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Capítulo 91 | Amor

Ciro

Militiae species amor est

Esa semana fue demasiado larga, una lenta tortura donde los días parecían haberse quedado atascados en el cauce del tiempo. Con el cansancio por la recuperación y sin nada que hacer salvo pensar y repensar, dormía mucho. Eso lo agravaba, provocando que las horas se hiciesen eternas.

No era fácil estar allí, en un hospital. No cuando ese sitio había sido mi peor pesadilla desde que mis padres se fueron. Desde que estaba allí tenía el sueño trastornado. Dormía a trompicones, me desvelaba por la noche y al final terminaba durmiendo a ratos durante el día. No sólo se trataba del disparo o de los calmantes, también era mi dolor interior por el horrible recuerdo, por lo que me había llevado allí, por Mireia... Era todo a la vez.

Los médicos y los enfermeros que entraban a verme apenas me hablaban. Supuse que me habrían aislado y que estaba bajo extrema vigilancia. Al fin y al cabo, era lo que me había buscado con el intento de fuga.

La única visita que había recibido era la de Nil y, digamos, no habíamos podido hablar demasiado. Sólo intercambiamos unas pocas palabras antes de que se fuera. Seguramente sus compañeros le habían hecho el favor de pasar a hablar conmigo.

—Quiero ayudarte, Ciro. Dime qué tengo que hacer.

Lo miré a los ojos, sabiendo a qué se refería.

—No harás nada.

El rostro de Nil pareció descomponerse.

—Asumiré mis actos —añadí—. ¿Cómo está ella?

—Mireia está bien y a salvo, pero está desesperada. Va a venir a verte y... —se calló, sin terminar la frase porque yo había desviado la mirada suponiendo que intentaría convencerme y no quería oírlo—. Ciro —me llamó para que lo mirase—, hay algo que tienes que saber.

Giré el rostro hacia él y le devolví la mirada. No había titubeo alguno, así que intuí que era importante. Fruncí el ceño mientras sacaba un papel. Me lo tendió para que lo leyera y señaló la parte que lo resumía todo.

El corazón me dio un vuelco.

—Joder —solté sin pensar—. ¿Dos meses?

Tragué saliva. Ya había decidido qué hacer con lo ocurrido y era consciente de las consecuencias que tendría, y no sólo para mí...

Nil asintió.

—Ella cree que tú... —No terminó la frase, pero yo ya sabía el final. Resoplé al darme cuenta.

—Mierda, Nil. Tienes que decírselo.

No podía imaginarme la reacción de ella cuando supiera la verdad.

—¿Cuándo se lo vas a decir?

Él negó con una mueca en los labios y se encogió de hombros muy despacio, como si sus huesos protestaran ante el movimiento.

—No lo sé. —Su voz apenas fue un murmullo.

—Joder —maldije entre dientes—. Díselo, por favor. Cuanto antes.

Se levantó, sin más que decir, a pesar de que había tanto de lo que teníamos que hablar... No obstante, aquello lo opacaba todo. Nil no me prometió nada y yo fui incapaz de pedirle que me jurara que lo haría. Esa misma mañana, antes de hablar con ella, si podía ser. Pero no fui capaz. ¿Por qué? Porque yo tampoco era capaz de hablar con él acerca de ello.

Sólo podía pedirle una cosa.

—Por favor, cuida de ella.

Asintió y me quedé observándolo marchar.

Apenas serían las seis y media de la mañana. La noche todavía estaba presente y el sol sólo era un leve resplandor en el horizonte. Le di muchas vueltas a lo que me había dicho Nil y sólo podía pensar en cuando ella viniera a verme, en lo que pasaría. No paré de pensar hasta el agotamiento durante la siguiente hora y sin darme cuenta volví a quedarme dormido.

—Ciro. —La voz me era familiar—. Ciro, despierta.

Intenté abrir los ojos. Reconocía esa voz.

