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Capítulo 87 | Camino truncado

Mireia

Suae quisque fortunae faber est

Nuestros destinos se sellan con nuestras acciones. Yo ya lo sabía e incluso sabiéndolo no había hecho nada por evitarlo. Ni siquiera cuando volví al ático con Ciro y él me miró con el rostro todavía descompuesto. Adiviné sus sentimientos bajo esa mirada impotente. Lo hecho hecho está. No hay modo de cambiar el pasado, ni de retroceder en el tiempo y hacer las cosas de otro modo.

Ya no podía devolverme a mi padre.

Noté un atisbo de duda antes de que volviera a envolverme entre sus brazos. Lo correspondí. No sé si fue por amor, miedo a lo que había pasado o ambas al mismo tiempo. Tampoco estaba segura de cómo iba a volver a mirarlo a la cara después de lo que había hecho, pero allí estaba, pegada a su cuerpo con la certeza de que iría al fin del mundo con él.

Cuando se separó, sus ojos habían endurecido un poco la mirada.

—Esto no va a parar. No hasta que Nil esté muerto.

Tragué saliva.

—Lo habrán visto —confesé—. Corría detrás de mí cuando me cogieron...

—No tendrías que haberte ido así. Siento haberte mentido. Siento... haberte hecho daño con... tu padre. —Bajó la mirada—. Entenderé si me odias.

—No te odio —musité tras girarme, incapaz de verlo, aunque ni siquiera me estuviese mirando—. Pero has cruzado un límite y no puedo perdonártelo.

Atisbé por el rabillo del ojo que Ciro asentía.

—No es el momento ideal, Mireia, pero es hora de empezar nuestra luna de miel.

Me volteé hacia él con el ceño fruncido, confusa por sus palabras.

—Confía en mí —me rogó con la voz sedosa—. Será la última vez que te lo pida. Pensaba que tendríamos más tiempo, pero... —Negó con la cabeza—. Tenemos que irnos.

Me mantuvo la mirada, sin pestañear, hasta que yo respondí.

Ya no podía dar un paso hacia Nil después de lo que me había confesado. Lo que nos había revelado La Careta tenía sentido, para mí lo tenía. Y sus palabras se solidificaron en mi memoria cuando Marco lo dijo. Era verdad. Una cruel verdad: Nil nos había mentido a la cara, se había acercado a Ciro para... para atraparlo. Y yo había sido una pieza importante en ese juego. Había jugado conmigo. ¿Dónde quedaban sus palabras, lo que sentía por mí? No podía creerlas. ¿Cómo hacerlo?

No pensaba volver con él... No después de saberlo todo.

Su enemistad con La Careta se debía en gran parte a lo que había hecho por proteger su secreto. Me había puesto en peligro, podría haber muerto por su culpa, podrían haberme acertado cuando me dispararon en la boda y sólo hubiera sido un daño colateral. Evité pensar en eso, lo evité con todas mis fuerzas. Porque si no lo hacía..., si no lo hacía, acabaría por contárselo a Ciro y las cosas acabarían muy mal.

Así que sólo me quedaba una opción, a pesar de los hechos. Me ardían los ojos cuando asentí. Porque era difícil, demasiado difícil seguir con él con ese peso todavía presente en mi pecho.

—Las maletas ya están hechas y cargadas en el coche.

—Sabías que esto iba a pasar, ¿verdad? —conseguí preguntarle. Sentía las cuerdas vocales enredadas las unas con las otras.

—Era cuestión de tiempo. Las cosas no han salido como yo pensaba, lo del almacén lo ha acelerado todo. Estaba esperando que volvieras para irnos de aquí.

Me pregunté qué habría hecho si yo no hubiese vuelto nunca. Si Nil no hubiese mencionado jamás la verdad o yo la hubiese aceptado mejor, puede que hubiese tardado semanas y semanas para reunir el valor suficiente e ir a verlo.

Me tomó la mano y la acarició. Fue un roce suave, delicado. Por un pequeño instante, sentí que nada de eso había ocurrido, sentí que volvía atrás, que estábamos a punto de irnos a Grecia a disfrutar de un finde tranquilo los dos juntos.

