Capítulo 10; Ponerle el Cerrojo al Campo
Aquel día de principios de Noviembre el cielo se había despertado gris, pero no de aquel gris lluvioso, sino de una uniforme tonalidad pálida más propia de las nevadas invernales. Una fina película de escarcha cubría la hierba del parque que había enfrente del instituto, y el aire que descendía de las montañas olía a bosque y a frío. Mientras caminaba hacia el edificio, Sofía se frotó las manos desnudas en un intento por hacerlas entrar en calor. Parecía mentira que ya hubiesen pasado dos semanas desde el festival de la Noche de las Brujas.
Un golpe de viento arrastró otro olor hacia ella, un agradable almizcle masculino con el que empezaba a estar muy familiarizada. Con un nudo de anticipación en el estómago, Sofía levantó la mirada y le vio junto a la puerta principal, justo a punto de entrar en el edificio. Una pequeña sonrisa empezó a tirar de la comisura de sus labios y echó a correr hacia él. Aquella actitud de cachorra adolescente le sorprendía, porque ella nunca había sido así de inmadura, pero no podía evitarlo. Le apetecía verle y hablar con él. Poco a poco, aquel chico que olía a bosque se estaba convirtiendo en su amigo, y ese pensamiento la asustaba y entusiasmaba a partes iguales. Esa era la normalidad que tanto había deseado.
—¡Dave! —le llamó cuando estaba a un par de metros de él.
—¡Eh! ¡Hola! —dijo él con una cálida sonrisa. Entonces se fijó en sus manos enrojecidas y levantó una ceja—. ¿No te has traído guantes?
—Me olvidé de cogerlos cuando salí de casa. Siempre tardo unos días en ajustarme al clima cuando cambia —contestó Sofía encogiéndose de hombros.
—Tienes que tenerlas heladas. Déjame que te ayude.
El chico se quitó sus gruesos guantes de lana y, antes de que ella pudiese negarse, cogió sus manos y las envolvió con las suyas para que entrasen en calor. Sofía fue muy consciente del tacto de su piel y del olor que desprendía, y por algún motivo se empezó a ruborizar. 'Mierda, va a pensar que soy idiota' pensó, horrorizada. Sin embargo, cuando levantó la mirada y sus ojos se encontraron, él tan sólo sonrió con aquella cálida sonrisa que ella encontraba tan bonita, y Sofía se ruborizó todavía más. 'Sí, soy idiota'.
—¿Mejor? —preguntó.
—Sí, pero no hacía falta. Estoy acostumbrada a que las manos se me congelen. —Sofía sonrió avergonzada y enroscó un mechón de pelo suelto alrededor de uno de sus dedos.
—No me costaba nada —dijo Dave encogiéndose de hombros, y entonces abrió la puerta para dejarla entrar—. Si quieres, puedo pasar a buscarte con la moto por las mañanas. A mí no me importa —añadió mientras caminaban juntos hacia su clase.
—No te preocupes. Aunque no lo parezca, me gusta el frío y la lluvia, bastante más que el calor —dijo Sofía mientras subían por las escaleras hacia el tercer piso, donde se encontraba su aula.
—A mí también. Con el calor lo paso bastante mal —Dave torció los labios en una pequeña sonrisita y se rascó la nuca.
—Creo que te va a gustar el clima de El Cerro en verano. Aquí en el pueblo no se está mal, pero en el pinar, entre los árboles, siempre hace algo más de fresco. A lo mejor podría enseñarte algunos sitios guays —comentó, quizás un poco demasiado emocionada, y Dave se rió un poco.
—Me gustaría.
Tan inmersos estaban en su conversación que apenas fueron conscientes del momento en el que entraron en clase y fueron hacia sus pupitres. La mayoría de sus compañeros tampoco se fijaron en ellos, a excepción de Lola y su cuadrilla. Mientras Sofía se sentaba en su silla y procedía a sacar su estuche y su cuaderno, se percató de la mirada venenosa que Lola le estaba dedicando. Ella respondió torciendo los labios en una mueca despectiva y apartó la mirada con evidente desdén. 'Bueno', pensó mientras buscaba la última hoja en la que había escrito, 'ahora ya no se mete conmigo. Ahora directamente me odia'.