—Ciro, soy yo. Por favor.

La luz que bañaba la estancia parecía incidir directamente en mis retinas. Era Mireia. Me estaba hablando. Noté que me sacudía. Sentía que todavía seguía un poco tonto por la medicación para el dolor, sobre todo al despertarme, pues me costaba horrores hacerlo.

—Necesito que despiertes.

—Mireia...

—Sí, soy yo. Por favor, abre los ojos.

Le hice caso y la luz me cegó. Su rostro se difuminó en una niebla. Parpadeé varias veces hasta que la imagen se vio nítida. Hasta que ella se hizo real.

—Mireia, ¿estás bien? —le rogué intentando levantarme. No la había visto desde que me dispararon en el puerto y perdí la consciencia y, aunque Nil había asegurado que se encontraba sana y salva, necesitaba saberlo por ella.

—Sí, no te levantes. Todavía estás convaleciente. ¿Cómo estás? —me preguntó acariciándome la cara.

—Bien —mascullé intentando disimular una mueca, todavía tenía un dolor agudo en la pierna y al parecer se estaban pasado los efectos del analgésico—, estoy bien.

—No estás bien. Te dispararon en la pierna y perdiste mucha sangre. Casi mueres, Ciro...

Siseé para acallarla. Sus ojos se habían llenado de lágrimas y su voz se oía tan débil, tan afectada.

—Estoy embarazada —me dijo entonces y una lágrima le resbaló por el rostro.

La miré a los ojos, sin estar seguro de lo que había dicho, sin poder creérmelo todavía. No me di cuenta de que había bajado la mirada hasta que ella se aproximó a mi rostro y lo repitió.

—Ciro, estoy embarazada de dos meses.

—Mireia... —musité sin saber qué hacer a partir de entonces. Luego sonreí lleno de emoción por ella y tomé su mano—. Dios mío, esto... es una felicidad.

Asintió pletórica. Sus labios se acercaron a los míos y los besaron lentamente. Fui incapaz de sentir otra cosa que no fuera esa dulzura que lo eclipsaba todo, que me ablandaba hasta que me volvía de barro. Antes de ella, no sabía la cantidad de cosas que puede decir un beso. Antes de ella, un beso no había significado tanto. De hecho, antes de ella, un beso no había significado nada.

Se despegó y se quedó a unos centímetros. Su aliento caliente se mezclaba con el mío. «Ella no lo sabe», me recordó el subconsciente, trayéndome a la mente la conversación de hacía unas horas con Nil.

Mireia bajó la mirada y se disculpó:

—Debí decírtelo antes, pero... —No terminó la frase.

—¿Cuándo lo supiste? —quise saber. No pensé que ella me lo hubiera ocultado ni nada similar.

Mireia se apartó de mi rostro antes de hablar.

—Cuando tuve vómitos y me llevasteis al hospital. Me enteré cuando me dieron los resultados del análisis. No era el mejor momento para decírtelo y después... no encontré el momento.

Procuré que no se notara mi intención cuando pregunté:

—Nil fue contigo, ¿él lo sabía?

—Sí.

Sentí que dejaban caer sobre mi cuerpo un gran peso. La inquietud me recorrió las venas. No quise pensar en él, en lo que ya sabía. No quise pensar en que había sido él quien la obligó a ocultármelo. Como cuando la había besado a mis espaldas.

—Por favor —le imploré incorporándome—, dime que él no te...

—No te levantes —me ordenó y me empujó para que me tumbara de nuevo—. No, fue al revés —se apresuró a responder—, yo le pedí a él que no te dijera nada. Iba a decírtelo cuando estábamos en la granja a punto de irnos, pero llegó Nil y luego pasó todo esto... Tuve miedo de que nunca lo supieras.