Cogió del mueble de la entrada las llaves del Mercedes y salimos del ático. En el ascensor, Ciro le envió un mensaje a Nil avisándolo de que ya estaba a salvo. Bajamos al garaje y enseguida nos estábamos alejando de la ciudad.

—Tengo que pasar por la granja un momento. Está de camino al aeropuerto.

Asentí, con la mente bloqueada. Tenía tantos pensamientos dando vueltas que no podía entender ninguno. El camino hasta allí resultó incluso más largo que las otras veces que había ido. Aparcó en la puerta. Antes de apearse, se volteó hacia mí.

—Quédate aquí —me pidió—. Volveré enseguida.

Acepté sin rechistar y se fue corriendo hacia el interior de la granja. Mientras esperaba, todos los pensamientos fueron sucediéndose, uno detrás de otro. Las palabras de Nil rebotaban por mi mente como buitres carroñeros, queriendo comerse mi paciencia. «Caerás con él». «Soy policía, Mireia. Estoy infiltrado desde hace cinco años».

Ciro era totalmente ciego a la verdad. Tampoco sabía qué era lo mejor. En cuanto terminara cogeríamos un avión y nos iríamos fuera del país. Dejaríamos atrás a Nil... Dejaríamos atrás todo lo que había pasado.

Bajé la vista y la fijé en mi vientre. Pasé una mano sobre la ropa notando de alguna manera que algo se transformaba y crecía dentro de mí. Entonces recordé cómo, horas antes, Nil me había acariciado de la misma forma. Y sentí pánico, una ansiedad me ardió en la garganta y de repente estar dentro del coche me resultó claustrofóbico. Miré alrededor y me bajé. Caminé deprisa hasta entrar en la granja.

Ciro le había dicho a Nil que estaba a salvo. Nil lo sabía. Nil sabía que estábamos juntos y que yo sabía la verdad.

Nil no dejaría que me fuera.

Mis pies se movieron solos por las escaleras buscando a Ciro. Tenía que decirle que estaba embarazada, que Nil lo sabía y que no dejaría que me fuera con él. Teníamos que irnos ya. .

—¡Ciro! —grité cuando llegué al sótano.

Un hombre venía caminando desde el final del pasillo. Al segundo, salió Mateo de una habitación y Ciro iba tras él.

—Mireia, ¿qué haces aquí? ¿Ha pasado...? —No lo dejé terminar.

—Tengo que decirte algo importante.

Ciro me miró preocupado mientras llegaba a mi encuentro.

—Tenemos que irnos ya. Hay algo que no te he dicho... Yo...

De un momento a otro, la mirada de Ciro se desvió de mis ojos hacia las escaleras. Dubitativa, dejé de hablar y me di la vuelta. Frente a mis ojos encontré a Nil en el último escalón. Enseguida su mirada chocó con la mía. Abrí la boca, queriendo poner remedio a lo que quiera que fuese a pasar. Porque, sabiendo lo que sabía, tenía un mal presentimiento.

Me giré hacia mi marido.

—Es importante, Ciro —insistí, pero él no me miró.

—¿Qué es tan importante? —resonó por todo el pasillo la voz de Nil.

Apreté los dientes haciéndolos rechinar sin querer. Notaba que la sangre me bullía en las venas, pidiéndome a gritos que saliera de allí y no mirara atrás.

—Vete, Nil —dijo finalmente Ciro con la voz seria y áspera como una lija—. Se acabó. Els Brétols queda fuera de La Cabòria.

Con miedo de volver a mirar a Nil a la cara, me puse junto a Ciro volteándome hacia la figura de su mejor amigo todavía al final del pasillo.

—No te la vas a llevar a Turquía.

—¿No crees que eso ya lo ha decidido ella, maldito traidor?

En ese instante, sentí que me ahogaba.

Mi rostro se volvió hacia Ciro de forma involuntaria. «¿Lo sabe?, ¿él lo sabe?». Nil le rebatió sin que se notara la sorpresa en su voz. Quizás él ya lo suponía.

—Ese era tu plan desde el principio. Cuando hablaste del plan de expansión. Lo de los albaneses era sólo una forma de taparlo. Ibas a trabajar para la mafia turca, pero se te ha jodido el plan con lo que ha pasado —mencionó ocultando una sonrisa. Cuando volvió a hablar no había rastro de nada más que crudeza—. Sabías que la justicia te pisaba los talones. Planeabas huir con ella desde mucho antes.

