Capítulo 1; Mañanas de Acero y Tormenta
'Mierda' pensó Sofía mientras corría por el camino de tierra, ajena a lo mucho que su vida estaba a punto de cambiar. Con cada tranco la pesada mochila rebotaba contra su espalda, y sobre su cabeza había un cielo plomizo que amenazaba lluvia. Le había vuelto a pasar, se había vuelto a quedar dormida y las clases estaban a punto de comenzar. Lo peor era que le tocaba física a primera hora, y al profesor no le llamaban el Estirado precisamente por su amabilidad y comprensión. Lo que menos le apetecía era aguantar una de sus broncas delante de toda la clase, muy especialmente cuando sentía la energía de su pecho tan revuelta.
—¡Maldita luna llena! —dijo sin siquiera intentar reprimir el gruñido de frustración que retumbó en su garganta.
Afortunadamente conocía un atajo, así que abandonó el camino de tierra y se lanzó bosque a través. Era otoño y la humedad en el ambiente había creado una pálida niebla que cubría todo el pinar. Eso no era un problema ya que Sofía lo conocía de sobra como para ser capaz de moverse entre los troncos sin miedo a tropezar. Con pasos ágiles esquivó helechos, piedras y raíces sin dificultad alguna.
Tan concentrada estaba en llegar a su destino que no vio a la criatura que corría hacia ella. Tampoco escuchó sus pisadas, sorprendentemente silenciosas pese a su frenética carrera. En la niebla llegó a apreciar una pálida silueta, pero eso fue todo lo que vio apenas un segundo antes de sentir el golpe que la mandó rodando por el suelo. Dolió, vaya si dolió. Gimiendo, cubierta de barro y hojas de los pies a la cabeza y un poco aturdida, Sofía levantó la mirada
—¡Oh, joder! —Se llevó una mano a la boca y sintió que el corazón le daba un vuelco.
Era un perro y no lo era. Era un cánido enorme, del tamaño de un mastín, blanco entero salvo por el hocico, que lo llevaba manchado de sangre fresca. La criatura la miró con miedo impregnado en sus ojos azules y gimoteó a la vez que echaba las orejas hacia atrás. Antes de que ella pudiese hacer o decir nada, el perro echó a correr bosque arriba y desapareció entre la niebla. Durante unos minutos Sofía se quedó allí sentada, jadeando.
—Joder... Un hombre perro...
Empezó a llover. Irritada, soltó un bufido. No podía tener peor suerte, pero tampoco era como si pudiese hacer algo en contra del clima. Tras quitarse un poco el barro y las hojas de la ropa reanudó su carrera. Llegó al instituto cuando la estridente campana ya estaba sonando. Con las suelas de sus zapatillas mojadas, cruzó los pasillos a toda velocidad y corrió escaleras arriba, saltando los escalones de tres en tres. Tuvo suerte de no caerse ninguna de las veces que terminó patinando en un giro.
Jadeando, entró en la clase justo momentos antes de que lo hiciese el Estirado, y su aspecto era tan lamentable que todo el mundo se quedó mirando. Sofía levantó la cabeza bien alta y cruzó hacia su pupitre, el último atrás del todo. No le importaba que la mirasen, tampoco era la chica más popular de clase. Había un motivo por el cual se sentaba sola y realmente lo prefería así.
—¿Nueva moda? —dijo Lola, la pija de la clase, cuando Sofía pasó a su lado.
Sus amigas le rieron la gracia.
—Lola, han llamado del taller. Dicen que ya puedes pasar a por tu insultómetro, que ya está calibrado —soltó Sofía, y la otra chica, que siempre iba divina, torció el gesto en una mueca de desprecio.
Cuando llegó a su pupitre tuvo cuidado de no arrastrar la silla antes de sentarse. El roce de las patas sobre el suelo hacía un ruido atroz y ya había llamado lo suficiente la atención. De todos modos, parecía que sus compañeros ya se habían olvidado de ella, la mayoría al menos. Lola y sus esbirras estaban cuchicheando entre ellas para variar.
