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XIV. La ciudad en las alturas

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"Mamá comenzó a contarme cuentos desde que la tumba de mi padre se erigió en el desierto. Habló sobre cuentos tan antiguos que parecían más sueños que historia.

Uno de los cuentos era sobre los pequeños seres que siempre volaban a nuestro alrededor: las potestades. Ella decía que la misma sangre y magia corría en nuestras venas. Pero eso no cambió lo que sentía por ellas, para mí siempre habían sido sombras difusas, fantasmas en el rabillo de mi ojo y nunca traté de acercarme a ellas.

Alguna vez, antes de marcharse al ejército, le pregunté si ella podía verlos. Ella solo sonrió y dijo: «Los veas o no, ellos están ahí para ti y estarán ahí siempre buscando tu magia y tú buscando la suya. Seguirán a los magos de Sarkat por siempre, hasta que no quedé ninguno».

Si mi madre no hubiera muerto tan joven, lloraría al escuchar la historia que escribo en este momento, la que no pude vivir, pero que escuché. Creo que lloraría al saber que el último de Sarkat no puede ver ni escuchar a las potestades como los demás, y que ellas nos abandonaron en el momento más importante.

Ella lloraría, se enjugaría las lágrimas y diría: «Ellas trataron de ayudar, ellas te acompañarán hasta que respires tu último aliento». Y me abrazaría." —de las Crónicas de Sarkat, de Hish Urtan

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Tocaron tierra en Mosit, al este de Sighart en el Golfo del Sur, en una tierra donde la niebla no permitía ver más allá de sombras de rocas en el agua, y la luz de un farol perforaba en la distancia. Y después de días de navegar y solo comer pescado quemado por Sakradar, pisar tierra, aunque fuera helada, fue un alivio para Evel.

Después de pasar la mañana en la ciudad portuaria, partieron a mediodía hacia Agroupe, el único pueblo cercano a dónde se encontraba la potestad que Kooristar había mencionado.

Evel no llevaba muchas cosas consigo, más que un abrigo y unos guantes —que Sakradar había conseguido de quién sabía dónde cuando la niebla todavía cubría la costa—, y alimento que había conseguido al vender el barco de Sakradar. El frío, a pesar de todo, seguía calándole en los huesos conforme más se adentraban al bosque y conforme subían las pendientes a la montaña.

Caminaron en silencio, Sakradar al frente guiando y Evel atrás, tratando de seguirle el paso y de dejar atrás a las pequeñas potestades que se colgaban de su capa.

—Sarkat —susurraron las potestades a su alrededor.

Evel ignoró aquello, y las quitó sacudiendo su capa. Y con la respiración entrecortada mientras subían una pendiente inclinada le preguntó a Sakradar cuánto faltaba.

—Una hora para encontrar el camino si seguimos en este ritmo —dijo Sakradar mientras alzaba una rama para pasar—. Tres o cuatro para llegar al pueblo si te apuras, Evel.

Evel soltó un largo suspiro y dio unas zancadas para alcanzar a Sakradar, y cuando lo hizo, él lo inspeccionó de arriba abajo.

—¿Qué? —preguntó Evel.

—Estás diferente.

Evel tragó saliva y siguió avanzando. No era la primera vez que Sakradar comenzaba esa misma conversación de una manera similar. Lo había hecho cuando le explicó algunos principios y cómo manejar su magia... Tampoco era la primera vez que Evel no respondía.

—¿Vas a quedarte así todas las veces que te pregunte? —dijo Sakradar quedándose atrás.

Evel lo miró sobre su hombro, luego miró al cielo a través de las copas de los árboles. No sabía por qué su magia estaba diferente, pero sabía que tenía que ver con He-Sker-Taín. Kooristar había mencionado algo de una maldición por destruir su dominio, pero eso no se lo podía decir a Sakradar. Y en ese momento, no pudo evitar pensar en lo que Hok diría al ver su magia.

Las maldiciones eran distintas a lo que esperaba, porque a pesar de lo que había hecho, no se sentía diferente. Y hubiera pensado que lo que Kooristar había dicho era pura palabrería sino hubiera sido porque ahora parecía atraer muchas más potestades. En el camino hasta ahí había visto varias asomadas entre los arbustos, pero quizá no se acercaban solo porque estaba con Sakradar...

Evel se encogió de hombros.