—¿Cómo sabías lo de la mafia turca?

—Tengo mis contactos.

—¿Neus?

—No. Neus y yo no nos llevamos tan bien.

Recé en silencio para que aquello no tomara por el camino que pensaba. La Careta había sembrado una duda en Ciro y Nil había llegado en el momento preciso para resolvérsela. Lo notaba en el aire.

—No me has tenido en cuenta en nada desde que me lie con Mireia. Pensaste que no me daría cuenta. Me has subestimado, Ciro.

Nil estaba tensando la cuerda. Y Ciro no iba a retroceder en ese campo de batalla.

—Te pedí que te alejaras de ella. ¿Qué querías que hiciera, seguir tratándote como mi mano derecha, mi mejor amigo y confidente? Te has equivocado de persona. Si he aguantado ha sido sólo por ella y por todos nuestros años de amistad, pero esto..., lo que has hecho, lo ha destruido todo poco a poco. Si creías que al final cedería es que no me conoces tan bien como yo pensaba —le dijo y avanzó hacia él—. ¿Qué ha pasado con mi mejor amigo, con el que bebía hasta la madrugada, el que descendería conmigo hasta el mismísimo infierno?

El aludido calló. Ciro siguió avanzando, como un depredador hacia su presa.

—En los últimos días he descubierto muchas cosas de ti que me han sorprendido. La de hoy la que más... ¿Sabes por qué La Careta ha secuestrado a Mireia? Querían contármelo en persona. Que tú te escapaste —le reveló, aguardando a ver la reacción de su mejor amigo. Nada—. En 2012, Nil, conseguiste escapar de ellos —bramó alcanzando a Nil en un par de zancadas y cogiéndolo por el cuello de la camiseta.

Quise correr hacia ellos y separarlos y no pude moverme ni un centímetro.

—Si ellos lo dicen, es que fue así —articuló Nil, visiblemente tensionado.

Ciro negó con la cabeza.

—Quiero que me digas si es cierto. ¡Nil, joder!

De pronto, le propinó un puñetazo que lo pilló desprevenido. Trastabilló con el escalón y cayó sobre la escalera. Luego le llovió otro golpe, cuando Nil estaba a gatas intentando incorporarse. Grité, reaccionando. Pero todo pasó tan rápido. Lo tomó por la ropa de nuevo y lo obligó a cruzar el pasillo. Seguí sin moverme, con la esperanza de que aquello se detuviese de una vez. Cuando pasaron de largo, en dirección a esa sala... Se me congeló el aliento.

Todo mi ser se reactivó y los perseguí entre súplicas.

—¡Ciro, déjalo, por favor! ¡Basta ya!

Mis palabras eran una brisa de verano que apenas se nota.

—¡Ciro, por Dios! —chillé temblando cuando le dio otro puñetazo en la mandíbula y Nil se desplomó como un saco, sin luchar. Se llevó un patada en el estómago. Lo vi retorcerse de dolor y no se molestó en impedir ninguno de los golpes—. ¡Para, lo vas a matar!

Cogió algo de una mesa y arrastró una de las sillas que había al lado. Lo sentó en la silla, atándolo con cinta de cerrar paquetes. La situación se me antojó de lo más inverosímil. El pulso se me había disparado y las extremidades se me agitaban sin poder evitarlo. Como si tuviese el frío dentro de los huesos.

Ciro volvió a pegarle, esta vez sin que Nil tuviese oportunidad de defenderse.

—¿Dónde cojones estuviste esos seis años?

Otra bofetada.

—Creía que te conocía, pero todo era mentira.

Más puñetazos. Ciro estaba descontrolado.

—¡Te has reído en mi cara! Te metiste en mi relación y te lo dejé pasar..., volviste a engañarme, le hiciste daño a ella... —Ciro emitió un sonido ahogado, casi como un llanto, pero sin llegar a serlo. Era el ruido de su frustración y sufrimiento—. ¿Y pensaste que iba a perdonarte?