—No pasa nada. Ya ha pasado todo. Estoy bien —aseveré cogiéndola de la mano y llevándomela a los labios para besarla. Ella se estremeció con el contacto, todavía irresistible a lo que ambos sentíamos el uno por el otro. Me sentí el hombre más horrible del planeta, pero la amaba con todo mi corazón.

—La bala te dio en un sitio delicado. Debes tener cuidado y recuperarte bien —continuó diciéndome—. Nil me ha dicho lo que hiciste... El disparo.

No.

El disparo. Nil. La cabeza todavía me daba vueltas. ¿Cómo iba a hacerlo? ¿Cómo iba a hacerle algo así?

—Todavía no asimilo lo que ha pasado, lo que ha hecho... —admití, en cambio. No había hablado de la traición con él, de por qué lo había hecho después de tanto. Prefería ignorar esa parte. Era un tema... complicado.

Agachó la cabeza en un gesto de pesar.

—Yo tampoco podía creérmelo cuando me lo dijo.

El corazón me dio un vuelco al recordar ese detalle.

—¿Cuándo te lo dijo? —demandé sintiendo en el pecho como si me golpearan con un martillo—. ¿Desde cuándo sabías que Nil era policía?

—Me lo dijo el domingo por la mañana, cuando vi las noticias y supe que habían descubierto vuestro almacén. Por eso me fui... —aseguró con voz tenue—. Después, La Careta me secuestró.

—Por eso querías que nos fuéramos. Sabías lo que iba a pasar.

Por fin lo entendía todo. Sin embargo, incluso sabiéndolo de sus labios, no podía creérmelo. No siendo ella. No otra vez...

—No... Y sí —confesó—. Le dijiste a Nil que ya estaba a salvo y que estábamos juntos. Sabía que él no iba a dejar que me fuera contigo.

—Joder —gruñí de impotencia porque, aunque quisiera, ya no podía hacer nada—. ¿Y por qué no me lo dijiste antes? ¿Por qué no me dijiste la verdad cuando salimos del almacén de La Careta? Ellos nos dijeron que Nil había mentido, que no estuvo seis años secuestrado. Y tú sabías por qué. ¿Por qué no me dijiste nada, Mireia?

A pesar de todo, a pesar de lo que le había hecho, no podía dejar de quererla ni dejar de sentir esos celos. No podía imaginarme un futuro sin ella. Y la sola idea de que me mintiera u omitiera cosas por él me enfermaba. Era un egoísta.

—Porque... —balbuceó al ver la furia en mis ojos—. Porque pensé que lo empeoraría todo, que se te iría la cabeza, que... que lo matarías.

Algunas lágrimas se le escaparon al decir lo último y entonces me di cuenta, de una vez por todas, de que no había sabido esconder del todo esa parte de mí. Desde que nos conocimos ella supo que yo trabajaba con la mafia y desde que volvimos de Grecia ella sabía que no sólo trabajaba en la mafia, sino que era el capo. Sin embargo, nunca le había demostrado, ni una pizca, la clase de hombre que era, y tenía que ser, ahí. Nunca me había visto golpear a alguien hasta dejarlo inconsciente. Nunca me había visto matar a nadie.

Siempre le había dado lo mejor de mí. Incluso le había mostrado mis heridas, mis miedos y mi pasado, pero nunca el lado más oscuro y sangriento de mi vida.

Pero el día en que maté a su padre lo hice. Y se lo hice a su padre. A su padre.

Le prometí que nunca le haría daño, pero había faltado a mi promesa.

—Nunca lo haría... —me sinceré en un hilo de voz—. Nil significa mucho para mí, más de lo que puedo expresarte con palabras. Y sé lo que significa para ti.

Estuve a punto de seguir hablando, de decírselo. Pero ella se me adelantó:

—He hablado con él y comprendo algunas cosas. —Su voz sonaba tocada y se aclaró la garganta—. Estuvo mal, pero no fue fácil después de todo lo que eres para él. Deberíais hablar de ello e intentad perdonaros. Me ha sacado... de la cárcel. El inspector me dio la opción de contar algo sobre ti, algo para incriminarte. Con eso estaría fuera con libertad condicional —me relató un poco nerviosa.

