VI. Una partida necesaria
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"El día en que el fuego ardió perdí mi hogar cerca del fin del mundo, perdí las eternas sonrisas de mi familia, perdí los brazos amistosos de Midas, Grenh y Hulu.
Perdí todo lo que amaba. Perdí desiertos de arena con cielos de cristal, perdí confines altos en donde las olas chocaban abrazando con su espuma. Perdí mis ganas de vivir y sobre todas las cosas, perdí mi nombre.
Me perdí a mí mismo. " — de las Crónicas de Sarkat, de Hish Urtan
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Las olas se arrastraron en la arena y luego retrocedieron para impactar una roca desgastada por el tiempo, y sobre ella, un hombre sonreía mostrando una hilera de dientes amarillos. El filo plateado de una espada brilló con el sol a la distancia, y el hombre se levantó.
El mar perdió su movimiento en un instante y se convirtió en un espejo, la espuma marina se disolvió con cada paso del hombre. La arena envolvió sus botas, pero no se inmutó, subió por un camino de rocas, y pisó las flores de la abuela justo como había destruido vidas ajenas.
Y Evel despertó parpadeando y con el sudor perlando su rostro, porque esa se había vuelto la rutina de todas las mañanas: un vaivén que le recordaba todo lo que había perdido. Se restregó los ojos para quitarse la modorra y apartó las cobijas.
Ya había pasado una semana desde su incidente en el pueblo, y hasta aquel momento, no había escuchado que algún guardia del exterior fuera a Villa Berbentis a investigar. Sus entrañas se retorcían al pensar que pronto sucedería algo, y todo cambiaría. Estaba viviendo esos días en espera de que el mundo se cayera a pedazos en un instante. Necesitaba tomar una decisión, pero no quería pensar en eso, no todavía, no si al menos podía conservar esos días tranquilos un poco más.
«Solo un poco más...».
Pero lo sabía, no habría un hogar para él, tal vez nunca había existido un lugar al cuál pudiera llamar hogar, al menos no desde que sobrevivió. Pero si eso era cierto, ¿por qué lo habían tratado como si perteneciera ahí? ¿Por qué seguían sonriéndole como un hijo más de Hok en esa casa? ¿Por qué sentía un vacío en el corazón al pensar en dejar la casa de los Berbentis?
—Nunca entendí por qué papá te prefirió —dijo Alek en la entrada de su cuarto.
Evel lo miró, había abierto la puerta sin que él lo notara y ahora estaba recargado en el marco. Aquello le tomó por sorpresa, no solían hablarse ni acercarse en casa. Al final no pudo responder a lo que dijo, era algo que también se había preguntado.
—Vas a causar la ruina de la familia —soltó Alek y entró al cuarto, cerró la puerta detrás de él—. Pero sé que no quieres eso, yo tampoco.
»Te tengo un trato.
Evel frunció el ceño, pero Alek no sonrió un poco a pesar de su confusión. Supo que sus palabras iban en serio, eran más que las bromas crueles de siempre. Quizá era lo más sincero que jamás vería a su hermano frente a él.
—¿Me vas a escuchar?
Evel apretó los labios, a pesar de saber que estaba siendo sincero, todas las palabras tenían un peso en su corazón. Para él, aunque lo intentara, las palabras de Alek estaban cargadas de veneno.
—No lo sé...
—Tienes que irte, Evel —dijo Alek sin tapujos, sin endulzar las cosas, directo, firme y sin dudar.
Tal vez por eso la gente siempre había preferido a Alek antes que a él. Era así de directo y si alguien más lo era con él, jamás bajaría la cabeza, no se cuestionaría a él mismo antes que a otro. Tenía razón, y eso no le gustó, por primera vez, quizá debía escucharlo.
—Tienes que irte de aquí, sabes que no perteneces aquí, yo sé que no perteneces aquí, papá lo sabe —agregó—. Y si te quedas, sabes lo que sucederá.
Evel dejó de morderse la mejilla cuando la sintió entumecida, y el sabor del hierro llenó su boca. Carraspeó, pero Alek no dejó que hablara, porque sabía que él tenía razón.
—Será mejor que te marches si no quieres ver a papá sufrir —añadió Alek y luego amenazó—. Si no lo haces, y algo le sucede por tu culpa, haré que pagues.
Alek lo miró con veneno en sus ojos verdes. Descruzó sus brazos, se dio la vuelta, y se fue caminando con toda la calma del mundo.
Evel miró sus manos vendadas y su vista se nubló en lágrimas, pero las contuvo lo mejor que pudo.
—Lo sé —dijo y se encorvó hacia adelante—. Ya lo sé.
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Pasar los días sin magia y evitar las miradas de los trabajadores de la granja y de todos los demás era difícil cuando solo había pocos lugares donde ocultarse. Se había despedido de su lugar favorito para leer porque estaba demasiado cerca de la casa, demasiado cerca de las miradas de preocupación de Hok y de Lara. Tampoco podía sentarse en calma en la sala porque Mark lo observaba de reojo de vez en vez. Si se quedaba en su cuarto, solían entreabrir la puerta para ver que hacía y el sótano no era una opción.
Por suerte, el árbol que de pequeño siempre le había servido de escondite era un perfecto refugio en aquel momento. Nadie se acercaba al árbol, y tampoco había nadie buscándolo aún.