—No puedo hablar de He-Sker-Taín.

Sakradar gruñó desde atrás y lo alcanzó en unos segundos, luego lo rebasó.

—Como quieras.

Evel frunció el ceño, lo miró alejarse y lo siguió poco después. Al ver como se movía, pensó que quizá se había molestado, así que decidió continuar en silencio.

Los árboles se volvieron arbustos, las rocas más escarpadas y los caminos más angostos mientras más ascendían. Evel se aferró a una roca en el camino y se forzó a subir después de que Sakradar subiera sin problemas. Cuando estuvo arriba, de rodillas, trató de recuperar su aliento y al alzar la cabeza, Sakradar miraba hacia algún lugar en el horizonte. Evel se incorporó, se sostuvo de una roca y miró junto a él.

Frente a ellos, el bosque se extendía hacia los lados y hacia el pueblo. Desde ahí se alcanzaban a ver pequeñas columnas de humo desde el pueblo, y el mar extendiéndose hacia el fin de Arierund. Era una vista bellísima, pero Sakradar le dio una palmada en la espalda.

—Basta de descansos. Vamos, Evel —dijo Sakradar con seriedad.

Evel lo siguió con un suspiro y le dio la espalda al mar. Miró hacia arriba, porque todavía había un largo camino que recorrer, suspiró de nuevo, pero al ver que Sakradar no daba ni una señal de reaccionar, solo lo siguió.

Los caminos hacia Agroupe eran toscos, y en algún punto se volvieron amplios, pero estaban llenos de rocas lisas donde era difícil apoyarse, y había demasiadas rocas sueltas que hacían que cada paso fuera inestable. De vez en cuando, alguna potestad se asomaba entre las rocas y si Sakradar estaba lo suficientemente lejos, se acercaban y se volvían a esconder cuando Sakradar las miraba. La peor parte de todo eso era que cada paso pesaba mil veces más que el anterior, y Evel sentía que sus pulmones iban a explotar.

Su respiración se había vuelto pesada, y aunque el viento helado le enfriaba el rostro, lo sentía colorado. Evel se apoyó en una roca y trató de recuperar el aliento. Sakradar se había adelantado, pero escuchó cómo se detuvo.

—¿Qué esperas, Evel? —dijo—. No te voy a esperar si te atrasas.

—Por supuesto que no lo harás —afirmó Evel entre jadeos, y aunque trató de ocultar su irritación, fue más un reclamo.

Luego, siguieron caminando y los pasos de Evel se volvieron más y más lentos. La distancia entre Sakradar y él era enorme y sabía que no iba a poder alcanzarlo si él no se detenía a esperarlo o si no reducía su marcha, pero no pudo decir nada de eso.

Al final tuvo que detenerse para respirar profundo, y el suelo se movió como si estuviera en un bote. Aunque esa sensación no lo había molestado antes, luego de ver la altura a la que se encontraban, cayó de rodillas y se aferró a la roca.

Luego, miró hacia el frente, y todo el trayecto que faltaba. Tragó saliva, se impulsó y continuó antes de que Sakradar se girara y le dijera algo. Se apoyó de las rocas, pero la cabeza le había comenzado a punzar, y no podía respirar profundo como necesitaba.

Pronto llegaron a una parte del tramo que tenía una inclinación muy grande. Sakradar había subido sin problemas y continuaba más al frente, y cuando Evel se acercó y dio el primer paso, las rocas rodaron debajo de sus pies. Se aferró a las rocas, apretó los ojos y se dijo: «Pudiste entrar y salir de He-Sker-Taín, puedes con esto».

—¿Cansado, Evel?

Sakradar había regresado y lo miraba desde arriba de la inclinación.

—No. Estoy bien —respondió Evel con molestia y se forzó a subir sin apoyarse en la pared.

—¿Estás seguro? —preguntó Sakradar.

Su expresión no parecía de burla, pero Evel ya estaba lo suficientemente irritado como para responder nada, así que solo siguió, pasó de largo a Sakradar y continuó por un trayecto empedrado.

Unos diez metros más arriba, Evel se detuvo y se recargó contra una pared de roca. Aferró su pecho y luchó por aire, negó con la cabeza e inhaló profundo, pero terminó tosiendo. Sakradar, que se había adelantado de nuevo, regresó hacia él como humo y se materializó frente a sus ojos. Se inclinó a su lado y le tocó el hombro.