Vi que levantaba la mano, dispuesto a apalearlo otra vez. Ya no pude soportarlo más y empecé a recorrer los metros que nos separaban para detenerlo. Hasta que escuché:

—Y lo que ella no sabe todavía... Lo has roto todo —escupió con una rabia desmedida—. No fue ninguna casualidad que esa noche os conocierais en la discoteca.

Atiné a alzar la vista hacia Nil. Su rostro se volvió casi blanco, resaltando las zonas que Ciro le había golpeado. Nuestros ojos se encontraron al instante. En los suyos había una súplica inscrita, como la de esa misma mañana en su casa cuando me pedía que confiara en él después de soltarme la verdad.

—Lo siento, Mireia...

—¿Qué? —interpelé, en un murmullo. De repente la habitación se redujo considerablemente, resultando agobiante estar en aquel espacio.

Los dos callaron y finalmente fue Ciro quien lo dijo. Todo tembló a mis pies.

—Nil lo había planeado —resolvió con rigidez—. Se enrolló contigo para vengarse de tu padre. Porque tres meses antes, en un tiroteo, él había matado a su padre.

El corazón me dio un vuelco cuando desvié la vista de Ciro y la posé de nuevo en Nil. El Nil que creía mi mejor amigo... El que me había besado a espaldas de Ciro, el que no sabía gestionar lo que sentía y me había dicho me amaba unos días antes. El hombre por el que engañé a Ciro.

Abrí la boca, para decir algo, cualquier cosa. No obstante, no podía pronunciar palabra. Tenía un nudo en la garganta. Tuve que huir del país a una casa en los Pirineos por él, casi me ahogan en una bañera por él. Conocí a Ciro y me casé por él y casi me matan por él... Empecé a ver borroso. Unas lágrimas se escaparon de mis ojos y rodaron por mis mejillas.

—¿Eso...? ¿Eso es cierto? —le demandé a la figura atada a la silla.

—Es cierto. Todo es cierto.

Ahogué un grito.

—Maldita sea, Nil... Di dónde estuviste esos seis años.

—Díselo. —No pensé cuando lo dije. La sangre me hervía por dentro—. Díselo o lo haré yo.

—¿Decirme qué?

—La verdad.

—¿Tú lo sabes? —me preguntó cogiéndome por el codo para que lo mirara a los ojos.

Asentí. Ciro fue a decir algo y se calló, sorprendido. Nil no lo confesó. Lo recriminé con la mirada.

—Joder, Mireia, sabes que no puedo.

Alguien que es capaz de llegar hasta donde él, hasta el punto de traicionar a su mejor amigo después de tantos años de amistad... No es cuestión de ser capaz, sino de deber hacerlo.

—Tiene derecho a saberlo. Si de verdad lo quieres, lo harás.

—No hay tiempo. La policía estará aquí en menos de veinte minutos.

Me paralicé.

—¿Qué cojones intentas decir? —le imperó Ciro a gritos—. ¿Cómo sabes eso? —insistió agarrándolo por la camiseta, sus rostros a centímetros, enfrentados—. ¡¡Dímelo!!

El corazón me palpitaba a un ritmo desbordante. Se me iba a salir del pecho. Retrocedí un paso, ajena a su pelea. «Ciro caerá y te va a arrastrar con él...».

—Sabes perfectamente lo que he querido decir —contestó Nil en un tono sosegado que nada tenía que ver con la atmósfera presente.

—Joder, joder. —Ciro se echó las manos a la cabeza y empezó a dar vueltas como un león enjaulado—. Has estado infiltrándote en la mafia —dijo al fin—. Te has ganado mi puta confianza...

Entonces, sin previo aviso, desenfundó el arma y la presionó contra su sien. Ciro había escondido su dolor en el fondo de un cajón y se había puesto esa máscara, la del capo.

—Sabes lo que pasa con los traidores, Nil... —susurró amenazante—. ¿Por qué? ¿Por qué, Nil? Creía que te conocía, pero ahora...

—Ciro, baja la pistola —le ordené con la voz queda.

Nil tragó saliva y lo reconoció:

—Quería acabar con La Careta, pero la operación no va contra ellos, sino contra ti. Eres tú al que quieren entre rejas.

Su mano se destensó cuando lo escuchó. Y todo su ser se vino abajo. Apartó la pistola y lo miró a la cara, con la expresión rota. Me encogí ante la situación. A Ciro se lo veía tan vulnerable. Habían sido uña y carne, en las buenas y en las malas.