Las ramas picaban en sus brazos y le dejaban rasguños, y su espalda dolía al recargarse contra el tronco. Las ramas eran gruesas, pero sentía que si perdía el balance caería de bruces hacia el suelo. Igual no le importó, y decidió quedarse ahí a tener que enfrentar un mundo que lo asfixiaba. Al menos los rayos del sol de verano, el susurro de las hojas y las pequeñas criaturas flotando entre las ramas traían algún tipo de consuelo.
Y luego, cuando alguna nube gris traía viento helado, un pensamiento y un recuerdo amargo le impedían concentrarse en el libro en sus manos. No eran recuerdos hundidos en el océano, eran sobre Hok, sobre un tiempo lejano en el que disfrutó vivir ahí, en el que no tenía que ocultarle cosas por temor a lo que pensaría: como las criaturas flotantes.
Recordó aquellas noches frías cuando Hok iba a arroparlo, le pasaba a su oso, Malva, y le comenzaba a leer historias sin parar, para olvidar, para dormir, para no tener frío. Podía decirle que había encontrado un sapo en el bosque y luego se lo mostraría, podía mostrarle la magia que había aprendido, podía contarle acerca de su libro favorito sin bajar la mirada. Podía hacer travesuras sin ser sermoneado.
¿Cuándo dejó de pertenecer a ese lugar? No. ¿Cuándo había comenzado a pretender que odiaba ese lugar y por qué?
—Evel, ¿vas a seguir pensando que nadie sabe que estás aquí o vas a querer un trozo de sandía? —dijo Lara desde abajo.
Evel abrió los ojos, y salió de la modorra. Se aferró a una rama para no caerse. No se había dado cuenta de cuando se quedó dormido, y tampoco se dio cuenta cuándo Lara escaló de alguna forma hasta quedar casi a su lado.
—Lara, ¿estás bien? ¿Cómo...?
—No me subestimes, pequeño —dijo ella—. Podré ser viejita, pero nunca dejaré de ser buena escalando.
Evel sonrió un poco y tomó el plato entre las manos de Lara, luego le ofreció una mano, ella la apartó con un manotazo y escaló la última rama. Evel se hizo a un lado, y Lara se sentó.
—¿Qué te dije? —jadeó—. Soy la mejor escaladora de Berbentis.
—¿En serio? —preguntó Evel y le pasó el plato.
—Toma un trozo —dijo ella—. No seas sarcástico, Evel.
Le sonrió, le apretó una mejilla y Evel le sonrió de vuelta. Ambos tomaron un pedazo de sandía y comieron en silencio mientras miraban colina abajo a la granja, y a la casa perdida en árboles frutales.
—Todavía recuerdo cuando llegaste, eras tan pequeño... —dijo Lara mirando a la nada—. ¿Cuántos tenías en ese entonces? ¿Cuatro?
—Cinco... —murmuró Evel y mordió la sandía.
—Ah, cierto. Los contabas con tus dedos —dijo ella—. Eras tan pequeño.
»Quizá no lo recuerdes, pero siempre entrabas a la cocina y te llevabas las naranjas, o la mermelada de naranja. Y cuando te encontraba, estabas todo pegajoso y tu oso también.
Lara rio cubriéndose la boca, y Evel sintió sus mejillas enrojecer.
—Por Draimat, juro que siempre llevabas a ese oso y su cascabel. Corrías con el oso, y todos sabíamos quien venía a atacar las naranjas —dijo sonriendo.
Evel sonrió y se rascó la cabeza.
—Eras muy pequeño, no podía pronunciar la r y todo el tiempo decías que el oso y el cascabel eran tus amigos —dijo ella—. Eso siempre me pareció gracioso.
Evel sonrió con tristeza.
—¿Y cómo se llamaba ese oso pegajoso con jugo de naranja?
—Malva.
—Ah, sí, Malva y tu Cascabel —dijo ella y rio—. Eras muy travieso de pequeño, era muy lindo... Y mírate ahora, Evel, has crecido tanto que solo puedo rezar a Draimat para que el tiempo pase mucho más lento.
Evel desvió la mirada, un nudo comenzaba a atarse en su garganta. Era algo que él también había deseado. Luego, sintió una mano en su cabeza, Lara comenzó a acariciarlo.
—Mi pequeño ha crecido tanto, muchísimo y me siento orgullosa —dijo ella—. Y no solo yo, Evel.
Lara colocó una mano sobre su hombro y Evel la miró a los ojos. Tenía la misma sonrisa afable de siempre, la sonrisa que le recordaba a tardes con té caliente y a pan recién horneado con mermelada. Un nudo se ató a su garganta, porque no sabía cómo responder a eso, no luego de todo...
—Evel, debes saber que todos aquí estamos orgullosos de ti, y que te queremos —comenzó ella—. No importa lo que suceda, no importa a dónde quieras llegar o lo que decidas hacer con tu vida, estamos orgullosos de ti.
»Yo estoy orgullosa de ti.
Evel apretó los labios.
—Pero también me preocupo por ti, como tu papá y tu tío —añadió—. Sé que hay cosas que viviste que son difíciles de superar, pero eso no importa, jamás dejaremos de estar aquí para ti.
Evel bajó la mirada.
—Pase lo que pase, tanto Hok como yo haremos todo lo que sea por ti, Evel. Recuerda eso.
Se inclinó para abrazarlo, sus brazos lo rodearon y el plato de sandía resbaló hasta caer del árbol con un sonido seco. Y entonces el nudo en su garganta se apretó más. No sabía cómo reaccionar, no sabía qué hacer. No importaba que pretendiera odiar ese mundo, no importaban las ansías de irse ni el vacío al pensar en la nostalgia que vendría, no importaba nada de eso en aquel momento, porque a pesar de todos los problemas que seguía causando, Lara, Mark y Hok siempre estarían ahí.