—Evel, ¿estás bien?

—¿Crees que me siento bien?

La mirada que Sakradar le dio hizo que Evel lo admitiera.

—No me siento bien —admitió Evel entre jadeos y con la cabeza punzando.

—Falta poco —dijo Sakradar y luego sonrió paternalmente—. ¿Tan difícil era decir que te sentías mal?

Evel no respondió y miró a Sakradar con un poco de molestia.

—Sabes que si te sientes mal es mejor decirlo...

Sakradar se inclinó a su lado y colocó el brazo de Evel sobre su hombro. Sakradar se impulsó y Evel se levantó. Ambos se tambalearon, pero Sakradar logró estabilizarse.

—No has comido bien, Evel... —dijo y suspiró—. ¿Por qué no me dijiste antes? Pude haberte cocinado más pescado.

Evel sonrió ligeramente.

—¿Iba a servir de algo?

—Para que no te mueras antes de ver a tu papá.

Evel apretó los labios y Sakradar lo apoyó para seguir subiendo. Sakradar le sonrió un poco.

—Tu magia se siente muy diferente desde que volviste —repitió Sakradar y miró hacia el camino—. Me preocupa.

»No te duermas, Evel.

Evel no respondió y cerró los ojos, luego los abrió cuando Sakradar le dio un pequeño codazo.

—No te duermas, Evel —dijo Sakradar y suspiró—. No me dirás, ¿verdad?

Evel no respondió, no podía hacerlo, aunque quisiera confesarle a Sakradar de la maldición.

—Si te digo... ¿crees que merezco lo que me suceda después?

—¿Evel?

Él desvió la mirada. Incluso si quisiera decírselo, ¿podría decírselo sin consecuencias? Había un acuerdo entre quiénes salían de He-Sker-Taín, e incluso si ya no existía, ¿no le sucedería nada si lo decía? E incluso si daba alguna pista o señal de eso, ¿qué pensaría Sakradar de él? Evel apretó los labios ante su nombre.

—¿Me vas a odiar?

Sakradar se detuvo y frunció el ceño.

—Evel... —dijo Sakradar.

Lo sabía. Sabía que si Hok se enteraba de lo que había hecho, no se lo perdonaría, las cosas no serían iguales, pero tenía la esperanza de que Sakradar no pensara lo mismo. Al final de cuentas, lo que había hecho era un pecado, había sangre en sus manos... Tal vez si se hubiera quedado en He-Sker-Taín lo suficiente como para que su magia sostuviera el dominio, más magos habrían podido salir.

Sakradar habló claro y fuerte.

—Evel, lo que haya sucedido, lo que hayas decidido, tiene consecuencias —comenzó Sakradar—. Enfrentar y admitir un error en lugar de negarlo, tratar de no repetirlo y avanzar es la mejor opción en todo caso.

»Si mereces algo de lo que venga después, eso no lo puedo asegurar. Pero no te odiaré nunca, Evel.

Evel apretó los labios y Sakradar le dio unas palmadas en la espalda y lo ayudó a seguir. Luego se llevó su mano libre a su mentón.

—Si no quieres decirme qué sucedió exactamente, está bien. No quiero forzarte a confesar algo que tú no quieras. Yo no soy así.

»Pero, acerca de tu magia, dime qué fue lo que cambió.

Evel apretó los labios y desvió la mirada. Era un tonto, todo el día había pensado que preguntaba otra cosa... Miró a Sakradar. Tanto Hok como él eran personas distintas, y se sintió aliviado de notar algo tan obvio.

—Gracias, Sakradar.

—No me agradezcas. Mecesito saber qué pudo haberle sucedido a tu magia.

Evel asintió y confesó:

—Creo que entré a un lugar al que no debía...

—¿Había alguna potestad?

Evel miró a Sakradar y aunque no asintió ni dijo nada, Sakradar pareció entender de inmediato. Sakradar frunció el ceño mientras seguían subiendo.

—Se siente como si estuviera despierta todo el tiempo, no solo cuando la invocas —explicó Sakradar—. Pero si fue una potestad... ¿Te pidió tu nombre o te pidió sangre?

Evel frunció el ceño. De cierta forma sí, pero no creía que fuera eso lo que había provocado que su magia se sintiera diferente. A él también le parecía extraño, era como si hubiera estado debajo del agua por mucho tiempo y hubiera salido por fin a respirar a la superficie. La modorra volvió a su cabeza e inhaló despacio. También parecía agotarlo más rápido que antes.

