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Capítulo 3; Miedo de que sea Amistad

 Aquella tarde Sofía decidió salir a correr un rato por el mismo camino de tierra que esa mañana tomó para llegar a su instituto. Afortunadamente había dejado de llover, y las nubes se habían convertido en gruesos parches grises con pequeños claros que dejaban entrar la anaranjada luz del atardecer. A su lado, con la lengua colgando entre las fauces, trotaba Kas, su dobermann de color negro y fuego.

Mientras corría, Sofía se concentró en mantener el ritmo de su respiración acompasado con el de sus pisadas. Durante un puñado de zancadas cerró los ojos y dejó que el aire fresco y húmedo del bosque entrase en sus pulmones. A su nariz llegaron decenas de olores, todos ellos familiares entre los que destacaban el de la tierra mojada y el de los pinos que la rodeaban. Sí, era consciente de que estaba cediendo a sus instintos, estaba olfateando. Una parte de ella se sentía culpable por dejarse llevar por la naturaleza de cánido que había heredado de su padre, pero olfatear la relajaba. De hecho, por eso había salido a correr, porque necesitaba relajarse un poco y pensar.

—Un cinántropo... —murmuró, y aquella palabra le provocó un nudo de nervios en el estómago.

Aquel encontronazo le había hecho revivir demasiadas emociones que quería dejar enterradas para siempre. Desde que se alejó del gremio de cazadores no había vuelto a estar en contacto con uno de ellos, y no quería volver a tener uno cerca. Llevaba un año esforzándose por construirse una vida normal, una vida humana, para poder dejar el mundo sobrenatural atrás para siempre. Ver el miedo en su mirada y la sangre manchando su hocico le había hecho recordar por qué tuvo que huir de los que, hasta ese momento, habían sido sus amigos.

—¡Mierda! ¿Qué has matado? —gimió.

Dos ancianos que habían salido a coger setas se quedaron mirándola. Sintiéndose muy idiota, Sofía agachó la cabeza y siguió corriendo. En el camino se cruzó con algunas personas más que habían decidido usar la tregua que les estaba dando la lluvia para salir a pasear. Eran gentes del pueblo, caras familiares de vidas humildes y sencillas que no sabían que en sus tierras había aparecido una criatura nacida de las leyendas.

El Cerro era el pueblo más embrujado de España después de Trasmoz. Al menos eso solían bromear sus vecinos, aunque detrás de la broma había bastante de verdad. Todos los otoños se celebraba una fiesta pagana llamada La Noche de las Brujas. Tenía sentido, teniendo en cuenta que muchas vecinas, diestras en hacer pomadas e infusiones, jugueteaban más con la magia de lo que muchos creían. Tampoco faltaban historias de hombres lobo y hasta de apariciones espirituales, aunque Sofía no había visto evidencia de que hubiese un solo cinántropo en el pueblo.

—Y ahora tenéis a un auténtico hombre lobo en el bosque... —murmuró Sofía, que casi se quiso reír de la ironía.

Después de un rato corriendo, Sofía se detuvo para estirar los músculos. Mientras ella hacía sus ejercicios, Kas se entretuvo olfateando algo que había encontrado cerca de la linde del bosque. A primera vista parecía un simple charco, aunque tenía una forma un tanto peculiar. Cuando el perro consideró que había completado el pertinente análisis, empezó a husmear un arbusto cercano con mucho interés. En sí no parecía tener nada de especial, pero la manera en la que metió los hocicos entre las hojas para aspirar con fuerza despertó la curiosidad de la chica.

—¿Qué has encontrado?

Kas la miró y movió su pequeña cola. La lengua colgaba entre sus fauces, abiertas en algo que parecía una sonrisa. A Sofía le dio un vuelco el corazón al ver lo que había enganchado entre las ramas del arbusto. Un mechón de pelo blanco. Al fijarse mejor, los charcos a los que Kas había prestado atención eran huellas, las huellas de un cánido enorme que se habían llenado de agua gracias a la lluvia. Un gemido angustiado salió de su garganta cuando vio otro par de huellas junto a las primeras, estas mucho más recientes; zapatillas.

—No... no, no, no —gimió y miró a su alrededor a la vez que se mordía el labio—. ¡Joder! ¿Qué hago?

No quería volver a involucrarse con un cinántropo pero los cazadores solían usar calzado deportivo para poder moverse en silencio. Si aquello era un cazador, ese cinántropo iba a tener muchos problemas. No debería ser asunto suyo. Si lo ignoraba y le daban caza, ella no tendría ni por qué enterarse. Podría seguir con su vida y sus planes de llegar a tener una vida normal, lejos de todo aquel mundo.

—¡Mierda! —gimió, consciente de que no dormiría con la conciencia tranquila si dejaba que le hiciesen daño.