Evel le devolvió el abrazo.
No podía seguir haciéndolos pasar por eso. Se mordió el interior del labio y se aferró a Lara, porque no quería seguir con eso si les traería dolor.
Entonces, Lara se separó, lo apretó de los hombros y sonrió. Evel le devolvió la sonrisa y ella llevó su mano a su bolsillo, y de este sacó una carta. Evel se paralizó, su corazón dejó de latir y dejó de respirar. Con todo lo que había sucedido se había olvidado de su examen por completo. El dichoso examen que determinaría qué sucedería con él: si estudiaría fuera del país en una academia de magia, o si iría a la capital a estudiar la opción que Hok le propuso. Tragó saliva.
Lara se la tendió, y sus dedos titubearon al tomarla, parecía quemar en sus dedos, y pensó en abrirla y echar un vistazo. Esa carta tenía los resultados de todo su esfuerzo, de todo lo que había sacrificado en esos años en el estudio, en la biblioteca, en el sótano y en su habitación. Miró a Lara y ella sonrió.
—Ábrela.
Evel observó la carta en sus manos, apretó los labios, pero no pudo abrirla, no frente a Lara, no ahí, no cuando una tormenta estaba a la distancia.
—¿No la vas a abrir?
—Yo...
La sonrisa de Lara se borró de inmediato, su mirada estaba más allá del hombro de Evel. Abrió la boca, y Evel decidió mirar también. Una carreta con dos caballos castaños se acercaba por uno de los caminos, pudo escuchar el trote, y su estómago se apretó.
—Quédate aquí, Evel —dijo Lara y comenzó a descender del árbol.
—Lar-...
—Quédate aquí.
Lara le sonrió desde abajo del árbol, alzó un poco su falda y corrió de regreso hacia la casa a través de las hileras de árboles frutales. Evel siguió mirando la carreta en la distancia hasta que se detuvo frente a la puerta. Solo pudo escuchar su corazón contra sus oídos en ese instante, y vio a los soldados bajar. Ellos desvainaron sus espadas y se acercaron a la puerta.
No lo pensó más. Se enojarían, pero debía enmendar sus errores. Guardó la carta en su bolsillo, bajó del árbol lo más rápido que pudo y corrió hacia la casa. Con cada zancada que daba, aumentaba y aumentaba el ruido en su mente, el hueco en su estómago, el calor en sus manos vendadas.
Algunos de los granjeros que estaban trabajando entre las hileras de árboles trataron de detenerlo, lo llamaron, pero Evel siguió. Y a unos metros del árbol donde solía sentarse a leer, a unos metros de la cocina, pudo escuchar con claridad el golpeteo en la puerta.
—¡No te acerques! —jadeó Lara detrás de él—. ¡Evel! ¡No!
Aquel nombre no le llegó a la cabeza, solo podía pensar en lo mucho que se arrepentía, lo tonto que había sido, cómo moriría aquel día, lo mucho que se enojarían todos con él... Abrió la puerta de la cocina y miró a Lara, ella trató de alcanzarlo, y él cerró la puerta con cuidado. No podía permitir que a nadie le pasara nada por su culpa, por eso, se entregaría, así pasara lo que pasara, se entregaría. Si podía evitar arrastrar a todos los de esa casa con él, lo haría, se entregaría, huiría.
Sí, tal vez desaparecer de las vidas de la gente de ahí era mejor que cualquier otra opción. Así nadie tendría problemas y podrían regresar a su vida como era antes. Era la única forma de redimirse por el pasado, la única forma de pedir una disculpa en el presente.
Se aproximó por el pasillo y escuchó la puerta abrirse con un azotón, se detuvo en seco, miró a cualquier dirección, y luego retrocedió de nuevo hasta quedar totalmente oculto por la pared. Su respiración se detuvo al no escuchar nada.
—Si van a entrar a mi casa, guarden sus espadas —ordenó Mark—. No quiero esas cosas aquí.
Su respiración volvió a escucharlo.
—Mi Lord —dijo uno de ellos—. Sabe por qué estamos aquí.
—Y por eso mismo, no entraran con sus espadas en mano.
Escuchó un suspiro.
—Guárdenlas.
—¿Podemos entrar, Mi Lord?
Evel asomó un poco la cabeza, una de las chicas que ayudaba a Lara en la cocina sostenía la puerta mientras que Mark se apartaba a un lado. Tres soldados más altos que Mark entraron. Llevaban el uniforme de la milicia real de Osvian: botas negras hasta la rodilla, pantalón negro, un saco color vino con botones color cobre, y espadas enfundadas en cuero negro con detalles en la cintura. Inclinaron la cabeza ante Mark y se dirigieron a la sala.
Evel se ocultó de nuevo antes de que los soldados lo vieran y respiró hondo. Llevó la mano a su sien y se recargó en la pared para poder escuchar.
—¿Qué necesitan? —dijo Mark.
Evel escuchó el tintineo de las armas enfundadas. Su corazón comenzó a golpetear contra sus oídos.
—Mi Lord, nos informaron de un incidente de brujería en el pueblo, hubo un ataque y varios chicos fueron heridos.