—Necesito pensar más —dijo Sakradar luego de un momento y luego añadió—: Te voy a ayudar.

Siguieron subiendo, y quizá fue el sueño mezclado con el cansancio, pero Evel se preguntó, ¿por qué de entre todas las potestades Sakradar lo había ayudado sin pedir nada a cambio? Cerró un poco los ojos.

—¿Por qué quieres ayudarme? —preguntó Evel con la voz débil y amodorrada—. Podrías tomar mi magia y ya como las otras potestades... pero no me has pedido nada a cambió...

Sakradar no respondió y arrastró a Evel para subir unas rocas. Evel trastabilló, abrió los ojos y se resbaló. Su brazo se deslizó del hombro de Sakradar y sintió el vacío de una caída a su espalda. Sakradar reaccionó a tiempo y enterró su mano en el costado de Evel, y tomó su otra mano antes de caer.

—Te dije que no te durmieras —regañó Sakradar y lo ayudó a incorporarse.

Evel subió despacio hasta la roca y Sakradar volvió a pasar su brazo sobre sus hombros. Y entonces, cuando volvieron a caminar, Sakradar respondió:

—Antes, solo quería tener mi forma humana. Como eres un mago de... como eres un mago, pensé que me podrías ayudar si te ayudaba.

—¿Por qué? —preguntó Evel e inhaló profundo—. Eres una potestad, ¿por qué quieres una forma humana?

Sakradar detuvo el paso y respondió.

—Antes no era una potestad —dijo—. Pero quiero conservar esta forma para poder volver a ver a mi hijo.

—¡¿Tienes un hijo?!

Si Sakradar no lo hubiera sostenido, Evel tal vez se hubiera resbalado de nuevo. Sakradar confesó:

—Sí... pero no creo que me recuerde mucho.

Evel frunció el ceño.

—Todo sucedió muy rápido, pero lo tuve que abandonar cuando era pequeño.

Evel suspiró. «Ah... por eso», pensó Evel y apretó los labios. Cerró los ojos e intentó imaginar al hijo de Sakradar, su edad, cómo se vería, ¿cuánto tiempo exactamente había pasado? ¿Cuántos años tenía Sakradar...? ¿Cuánto tiempo había vivido como una potestad? ¿En dónde estaría su hijo?

—No cierres los ojos, Evel —dijo Sakradar—. ¿Evel?

—¿Hmmm?

Sakradar suspiró y lo siguió arrastrando.

—¿Por qué lo abandonaste? —preguntó Evel.

Sakradar le dio unas palmadas a Evel.

—Es complicado, Evel... Solo... Desearía jamás haberlo abandonado.

Evel añadió con los ojos cerrados.

—Seguro tenías una razón —dijo Evel y decidió hacer otra pregunta—. ¿Cómo era?

Sakradar meditó la pregunta.

—Estás muy preguntón, Evel —dijo Sakradar—. Pues es muy tranquilo, se llama Myrion. Es una buena persona.

Evel sonrió un poco.

—Es un nombre bonito.

Sakradar gruñó un poco y sostuvo a Evel. Evel entreabrió los ojos y miró a Sakradar. Nunca lo había visto tan lleno de arrepentimiento y tristeza, quiso preguntarle, pero en lugar de eso, Sakradar dijo:

—Me recuerdas a un viejo amigo.

—¿En serio?

—Sí.

»No cierres los ojos, Evel, concéntrate mejor en eso —dijo Sakradar—. Todavía nos falta camino.

Evel asintió, gruñó un poco cuando el suelo comenzó a oscurecerse y a tambalearse. Comenzaba a sentirse extrañamente ligero. El sueño comenzaba a arrastrarlo.

—Vas a volver con tu hijo —dijo Evel arrastrando las palabras.

—No puedo —dijo Sakradar—. Hay algo que necesito hacer antes.

—Volverás con él —susurró Evel—. Aunque no tengas forma humana, sabrá que eres tú.

La cabeza de Evel punzó, y Sakradar lo obligó a dar un paso más.

—Sakradar.

—¿Qué pasa, Evel?

Evel apretó sus labios.

