Capítulo veintiséis: El Loco pierde un hermano
Hace muchos, muchos años.
Jake Williams
TW: Este capítulo aborda temas sensibles, como violencia policial y muerte de un adolescente, pero no de forma explícita.
Hubo un día en el que una parte de mí terminó de morir.
Una vez escuché que somos como cerámica. Pero la cerámica es delicada. Es bonita.
Yo me veo a mí mismo más como un vaso barato. De los que se usan para las cenas navideñas. Un vaso que al recibir golpes se fue agrietando. Nunca llegó a romperse, porque de alguna manera las piezas se mantuvieron unidas. A las pocas que se rompieron las pude reconstruir. Algunas con más esfuerzo que otras.
Pero esa nunca va a poder arreglarse. Es un pequeño agujero en el vaso que va a estar ahí por siempre. Pequeñito, pero lo suficiente grande para pesarme todos los días.
Un dolor con el cual nunca me voy a acostumbrar a vivir. Como si me clavaran una aguja en mi pierna todas las mañanas y la dejaran ahí. Hago mi rutina mientras la sangre sale de mi cuerpo. Baja por mi pierna hasta la pantorrilla y desaparece entre la tierra. Y yo la siento ahí. Me desangro, pero no puedo hacer nada. Tengo pesadillas sobre eso. Pesadillas en las que no puedo moverme. En la que solo estoy ahí, en un cuarto, tirado y junto a un gran charco de ese líquido rojo y espeso. De sangre. De sangre que no se de quien es. Si mía o de alguien más. Entonces despierto, acelerado, sin poder respirar. Miro hacia los costados y estoy en mi casa. El gato maúlla y vuelvo a la vida real.
Y a la noche siguiente es lo mismo. Y lo mismo. Y lo mismo todas las semanas.
Hubo un momento, luego de ese sábado número quince, que prácticamente no pude dormir. Estaba cansado y eso me hacía enojar aún más.
Desde los quince años que duermo solo un par de horas.
A veces tres, otras veces cuatro y si tengo suerte no me despierto en el medio.
Hay días donde siento más fuerte el pinchazo de la pierna. Donde al despertar solo quiero llorar. Y llorar. Y llorar. Y no parar de llorar más. Lanzarme a mi cama y quedarme así todas las horas que dura un día. Pero no lo hago, porque cuando lloro por demasiado tiempo a veces siento que me muero. Que me quedo sin aire, que me late muy rápido el corazón y me da miedo.
La verdad es que no se muy bien como se llora.
¿Por cuánto tiempo hay que hacerlo, en qué lugar, de qué forma? ¿En silencio o gritando? ¿Con los ojos abiertos?
¿Cuándo uno deja de sentir que se muere? ¿Cuándo te acostumbras a llorar?
Quizás nunca se hace. Quizás es porque no lloré lo suficiente cuando era niño.
Si hubiera llorado más entonces no sentiría que me muero cada vez que lo hago.
No me dolería tanto. Porque me duele. Duele. Duele.
Yo lloraba, pero cuando era bebé. No tenía conciencia de ningún tipo. No tenía capacidad de darme cuenta ni siquiera quién era yo. Lloraba por hambre o por sueño, como los animales.
Pero en el momento en el que supe que mi nombre era Jake y mi apellido Williams, dejé de llorar.
Porque los Williams no lloran. Y los hombres tampoco.
Y yo quería ser un hombre. Grande y fuerte, a quien nadie pueda lastimar. Más altos y rápidos por naturaleza. George era para mí la personificación de un hombre.
De todo lo que la palabra significa. De niño deseaba ser como él.
Y cuando fui creciendo me di cuenta que ser un hombre era bastante triste.
Los hombres están siempre solos, no hablan casi nunca y cuando hablan gritan, porque sólo así los escuchan. Lanzan cosas a la pared y no se ríen. Nada les causa gracia, no entienden los chistes. Se enojan cuando no entienden. Hay que caminar despacio y con cuidado si tienes uno cerca. Si haces un ruido fuerte quizás pueda enojarse. Y si se enoja estás muerto. Si se enoja te agarra de los brazos y te zarandea, tan fuerte que terminas vomitando.