Evel apretó los labios, ¿los había herido? Sacudió la cabeza, no podía pensar en eso en aquel momento. Miró el florero del pasillo frente a él, y cerró los ojos. Su corazón dejó de palpitar contra sus oídos, sus músculos se tensaron, el calor recorrió su sangre y una punzada le atravesó la nuca. Entreabrió los ojos adoloridos por la magia, pero no había ni una sola gota frente a él. Dejó salir el aire en silencio e inhaló profundo.
—Sí, escuché rumores, ¿lograron atrapar al culpable?
Aquello lo tomó desprevenido. Frunció el ceño, ¿por qué estaba mintiendo? No importaba, iba a hacer lo correcto de todas formas. Se enderezó de nuevo y cerró los ojos. Colocó su mano con la palma hacia arriba, y la cerró como si sostuviera una esfera, la punzada fue más fuerte aquella vez, pero logró sentir el agua entre sus dedos.
El dolor le llevó algunas manchas oscuras en sus ojos, pero ahí estaba una esfera de agua. La miró fijamente, y entonces comenzó a enfriar la esfera en sus manos. Comenzó a cristalizarse por fuera, pero sabía que por dentro seguía líquida. Evel la miró mientras su magia palpitaba en sus brazos vendados. Una gota de sudor frío resbaló por su nunca.
—No, mi Lord, pero nos han informado que está aquí —dijo el soldado—. Buscamos a un tal Evel.
Evel frunció el ceño y pensó en la esfera. Solo pensó en la esfera y en nada más. Su mano estaba helada en ese punto a pesar de la magia calentaba sus arterias. Y su mente comenzó a tambalearse en pensamientos que tuvo que apartar uno a uno, incluso su visión se llenó de poco en poco en manchas.
—Al parecer, es uno de sus sirvientes, mi Lord —continuó el soldado—. Y sabe qué es lo que procede.
—Evel... —dijo Mark—. ¿Él? Eso explicaría por qué se marchó de improviso, dijo que tenía que irse por un familiar enfermo.
—¿Un familiar enfermo? ¿En dónde?
—Mencionó alguna vez los valles de Osvian —dijo Mark—. Pero podría ser Sighart.
Evel miró la esfera. Había sido un tonto, Mark lo estaba cubriendo... Apretó sus ojos ante el dolor y se tambaleó un poco. Tal vez debía parar, sus mejillas estaban ardiendo. Debió escuchar a Lara, pero era tarde para lamentarse, solo podía mantener la esfera mientras aguardaba que se marcharan, o si no, todo lo que Mark había dicho era en vano.
—¿Podemos inspeccionar de cualquier manera, mi Lord?
—Pueden hacerlo, pero perderán su tiempo —dijo Mark—. Se fue con todas sus cosas, y me alegra que haya sido así, ¿imagina si hubiera dejado alguno de sus embrujos?
»Si vuelve a pisar esta casa, yo mismo lo entregaré.
Evel se mordió la mejilla y siguió mirando la esfera entre las manchas negras y su vista borrosa. Ya no estaba fría, había vapor alrededor de ella. No podía mantenerla más, pero necesitaba hacerlo por si decidían sacar las espadas o por si decidían marcharse...
No podía perder a su familia otra vez de la misma manera.
Escuchó los pasos de alguien bajando la escalera y cerró los ojos para concentrarse, porque sabía que eso no terminaría bien.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Alek con molestia—. ¡Tienes que irte!
Evel abrió los ojos, pesaban como si estuviera con fiebre. Miró a Alek, su rostro se difuminaba en manchas, pero podía sentir la preocupación en su voz. Quizá todos lo sabían excepto él: que tenía que marcharse... Si tal vez era eso. Pero negó con la cabeza, no iba a suceder de nuevo.
Parecía que la magia comenzaba a adormecerlo.
—Sal de aquí!
Evel lo miró, y Alek lo empujó a un lado. Evel abrió los ojos y reaccionó por fin, su vista se aclaró. Trastabilló hacia un lado y aferró la esfera con ambas manos, se estaba calentando, comenzó a enfriarla de nuevo lo más rápido que su cerebro reaccionó.
—Lárgate, ya —farfulló entre dientes.
Alek se acercó para empujarlo de nuevo, pero Evel retrocedió unos pasos, sus pies se enredaron, tropezó, la esfera resbaló de sus manos, rodó hasta llegar a sus pies. Evel cayó sobre su retaguardia, y la magia salió disparada. Y entonces, el agua congeló sus propios pies.
Cuando alzó la mirada, era demasiado tarde. Alek lo miraba con terror en el rostro, los guardias ya se habían levantado y estaban a punto de desvainar sus espadas. Mark se había quedado petrificado.
Evel miró sus piernas, y trató de hacer algo, pero el hielo se enfrió más. Sus manos comenzaron a doler, y supo que era demasiado tarde.
—¿Qué está pasando? —preguntó uno de ellos y sacó la espada.
Y luego, la alfombra debajo de ellos se movió. Los tres soldados cayeron sobre sus retaguardias y uno de ellos golpeó su cabeza contra uno de los sillones.
Evel forcejeó con el hielo y trató de llamar a su magia de nuevo, pero no estaba ahí. Alek miró a Evel sin saber qué hacer, y Evel lo ignoró, igual no haría nada. Jaló sus piernas, pero no hubo resultado.
Los soldados comenzaron a incorporarse, y mientras que uno de ellos se acercó con Mark a hablar, los otros dos miraron a Evel como si fuera una presa. Ambos desvainaron sus espadas, Evel agitó las piernas y llamó a su magia, pero no sucedió nada...