—¿Puedo ir contigo después de ayudar a Hok? —preguntó y cerró los ojos—. Te ayudaré.

Los sueños comenzaban a arrastrarlo, lo jalaban hacia la inconsciencia, lo suficientemente hondo para no poder salir nunca más a flote. Pero se sentía bien, estaría bien mientras Sakradar estuviera a su lado, cumpliría su promesa y lo ayudaría a encontrar a su hijo.

—Lo lamento, Evel —dijo Sakradar—. Es mejor que no.

»Perdón por mentirte.

Y así terminó cayendo en sus sueños de nuevo.

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Evel no soñó, no pudo hacerlo, pero entre la nada, podía escuchar a alguien hablar, podía escuchar una canción y podía escuchar a alguien preguntándole algo. Ninguna de esas cosas importó, porque estaba seguro de haber escuchado a Sakradar, y lo que le había dicho se repetía una y otra vez en su cabeza. Y entonces abrió la boca para responder, y abrió los ojos.

No recordaba qué había pasado, pero estaba antes en las montañas, con Sakradar. Se levantó de inmediato y miró a su alrededor y una mujer alzó la mirada de un libro. Evel la miró extrañado y frunció el ceño. Ella suspiró, y se levantó.

—Al menos ya recuperaste la conciencia —dijo ella.

Cuando entendió que no estaba en peligro, Evel miró a su alrededor. Por la forma en la que estaba ordenado ese lugar, pensó que estaba en la casa de ella, había una cocineta en una esquina con algunas tazas, un librero, dos camas con sábanas blancas y él estaba sobre un sofá, con una manta y un abrigo sobre él. Además de eso, algo que resaltó a los ojos de Evel fue una capa gris claro casi blanca con bordes plateados colgada en una pared, y los frascos nublados con contenido extraño en un estante.

Cuando entendió en dónde estaba, la mujer en suéter y con un broche de plata arriba del corazón, se sentó de nuevo frente a él y colocó una taza con una especie de té. Ella se restregó la cara con una sola mano.

—Bébelo.

Evel frunció el ceño. Ahora que lo pensaba, ¿en dónde estaba Sakradar? Miró a su alrededor y no encontró nada. Luego miró a la mujer, a la taza y retrocedió.

—Soy médica —dijo la mujer con molestia y suspiró—. Mira. Puedes irte cuando quieras, pero si te desmayas de nuevo, yo no te voy a ayudar... Y créeme que nadie te va a ayudar acá.

Evel bajó la mirada.

—L-lo siento... y gracias.

Evel inclinó su cabeza.

—Nada que perdonar —dijo ella—. Es por cosas como estas que la gente con sangre de mar no debería subir a pescar a las montañas.

Evel frunció el ceño y tomó la taza,

—Ni siquiera sé pescar.

—¿Y quién dijo que había lagos aquí para peces? —dijo la mujer y sonrió.

Evel sonrió un poco ante su respuesta y bebió el té. El sabor era amargo, pero no parecía tener nada. Luego pensó, ¿en serio se había desmayado solo por el esfuerzo de subir y por efecto de su magia?

—Bien, sé nota mucho que no eres hombre de montañas —dijo la mujer—. Pero deberías poder aclimatarte mejo acá arriba con un buen descanso y con el té.

Evel sonrió.

—Gracias.

—No hay de qué —dijo ella—. Pero... Hay algo que me preocupa.

Evel colocó la tasa en la mesa.

—¿Qué cosa?

—¿Has estado comiendo bien? ¿Durmiendo bien?

Evel negó con la cabeza despacio.

—No... creo que no tanto.

—Es importante que lo hagas. Tu magia está muy caótica desde que llegaste. Estuviste dormido por un buen tiempo.

»A tu amigo y a mí nos costó mucho trabajo estabilizarla para que pudieras despertar.

Evel frunció el ceño, ¿entonces Sakradar había estado ahí? Miró a su alrededor. ¿Y lo había visto aquella maga como si nada? Aunque tenía sentido, los magos en la isla también lo vieron cuando los atacaron.

—Tu amigo salió —indicó ella y carraspeó—. ¿Tienes algún tipo de enfermedad congénita o adquirida?

Evel frunció el ceño.

—No que yo sepa.

—Tal vez es mejor que te revises con un doctor de ciudad, porque parece peligroso.