Los hombres no lloran cuando muere gente, porque no quieren a nadie. Los hombres dicen que mataría a todo el mundo, porque odian.
Odian a los que se quieren y odian a los que no se quieren. Odian a los que los quieren y odian a los que no los quieren.
Pero a veces, cuando nadie ve y la oscuridad esconde sus cuerpos, sollozan. Con torpeza, con mocos y en voz baja. Murmuran el nombre de su madre y dicen que no pueden más. Y se van. Y desaparecen. Y no están. Nunca están, pero cuando lo hacen desearías que se fueran otra vez.
Ser George era bastante triste.
Triste. Triste.
¿Cómo se acostumbra a vivir cuando tiene una parte de sí muerta? No hay forma, supongo. No hay manera de hacerlo. No es como un dolor que poco a poco va desapareciendo y cicatrizando.
Nunca se sabe cuándo es el día en el que una parte de ti va a morir. El mío fue un sábado. Un número quince a las siete y media de la tarde. Llovía. Llovía muy fuerte y se escuchaba una tormenta que parecía querer comerse al mundo. Pero a mi no me comió. Tal vez si me hubiera comido hoy no estaría así.
Antes de que todo pasara, esa mañana, cuando desperté, tuve una sensación extraña en mi pecho. Como un vacío físico. Me toqué el torso varias veces pero no me dolía. Solo era una sensación extraña. Decidí ignorarla.
—¡Williams! ¡Williams! —gritó Irina, desde la sala.
—No soy sordo, no grites —caminé hasta ella, sin ganas—. ¿Qué quieres?
—¿Viste el paraguas?
Observé por la ventana. La lluvia había comenzado hacía unas horas y no se había detenido. Irina vestía un uniforme de trabajo. Tenía el logo de una tienda bordado en él. Su cabello rubio estaba atado en una coleta desprolija.
—¿A dónde vas?
—Te pregunté por el paraguas —volvió a decir, suspirando.
Irina guardó el resto de cosas en su cartera oscura.
—Que se yo donde está. No lo uso.
—Buscámelo entonces.
—Que pesada.
Con su billetera, cuadrada y de cuero, intentó golpearme la cabeza, pero yo di un paso atrás, esquivando el golpe.
—Ya, ya voy.
Caminé hasta su cuarto y busqué entre sus cosas. Cajas de cartón tiradas y ropa colgada frente a la ventana, ese cuarto era un desastre. Al final, debajo de una pila de cosas inútiles estaba el paraguas. Rojo.
—¡Ya lo encontré! —le avisé, con un grito.
Se lo llevé e Irina ni siquiera dijo gracias. Solo lo abrió. Abrir paraguas en lugares cerrados trae mala suerte. O eso dicen. El paraguas estaba roto. Tenía un agujero redondo.
—Mierda... —murmuró, lanzando el paraguas hacía el sillón.
—¿A dónde vas? —repetí mi pregunta, tomando el paraguas.
Ella me ignoró y siguió guardando sus cosas.
—¿A dónde vas?
Tiré mi cabeza hacia atrás. Irina lucía frustrada.
—¿A dónde vas? —lo dije solo para molestarla.
—¡Dios! ¡Dios! Que intenso eres —Irina suspiró y cerró su cartera—. Estoy intentando resolver qué hago con el paraguas, cállate un poco.
—Mójate.
Me encogí de hombros, como si se tratase de pura lógica. Irina soltó una risa fingida, solo para burlarse de mí. No se porque, si yo aprendí de ella ese tipo de respuestas.
"No se como se hace esto" "Aprende" "Me da miedo" "Que te deje de dar miedo"
No se despidió cuando salió de la casa. La vi caminar intentando taparse con la cartera, sin éxito. Sus zapatos altos salpicaba el agua de los charcos.
George seguía trabajando y ahora, con la salida de Irina tenía la casa para mí solo. Quería irme, pero no sabia bien donde iba a estar Moon. Por eso simplemente cerré la ventana de la casa con fuerza, para que no entrara agua.
Al comienzo de la tardecita, yo decidí que iba a acostarme a dormir. Dormir.