—Según el decreto vigésimo quinto del rey de Osvian respecto a la magia, todos los magos han de morir.
Y entonces, el hielo se rompió, un gas blanco se esparció por todos lados. Evel no pudo ver nada, y su vista se tornó borrosa de nuevo, sus ojos picaron y parpadeó varias veces. Escuchó un golpe sordo, y luego otro y otro, y creyó escuchar voces entre el humo. Le recordó a aquella vez... No estaba seguro, su mente comenzó a divagar en la modorra.
Quizá solo era mejor dormir y ya, tal vez era mejor dejarse arrastrar que sobrevivir una vez más. Tal vez, esa vez podía quedarse en el humo como todos en el pasado. Y alguien golpeó su mejilla.
Parpadeó varias veces. Su cuerpo se sentía pesado mientras lo ayudaban a caminar entre el humo. La luz le impactó en sus ojos y trató de enfocar la vista. Inhaló profundamente y trató de apartarse de quienes lo cargaban, se tambaleó a un lado, y alguien lo atrapó antes de que cayera de bruces.
Sintió más golpes en su mejilla y cerró los ojos. Su vista se volvió un poco más nítida y vio a Hok con el ceño fruncido y arrugas en todo el rostro. Le mostró la misma sonrisa afable de siempre.
—Evel, escúchame —dijo Hok—. ¿Ya estás bien? Tenemos que huir, ya.
—¿Los guardias? —preguntó Alek a un lado.
—Ve a la casa de Lara, Alek. Mark se encargará.
—¿Y tú, papá?
Evel parpadeó mientras Hok lo ayudaba a levantarse, y miró a Alek, y él desvió la mirada. Entonces, Hok alargó una mano hacia su hijo y le frotó el cabello.
—Yo estaré bien.
Evel sacudió la cabeza y trató de apartarse de Hok. No podía hacerle eso a Alek, no así. Sus piernas se tambalearon y fue Alek quien lo ayudó a ponerse de pie antes de obligarlo a moverse hacia Hok.
—Tienes que prometerme que estará bien, Evel —ordenó Alek.
—No... Hok...
Apenas pudo hablar, su lengua estaba pegajosa y las palabras no salieron como quiso. Hok pasó el brazo de Evel sobre sus hombros y comenzaron a avanzar lo más rápido que Evel podía. Se tambalearon hacia los árboles frutales en dirección al bosque.
—Hay un escondite en el bosque —dijo Hok con la respiración entrecortada—. Te ocultaré ahí.
Evel miró hacia atrás, hacia la casa. Ya no había humo visible saliendo por las ventanas, y Alek había entrado de nuevo con un paño en la nariz. Se separó de Hok y se detuvo, pero no vio ninguna señal de nada.
—Vamos, Evel —dijo Hok—. No durará mucho.
—¿Y Alek?
—Estará bien, pero tenemos que irnos.
Evel miró a Hok, y él asintió. Y lo siguió de nuevo trotando con sus pulmones pesados, su mente adolorida y adormilada y los brazos pesados. El mundo se tambaleaba de nuevo, quizá por la magia, quizá por lo que fuera que Hok había lanzado.
—¿Y Mark?
—Él sabe cómo lidiar con esto.
—¡Alto! —gritaron dos soldados que salían de la casa a trompicones.
Hok miró a Evel y lo apuró a avanzar. Los soldados tenían las armas desenfundadas y comenzaron a correr en su dirección.
—Corre —gritó Hok.
Evel sacudió la cabeza para olvidar el estupor de la magia y se esforzó en correr junto a Hok. Miró hacia atrás, los soldados estaban a punto de alcanzarlos entre los árboles.
—Al parecer resistieron mejor el hechizo de lo que esperaba —jadeó Hok.
—¡Alto ahí!
A pesar de que sus piernas pesaban, Evel siguió corriendo. Sin embargo, Hok iba mucho más lento a su lado, su rostro estaba perlado de sudor. Evel aminoró el paso, y los soldados redujeron la distancia en un instante.
Las nubes comenzaron a rugir sobre ellos, y una gota cayó en la mejilla de Evel, luego otra más y otra, y luego muchas más. Hok apresuró el paso con respiraciones entrecortadas y pasos poco certeros a su lado. Evel lo miró.
Estaban cada vez más cerca del bosque, tan cerca que Evel dejó de sentir sus piernas unos momentos
—No lo lograremos —dijo Evel mirando a Hok.
—No lo harán —jadeó Hok—. ¡Corre!
Y luego, por el rabillo de su ojo, se encontró con el filo de la espada. Su corazón latió con fuerza, la sangre recorrió todo su cuerpo, su mente punzó y le llevó oscuridad a sus ojos y movió una mano. El hielo crujió mientras crecía alrededor de la espada del soldado, y luego el soldado perdió el equilibrio y cayó. Se enredó con los pies de Evel y él también cayó de bruces.
—¡Evel! —gritó Hok.
Evel vio al otro soldado acercándose y alzó de nuevo la mano, las gotas de lluvia se transformaron en hielo alrededor de su espada. Mientras miraban atónitos, Hok jaló a Evel y lo obligó a levantarse.
—¡Vete! ¡Corre! —gritó y lo empujó hacia el frente.
La mirada de Hok se ensombreció. Evel trastabilló y siguió corriendo, y luego frunció el ceño, titubeó y se detuvo.
—¡Corre!
Evel vio a los soldados, habían logrado quitar parte del hielo, y frente a ellos, estaba Hok con los pies bien plantados en el suelo. Evel no pudo seguir avanzando y comenzó a regresar a donde estaba su padre. No podía dejar que le hicieran daño.