Hora de desempolvar sus viejos conocimientos, aunque se odiase por ello. Llevaba mucho tiempo sin hacerlo y la mera idea le hizo sentir náuseas. Su madre, la persona que la adiestró en las artes de caza, siempre se aprovechó de sus agudos sentidos para que la ayudase a rastrear a sus presas. Sofía nunca la vio abatirlos, pero no por ello se sentía mejor. Muchos de aquellos cinántropos eran cachorros asustados que no entendían qué les había pasado.

—No voy a usar estas habilidades para hacer el mal. Son unas habilidades muy útiles y las puedo usar para hacer algo bueno con ellas... como encontrar a ese maldito idiota que va dejando huellas por todas partes. —Apretó los dientes y soltó un quedo gruñido.

Sofía cogió el mechón de pelo blanco y lo frotó entre sus dedos. Estaba empapado pero seguía teniendo la textura algodonosa del subpelo. Acto seguido se lo llevó a la nariz y trató de percibir algún olor que le pudiese dar alguna pista. Aunque estaba demasiado mojado y se había impregnado de todos los olores del bosque, fue capaz de percibir un almizcle que hizo que se le erizase el vello de la nuca. Lo reconoció al instante porque era el mismo que podía apreciarse cerca de los prados. Por eso los evitaba, porque cada vez que olía aquello despertaban de golpe sus instintos de caza, y eso que todavía no había cambiado. Olía a ganado, concretamente a oveja.

—¿Qué has hecho? —dijo con un quedo gemido, y miró hacia el bosque.

Un cinántropo cazando animales salvajes podía pasar desapercibido. Uno que depredase sobre ganado no. Sofía se mordió el labio y frotó de nuevo el mechón entre sus dedos mientras consideraba sus opciones. Seguramente era un cachorro y era posible que aquella hubiese sido la primera vez que cambiaba. El cambio de por sí era aterrador, especialmente si no sabía lo que le estaba pasando, pero si encima había ocurrido a la vez que cedía a los instintos de caza, eso explicaría por qué iba corriendo como si le persiguiese el mismísimo rey de los cazadores.

—O la mismísima reina... —murmuró Sofía, que sintió un escalofrío recorrer su espalda.

Un estremecimiento siguió a ese escalofrío y Sofía sabía lo que su cuerpo quería; sacudirse para liberarse de la inquietud que sentía. No le gustaba ceder a sus instintos porque sentía que si lo hacía su control iba a ser más precario, pero estaba a solas y allí no la podía ver nadie. La tentación era bastante fuerte. Con un gruñido de frustración, se dio la vuelta y se frotó la cara con las manos. No, no podía, no podía ceder a sus instintos siempre que quisiese o terminaría haciéndolo delante de las personas. Tenía que mantener el control.

—Vale, calma, ¿qué tenemos? —le dijo a Kas, el cual la miró como si todo lo que estaba contando le pareciese interesantísimo—. Tenemos un cachorro que ha atacado a ganado, pero no sabemos dónde está. Es posible que estas huellas no sean de ningún cazador. Es demasiado pronto para que un cazador se haya enterado, así que puede que sean del propio cachorro intentando esconder lo que ha hecho, o intentando entenderlo. Si los ganaderos no se han dado cuenta todavía es posible que le podamos echar una mano para evitar que le descubran. ¡Mierda! ¿Qué estoy haciendo?

De nuevo miró hacia el bosque. Un año, un año entero intentando llevar una vida normal, humana, y tenía que venir aquel cachorro a joderlo todo.

—Cuando te pille te voy a matar —exclamó con un gruñido de frustración en su voz.

Entonces se adentró en el bosque. Allí, bajo la sombra de los altos pinos, el olor que emanaba de la tierra era más fuerte. A través de su nariz empezaron a entrar una cantidad abrumadora de olores entre los cuales reconoció un almizcle cálido que pertenecía a Kas. Podía reconocer el de su perro porque estaba acostumbrada a él y lo conocía bien. Usar su nariz para seguir el rastro del cinántropo iba a ser imposible porque no conocía su olor, así que no podía discriminarlo del resto de olores. No le quedaría más remedio que usar sus ojos.

Durante aproximadamente un par de metros Sofía siguió las huellas de las zapatillas, las cuales seguían el rastro de las huellas del cinántropo, pero después de unos metros desaparecieron. No sólo esas, las del cánido también. Sofía se mordió el labio y se agachó para ver el suelo más de cerca. Con mucho cuidado para no remover demasiado el suelo, retiró un puñado de hojas de pino y arbusto.

Lo primero en lo que reparó fue que la tierra que había justo por debajo estaba emborronada. También se fijo que, en zonas donde la tierra era más dura, había evidencias de que alguien había pisado allí. Cosas sutiles, como unas brizas de hierba partida, o una piedra que se había desplazado un poco. Un frío gélido recorrió sus venas.

—Quién quiera que esté ocultando las huellas sabe moverse con sigilo, sabe lo que tiene que hacer para no dejar marcas en el suelo y para no hacer ruido, pero esto no tiene ningún sentido. Ningún cazador se pondría a borrar las huellas de su presa. A lo mejor...