—No puedo creérmelo. Después de todos estos años, Nil... —Se pasó las manos por la cara, como intentando despertar—. ¿Era verdad? Cuando decías que éramos hermanos, ¿era verdad o también me estabas engañando?

El otro negó.

—Te convertiste en mi hermano. Hubiera muerto por ti —admitió con un gesto de congoja. Soltó un sonoro suspiro antes de decir—: Iros ya. —Ninguno se movió. Supongo que tampoco nos lo esperábamos, después de todo lo ocurrido—. ¡Iros, joder!

Tragué saliva y compartí una mirada con Ciro. Éste asintió, tomándome de la mano. Echamos a correr hacia el coche. Arrancó el motor y salimos derrapando del lugar. Ninguno habló. Fuimos en dirección a Barcelona, no al aeropuerto de El Prat. Después de lo que había dicho Nil, la policía estaría allí buscándolo.

Empecé a conectar los puntos por primera vez desde que supe que Nil era policía infiltrado. Todo el tiempo habían tenido vigilado cada paso que daba Ciro. Sabía de su existencia por medio de Nil. En cualquier momento podrían haberlo pillado, cuando fuimos a Grecia de fin de semana o a Turquía a la boda de Neus. Ambas veces habíamos pasado controles y hubiera sido tan sencillo detenerlo.

Pero habían esperado y esperado. Para reunir pruebas... ¿Las tendrían entonces? ¿Qué pruebas tendrían contra él?

Mis cavilaciones se vieron irrumpidas por una sirena.

—¡Mierda, mierda! —maldijo mirando por el espejo retrovisor.

Aceleró más todavía. Ya íbamos a más de ciento cincuenta kilómetros por hora por la autovía. Eché la vista atrás y corroboré lo que ya sabía. Dos coches de policía nos intentaban dar caza varios centenares de metros más allá. Me así a la puerta y empecé a hiperventilar. Ciro se salió de la C-31 en dirección al puerto y a la Zona Franca.

Tomó la circunvalación costera hacia el puerto. La cruzamos a una velocidad de vértigo adelantando a diestro y sinestro. Nunca había visto conducir a Ciro en una huida, pues en la última que ambos habíamos tenido con La Careta él iba de copiloto y la conductora había sido yo. Tenía destreza, se movía con fluidez en el tráfico y no bajaba la velocidad.

Parecía que dejábamos atrás a la policía cuando ya estábamos a la altura del puerto logístico de la Zona Franca y la carretera se redujo a dos carriles. A mi derecha se empezaron a ver un montón de contenedores de diversos colores acopiados para su carga o aguardando ser recogidos. Cogió una de las salidas hacia el puerto, luego giró en varias rotondas provocando que la policía le perdiera la pista. Finalmente conseguimos llegar a una zona más restringida.

Frente a nosotros una de las puertas que daba a la zona portuaria estaba abierta y pudimos llegar a la terminal. Ciro frenó el coche.

—Vamos, no hay mucho tiempo. Hay un camión esperando. El de color azul.

Me señaló el vehículo aparcado junto a otros. Nos bajamos del Mercedes y nos encontramos frente al capó. Echamos a correr juntos, sin embargo, cuando íbamos a mitad de camino la policía apareció en el lugar.

Entonces oí un ruido familiar desde el cielo y avisté un helicóptero sobrevolar el puerto. Nos habían estado siguiendo por vía aérea. Los coches de la Policía Nacional se dispusieron a un lado, rodeándonos. Varios agentes salieron y uno de ellos nos interpeló por un megáfono:

—Les habla la Policía Nacional. Están rodeados.

Ciro se colocó delante de mí, entre la policía y yo. Sacó su pistola y los apuntó.

—Mireia, corre hacia el camión.

—No. O lo hacemos juntos o no lo hacemos —proferí con una determinación que ni yo esperaba.

—Bajen las armas y pongan las manos en alto —nos acució el policía por el artefacto.

Sus otros compañeros se dispusieron detrás de las puertas de los coches y enseguida nos estaban apuntando todos con sus armas. Ciro lanzó un par de disparos y rompió los faros de un coche. La policía aguantó los disparos sin intervenir.