Y luego todo se iluminó, Evel alcanzó a cerrar los ojos, pero la tierra rugió y el cielo también. Evel se cubrió el rostro, y cuando quitó el brazo frente a él, los soldados estaban en el suelo, con la cara llena de horror y el cabello mojado pegado en sus sienes. Había una marca oscura frente a ellos y frente a Hok.
Hok los miró con la barbilla alzada, levantó una mano al cielo y la golpeó contra el suelo, de la marca brotaron llamas que se extendieron a ambos lados a pesar de la lluvia. Y Hok se dio la vuelta, sonrió a Evel, dio un paso, luego otro y cayó al suelo.
Evel corrió de inmediato junto a Hok. Tenía los ojos cerrados, y respiraba débilmente.
—¡Hok! —lo llamó agitándolo—. ¡Hok!
Él abrió un poco los ojos, y sonrió con sus labios azulados.
—Vete —susurró—. Corre.
Evel negó con la cabeza, las gotas comenzaron a caer mucho más gruesas, pero el fuego no se apagó. Evel miró a través de las llamas, los soldados hablaban entre ellos y miraban a Evel. Él se mordió el labio.
Entonces, Hok le dio un empujón débil en el pecho.
—Huye, Evel —susurró—. Todavía tienes tiempo.
Evel negó con la cabeza. Apretó los labios, la lluvia ocultó el nudo en su garganta y sus ojos rojos. Algunas de esas criaturas que lo habían seguido se habían acercado a la escena, al fuego y miraban las llamas. Entendió lo que había hecho Hok.
Los soldados los miraron de reojo una última vez.
—Necesitamos refuerzos —dijo uno de ellos.
Y regresaron sobre sus pasos hacia la casa mientras cojeaban. Evel los miró marcharse entre la lluvia, y aprovechó el momento: tomó el brazo de Hok y lo pasó sobre su hombro, y con un movimiento, lo alzó en su espalda.
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En la oscuridad del bosque, no encontraba un camino, sus pies se resbalaban en el lodo y tenía que ocultarse de vez en vez cuando los soldados pasaban cerca de él. Sabía lo que pensaban, los había escuchado hablar algo acerca de que él había causado el rayo y las llamas, además del hielo, no Hok. También decían que lo había secuestrado.
Apretó los labios... Incluso si hubiera sido mejor dejarlo, no pudo, no después de todo lo que Hok hizo por él.
Cuando no escuchó más ruidos, Evel subió de nuevo a Hok a su espalda y caminó en silencio. Conforme más se internaba en el bosque se sintió más inquieto, tal vez porque había más de esas criaturas ahí que antes, tal vez porque jamás se había alejado tanto. Para aliviar su nerviosismo, comenzó a contar la historia de la vez que Hok le había dado a Malva, pero él no respondió.
Trató de hablarle en voz baja de esa vez en la que había jugado en el cuarto de Hok, y había arruinado las pinturas con un gis, pero tampoco respondió. Evel siguió hablando con el aliento entrecortado y con un tono fingido para ocultar su preocupación. Hok siguió sin responder.
Lo acostó contra el tronco de un árbol, le tocó la frente con la palma de una mano, pero no lo sintió caliente. Tocó su cuello y sintió su pulso normal, pero parecía que Hok no iba a despertar pronto.
En la oscuridad solo había criaturas flotando en el aire, pero no un camino al escondite que Hok había mencionado. Suspiró. Alzó de nuevo a Hok sobre su espalda,
—Déjame, Evel.
Evel cerró los ojos y dejó salir un suspiro de alivio.
—No.
Siguió caminando.
—Evel...
—No lo haré —dijo—. ¿Falta poco?
—Sí.
Hok señaló sobre su hombro con una mano débil y Evel avanzó en esa dirección. Descendió una pendiente que conducía a una cueva, pisó con cuidado el lodo, se resbaló y ambos rodaron hasta la pendiente. Evel se levantó de inmediato cubierto en mugre y se aproximó a Hok.
Revisó que estuviera bien, pero solo se había ensuciado, y se quejó un poco.
—Perdón.
Evel lo cargó de nuevo sobre su espalda y cojeó hasta llegar a la cueva.
—Ya llegamos.
Hok gimió débilmente en su espalda. Evel lo colocó en el suelo y se acuclilló a su lado. Lucía mucho más pálido que antes, y no hacía ningún ruido más que respirar. Evel colocó una mano en su frente solo para asegurarse. Estaba hirviendo.
Alzó una de sus manos y cerró los ojos, pensó en el fuego, su corazón latió mucho más rápido. Trató de recordar el fuego que Hok había hecho, pero su mente vagó a un recuerdo. Abrió los ojos. No iba a lograrlo, si nunca lo había logrado antes, menos ahí.
No sabía qué hacer, sus manos temblaban. Había criaturas retorciéndose alrededor de la cueva que reptaban hacia ellos. Sabía que no le harían nada a Hok, pero aquello no lo hizo sentirse mejor. Inhaló, tenía que calmarse.
Pegó sus rodillas a su pecho, recargó su frente sobre ellas y apretó los ojos. Necesitaba pensar... Sabía qué tenía que hacer, pero no estaba seguro de si quería.
Alzó la cabeza, había un montón de criaturas deformes, pero contrario a lo que esperaba, estaban sobre Hok. Evel se quedó estático. Una de las criaturas acercó sus manos hacia el pecho de Hok. Evel se levantó.