Evel no estaba entendiendo. Sí, su magia se sentía diferente para los demás, y parecía agotarse más rápido desde que dejó He-Sker-Taín, pero no se sentía enfermo o peor que antes. En cualquier caso se sentía más lúcido y tranquilo que cuando practicaba magia en casa. ¿O era la maldición que Kooristar le había prometido? Bebió de nuevo la taza...

—¿Me puedes explicar por qué mierda subiste hasta Agroupe sin estar bien abrigado o aclimatado y con tu magia así? ¿Quieres morir? ¿Crees que vale la pena morir así?

La mujer cruzó de brazos. Evel se rascó la cabeza ante la pregunta tan directa.

—Tengo que ir a... Es que... Necesito seguir subiendo —dijo—. Y este era el lugar más cercano.

Ella se dio una palmada en la frente.

—Eres de esos magos... —dijo ella y suspiró—. Y del peor tipo de tontos... de los que van a ver al demonio de la tormenta y no solo recolectan cristales de Odocanto.

Evel parpadeó varias veces y luego frunció el ceño. ¿Por qué le decía que era un tonto? Sí, quizá no era la mejor decisión, pero no tenía por qué decirle así. Además, ¿qué diablos era un cristal de Odocanto?

—No soy un tonto —dijo Evel—. Además, ¿cómo sabes del...?

—¡Ah! ¡Sí eres de esos magos! —dijo ella.

—¡¿Lo has visto?!

—No soy tonta, niño —dijo la mujer—. Pero es mejor que te recuperes aquí y que te vayas de regreso a Mosit.

—Pero...

—Tu magia es un desastre y no estás hecho para la montaña. Como médica, no te puedo dejar ir.

—Necesito ir —dijo Evel con seriedad.

La maga entrecerró los ojos y sostuvo la mirada de Evel por un buen rato hasta que ella cedió, inhaló profundo, se quejó en voz alta y dijo:

—Bien —dijo ella—. Te lo advertiré una última vez. No eres el primero que viene a buscarlo, y no serás el primero en no regresar. Quienes buscan a la tormenta, se pierden en ella y no pueden volver. Lo que quieres hacer es básicamente suicidio.

»Mira, sigues siendo joven y tu magia tiene potencial para perfeccionar. No deberías arriesgar tu vida así, menos con tu magia como está. Si subes, no podrás regresar y no habrá nadie que vaya a recuperar tu cuerpo después... Te quedarás allá arriba.

—Necesito hacerlo, es la única forma —dijo Evel y añadió—. Arriesgaré lo que sea necesario para poder regresar a casa.

—¿Crees que arriesgar tu integridad así vale la pena? El camino a casa no está allá arriba. Allá arriba no hay gloria, ni respuestas, no hay nada por lo que valga la pena morir.

—Mi padre depende de esto.

—¿Y crees que tu padre te dejaría arriesgarte así por él? ¿Crees que dejaría que gastes tu vida haciendo este tipo de cosas por otros?

Evel no dijo nada, bajó la mirada y miró sus manos. Ni siquiera estaba seguro de qué pensaría Hok, Él había hecho lo mismo por él cuando usó magia, aunque fuera imposible para él, y estaba seguro de que en esa situación haría lo mismo... Pero él no era Hok, él era Evel. Y luego de escuchar lo que había dicho la maga, titubeó. ¿Y si las cosas terminaban igual que con Kooristar?

—Este es el último lugar en el mundo para corregir lo que causé. Para redimirme...

—Ni siquiera estás convencido.

—Necesito hacerlo.

—¿No vas a escuchar nada de lo que te dijo? —preguntó ella—. ¿Aunque te haya salvado la vida? ¿Ni siquiera si te digo que llevo años a que mi hermana y sus amigos regresen de ahí?

—Lo siento.

La mujer lo miró en silencio con una tristeza incomprensible. Evel la entendía, sabía por qué le decía todo aquello y en el fondo, realmente quería escucharla, pero tenía algo que hacer... Quisiera hacerlo o no.

—Mi hermana me dijo que ni los magos pueden enfrentarse a las tormentas, que la magia solo terminaba devorada, y la tormenta no se alteraba... Pero ella fue a cazarla en estas montañas —soltó ella—. Lo sabía, pero fue ahí. Todos los demás fueron antes que ella.

—Lo lamento.

—Ellos decidieron ir —dijo ella—. Y tú puedes decidir no hacerlo.