—¿Lo hiciste? —quise saber, sin intención de juzgarla.

Mireia negó.

—Les dije que no sabía nada. Nil vino a verme cuando salió del hospital y me dio otra alternativa —susurró tan bajito que apenas la oía y tenía que hacer un gran esfuerzo para entender lo que decía—. Ha falsificado una prueba... de paternidad. Y he firmado el divorcio.

Se sentía culpable. Se sentía culpable por haber recurrido a eso para salvarse del lugar donde yo la había metido. No la merecía...

—Testifiqué lo que él me dijo. Que no sabía nada, pero que había cosas que me chirriaban...

—Te pidió que dijeras que estabas de su parte —resumí y Mireia asintió con la cabeza—. Joder. Pero no lo entiendo, ¿por qué falsificar la prueba?

—Yo qué sé... Tú eres el padre. El juez ni siquiera mencionó que estaba embarazada, pero Nil decía que era importante que lo viera, que supiera que tú no eras el padre.

«¿Cuándo se lo vas a decir?», se repitieron en mi mente mis propias palabras. Tragué saliva de forma disimulada. Se me secaba la boca.

—Para dar a entender que nada te ataba a mí —comprendí entonces.

De pronto, Mireia se sobresaltó. Palpó el bolsillo y sacó su móvil, que vibraba.

—Tengo que irme enseguida, sólo podía quedarme diez minutos. No debería estar aquí, pero Nil me ha ayudado a colarme. Está afuera hablando con los policías, entreteniéndolos.

—Ten cuidado, por favor. Pase lo que pase, Mireia, júrame que serás feliz —le pedí antes de que se fuera. Era un cobarde. No podía decírselo. No podía, no podía.

—¿Por qué dices eso?

—Júramelo.

—Ciro... —me suplicó y su mirada consiguió atravesarme, romper los muros que había levantado a la espera de esa despedida—. No es momento para tener más secretos. Dime lo que vas a hacer.

No había tiempo. No nos quedaba tiempo.

—Sé que esperas que me liberen de alguna forma, pero eso no pasará... —empecé a decirle, ignorando un grito desde lo más hondo de mi corazón—. No voy a dejar que nadie se juegue la vida por mí. Aunque lo hicieran, aunque me sacaran de aquí, no puedes vivir huyendo. Mereces una vida mejor, a alguien mejor. Voy a ir a la cárcel y tú reharás tu vida.

—¿Qué estás diciendo? ¿No vas a...?

Negué, a punto de deshacerme.

—Ese disparo debería haberme matado.

Su expresión se contrajo en una mueca de horror. Parpadeó intentando conectar lo que le estaba diciendo con lo que había pasado. Me habían cogido y ni con el mejor abogado saldría de la cárcel. Me caería prisión permanente y pasaría el resto de mi vida entre rejas. No dejaría que nadie se arriesgara tanto por mí.

—Los tiradores tenían orden de matarme si la policía me cogía —le expliqué intentando mantener la calma, pero todos los huesos me tiritaban bajo la piel.

La boca de Mireia se desencajó en un grito ahogado cuando escuchó lo que yo había querido hacer.

—¿Qué? —pronunció trémula y se alejó un paso de la cama—. ¿Por qué? Nil estaba dispuesto a sacarte de aquí, costara lo que costara. ¿Me estás diciendo que, mientras nosotros estábamos ahí fuera luchando por ti, tú te habías rendido?

La miré con el corazón roto. Sabía... Joder. Sabía que no tendría que habérselo dicho porque eso la destrozaría, pero merecía saber la verdad. A pesar de que la quería, le había hecho mucho daño y no podía perdonármelo, no podría estar con ella, no podría...