—¡Largo!
Las empujó lejos de Hok y le extrañó que se sintieran ligeras, y suaves. Sacudió la cabeza y volvió a empujarlas cuando se subieron de nuevo sobre Hok. Tomó a Hok entre sus brazos y trató de apartar las criaturas.
—Hola —dijo una voz chillona.
Evel se paralizó y miró hacia donde había escuchado la voz. Había una pequeña criatura con dos brazos, negra como la roca bajo ella y más circular que deformada como las otras. Evel se apartó.
—¿Qué sucede? —preguntó la criatura—. ¿Estás asustado?
Evel abrió la boca y apretó los labios, retrocedió aún más. La criatura abrió los ojos, eran oscuros, casi del color de una noche de verano. Sus ojos miraron más allá de Evel.
—Oh, ya veo. Él va a morir.
Su corazón se detuvo un instante, y abrió la boca.
—¿Qué er-...?
—Yo soy yo —respondió la criatura—. Pero él necesitará ayuda si quiere vivir.
—¿C-cómo?
—Sé cómo —comenzó—. Haz un trato conmigo, y te diré cómo ayudarlo. Dime tu nombre.
Evel miró a Hok. Si estuviera despierto le diría algo como que no se preocupara, que no confiara en aquella criatura, que todo estaría bien. Pero las cosas no estaban bien, y Evel estaba solo, nadie lo ayudaría. Y la criatura necesitaba algo simple: su nombre.
—Me llamo Evel.
La criatura sonrió y mostró una hilera de pequeños dientes blancos y rectos.
—Yo soy Sakradar —dijo y extendió su pequeño brazo.
Evel alargó la mano y Sakradar tomó uno de sus dedos antes de apretarlo un poco.
—Comencemos, Evel —dijo Sakradar—. Llévame hasta él.
Evel frunció el ceño, acercó sus manos y Sakradar saltó sobre ellas. Era igual de suave que los otros, pero se sentía mucho más pesado y denso. Era como un durazno con el peso del hierro. Lo llevó hasta Hok.
La criatura alzó sus brazos y luego apuntó a Hok. Un destello azulado invadió la cueva, y Evel apartó la mirada. Cuando la oscuridad volvió, Hok se veía mucho menos pálido, e incluso se removió a un lado antes de balbucear entre sueños. Evel dejó salir un suspiro.
—Gracias. No s-...
—Eso no bastará para salvarlo, Evel —interrumpió Sakradar—. Esta persona morirá sin una cura definitiva.
Evel temía la respuesta que le diría. Apretó los labios. Lo había leído en libros, pero necesitaba estar seguro.
—¿A qué te refieres?
—Yo no tengo el poder para curar a un hombre afectado por los resultados de su intento de magia. Menos para alguien que no es un mago y que decidió tomar más de lo que podía.
»Sus decisiones de usar el poder del rayo y del fuego a través de cristales, cosas que ni él mismo entiende o estudió, le causarán la muerte en un año —habló con severidad—. Si deseas salvarlo, necesitas buscar una cura, Evel.
Evel sintió que el mundo le colapsaba encima. Las páginas y páginas que había estudiado con tanta determinación pasaron hoja por hoja en su memoria, pero no había una nada en el papel. Hok moriría.
—¿Cómo...? —balbuceó para sí y luego miró a la criatura—. ¿Cuál es la cura?
—Sé dónde hay que buscarla, Evel. Aunque no sé si sirva incluso si la encuentras —dijo Sakradar—. Hay alguien capaz de lidiar con casos así en Setranyr, pero debemos irnos lo antes posible, Evel.
Él se mordió la mejilla. Al final todo se reducía a eso, en marcharse... Si no hubiera usado su magia y hubiera obedecido a Hok, ¿le quedaría más de un año de vida?
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Cuando salió al bosque de nuevo, había al menos diez lámparas iluminando la oscuridad del bosque, y podía escuchar a los soldados gritar el nombre de Hok. En el cielo no había estrellas. El viento calaba en sus huesos y en su ropa húmeda, y Sakradar estaba en su hombro en silencio.
Sus piernas se tambalearon mientras cargaba a Hok en su espalda. Estaban entumecidas y rígidas, y apenas lograba enterrar bien sus pies en la tierra para no resbalar. Se esforzó para quedarse quieto.
—¿Son guardias?
Evel no respondió, y siguió observando los movimientos sin saber qué hacer. En aquel momento, su magia latía débilmente, era casi imperceptible, y sus brazos estaban sangrando de nuevo a pesar de que habían cicatrizado unos días atrás. Así que la magia no era una opción. Correr tampoco lo era, jamás había sido lo suficientemente ágil y llevaba a Hok en su espalda. Además de eso, sus mejillas y ojos estaban calientes, tal vez también le estaba subiendo la fiebre.
Entonces, algo se sacudió en la oscuridad, Evel pudo distinguir una figura humana en las sompras, frente a las lámparas, y no solo atrajo su atención, también la de los soldados. Y antes de que ellos pudieran acercarse y Evel pudiera entender lo que veía, la figura corrió en dirección contraria a Evel.
—Espero que eso los distraiga lo suficiente —dijo Sakradar—. Andando.
—¿Qué fue eso? ¿Lo hiciste tú?
Pero no hubo respuesta, y tampoco quiso insistir. Su cabeza punzaba lo suficiente como para evitar pensar más.
Cuando llegó a los campos con árboles frutales, se tambaleó de nuevo.