Luego suspiró.

—Mira, no te voy a detener, pero si crees que arriesgar tu vida es la forma en la que puedes ayudar a tu padre, entonces te estás equivocando. Incluso si encuentras lo que buscas para él, ¿quién garantiza que funcionará? ¿Quién garantiza que saldrás librado de lo que te suceda allá arriba? ¿Crees que hacer esto te redimirá?

Ella alargó la mano y la colocó sobre la de Evel.

—Regresa a casa, ve con tu padre. Puedes solucionar lo que quieras si regresas y hablas con él, incluso si tu padre depende de esto, entenderá si regresas a casa sano y salvo —dijo ella—. ¿Me estás escuchando?

Evel no respondió. Sí estaba escuchando, y ella tenía razón, tenía tanta razón, podía volver a casa, podía volver con las manos vacías y una despedida, pero no quería eso. En aquel punto, en aquel momento, una despedida no salvaría a su padre, una disculpa tampoco... Necesitaba hacer lo suficiente por Hok, necesitaba...

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Cuando Evel salió acompañado por la maga —ambos bien abrigados—, Sakradar estaba afuera aguardando. Alzó la vista de la nieve y se acercó a ellos, pero ni siquiera se molestó en explicar en dónde había estado, qué había sucedido o saludó a Evel, solo se dirigió a la maga y preguntó:

—¿Cómo está?

Ella asintió como respuesta, pero antes de que pudiera hablar, Evel intervino.

—Estoy bien —comenzó—. ¿En dónde estuviste?

La maga negó con la cabeza y se dirigió a Sakradar.

—No deberías dejar que vaya, su magia sigue sin estar del todo estable. Deberías llevarlo a un doctor.

Evel frunció el ceño, y quiso rebatir, pero la mirada que le dio Sakradar hizo que se quedara callado y solo bajó la mirada. Sakradar suspiró, se frotó los ojos y habló con Evel.

—Igual quieres ir, ¿verdad?

Evel se mordió la mejilla. ¿Por qué sonaba como todas las veces anteriores? Como cuando hizo el examen, cuando dejó su hogar o cómo cuando entró a He-Sker-Taín. En todas esas ocasiones las preguntas habían sido similares, y las cosas habían salido mal. ¿De verdad quería ir ahí? Mordió aún más su mejilla hasta que el sabor metálico inundó su boca... si encontraba lo que necesitaba para curar a Hok...

Las miradas de la doctora y de Sakradar estaban sobre él y cuando lo notó, desvió la mirada.

—Tengo que ir.

Las palabras que había repetido una y otra vez, pero tanto la doctora como Sakradar asintieron y comenzaron a caminar con duda. Ninguno parecía convencido de la respuesta de Evel, pero no importaba, si no se movía, si no podía avanzar, si regresaba sin más a casa, ¿qué sentido habría tenido todo eso? ¿Qué sentido habría tenido haber pasado por todo eso si su padre moría por su culpa?

—Evel, sobre lo que te dije antes...

Evel alzó la cabeza y se sintió más ligero con el cambio de tema.

—Te prometí que te ayudaré a encontrar a tu hijo.

—Eso no, Evel.

Pero Sakradar no dijo más a pesar de que Evel aguardó a que hablara.

Caminaron de la casa de la doctora a través de un pequeño pueblo entre la roca de montaña. Había unas doce casas además de la doctora, construidas con fragmentos de roca de montaña y sin ventanas. Y la nieve era despiadada, cubría techos y hacía grandes montículos, y aquello que no cubría, lo rodeaba amenazando con devorar, como un monstruo. En algún punto mientras andaban, las pisadas de Evel se encajaron en la nieve y sus piernas comenzaron a arder y pesar ante el esfuerzo. La doctora comenzó a andar frente a ellos y en fila para hacer un camino para ellos.

Cuando dejaron las casas atrás, había varios montículos irregulares distribuidos a lo largo del camino hacia la montaña. La doctora se detuvo abruptamente ante uno de los montículos y lo rodeó, y cuando Evel pasó a su lado, desvió la mirada y quiso vomitar. Era una mano congelada asomándose entre el montículo.

—Antes este lugar no era así —dijo la maga mientras el viento devoraba sus palabras.

—¿Por qué? ¿Qué pasó? —preguntó Evel para olvidarse de lo que había visto.

