remarcó la potestad mientras reía.

—Ya lo sé.

—¿Qué pasó ahí? Las salidas no se crean con la cabeza, maguito, hay una justo a tu lado —dijo la potestad—. Eres un genio, no hay duda.

Evel gruñó e ignoró todos sus comentarios mientras se frotaba la frente.

—Agoté mi magia —dijo—. Déjame.

—No, es divertido molestarte.

Evel gruñó.

—Solo sigamos.

En aquel momento, todas las potestades pequeñas chillaron y se enroscaron en Evel, otras se colocaron sobre su cabeza y hombros.

—Dicen que es mejor que te quedes —dijo la potestad—. Realmente eres un tonto humano, ¡no has dormido nada hoy!

—Tenemos que llegar al desierto.

—¿Crees que puedes recorrer el desierto así? Serás tonto. Además, ya va a amanecer.

Evel hizo una mueca, tenía razón, pero no lo dijo en voz alta porque no quería escucharlo riéndose de nuevo. Había dormido y comido bien antes de pisar Sarkat, pero también había caminado bastante y había usado su magia por un buen rato en un sortilegio que requería mucha energía. Si iba al desierto así, podía ser problemático.

Decidieron quedarse ahí, en el pie de la escalera en espiral y cerca de la salida al desierto. Algunas potestades siguieron brillando por su cuenta sin ayuda de la magia de Evel, y otras se refugiaron en su capa. Él comió un poco de pan y mermelada de Alek, y se sentó en uno de los escalones. Sacó su capa de mago y la usó como almohada.

No supo cuánto durmió cuando la potestad lo despertó sacudiéndole y le indicó que estaba atardeciendo. Se desperezó, guardó la capa de Mark y se colocó su propia capa de mago, sin colocarse los broches. La potestad lo guio y pudo ver los últimos rayos de luz colándose por una entrada ovalada, y contorneó de negro el horizonte.

La potestad lo obligó a salir, y el viento secó lo golpeó en el rostro, su capa se agitó y algunas potestades salieron volando con el viento hacia el oeste, hacia donde el sol se había ocultado. Evel trató de atraparlas, y el niño-potestad también trató de ayudarlo, pero simplemente se fueron. El resto se refugió en su capa para no salir volando.

—Ahí van... —dijo el niño-potestad.

—Sí...

Evel quiso lamentarse un poco más, pero la potestad interrumpió sus pensamientos.

—¿Te graduaste de mago curador en otro lugar? —preguntó la potestad viendo su capa de arriba abajo.

—Pero no soy bueno...

—Se nota.

Evel no respondió y sacó el mapa de su morral, se lo mostró a la potestad.

—Sarkat todavía queda lejos de aquí, el único refugio intermedio es en las Ruinas de Halthorn —explicó Evel y se detuvo un momento—. Podríamos seguir por la cordillera y descansar entre las cuevas, pero tardaremos más...

—En las ruinas no hay agua —dijo la potestad y cruzó sus brazos—. Pero tú eres quien está de turista.

Evel suspiró, miró el mapa por unos minutos. Lo mejor sería ir por la Cordillera del Rey, aunque el viaje se alargara unos días, pero tenía que ir a las ruinas, debía hacerlo si quería entender qué había sucedido con Sakradar y cómo lo habían logrado atrapar.

—No me digas que... Ugh. Estás loco y tonto, estás tontísimo —dijo la potestad mientras pateaba a arena.

—Lo sé.

Se pusieron en marcha lo más rápido posible, porque sabía que no llegarían ahí antes del amanecer. Caminaron a través de la nada hacia el oeste, que no perdonaba a los viajeros, que era completamente helada, sin nada a la vista más que algunas montañas dibujándose al frente, en el límite a lo que antes había sido Kiot, y las estrellas en el firmamento. Avanzaron buena parte del camino antes de que amaneciera, el sol comenzó a alzarse lentamente detrás de ellos.

—Todavía nos falta camino hasta las ruinas si quieres llegar antes de que el calor se vuelva insoportable —dijo la potestad—. Más que tú...

Evel gruñó antes de preguntarle:

—¿Sabes cuánto falta?

—Recuerdo dónde fue... Está todavía a dos horas, así que a caminar.

Evel suspiró y siguió a la potestad, y justo como había temido, el sol se alzó por completo arriba de las montañas y quemó sus espaldas. La potestad se quitó su capa y se le dio a Evel. Él conservó su capa para mantenerse fresco y para no quemarse los brazos. Sus pasos comenzaron a pesar el doble, por lo que terminó arrastrando los pies.

La potestad estaba varios metros delante de él, pero estaba cansado. Él en cambio, tenía los ojos y la boca seca. Y ni siquiera era medio día.

—¡Vamos, mago! ¡Ya estamos cerca!

Se obligó a seguir y cuando alcanzó a la potestad, estaba agotado. Entraron a una torre de tres pisos con una pared faltante, pero eso era mejor que el sol, por lo que se refugiaron ahí, comieron, bebieron agua y durmieron.

Cuando cayó la tarde, Evel se despertó, dejó al niño dentro de la torre durmiendo junto a las demás potestades y fue a investigar las ruinas. Después de todo, era diferente leer de ellas en un libro y verlas en persona.