Entonces miró al chico que se sentaba en el pupitre que había a su derecha y sus labios se curvaron en una pequeña sonrisa. Una agradable calidez, muy a juego con el rubor que estaba aflorando en sus mejillas, empezó a fluir por su estómago. Dave, aparentemente ajeno al silencioso intercambio entre las dos chicas, estaba sacando su propio material de trabajo de la mochila. Lola no la odiaba porque Sofía se hubiese enfrentado a ella, la odiaba porque él lo hizo. Lo que Lola no sabía era que, desde ese día, se habían hecho más amigos.
—Dave, ¿hoy te apetece venir a sacar a Kas? —preguntó Sofía.
—Claro, pero no te olvides de coger unos guantes —dijo el chico con una sonrisa divertida en los labios.
—¡Qué payaso eres! —exclamó ella, y le tiró la goma de borrar.
Riendo, Dave se cubrió con los brazos y la goma rebotó en ellos. Sofía terminó riendo ella también, pese a la breve punzada de miedo que la sacudió al ver el pequeño detalle que se podía apreciar tras sus labios abiertos. Sus colmillos eran pequeños pero afilados. No tenía por qué significar nada porque muchos humanos los tenían así, aunque en el caso de los cinántropos todos los tenían así. Sofía empujó a un lado aquellas dudas porque no quería que viejos temores viniesen a empañar aquella felicidad.
El profesor entró por la puerta y todo el mundo se quedó callado casi a la vez. El silencio que se extendió por la clase era tenso y expectante, como si acabase de entrar un sargento en vez de un maestro, cosa que no estaba tan alejada de la realidad teniendo en cuenta que tocaba física. Sin embargo, a Sofía le dio igual recibir una bronca por no estar prestando atención todo lo rápido que debería. Arropada todavía por aquella agradable calidez, intercambió una última mirada y sonrisa con su amigo y se giró hacia la pizarra. Para su sorpresa, la persona que tenían delante no era el Estirado sino Rosa, su tutora.
—¿No teníamos física? —susurró Dave desde su pupitre.
—En teoría, sí —respondió Sofía.
—Buenos días, niños. Rapidito, porque ahora tengo clase con el grupo de segundo A. El profesor de física está enfermo y hoy no puede venir —dijo Rosa desde el centro del aula.
—¡Oooh! ¡Qué pena! —dijo en tono burlesco uno de los chicos de clase.
El resto de alumnos se rieron, hasta Sofía, para su sorpresa. Rosa chasqueó la lengua y sacudió la cabeza de manera reprobatoria, pero la sonrisa que tiraba de la comisura de sus labios la traicionó.
—No seáis así, niños. Es un hombre muy majo —dijo, y aquello les hizo reír con más ganas.
—Será en su casa porque aquí es un borde —dijo otro compañero.
—Sí, sí, ya sé qué apodo le habéis puesto. Bueno, yo me tengo que ir a dar clase. Ya sabéis que no podéis salir del aula y no podéis montar jaleo. Aprovechad para adelantar materia para selectividad o para hacer tareas, o lo que queráis, pero sin hacer ruido, ¿vale? —dijo Rosa.
—Vale, Rosa —dijeron varios alumnos al unísono.
Tras despedirse de ellos, la profesora se marchó. Como era de esperar, en cuanto estuvieron a solas, los alumnos no tardaron ni dos minutos en de empezar a levantarse para ir a los pupitres de sus amigos a charlar. Poco a poco, el murmullo de voces que fluía por el aula se fue haciendo cada vez más fuerte, y en cuestión de minutos aquello parecía el recreo. Sí, aprovechar el tiempo para estudiar habría sido lo más sensato, pero eran adolescentes y se acababan de librar de una clase de física.
Sofía miró a través del cristal de la ventana y se mordió el labio. Ir a la universidad era algo que ella no iba a poder hacer. Le hubiese gustado estudiar una carrera y conocer la vida universitaria, pero no podía. Su prioridad era salir de casa de su madre antes de que sucumbiese a la naturaleza que había heredado de su padre. Por eso no se podía permitir estar otros cinco años allí.
Un resoplido a su derecha le llamó la atención. Sofía apartó la mirada de la ventana para fijarse en su amigo. El chico tenía su cuaderno de física delante y estaba haciendo unos ejercicios. Por su mirada de desesperación y la manera en la que metía sus dedos entre sus cabellos rubios, era evidente que no le estaban saliendo.
—¿Problemas? —Sofía se acercó a él para ojear su cuaderno.
