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I. Un lugar que existió

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"Aquello como un sueño es un recuerdo doloroso. Quizá si no hubiera llorado entonces, recordaría la cara de los demás. Sus rostros no estarían detrás de imágenes borradas en lágrimas.

Un pequeño pueblo de un país en crisis se incendiaba a la distancia, y por más que las olas del mar se alzaran, nunca tocaron la tierra en llamas.

Fue así como el último país totalmente habitado por magos cayó. Es así como murieron mis amigos, mi familia, y Sarkat con ellos".— de las Crónicas de Sarkat, de Hish Urtan

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No sabía cuándo comenzó a verlos, pero estaba seguro de que había sido recientemente. Se trataba de seres pequeños con formas curiosas que se arrastraban por los barrotes de las celdas, que giraban de un lado a otro en el cuarto con el movimiento de las olas, y que saltaban con entusiasmo cuando comenzaba a llover. No eran animales comunes como las gaviotas, y nadie más los podía ver. Estaba seguro de eso.

Había observado a los señores malvados aplastarlos sin notar nada, y a los demás los había visto dormir o comer con esas criaturas aferradas a sus brazos, piernas y espaldas, sin importarles. Nadie parecía notar que sus movimientos los herían.

Solo él podía verlos, solo él podía escuchar sus gritos de dolor cuando los aplastaban. Y luego... No volvían a moverse, como la gente en la casa en llamas.

Por algún motivo, también era el único al que nunca se le acercaban.

En el suelo de la celda, con la cabeza sobre la madera salada y húmeda, los observó mientras esperaba que pasara otro día. Ignoró todos los pensamientos en su mente. ¿En dónde estaría papá? No importaba. ¿Y la abuela? Tampoco importaba.

Se preguntó si alguna vez se acercarían a él.

¿Quizá estaba demasiado lejos? Se acercó un poco más.

Ahí, en la celda, cuando solo el vaivén de la madera y la espuma de mar eran lo único que se escuchaba, cerraba los ojos, olvidaba, trataba de fingir que ya no existía, que ya no había nada. Se hacía un ovillo en un intento de olvidar que no había comido, y vería en esa nada, las nubes en el cielo, como estar recostado en casa. Pero él estaba ahí.

A veces, esos recuerdos se rompían con voces ininteligibles, un eco en la madera, susurros de tela, cadenas arrastrándose en silencio en la madera sucia, el forcejeo de un humano. Cuando las voces eran tantas que inundaban el barco, él se incorporaba, se sentaba en un rincón y observaba.

Cuando escuchaba los pasos pesados y el metal tintineaba, siempre había uno de esos señores malos arrastrando a alguien a la fuerza para jamás volver a ese lugar. Y gritos, siempre había muchos gritos.

Siempre lastimaban a alguna criatura.

Ya estaba acostumbrado, pero no recordaba ni quería recordar desde cuándo, ni cómo llegó ahí. No le molestaba estar en el rincón más oscuro de la celda, tampoco tener un solo trozo de pan por día, e incluso ya se había adaptado a las miradas curiosas de los demás, a su lengua, a observar criaturas agonizantes, deformadas bajo botas asquerosas.

Acostado, mientras la vida transcurría lenta como las nubes afuera en la ventanilla, mantuvo su mirada en una pequeña masa negra que se arrastraba por el suelo hacia él. Sus ojos pesaban en modorra, y cada vez que se permitía cerrarlos, la criatura estaba un poco más cerca. El vaivén la alejaba, y a él le arrullaba.

Esa criatura, deforme, oscura como ladrillos chamuscados, jamás apartaba su mirada. Por mera curiosidad, él cerraba los ojos y los abría de nuevo para ver qué hacía a continuación. La última vez que lo hizo, la criatura ya estaba frente a él.

Si tan solo esa criatura lo hubiera alcanzado en aquel momento...

La marea arrastró a la criatura a las sombras, y no pudo volverla a ver. Cerró los ojos por fin.

De nuevo estaba ahí, en esa casa en llamas bajo las estrellas.

Si hubiera muerto aquel día...

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No recordaba bien la canción, pero decía algo como: «Hay un lugar llamado hogar...». No recordaba tampoco quién se la había cantado o dónde la había escuchado. Había sido en otra vida. La misma persona que le dio la esfera de metal que guardaba en su bolsillo se la había cantado alguna vez, de eso sí estaba seguro.