Se trataba de tres torres de tres pisos además de la que ya habían visto y un arco en el centro que conducía a una cueva en el suelo. Las estructuras lucían al borde del colapso.

Evel se dirigió hacia la cueva. El arco tenía inscripciones borradas con el paso de los años, así que no intentó leerlas, y solo miró a la cueva. Parecía que respiraba, aunque solo era el aire entrando y saliendo como un silbido. Alzó su mano y encendió una luz, pero la cueva no se iluminó. Evel impulsó la esfera de luz, pero cuando entró a la cueva, se perdió de inmediato.

Frunció el ceño y se dio la vuelta, por más que quisiera y pensara que saber más serviría de algo, no iba a investigar, no iba a cometer el mismo error. Tampoco podía quedarse más tiempo ahí, solo había ruinas, nada más.

La potestad y Evel retomaron el camino al siguiente día, justo cuando el sol comenzó a ocultarse, y en dirección al norte. El viaje fue frío y árido como en los días anteriores. En algún momento, el pavimento desértico fue cubierto por arena que se alzaba al cielo con el viento y con sus pasos.

Caminaron sin descanso toda la noche hasta que el sol comenzó a salir, y cuando volvieron a pisar pavimento desértico, sus piernas se sentían terriblemente pesadas, pero algo a lo lejos, se dibujó una silueta.

A mediodía, apareció una ciudad como un fantasma en el horizonte. Una fortaleza y un castillo se alzaban en el centro, rodeados de pequeñas casas apenas distinguibles entre sí desde ahí. Al llegar, lo primero que Evel vio de la ciudad fue un lago pequeño y uno mucho más grande, rodeados de pequeñas casas blancas y cráteres volcánicos.

Se dirigieron al centro de la ciudad y buscaron una casa que se conservara bien y que estuviera cercana a la fortaleza.

Caminaron por las calles vacías, donde solo se escuchaba el viento y nada más, y ni Evel ni la potestad ni las pequeñas potestades hicieron algún ruido, como temiendo romper un viejo sortilegio. Algo estaba mal con esa ciudad, no sabía qué, pero su corazón palpitaba demasiado rápido y sentía una mirada a su espalda. Decidieron hablar en murmullos el resto de su estadía.

Después de encontrar una casa se quedaron ahí unos días, y fue difícil acostumbrarse. Los primeros tres días no pudo conciliar el sueño por el silencio, y la única forma en la que pudo quedarse dormido fue cuando la magia lo agotó lo suficiente como para hacerlo colapsar. Las potestad y las pequeñas potestades lo cuidaron durante esos días, y fue el único ruido que pudo escuchar durante esos días. No había animales más que algunos pájaros que se posaban por ahí de vez en vez, pero jamás cantaban, no había potestades ni señales de alguien más... Quizá por eso las pequeñas potestades evitaron alejarse mucho de él.

Comenzó a escuchar una canción familiar, pero que no lograba recordar, ¿era cosa de la potestad en las montañas de Sengrou? Evel entreabrió los ojos, su cabeza punzaba y sus ojos estaban pesados con cansancio, o quizá con fiebre, pero vio a la potestad con un fragmento de tela húmedo acercándolo a su frente.

—De verdad que eres tonto... —dijo la potestad—. Si sabes que eres tan frágil, te hubieras esforzado en dormirte.

»Tu magia es un caos, de verdad que eres...

Evel no dijo nada y entrecerró los ojos, sus palabras se perdieron en su consciencia y cuando volvió a escuchar, pidió:

—Cuéntame algo.

—¿De Sarkat? —dijo la potestad y sus ojos se iluminaron

La potestad colocó otro trozo de tela sin exprimir, y aunque Evel se quejó mientras el agua resbalaba hasta su cuello y humedecía sus pestañas, él lo ignoró. Las pequeñas potestades se aproximaron al rostro de Evel para quitárselo mientras que la potestad hablaba.

—¡Era una ciudad maravillosa! Mi amo me traía a veces a ver los festivales... Las calles se iluminaban con magia, había muchas potestades y siempre nos daban cristales mágicos si los ayudábamos. Mi amo me compraba ropa y cosas nuevas en esos días y regresábamos a casa después.

—¿Tu amo?

—Ah... Era un mago, me selló en esto... —dijo la potestad—. Pero eso no importa, la ciudad era muy bonita y la gente era buena... Excepto con mi amo, decían que era un loco.

Evel rio un poco, pero no estaba seguro de si era por la forma en la que la potestad hablaba o por la fiebre.

—¿Por qué los sigues llamando así?

—Que te importa, mago tonto —dijo la potestad y le quitó la tela con todas las potestades colgadas antes de mascullar—. Como si pudieras hacer algo...

Evel entonces preguntó:

—¿Eras feliz?

Pero la potestad no le respondió, le volvió a colocar la tela y salió de la casa. Evel suspiró y decidió dormir por otro rato más.

Cuando Evel se recuperó, Evel y las potestades salieron de la casa y caminaron por la ciudad. Todo era lo mismo: lugares desérticos y solitarios, lugares que se habían perdido para siempre, un lugar que nadie más recordaría. Evel sabía que nada ahí volvería a ser lo mismo, Sarkat estaba condenado a morir en la memoria y ser enterrado en la arena.

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