—¿Eh? Sí, es... esto, me cuesta entenderlo. No sé cuándo tengo que aplicar una fórmula o la otra, y me lío con los pasos —dijo a la vez que señalaba los ejercicios que tenía delante.
—Es normal, a mucha gente le cuesta física. El Estirado será todo un genio pero no tiene ni idea de explicar. Hasta a mí me cuesta, y siempre se me han dado bien los números —comentó Sofía.
—Lo sé, pero me juego mucho con este curso. Yo... necesito aprobar si quiero salir de casa de mi padrino y recuperar algo parecido a una vida... —dijo con voz apagada, y apartó la mirada a la vez que se relamía los labios.
—¿Qué carrera vas a hacer cuando termine el curso? —preguntó Sofía, que no estaba muy segura de querer escuchar la respuesta.
—Oh, yo no tenía intención de estudiar ninguna carrera. No soy muy buen estudiante y no creo...
—Dave... ¿te importaría si hablamos un momento?
Los dos adolescentes se giraron hacia aquella voz. Lola se había acercado al pupitre del chico, y él la miró confundido y también un poco tenso. Sofía sintió que una ligera rabia empezaba a bullir en su vientre y clavó su mirada en los ojos de la chica, la cual respondió torciendo los labios en una mueca cargada de cinismo. Un gruñido ascendió hasta su garganta pero lo contuvo. No le gustaba Lola y no se fiaba de ella, pero tampoco podía mostrar su conducta de cánido delante de toda la clase.
—¿Qué quieres, Lola? —le espetó.
—Eso es entre él y yo. ¿Qué eres? ¿Su guardaespaldas? —dijo Lola mientras la miraba de arriba a abajo con desprecio.
—Su amiga. ¿Te vale? —Sofía levantó los hombros y tuvo que luchar contra el impulso de mostrarle los colmillos, y aunque los suyos no eran grandes como los de los cinántropos adultos, sí que eran afilados.
—Cálmate. No merece la pena que te enfades así —dijo Dave con voz tranquila a la vez que suavizaba la mirada y relajaba su postura.
—¿No? Acuérdate de la Noche de las Brujas —señaló, obligándose a bajar un poco los hombros y a apartar la mirada, aunque siguió controlando a Lola de reojo.
—No me he olvidado, tranquila, pero deja que yo me ocupe de esto —le dijo con voz más queda.
—¿Estás seguro? —Sofía le miró a los ojos y su gruñido se convirtió en un gemido al que tampoco dejó salir.
—Sí, no te preocupes —le aseguró con una suave sonrisa.
Sofía se mordió el labio pero la actitud que Dave mostraba, sereno y a la vez seguro de sí mismo, terminó por hacer efecto en ella. Tras dedicarle una última mirada de advertencia a Lola, bajó los hombros y regresó a su pupitre. Le habría gustado poder olfatear, eso siempre la ayudaba a tranquilizarse, pero no podía hacerlo delante de toda la clase. Sobre todo no delante de él. Lo último que necesitaba era que Dave la viese comportarse como un perro, así que se tuvo que conformar con mirar hacia la ventana, aunque siguió vigilando a Lola de reojo.
—¿En qué puedo ayudarte? —preguntó Dave, y aunque mantuvo su amabilidad, se notó una cierta tensión en su voz.
—¿Te importa si salimos al pasillo? Osea, te prometo que sólo será un momento y me portaré bien. —Lola miró a Sofía y trató de poner su expresión más inocente, algo que se quedó en un simple intento ya que sus labios prietos y su sonrisa exagerada la delataban.
Como toda respuesta, Sofía torció la boca en una mueca cínica y luchó contra las ganas de soltar el gruñido que sentía atravesado en la garganta. A Dave tampoco le pasó desapercibido el cruce de miradas, y eso pareció ensombrecer su humor. El chico tensó los hombros y, con los ojos fijos en Lola en una mirada de advertencia, le hizo un seco gesto con la cabeza para que le acompañase. Sofía les siguió con la mirada mientras se alejaban y se mordió el labio. De nuevo había usado aquel lenguaje corporal que dejaba claro que no quería conflicto, pero tampoco se acobardaría ante una provocación.
—El diferente... —se dijo Sofía tras bajar la mirada hacia su mochila.