Sofía puso los ojos en blanco y, de su mochila, sacó el cuaderno y el estuche que iba a necesitar para la clase. Sus apuntes eran una cosa más parecida a garabatos que a apuntes, con tachones, algunas anotaciones torcidas y otras ajustadas al límite de la página. No eran bonitos pero ella se enteraba y con eso le bastaba.
El Estirado llegó poco después y empezó a pintar dibujos y fórmulas en la pizarra. Mientras explicaba la lección, Sofía se mordió el labio y miró hacia la ventana, al cielo plomizo y lluvioso del exterior. Un hombre perro a plena luz del día, y tenía el hocico manchado de sangre. No eran buenas noticias.
—Señorita Bregan, ¿le importaría responder a la pregunta?
Sofía dio un respingo y se apartó del cielo color acero para fijarse en el hombre estirado y de mirada severa que tenía delante. El profesor se había cruzado de brazos y estaba observando a la chica con el ceño tan fruncido que sus pobladas cejas casi ensombrecían sus ojos. Estaba lo suficientemente cerca como para que Sofía pudiese percibir su olor, una mezcla de distintos aromas entre los que destacaba el de la tiza, suave y familiar, y un perfume tan intenso que hizo que le escociese un poco la nariz.
La clase entera estaba en silencio pero la chica podía sentir que toda la atención estaba centrada en ella. 'Mierda', se relamió los labios, un gesto que hacía siempre que estaba nerviosa, y apartó la mirada para enfocarse en la pizarra. Escrito en ella había una serie de fórmulas junto a un dibujo que mostraba la órbita de un grupo de objetos estelares interaccionando entre ellos. A lo mejor todavía podía salir al paso sin recibir una reprimenda o un castigo. Tras analizar la fórmula por un breve instante, hizo un rápido cálculo mental y soltó la respuesta. Por la manera en la que el profesor torció el gesto Sofía supo que era la correcta.
—Hum... —Con un ademán que parecía casi indignado, el profesor volvió su atención al resto de la clase—. Para el próximo día quiero que resolváis la ecuación aplicándola a distintos cuerpos del Sistema Solar.
Consciente de que había dejado de ser interesante para el profesor, Sofía bajó la mirada hacia su muñeca, a la cicatriz blanca con forma de media luna que había en el envés. No era una marca cualquiera, era un recordatorio más de la sangre que corría por sus venas, la sangre de los hijos de la luna. La mayoría de los profesores preferían ignorarla, ya que nunca daba problemas en clase y siempre presentaba los trabajos a tiempo. Sin embargo había dos que parecían obcecados en ella; la de biología porque quería ayudarla, y el Estirado porque parecía estar siempre intentando pillarla desprevenida.
—Imbécil... —masculló, aguantándose las ganas de arrugar el labio y gruñir.
Tampoco tenía claro a cual de los dos se refería. Agradecía el esfuerzo que hacía Rosa, la profesora de biología, pero las cosas eran demasiado complicadas. De nuevo se giró hacia la ventana para dejar que sus ojos grises se posasen en el cielo del mismo color. Las gruesas gotas de lluvia caían sobre el cristal y se deslizaban perezosas por la fría superficie. Incluso con la ventana cerrada, el olor a tierra mojada era intenso. Sí, pensó de nuevo a la vez que arrugaba la nariz, contrariada por aquel olor que percibía con demasiada nitidez, las cosas eran demasiado complicadas como para que nadie pudiese ayudarla.
El estridente clamor de la campana se clavó en sus oídos. Sofía apretó los labios y se encogió sobre sí misma. Después de años de estar yendo al instituto ya debería haberse acostumbrado a aquel sonido, pero no lo había hecho. Cada vez que sonaba, y lo hacía varias veces al día, era como si un chirrido agudo le estuviese taladrando la cabeza. No lo soportaba, y no sólo por lo molesto que era. Sus sentidos eran más agudos que los de sus compañeros, en especial el olfato y el oído, y tenía entendido que eso no era nada comparado con un cinántropo que ya había pasado el primer cambio. Si para ella ya era insoportable, no podía ni imaginarse cómo tenía que ser para los que ya no eran cachorros.