Un susurro entre la maleza hizo que se le erizase el vello de la nuca. Kas, alertado por el ruido, se colocó detrás de su amiga como el vil cobarde que era, y soltó un gruñido bajo e inseguro. Sofía, todavía agazapada en el suelo, empezó a olfatear el aire en un intento de captar algún olor distintivo que le permitiese saber qué era lo que se encontraba oculto entre la maleza. A su nariz llegaron los aromas del bosque que la rodeaba y el del perro cobarde que estaba escondido detrás de ella, pero nada más. Tenía el viento en su contra.

—A lo mejor sólo es un zorro. Aquí hay muchos zorros.

—Mira que te lo tengo dicho veces, Miguel, que no dejes el ganado suelto y te vayas al bar. Esto es culpa tuya.

Aquella voz de mujer resonó en el silencio del bosque como un trueno. Kas y Sofía se giraron a la vez en la dirección del sonido, y lo que fuese que se ocultaba entre la maleza salió corriendo y se alejó con silenciosas pisadas. Intentar percibir lo que era en mitad de aquel griterío era imposible, porque la mujer no fue la única en inundar el bosque con sus voces.

—Joder, Juani, porque aquí no hay lobos. ¿Cómo iba yo a saber que iba a venir un jodido chucho?

—No hay lobos, no hay lobos —dijo la mujer en tono burlesco—. Anda y tira pa'casa. Y más te vale vigilar el rebaño para que esto no vuelva a pasar.

—Mierda, lo han descubierto... —susurró Sofía.

Mientras aquellos dos se alejaban, con sus protestas todavía resonando entre los árboles, Kas levantó la cabeza y olfateó el aire. Su olfato era extraordinario, mejor que el de Sofía, no porque fuese un perro sino porque ella todavía no había cambiado y sus sentidos no se habían terminado de desarrollar.

El perro soltó un ladrido juguetón y echó a correr hacia el camino.

—¡Kas!

Sofía fue tras él. Kas desapareció entre los arbustos que bordeaban el camino y la chica saltó a través de ellos sin siquiera mirar a dónde iba. Fue entonces cuando chocó de bruces contra alguien, y habría caído al suelo de no ser por las manos que la sujetaron de los brazos. Su nariz se vio inundada por un agradable almizcle masculino mezclado con un intenso olor a bosque que casi lo enmascaraba.

—Lo siento, no estaba mirando por dónde iba y...

Aturdida, levantó la mirada y se encontró con unos ojos del color del cielo que la miraban con preocupación. Las palabras enmudecieron en sus labios.

—No te preocupes, no pasa nada. ¿Estás bien? —preguntó Dave.

—Sí, estoy bien. Gracias por sujetarme y no tirarme al suelo. Teniendo en cuenta cómo me porté esta mañana, me lo habría merecido —masculló mientras apartaba la mirada.

El chico vestía un chándal y unas zapatillas de deporte, y por la cantidad de salpicaduras de barro en sus pantalones se veía que había estado corriendo igual que ella. Sofía se mordió el labio y quiso gemir. Guapo, amable y encima deportista. No podía tener peor suerte.

—No ha sido nada. —El chico se rascó la cabeza y torció los labios en una pequeña sonrisa controlada. Entonces se fijó en el perro, que le estaba inspeccionando olfativamente y movía la cola—. ¿Es tuyo?

—Sí, es mío —Un miedo atroz empezó a brotar dentro de ella, y una voz en su interior gritó que no hiciese lo que creía que iba a hacer, porque no lo soportaría.

—¿Puedo?

'Mierda'.

—Sí, claro.

Fue peor de lo que pensaba. El chico se arrodilló delante del perro y empezó a acariciar su cuello y su lomo. Una sonrisa mucho más amplia y sincera empezó a abrirse paso en sus labios, y a Kas debió de gustarle porque empezó a mover la cola y le lamió la cara, provocando sus risas. Aquella risa era cristalina y alegre, y Sofía tan sólo quiso llorar.

—Lo siento, me tengo que ir ya. Kas, vamos —dijo Sofía con la voz estrangulada por el gemido que estaba intentando controlar.

Sin esperar a que el chico respondiese, Sofía cogió a Kas del collar y tiró de él para llevárselo de allí. Dave inclinó la cabeza a un lado y la miró confundido, y aquello hizo que Sofía quisiese llorar más fuerte. Mordiéndose el labio echó a correr camino abajo, con el recuerdo de su risa y de su mirada de entusiasmo todavía presente en su memoria. No podía dejar que aquel chico se acercase a ella. No podía dejar que se convirtiese en su amigo y arriesgarse a que le rompiese el corazón cuando descubriese que no era humana. Sin embargo, al verle acariciar a su perro, al ver aquella sonrisa que amenazaba con volverse más amplia, al ver el brillo en su mirada, quiso conocerle mejor.

—¡Mierda!

***

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