No iba a negar que le hubiese gustado saber de qué quería hablar Lola, pero había demasiado ruido en la clase como para que pudiese captar nada, incluso con su fino oído de hombre perro. De todos modos tenía toda una hora libre por delante, y no sería una mala idea aprovechar para repasar. Además, también le ayudaría a no darle vueltas a ciertas ideas que llevaban días rondando su cabeza.
Del interior de su mochila sacó una carpeta donde tenía el material de estudio necesario para las oposiciones que se estaba preparando. Aquel era el motivo por el que no se iba a presentar a selectividad. Esa era la puerta de salida que le iba a permitir alejarse de su madre y del mundo sobrenatural de una vez por todas.
—El mío es un Savage 110 Apex Hunter XP —escuchó a uno de sus compañeros comentar al chico que se sentaba a su lado.
Aquello era lo malo de estar en un aula con otros treinta adolescentes de su edad, que siempre había alguien charlando con el compañero de al lado. Que la conversación tratase de algo que tenía el potencial de llamar su atención tampoco ayudaba. El Savage 110 era un rifle de cerrojo muy popular entre los aficionados a la caza. Lo sabía porque parte de su entrenamiento como cazadora había incluido el uso de armas de fuego, y había usado uno igual a ese para practicar su puntería contra ciervos y muflones.
—El Savage está bien pero yo creo que el Remington 700 tiene mejor precisión —comentó su compañero, un chaval que se llamaba Rodrigo—. Por cierto, mi padre salió el domingo a cazar y abatió un venado con una herida en el corvejón. Me dijo que nunca había visto nada igual, que era como si un lobo enorme le hubiese mordido, pero hace décadas que no hay lobos en Madrid.
Sofía no pudo evitarlo. Toda su atención se enfocó en la conversación. Olvidados quedaron sus apuntes para la oposición. Lo único en lo que podía pensar era que el ciervo había sobrevivido. El cinántropo nunca regresó para intentar reclamar su presa, quizás porque no tuvo tiempo, o quizás porque consideró que no merecía la pena jugarse la vida contra semejante bestia. Con un poco de suerte se había marchado del lugar, aunque lo dudaba. Una vez que se asentaban en un territorio podían permanecer en él durante años.
—¿Un lobo enorme? Igual es el bicho que le robó un cordero a mi padre. Le cazó con las manos en la masa, pero no pudo evitar que lo matase. Una bestia enorme, blanca como la nieve —dijo Miguel, un chaval que se sentaba justo delante de los otros dos.
¿Blanco? La mente de Sofía fue directa al cinántropo contra el que se chocó semanas atrás, el mismo que luego vio junto al arroyo. Sí, tenía que ser el mismo, y aquello debió ser el ataque del cual la avisó su madre. Que no hubiese atacado a más ganado era una buena señal. Quizás lo hizo por un impulso, o quizás el hambre le llevó a ello pero no fue capaz de cobrarse su presa antes de tener que huir tras ser pillado in fraganti. Los motivos por los que dio muerte a un cordero podían ser muchos.
—¿Un lobo blanco? —dijo Rodrigo bajando la voz antes de continuar—. Mi padre me contó que un compañero suyo que caza más al sur, cerca de la Pedriza, le habló de un lobo blanco. Estuvo años en la zona pero nunca se acercó a los prados. Los ganaderos no estaban demasiado contentos y le dijeron a los cazadores que lo abatiesen si se lo cruzaban, pero la condenada criatura era inteligente y siempre los evitaba. Hace meses que no se ha visto rastro de él. ¿Creéis que podría ser el mismo?
—Un poco lejos para que un lobo pueda hacer ese camino en sólo unos meses. De todos modos, en España no hay lobos blancos, y menos enormes. Seguramente es un perro, un mastín asilvestrado o algo así—señaló Luis.
—Mastín o no mastín, a ver qué tan astuto es cuando se encuentre con la sorpresita que le está preparando mi padre. Está muy cabreado por lo del cordero.
A Sofía se le heló la sangre de golpe. Un cinántropo no era un simple perro, no caería en una burda trampa que sí podría atrapar a cualquier otro cánido, pero eso no quería decir que fuese invulnerable a engaños. Su inteligencia era humana y como cualquier humano, una trampa bien urdida podría atraparle, o peor. Mordiéndose el labio volvió a fijarse en los papeles que tenía delante. Lo cierto era que no se había esforzado mucho en los últimos días por encontrarlo, así que quizás iba a tener que ponerse manos a la obra. Aquello no solventaba el principal problema, ¿cómo iba a acercarse a él sin asustarle otra vez?