Las otras personas llamaban a la esfera «cascabel», pero cuando lo agitaba, se decepcionaban. Lo guardaba al ver sus expresiones, y se volvía a aislar al fondo del barco, donde podía observar y olvidar.

La eternidad pasaba.

Todo seguía siendo lo mismo.

Ellos no volverían, ¿verdad?

Ninguno abriría la puerta de esa celda para sacarlo de ahí.

Y entonces, entró la luz de arriba, el rechinido de la puerta, los pasos, y todo lo malo. Alguien iba a irse ese día. Cerró los ojos. El alboroto, los susurros, el miedo se derramaron en el pasillo al escuchar el repiqueteo de las botas, los pasos pesados del hombre malo y la respiración tranquila, indiferente.

Se restregó contra la orilla de su celda, los grilletes en sus pies tintinearon, y el de su cuello escoció su piel. Fingió estar dormido.

—Tenemos una gran variedad, mi Lord —dijo el hombre—. Desde los confines de Ghrian, hasta de las costas de Iriak.

»No están entrenados... pero seguro encontrará lo que necesita. ¿Busca algo en particular?

—No —habló el hombre con amabilidad—. Solo quiero echar un vistazo.

Los pies avanzaron y los escuchó detenerse frente a su celda. Abrió un poco los ojos, pero no pudo ver su rostro.

—¿Qué hay de este niño?

—¿Ese? —preguntó el hombre malo y se acercó—. Mi Lord, no creo que...

—Pagaré lo necesario.

—Mi Lord, el niño no le servirá de nada, posiblemente muera pronto... Además... —comenzó y se acercó al otro hombre, susurró.

—Pagaré lo necesario.

Escuchó un suspiro.

—Solo le diré que tenga cuidado...

Ambos hombres caminaron de regreso a la luz. No prestó atención a sus movimientos, a los gritos de las criaturas pisadas, y miró las nubes de la ventanilla opuesta.

Una criatura también las veía sentada en la ventana. Comenzó a saltar de un lado a otro, y alzó sus pequeños brazos para tratar de alcanzarlas. Él cerró los ojos. Tenía mucho sueño.

¿Por qué siempre los miraba?

Él solo quería dormir para siempre.

Escuchó el tintineo de las llaves y abrió los ojos. Ya no había nubes, solo un cielo gris. Y la criatura también se había ido. No estaba por ninguna parte.

El hombre malo se paró frente a él, bloqueó su vista y jaló la puerta de su jaula. Él se incorporó, se sentó y vio al hombre acercarse. Negó con la cabeza. No quería irse, no quería irse y menos con él. El hombre se inclinó y quitó el grillete en su cuello. Él desvió la cabeza y pataleó. Pateó al hombre, alzó sus manos en puños y golpeó, pero pareció no importar.

—Quieto.

Lo empujó con sus manitas, pero de nada sirvió. Trató de arañarlo, pero lo alzaron de sus prendas, lo cargaron y lo arrastraron hacia afuera. Se retorció, pataleó, pero no gritó. Las cadenas se enredaron en sus pies, pesaban tanto... El hombre sostuvo sus pies para que dejara de moverse.

Y entonces, el hombre malo pisó a muchísimas de esas criaturas. Los gritos inundaron el pasillo, pidieron ayuda, aullaron de dolor, sus ojos cayeron en él, pero él no podía ayudarlas. Él también comenzó a sollozar y gritar en una lengua que ni él recordaba. Él no quería hacerles daño. «Perdón, perdón». Alargó los brazos para alcanzarlas, pero no pasaba nada, sus manos lo llegaban junto a ellas.

Y todo se nubló. Incluso sus recuerdos.

Se parecía a las criaturas. Seguro ellas también sufrían al ver a otras ser aplastadas, seguro aquella que saltó mientras miraba las nubes se había marchado por la ventana a buscar a su familia después de mucho tiempo.

Seguro aquellas que seguían en ese barco habían perdido todo, estaban solas.

Seguro antes existió un lugar para ellas. Ahora no existía.

Ojalá alguna vez le hubieran hablado para no estar solas, para que fueran sus amigos, para volver a casa.

No volvió a ver a las criaturas.

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