No se como pude irme a dormir. Aunque en ese momento no sabía lo que iba a pasar.
Era imposible hacerlo. Pero de todas formas cuando lo recuerdo no puedo evitar querer golpearme. Porque no podía estar durmiendo. No podía estar tan tranquilo. No podía.
Golpearon la puerta. Fuerte. Tan fuerte que la casa iba a venirse abajo.
Y lo escuche gritar mi nombre. Con la voz rota, desgarrada.
—¡Jake! ¡Jake! ¡Abre! ¡Jake, Jake, por favor! ¡Ábreme!
Me desperté de un susto. No reconocí la voz al principio, entre la tormenta y la chapa del techo sonando violentamente.
Caminé hasta la puerta y los golpes no dejaron de escucharse. Ni los gritos. Solo se hacían más fuertes. Más fuertes.
Cuando abrí la puerta, dispuesto a insultar a quien sea que estuviese del otro lado, me quedé en silencio. Al ver su expresión una corriente eléctrica me recorrió todo el cuerpo.
Me avisó, me dijo sin decirme, de alguna manera, que algo había pasado. Algo malo. Algo tan malo que me revolvió el estómago.
La luz blanca de un relámpago iluminó el rostro de Milo y a los segundos un fuerte trueno resonó en todo el barrio.
Él estaba completamente mojado, con el agua goteando de su cabello sin forma y sus ojos rojos. Tan rojos e hinchados que hicieron que los míos picasen.
—Lo siento —fue lo único que escuche.
Lo siento. Odio a las personas que se disculpan todo el tiempo. Pero no tuve tiempo de enojarme, porque luego dijo el nombre Toto y mi mente dejó de procesar la información.
Muerte.
Toto.
Casa.
Kiosco.
Muerte, Toto, casa, kiosco.
¿Muerte, Toto, casa, kiosco?
Todas esas palabras no tendrían que ir juntas. No había forma que tuvieran sentido. Que sean verdad. No. No había forma.
Sus palabras se mezclaron. Me confundieron. No las entendí, no las quise entender. Pero escuché su nombre. Toto.
Milo movía las manos, de arriba hacia abajo. Sin sentido. Sin razón. No lo hice pasar. Lo deje afuera, mojándose.
—No... —murmuré, despacito.
No, no, no, no.
—Jake... —dijo él y su voz se rompió.
—No. No.
Negué varias veces y retrocedí, entrando a casa. Mi respiración se agitó.
Milo quiso acercarse pero estiré los brazos, intentando defenderme. Intentando advertirle que no hiciera un paso más. Que no tenía miedo. Que podía golpearlo.
—Jake —volví a negar, advirtiéndole—. Jake, lo siento. Lo siento. Toto...
—¡Cállate! ¡No! ¡No, no! ¡Cierra la boca!
Milo relajó sus hombros y me miró. Me miró con esa expresión. No era cien por ciento tristeza, pero tampoco era enojo. Era como quien ve a un cachorro perdido. Como quien observa a un enfermo. Pena quizás.
—Escúchame. Jake, escúchame.
Me sentí como un niño encaprichado. Di un paso más atrás. Me intenté alejar y eso solo hizo que Milo frunciera más el ceño. De sus ojos caían lágrimas que se perdían con la lluvia, pero estaba inexpresivo. Quieto. Con una calma que no entendía. Que me hacía enojar. Quería que se fuera. No quería escucharlo. No podía escucharlo. Apreté mis manos con tanta fuerza que mis uñas se clavaron en mi piel, haciéndome sangrar.
—No quiero. No quiero. No, no. No quiero.
Mi respiración se agitó y Milo permaneció en el marco de la puerta, mojándose, en silencio. Su ropa empapada se pegaba a su piel y estaba descalzo. Sus pies sangraban, quizás se cortó con alguna piedra. La sangre se mezclaba con el barro del suelo.
Milo dio un paso, intentando entrar a la casa y yo, como si fuera alguna clase de animal volví a retroceder. Huyendo.
—No pude venir antes...
—Basta. Basta. Cállate.
—Lo lamento. De verdad. No pudimos hacer nada, Jake.