—Sofía...
La chica estaba tan ensimismada que aquella voz la sobresaltó y dio un respingo. Varios papeles de los que tenía delante volaron de la mesa y fueron a caer a los pies de Dave, que estaba junto a su pupitre. El chico se agachó para cogerlos, y cuando los tuvo en sus manos levantó una ceja y miró a Sofía de tal manera que a ella se le erizó el vello de la nuca y se relamió los labios.
—¿Son las oposiciones a la Guardia Civil? —preguntó a la vez que le ofrecía los papeles de vuelta.
—Sí. ¿Algún problema? —Sofía los cogió con algo de recelo y le miró de reojo. Sabía que la policía no despertaba demasiada simpatía, pero no le apetecía discutir con su amigo sobre eso.
—Ninguno.
De su mochila el chico sacó otros papeles y se los mostró. Al fijarse en ellos, Sofía sintió que su irritación se evaporaba y le miró a los ojos con una enorme sonrisa en los labios.
—Tú también —jadeó, casi sin aliento.
—Sí, por eso estaba corriendo por el camino el día ese que nos cruzamos. No voy a negar que me gusta correr, pero también me estaba preparando las pruebas físicas —dijo el chico con una pequeña sonrisa, a la vez que se rascaba la nuca—. A lo mejor no te apetece pero, ¿te gustaría estudiar conmigo? Entendería si prefieres hacerlo a solas, pero podríamos ayudarnos mutuamente y... —añadió, ruborizándose.
—¡Me encantaría! —exclamó Sofía, con una sonrisa tan amplia que terminó por reflejarse en los labios del chico.
Era consciente de que igual se había dejado llevar por su entusiasmo, teniendo en cuenta que su grito había llamado la atención de varios compañeros de clase, pero le dio igual. Aquella era la vida normal que deseaba. Aquellas eran las cosas que quería hacer: dar una vuelta, comer pipas en el parque y estudiar juntos. Nada de cinántropos, ni de cazadores, ni del mundo sobrenatural. Simplemente dos amigos preparándose juntos unas oposiciones.
—¿Y? Cuenta, cuenta, no nos dejes sin los detalles morbosos —comentó una de las amigas de Lola en voz baja.
—Me ha dicho que no, que ahora mismo no está buscando pareja —dijo Lola.
—¿Y ya está? ¿Lo vas a dejar así? —preguntó otra.
—¡Por supuesto que no! Pero no puedo ir a lo loco. No es como los demás chicos, osea, es súper tímido e inocente, pero tiene un fuerte sentido de la justicia. Tengo que averiguar qué cosas le gustan para sacar a relucir mis mejores encantos —dijo, y sacudió su larga melena negra hacia atrás con un gesto que dejaba claro que sabía cuáles eran esos encantos y cómo utilizarlos.
Los dos adolescentes miraron de soslayo al grupito de chicas que se sentaba varios pupitres por delante de ellos. Dave levantó una ceja y, tras unos segundos, soltó un profundo suspiro y se llevó una mano a la cara.
—Ya están cuchicheando —susurró Sofía, sacudiendo la cabeza.
—Dios, no me va a dejar tranquilo... —dijo con voz cansada, y se relamió los labios.
Aquellas eran las cosas que confundían a Sofía. Las había oído y había entendido todas y cada una de las palabras, pero actuaba con total normalidad. Tenía que moverse con cautela con aquel tema porque cabía la posibilidad de que no fuese más que un latente. Los latentes, como su madre, podían mostrar algunos sentidos agudizados al igual que los cinántropos, pero sólo eran humanos. Además, había muchos. Unos cuantos compañeros de clase eran latentes.
Los rasgos exclusivos de los cinántropos eran ojos capaces de ver en la oscuridad, alergia a la plata, la capacidad de curar heridas en segundos y cuatro colmillos de cánido que solían verse más grandes en momentos puntuales del ciclo lunar. De momento lo único que le había notado era un oído muy agudo, un rico lenguaje corporal, colmillos afilados y pequeños y el vello de su nuca erizado cuando se enfadaba. Ninguno de esos rasgos significaba que fuese un cinántropo. Podría ser perfectamente un humano, o peor... un cachorro que todavía no había pasado el primer cambio.
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