—Contesta —clamó con los ojos llenos de lágrimas—. Eres un cobarde... ¿Por qué? ¿Por qué ahora? No me hagas esto...

La garganta se me había atorado de palabras que quería decirle y no podía.

—Ciro —me llamó—. Ciro, por favor.

—Te prometí que si no podíamos estar juntos haría cualquier cosa con tal de que tengas la vida que deseas, con tal de que vuelvas a ser feliz.

—No...

—Estás mejor sin mí, Mireia.

No estaba siendo nada fácil renunciar a ella, aunque eso ya lo sabía. Esa mujer espectacular, hermosa, fuerte y valiente se me había hundido en la piel, había traspasado sin esfuerzo muros y muros de hormigón hasta alcanzar mi corazón, se había quedado ahí, en el fondo, de donde nunca podría sacarla.

Después de todo lo que habíamos vivido juntos... De lo que éramos juntos. Jamás me recuperaría de eso. Sólo deseaba que me entendiera, que algún día se diera cuenta de por qué lo hacía.

El corazón ya no me latía. Acababa de echarla de mi vida, acababa de decirle que prefería morir antes que ir a la cárcel, antes que luchar, antes de ver a esa criatura nacer y crecer.

Me rompía por dentro verla así.

—¿Por qué lo haces? Íbamos a irnos juntos y ahora... ¿Por qué?

—Iba a hacerlo. Si salíamos de esa, iba a intentar empezar de cero, a intentar que volvieses a verme como antes. Pero era solo una ilusión... Eso no es posible. No puedo deshacer el daño que te hice. Siempre seré el hombre que mató a tu padre. No quiero arrastrarte conmigo, no quiero que tengas que huir porque yo tenga que hacerlo. No puedo hacerte eso.

—Esa es mi decisión, Ciro.

—Por eso mismo lo hago. Porque sé que lo harías —pronuncié, con la voz a punto de apagárseme—. Que vendrías al fin del mundo conmigo y te olvidarías de lo que había hecho para ser feliz conmigo. Yo también lo hubiera hecho, otra vez, con los ojos cerrados, pero esto no es lo mismo, Mireia, no es como no ser el único a quien amas. Esto sobrepasa cualquier límite. La realidad está ahí, no podemos cerrar los ojos e ignorarla.

»Vete —le rogué notando mis labios salados. Estaba llorando y ni siquiera había reparado en ello—. No condenes tu vida por mí. Mereces algo mejor, a alguien mejor que yo. Llora hoy. Llora todo lo que quieras hoy, pero mañana levántate y vuelve a ser feliz. Lo nuestro fue bonito, fue... —se me fue la voz—, fue el regalo más hermoso que nos pudimos hacer, pero se ha acabado. Se acabó en el instante en que apreté el gatillo.

Negué, a punto de tragármelo, a punto de ahogarme.

Había terminado haciéndole daño a quien más quería en el mundo.

Tempus edax rerum —recité de memoria la frase de mi tatuaje—. El tiempo devora todas las cosas. Tarde o temprano lo que tiene que pasar ocurre, la verdad sale a la luz y lo que conservamos como oro en paño... lo perdemos. Esto estaba condenado a pasar. Mi mundo es así. Querer a alguien es un riesgo para esa persona. He intentado protegerte de todos, pero no de mí mismo. He procurado que nadie te hiciese daño y al final he sido yo quien más daño te ha hecho.

Mireia tenía el rostro cubierto de lágrimas. Sus labios temblaban y su pecho se agitaba hinchado de angustia. No había dejado de mirarme a los ojos, así que en todo momento había visto en ellos la amargura y el dolor.

—Te amo y porque te amo tengo que dejarte ir.

Sentí como si me hubieran arrancado un pedazo de mí.

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Militiae species amor est: Traducción del latín: «El amor es una especie de guerra». Ovidio, Ars Amatoria (El arte de amar).

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