Di varios pasos, acelerados, rápidos. Estiré mi brazo y lo golpeé justo en el pecho, con toda la fuerza que pude. Él retrocedió, pero no perdió el equilibrio. Volví a golpearlo, más fuerte. Otro golpe más. Y otro. Y otro. Con el puño cerrado. Milo salió de la casa y yo fui con él. Ambos nos encontramos bajo la lluvia. Comencé a mojarme. Milo no dijo nada, dejó que le golpeara el pecho y no se quejó. La lluvia me nubló la vista y mis manos comenzaron a doler. A arder. Milo me tomó de los brazos e intenté huir, pero no me quedaba más energía.
Finalmente me calmé, tomando varias bocanadas de aire y bebiendo agua de lluvia en el proceso.
—Ya está... —dijo él, en voz bajita—. Ya está.
Negué otra vez y dejé caer mi cabeza contra su pecho. Milo me rodeó con sus brazos. Pero no se sentía como el abrazo de Toto. Este era más agresivo. Como quien atrapa a un animal del cuello con la excusa de abrazarlo. Me pegó a él y yo solo dejé que lo hiciera.
Toto. Toto. Toto. No pude hablar. No pude moverme. No pude llorar.
Solo cerré los ojos y deseé, por un instante despertar. Que sea una de mis pesadillas, de las más feas. Despertar. Abrir los ojos. Por favor. Por favor.
—Por favor... —susurré.
Toto murió un sábado número quince. A los quince años de edad.
Murió en una calle frente a un pequeño kiosco. La calle llevaba el nombre de un pintor que nadie conocía. Pintaba cuadros de colores, sin forma, sin personas. Solo manchas.
Y en el kiosco vendían caramelos y gaseosas. Toto había ido a comprarle chicles a Eloísa. A ella le gustaban los de sandía. Solo en ese kiosco vendían esos.
El señor que atendía era viejo y tenía un nieto de su edad. Eso les contó a sus abuelos cuando les fue a avisar que lo había encontrado. En la casa estaban Milo y el abuelo.
Le dispararon y el señor no pudo salir a ver recién veinte minutos luego de que los autos se fueran. El kiosquero dijo que Toto intentó levantarse y le volvieron a disparar.
Dos veces.
Eso lo contó la abuela. No se porque no le pedí que se detuviera. No quería seguir escuchando. No quería conocer a detalle lo que había ocurrido. No quería. No quería.
En ese momento, Eloísa estaba durmiendo. Como yo.
Cuando Toto llegó a su casa ya era demasiado tarde. No tenía signos vitales. No tenía posibilidad de sobrevivir. Llegó como un cadáver.
Milo fue a mi casa dos horas después.
Dos horas.
Recuerdo muy bien la sensación que tuve cuando estábamos caminando hacia su casa, en silencio, bajo la lluvia. Yo no tenía zapatos. Él tampoco. Me corté los dedos. Me sangraron. Pero no me dolieron. No sentía el cuerpo. Y por primera vez no sentía el frío
Mientras nos íbamos acercando mi corazón comenzó a latir cada vez más fuerte. Y más fuerte. Y en un momento comenzó a doler. Las flores se inundaron con el agua. Todas estaban muertas, sin pétalos.
Pero no lloré.
No lloré cuando Milo abrió la puerta, que hizo un ruido como oxidado. No lloré cuando vi a Eloísa, sentada en la mesa de la sala y con su cabeza apoyada en ambas manos. Su respiración estaba trancada, no podía respirar. Ella lloraba. Tan fuerte, tan ruidosa y tan triste. Sus ojos hinchados. La abuela tenía una mano sobre su hombro, acariciando. Despacito.
No lloré tampoco cuando Eloísa levantó la mirada y se largó a llorar más fuerte. Un sollozo escapó de sus labios y escondió la cabeza en sus manos. Negando tan fuerte que pensé que iba a romperse el cuello
No lloré tampoco cuando Milo abrazó a su abuela, que lucía tan débil, tan frágil. No lloré cuando vi que el abuelo bebía en una esquina, observando hacia afuera de la casa, como si no existiera. No lloré cuando vi la cruz de madera. Cuando pensé en mi pedido.