—Hace unos años, cuando descubrieron el potencial de los cristales de Odocanto y los nombraron así, vinieron varios magos de varios tipos por la leyenda del demonio de la tormenta —comenzó la doctora.

»Dicen que los cristales que rodean las cuevas de los demonios tienen mucho más poder.

—¿Qué son?

La doctora lo miró con el ceño fruncido.

—El nombre es reciente —dijo ella, y lo miró—. Los planes de estudio siguen siendo obsoletos como siempre en las academias. Promete que estudiarás no solo de lo que te dicen, ¿bien?

Evel asintió y luego, la mujer sacó algo de su bolsillo y tanto Sakradar como Evel se asomaron para ver de qué se trataba. En su palma había un cristal de magia, como aquellos que había en He-Sker-Taín o como los que él mismo hacía cuando Hok le colocaba los brazaletes en sus manos.

—Seguramente los has visto antes. Ya sabrás que son difíciles de crear por uno mismo y poco eficientes —explicó ella—. Antes los llamaban magia condensada o residuos. Y ya lo saben, los magos siempre buscan maneras más fáciles de hacer las cosas. Tal vez por eso decidieron escuchar el artículo de ese hechicero de Osvian, porque al parecer muchos de los cristales naturales poseen magia.

La maga guardó el cristal en su bolsillo de nuevo, y miró con solemnidad hacia las montañas arriba.

—Cuando alguien descubre algo así de valioso en un lugar peligroso, muchos deciden que ese riesgo vale el precio de su vida —explicó—. Por unos años, hubo algunas minas. La gente acampaba en la intemperie para buscar los cristales y venderlos tanto en Sighart como fuera de Sengrou. Incluso si morían unos, otros más subían.

»Y cuando se acabaron hace unos años los cristales aquí en Agroupe, muchos decidieron subir aún más y matar al demonio para recoger más cristales —dijo ella—. Arriesgaron sus vidas aquí para obtener un pedazo de nada.

—¿Tu hermana y tus amigos? —preguntó Sakradar—. ¿Por qué no los detuviste?

Ella no miró atrás y Evel tragó saliva, ¿por qué le había preguntado algo así?

—Lo traté —dijo ella—. Lo traté muchas veces, pero ¿qué más podía hacer? También creí que serían la excepción...

»Ahora solo se pudren debajo de la nieve. Ni siquiera los he podido encontrar... Ni siquiera la he podido encontrar a ella. Y si los encuentro, ¿cómo podría llevarlos yo sola hasta Mosit?

»Yo no decidí por ellos, y sé que no les gustaría que arriesgara mi vida solo por encontrarlos aquí.

Evel se mordió la mejilla al escucharla, y Sakradar decidió preguntar otra cosa.

—Entonces, ¿por qué sigues aquí? ¿Eres la única maga aquí?

La maga se detuvo y miró a la montaña. El viento respondió con un rugido, pero ella no dijo nada. Y Evel creyó que entendía ese silencio, eso que ella no estaba diciendo, bajó la mirada y siguieron caminando. Sakradar se quedó en silencio, pero seguía aguardando una respuesta.

Después de una marcha lenta a través de caminos grises por la montaña, y rugidos del viento, unas escaleras de roca les dieron la bienvenida junto a un arco sencillo de metal claro que no parecía haber sido colocado en ese siglo.

—Hemos llegado, niño —dijo la maga y suspiró, lo miró con cansancio—. Hasta aquí llego yo, pero puedes volver... Trata de volver, por favor.

—No se preocupe —dijo Evel y se inclinó—. Gracias, que Drai-...

»Que esté bien.

—Buen viaje a ti, niño —dijo ella—. Espero que puedas regresar a tu casa pronto... No. Rezaré para que puedas volver a casa pronto.

Evel asintió, sonrió y entonces la maga se despidió con la mano y se dio la vuelta por el mismo camino por el que venían. Y mientras la veían marcharse, Evel se preguntó muchas cosas, como cuántas veces había acompañado a alguien ahí, o cuántos de sus amigos además de su hermana había visto marcharse para conocer tan bien el camino... No se preguntó por qué seguía ahí. Él lo sabía, era la misma respuesta que lo ataba a casa, la misma respuesta que lo ataba a recuerdos que deseaba olvidar.

Y se preguntó cuánto faltaba para que ella también decidiera subir.

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