—¡Oye! ¡Sofi!
Aquel vozarrón que la llamaba a gritos a través de toda la clase sólo podía pertenecer a una persona; Sara. Era todo un espectáculo verla ya que era una chica enorme, con su metro ochenta, quizás algo más, sus anchas espaldas, su rostro cubierto de pecas y el tupido pelo negro que siempre llevaba corto y de punta.
Verla acercarse con aquel habitual buen humor hizo que Sofía se sintiese un poco mejor, y la tímida sombra de una sonrisa comenzó a asomar en sus labios. Sara no era sólo su mejor amiga, era su única amiga y la única persona que se había acercado a ella cuando llegó nueva el curso anterior. Tampoco podía culpar al resto de sus compañeros. Sofía había dejado claro desde el primer día que no quería saber nada de nadie, pero Sara había visto más allá de su coraza y había sido lo bastante obstinada como para conseguir hacerse su amiga.
—Tía, vengo a hacerte una proposición indecente —dijo la chica con una sonrisa de oreja a oreja, y se apoyó en el pupitre con tanta fuerza que lo desplazó un poco.
—Miedo me da. ¿Qué se te ha ocurrido ahora? —preguntó Sofía mientras cerraba su cuaderno de física para guardarlo en su mochila.
—Un tipo que conoce mi hermana me ha presentado a un chico que es nuevo en el pueblo. Todavía no ha hecho amigos, y había pensado que podríamos quedar a tomar algo y así te lo presento.
—En serio, ¿vas recogiendo a todos los raritos solitarios como si fuésemos perros abandonados?
Sara soltó una atronadora carcajada que provocó que algún que otro compañero mirase en su dirección.
—Visto así, a lo mejor tengo madera de voluntaria de protectora —dijo con una amplia sonrisa.
—Venga niños, todos a sus sitios que vamos a empezar —dijo Rosa, la profesora de biología, que acababa de entrar en la clase.
—Bueno, tía, te espero a la salida de clase. Ya verás, te va a caer genial. Es un tío de puta madre.
—Espera Sara, todavía no he dicho que... —dijo, alargando la mano hacia su amiga, que ya se estaba marchando hacia su pupitre en la otra punta de la clase—. Sí...
Tras soltar un profundo resoplido de hastío, Sofía dejó caer la mano y bajó la mirada hacia su mochila. Rebuscó con desgana entre sus cuadernos hasta que encontró el de biología y lo sacó. Aunque había partes de la asignatura que le gustaban, habían empezado hablando de genética, un tema que la chica encontraba especialmente tedioso. 'No es como si fuese a poder cambiar mis genes sólo porque entienda cómo funcionan. De todos modos, no creo que haya nadie que sepa explicar por qué nos pasa esto' se dijo mientras cogía el bolígrafo.
Cuando levantó la mirada hacia la pizarra, sus ojos se encontraron con los de su profesora. En su rostro vio una expresión de obstinada paciencia que hizo que una punzada de culpabilidad sacudiese su estómago. Sofía bajó sus ojos hacia la hoja en blanco que tenía delante y se relamió los labios. Era un gesto de nerviosismo que no era capaz de controlar, no importaba lo mucho que lo intentase.
Rosa era una buena mujer y Sofía sabía que sólo quería ayudarla, pero no podía. Lo mejor sería que se mantuviese alejada de ella y del mundo al que pertenecía. Cuanto menos supiese, mejor. De hecho, tampoco debería haber permitido que Sara se acercase a ella, y en un principio intentó mantenerla alejada, pero no podía negar que seguía siendo una adolescente y necesitaba algún amigo si no quería volverse completamente loca. Lo que no necesitaba era poner en peligro a más personas.
—Joder, Sara, ¿por qué me metes en estos fregados?
***
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