No lloré cuando olí el limón y noté que sobre la mesada había vasos con limonada. Los hielos estaban derretidos. La mesada mojada. No lloré cuando sin preguntarle a nadie comencé a caminar hasta el cuarto.
No lloré cuando lo vi ahí, acostado en su cama. No lloré cuando me acerqué. Estaba tapado, con varias sábanas y no quise ver lo que había debajo. No lloré porque no me di cuenta de lo que estaba pasando. No lloré porque para mi, aun era un sueño. No lloré porque ese que estaba acostado no era Toto.
Por eso puse una mano sobre su frente. Estaba frío. Pasé mi dedo hasta llegar a su nariz. No entendía nada. Tengo la sensación de estar en un sueño. Observar todo en tercera persona.
Casi, casi pude ver cómo sonreía.
No lloré cuando en realidad me di cuenta que no estaba sonriendo. En cambio, estiré mi mano. Despacito. De su cuello colgaba la cruz. Plateada.
Miré hacia la puerta y nadie estaba cerca.
Sin pensarlo mucho, dejándome llevar por lo que sea que me estaba manejando, le quité el collar con delicadeza y lo guardé en mi bolsillo. Volví a taparlo con cuidado. Lo miré durante minutos. Tantos que descubrí detalles que nunca había notado. Como que su barba había crecido. Tenía una oreja un poquito más grande que la otra y las pestañas cortas. Pero no lloré.
Salí del cuarto y caminé hasta la cocina. Vi a Milo por la ventana, sentado en la vereda, tirando piedras a la calle. Los autos pasaban, ruidosos y lo mojaban. Pero él no hacía nada. Solo lanzaba las piedritas.
Tomé uno de los vasos de limonada y bebí el líquido. Sabía a agua, pero tenía, muy en el fondo un sabor ácido. Bebí otro de los vasos y luego otro. Terminé los cuatro vasos.
El sabor se me quedó pegado en la garganta.
—Jackie... —un susurró, detrás de mí.
Giré de golpe y Eloísa dio un pequeño paso. Llevaba una campera de Toto, vieja y de color rojo oscuro. Tenía muchos parches. Le quedaba grande. Sus manos estaban apretadas con fuerza.
—La limonada está rica —dije.
No sé por qué, solo se me escapó. Estaba mareado. El olor a limón comenzó a picarme la nariz. Quería vomitar.
—Muchas gracias —sonrió ella, por primera vez.
Luego me abrazó y rompió a llorar contra mi cuello. Olía a perfume dulce. La abracé también, apoyando mi pera sobre su hombro. Le acaricié la espalda, solo un poquito.
—¿Puedes quedarte? —me pidió.
Yo asentí.
Se hizo de noche y la tormenta no desapareció. El abuelo salió de la casa y se sentó junto a su nieto mayor. Le acarició la espalda. La abuela se puso un impermeable y se fue, dispuesta a avisarle lo que había ocurrido a los vecinos. Yo me quedé sentado junto a Eloísa, en el sillón. Ella preparó más limonada. La tomamos juntos, en vasos de cristal debajo de la cruz.
—No me di cuenta y le puse azúcar, lo siento.
—Está bien igual.
Bebí un poco. Estaba dulce. Giré la cucharita para que el azúcar se mezclara con el agua. Eloísa observaba la pared con la mirada perdida. Sus ojos seguían rojos, pero no estaba llorando más.
—Voy a intentar hacer limonada de otra cosa algún día. En el patio de mi casa crecen muchas frutas —hablaba bajito, despacio.
—Puedes ponerle alcohol alguna vez —propuse, pero no fue en un tono de chiste.
De todas formas ella soltó una risa, divertida por la idea. Giró su cucharita y bebió lo que quedaba de limonada. Los hielos quedaron en su vaso.
—Todo va a estar bien —dije, aunque no me creía.
—¿Cómo sabes eso? —preguntó ella, sonriendo con tristeza.
—No lo sé. Pero de alguna manera siempre las cosas terminan bien.
—¿Y si no lo hacen?
—Lo van a hacer, Eloísa.
Sonaba seguro. Aunque en realidad estaba intentando convencerme a mí mismo también. Ella se dejó caer sobre mi hombro. Apoyó su cabeza en él, soltando un suspiro.