Suspiró, porque no sabía con lo que se encontraría o qué cosas tendría que explicar. La luz ambarina de la casa brilló más y más conforme se acercó y cuando estuvo a unos metros del pórtico de la cocina dudó. Titubeó, pero al final abrió la puerta.
La luz de la cocina lo recibió, y al mirarse, vio que estaba cubierto de lodo de pies a cabeza, y había sangre mezclada con tierra en sus brazos. Inhaló y trató de escuchar si había alguien más en casa.
Entró a la siguiente sección de la casa de todas formas. No había ni un solo ruido más que su propia respiración, y sus pasos. Había una luz débil que provenía desde la sala, y todo lo demás estaba en oscuridad. Trató de ir mucho más despacio, y subió las escaleras con cuidado.
Abrió la puerta del cuarto de Hok. Lo dejó en la cama a pesar del lodo, y lo observó un rato. Sakradar, en su hombro, le dio unas palmadas antes de susurrar:
—Vamos por tus cosas, Evel.
Evel asintió, apretó los labios y salió de la habitación de su padre después de mirarlo una última vez. No se despidió.
Cuando estuvo en su habitación, cambió su ropa por algo más ligero, guardó dos libros de magia, un mapa de Sengrou y uno de Osvian que arrancó de las páginas de uno de sus libros con dolor —aunque eran sencillos y con pocos detalles, era mejor que se los llevara—. Lavó sus brazos, cambió las vendas y guardó el ungüento que Hok le había preparado.
Tomó algunos de los ahorros que Hok le había dado, guardó algunas prendas de repuesto y bajó a la cocina. Meditó mucho acerca de qué llevar, pero Sakradar se lo indicó y lo ayudó a elegir: pan, una cantimplora con agua que Mark usaba cuando iba de caza, naranjas, y también decidió llevarse la mermelada después de mirarla por un buen rato.
Cansado, adolorido, y un poco afiebrado, decidió subir de nuevo a pesar de que Sakradar le apuró por irse. Esa vez, cuando subió el último escalón, encontró una figura en medio del pasillo. Titubeó al ver a Mark, e incluso retrocedió.
—Evel.
Él desvió la mirada sin ninguna excusa. Dio otro paso atrás en las escaleras.
—¿Evel? ¿Qué estás haciendo? —preguntó Mark—. Pensé que te habías marcha-...
—Hok está en su habitación —balbuceó con la cabeza baja—. No sé cuánto tiempo...
—¿Evel?
Él alzó la cabeza.
—Tengo que irme —soltó—. Pero volveré, lo prometo. Volveré con la cura.
—¿De qué hablas? —preguntó Mark y se acercó hacia la orilla de las escaleras.
—Tenemos que irnos —susurró Sakradar en su oído.
Evel inhaló, apretó sus labios y sus ojos.
—Volveré.
Y se dio la vuelta para bajar las escaleras. Realmente quería ver a Hok una vez más, quiso ir a prometerle que volvería, pero solo quedó esa promesa al aire. Y al menos Mark no lo siguió. Cuando se dirigió a la entrada, dónde todavía estaba la carreta de los soldados, cerró la puerta y supo que no había marcha atrás. Así, sin mirar atrás, se dirigió a Villa Berbentis para buscar cómo irse.
Las criaturas lo siguieron en la noche.
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Despertó antes de que amaneciera, agitado. Cuando abrió los ojos, encontró a Alek dormido en el suelo y recargado en la pared y a Lara con la mirada perdida en la ventana. Tenía el ceño fruncido y los labios apretados y golpeteaba la madera con la punta del pie como si se tratase de un corazón acelerado.
Hok se incorporó y fue entonces que ella giró la cabeza, no había sonrisa en sus labios y sus ojos se veían cansados. Le dio una última mirada a los campos y luego fue a sentarse junto a Hok.
—¿Cómo te sientes? —preguntó ella tomando su mano.
Hok miró a Alek en el suelo, y luego a ella. No entendía por qué ellos estaban ahí, ni tampoco por qué él también.
—¿Y Evel?
Lara bajó la vista, y el corazón de Hok se hizo añicos.
—¿Dónde está? —preguntó Hok—. ¿Los solda-... los soldados?
Lara negó con la cabeza y miró a la ventana.
—Se ha ido.
Aquellas palabras fueron como un balde de agua helada, o como el rayo que fulminó el suelo frente a él. Su hijo... Se levantó ignorando el temblor de sus piernas, y corrió fuera de la habitación antes de que Lara pudiera hacer algo. Cuando bajó, la sala apenas iluminada con una lámpara de aceite, le mostró la silueta encorvada de su hermano.
Él alzó la mirada, pero no dio ninguna explicación. Hok siguió de largo y recibió el frío viento húmedo de verano. Bajó a toda prisa las escaleras y trató de ver a los lejos.
—¡Hok! —gritó Lara—. Tienes que descansar, estabas muy mal hace un rato.
Luego sintió el tacto de la mano de su hermano en el hombro, y no pudo combatir contra él. Su mirada decía mucho y decía tan poco. Antes de poder hacer algo, estaba sentado en la sala. Había perdido a su hijo, había perdido a Evel a pesar de su promesa, él se había marchado.
Mientras Mark trataba de explicarle, mientras le decía palabras que no lograba comprender del todo, el cansancio comenzó a vencerlo poco a poco. Y cerró los ojos contra su voluntad.
«Vuelve, Evel, por favor», deseó a la madrugada que moría.
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