—Voy a intentar creerte.
No deberías creerle a un mentiroso, pensé. Pero luego suspiré, porque a veces las mentiras son buenas. A veces decir "todo va a estar bien" es lo único que se puede hacer. Es lo mejor que se puede hacer. Y yo hice lo mejor que pude. Eloísa observó su vaso.
—Quizás si se hubiera quedado en mi casa... —comenzó a hablar y sus ojos se empañaron.
—No hagas eso —la corté, de golpe—. Fue lo que fue y es lo que es. De nada te sirve decir esas cosas. Vas a lastimarte más. No seas tonta, Elo. Ahora lo último que tienes que ser es tonta.
Quizás no fue la mejor forma de decirlo. Yo nunca tuve las mejores formas, incluso cuando mis intenciones eran buenas. Pero Eloísa lo entendió y se limpió las lágrimas con la campera de Toto.
—Tienes razón. Pero es una puta mierda. Lo odio. Lo odio tanto. Es tan injusto y me enoja tanto. Quiero romper algo, Dios, quiero romper todo.
Eloísa gruñó frustrada y cerró con fuerza sus ojos. Sus nariz estaba rojiza.
—Hay muchas cosas que si rompes nadie va a darse cuenta —Eloísa me miró, confundida—. Hay un auto rojo, junto a la casa de Paolo, que está abandonado. Puedes romper eso. O también la casa en el viejo campito. Nadie vive ahí. El barrio está lleno de cosas para romper. Solo no rompas las que son importantes —Eloísa estuvo a punto de hablar, pero la interrumpí—. Como tu.
—No entiendo.
Solté un suspiro. Entre tantos ejemplos ni yo entendía lo que intentaba decir. Lo pensé unos segundos.
—Que no te hagas mierda a ti misma, eso quiero decir. Rompe todo pero no te rompas. Los vidrios de las casas se arman otra vez y los autos viejos se pueden llevar a un mecánico. Pero las personas se rompen para siempre.
Para siempre. Siempre.
Eloísa abrió en grande los ojos cuando terminé de hablar. Quizás fue mi serenidad, o mi golpe de racionalidad, pero Eloísa preguntó:
—¿No estás triste?
Sentí como si me hubieran dado una cachetada en el rostro.
Me puse a la defensiva, girando hacia ella y observándola con enojo. Ofendido. Ofendido por el hecho de que ella pensara eso.
Enojado conmigo por no saber como hacerle saber que estaba triste. Enojado por no saber cómo llorar. Enojado con George, por enseñarme a ser un hombre. Enojado porque sabía mentir tan bien, que ya me había olvidado cómo se era verdadero.
—Mataron a mi mejor amigo ¿Piensas que no estoy triste?
—Lo siento, de verdad, no quise decirlo así, lo siento...
—¿Estar triste solo es llorar? Pues te cuento algo, si ante cualquier problema todas las personas llorarían nada se resolvería, Eloísa. Uno tiene que estar bien para que los otros cinco idiotas lloren todo lo que quieran.
Los ojos de Eloísa se volvieron a enrojecer, pero no me sentí del todo culpable por eso.
—Perdona. No quise decirlo así, de verdad.
—Ya lo sé —murmuré—. No te disculpes.
—¿Quieres más limonada? —preguntó, sacándose los mocos.
Asentí. Eloísa se levantó y se llevó consigo los vasos. Tiró el agua por la pileta de la mesada y comenzó a preparar más limonada.
La escuche cantar muy bajo una canción. Una que yo sabía, le gustaba a Toto. No sabía la letra de memoria, pero intenté seguirla, al menos tarareando. Eloísa sonrió un poco al darse cuenta y subió el volumen de la voz.
Me acosté en el sillón, mirando la cruz y escuchando el canto desafinado de Eloísa. El olor a limón volvió a la cocina.
Cerré los ojos, despacio. Comencé a escuchar la canción, la guitarra eléctrica, la batería, todos los instrumentos y la voz original del cantante. Y vi, bien lejos a Toto.
Pero estaba pequeño. Tenía diez u once. Yo me acercaba a él y Toto intentaba huir. De repente estábamos en los pasillos. Él reía, fuerte, alto, feliz. Yo lo seguía, pero nunca lograba atraparlo. Finalmente giré por una esquina y me detuve. Toto sonreía.
—No estés triste —me dijo—. Lograste atraparme.
Estiré mi mano y lo toqué. Cuando subí la cabeza su rostro ya era adolescente. Grande. Volvió a correr, más rápido. Yo intenté seguirlo, pero no pude. Me frustré y cada vez el paisaje se difuminaba más. Su risa en todos lados. Subí la mirada y sentado sobre un balconcito me sonrió. Levantó su mano y me saludó. Yo hice lo mismo. Nos saludamos.
—Todo va a ir bien, hermano —me dijo.
—Espero que sí.
—Nos vemos pronto.
—No lo creo. Yo no voy a ir al cielo.
—Tranquilo, yo tampoco.
Me hizo reír a carcajadas. Toto se levantó y se fue. Se perdió y no pude verlo más. Desperté cuando Eloísa había terminado la limonada. Toqué mi bolsillo con la mano. Donde estaba el collar.
Nos vemos, pensé y me reconforto un poquito. Solo un poquito nada más.
MARATON - 2/3 🚬
Hola. Hola.
Como estan? ... Je.
No me maten.
Gracias.
Primero que nada:
Lo siento. LO SIENTO. LO SIEEENTOOO. LO SIEEENTOO.
No se bien que decir, ayuda me siento mal 😔💔
AAAGHHH, ya, voy con una nota digna. Lo voy a intentar.
Primero que nada, un abrazo a Jake, segundo un silencio para Toto y tercero un abrazo para ustedes 💔
Este capitulo es muy importante para el desarrollo de Jake, asi como lo es la muerte de Toto, no crean que es un simple capricho. Lo juro. De verdad.
Tardé mucho en lograr escribirlo, hacerlo de forma correcta y llegar a algo que me convenza. En realidad lo llevo escribiendo desde el inicio de la novela.
No queria irme a algo tan explicito, por eso es un cap medio lento quizas, o rebuscado en algunas partes. Me parece mejor asi. No se si a ustedes tmb.
Toca muchos temas importantes q luego se van a ir desarrollando más en la historia. Me parecía importante tmb tocar el tema del abuso de poder por la parte de la policía, pero ya van a ver más sobre eso en el siguiente cap donde se habla más sobre lo que ocurrio.
Al comienzo no sabia como retratar la tristeza de Jake, pero creo q en este cap se da a entender sus conflictos para asumir su tristeza. 😭
El no saber llorar. El no saber como demostrar que se siente mal.
Es algo importante para el personaje y su desarrollo.
Tambien recuerden q falta solo un cap para terminar el acto uno, y en algun sentido los actos significan momentos de su vida. El cierre de su momento de "niño" es la muerte de Toto.
Toto es un personaje bastante importante en la historia, pero no se pongan mal, que no va a desaparecer del todo. Recuerden que hay capitulos en la infancia de Jake, asi que vamos a poder seguir teniéndolo un poco más 💗🩹
Se que es triste, y lo siento :(, pero sepan que la historia solo tiene algunos momentitos asi. Les prometo que todo va a salir bien 💕 LES JURO ESO POR LA VIDA DE IZA
❓ Ahora me gustaría hacerles un par de preguntas:
¿Qué les parece el capitulo? 🌼
¿Sintieron algo? ¿Tristeza, enojo? ¿Les transmitió alguna emocion? 🎇
¿Pensaron que algo asi iba a suceder? ¿Qué se imaginaban?
¿Cuál era su opinión sobre Toto?
¿Quieren que Eloísa siga apareciendo? ¿Y Milo? 🌷
¿Volverían a leer este capitulo?
¿Como actúan ustedes con la tristeza? ¿Hasta ahora se sienten más representados con Jake o con Moon? 🦋🌙 ¿Con Elo?
¿Opinan que las personas se rompen para siempre? ✍🏻
Gente que odiaba a Jake ¿Su opinión cambió? 😭💔
Espero que les este gustando la novela, de verdad💗🎇
Les quiero mucho y gracias <3
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