—Ciro... —susurré pegándome a su espalda.

—¿Los tenéis a tiro? —preguntó Ciro por un pinganillo oculto—. No disparéis a nadie. Disparad a los coches. Necesito distraerlos.

Escuché las aspas del helicóptero a nuestra espalda, bloqueando el otro lateral, donde estaba el agua. Aunque intentáramos llegar hasta el camión, no íbamos a poder salir de ahí.

Una ráfaga de balas cortó el aire. Ciro me tiró al suelo, protegiéndome con su cuerpo. Cuando el humo y la pólvora de las ametralladoras inundaron el ambiente, echamos a correr hacia el camión, pensando que la policía no dispararía. Pero nos equivocamos. Oí el primer disparo. Rebotó en el suelo.

—Joder... —masculló.

Sentí el siguiente disparo pasar cerca y perderse en alguna parte detrás nuestro.

—Seguid disparando. Han abierto fuego —comunicó Ciro por el auricular.

En ese instante escuché el rugido de un motor que acortaba distancia hacia nuestra posición. Cuando me volteé y vi el Alfa Romeo esmeralda, tuve cierta esperanza. Nil pasó frente al despliegue policial mediando entre ambos flancos hasta que frenó a nuestra altura. Mientras seguían llegando algunos disparos, esa vez a la carrocería del coche, abrió la puerta, salió agazapado y nos gritó:

—¡Vamos, ahora!

Tenía el rostro hecho un cuadro por los puñetazos que media hora antes le había dado Ciro. Sus ojos emitían una confianza que yo había dejado de tener. Estábamos rodeados, no había escapatoria... Alcé la vista hacia el camión, todavía demasiado lejos. Ni siquiera me dio tiempo a negar con la cabeza, Ciro me cogió del brazo y echamos a correr. Nil vino detrás de mí, protegiéndome con su cuerpo y empujándome para que me fuera. Justo entonces las balas hicieron añicos la luna delantera del Alfa Romeo y volví la vista atrás ante el estruendo.

Una bala había alcanzado a Nil en el hombro y del impacto había caído al suelo.

—¡Nil! —bramé deteniéndome, lo que provocó que Ciro también parara y tirara de mí rodeándome con sus brazos. Nil recibió el disparo por mí, por el bebé.

—¡Mireia, hay que irse!

Del helicóptero bajaron varios miembros más de la Policía, que corrían hacia nosotros y nos ganaban terreno. Seguí a Ciro, pero cuando casi habíamos logrado subirnos al camión los de la brigada aérea nos estaban apuntando con rifles que colgaban de sus uniformes, listos para disparar.

—Tire el arma y pongan las manos arriba.

Frente a la cabeza del camión, Ciro se resignó y dejó el arma en el suelo. Levanté las manos y, poco después, él me segundó. Todo pasó tan rápido. Unos segundos después nos habían reducido. Nos pusieron las esposas a la espalda. Ciro y yo intercambiamos una mirada. Movió los labios diciéndome «lo siento, te amo» y poco después me arrastraron hasta uno de los furgones. Supe que ese era el final, que ya no había marcha atrás. Ese era nuestro último retazo de libertad.

Justo cuando nos separamos, un último disparo cruzó el puerto.

Me volteé, zafándome de una de las manos que me retenían.

—¡CIRO!

Estaba tendido en el suelo. Tenía a varios policías a su alrededor, pero pude ver que la bala le había impactado en la pierna. Me descompuse al ver la sangre caer a raudales por su pantalón. Tironeé para ir hacia él, a pesar de que la fuerza del agente que me sostenía era implacable.

—¡Ciro! ¡Llamen a la ambulancia, por Dios!

No pude sostenerme sobre mí misma ante esa escena tan impotente. La sangre me quemaba las venas.

Escuché que se comunicaban por un walkie-talkie: «Necesitamos dos ambulancias urgentes en el puerto logístico, terminal F2. Tenemos a un policía herido de bala en el hombro y a uno de los detenidos con un disparo en la pierna y sangrado abundante». Y al segundo siguiente, una policía joven se nos acercó.

—Las ambulancias están de camino —anunció la chica.

—Tengo que verlo... Por favor —le supliqué—. Es mi marido.

Busqué con la mirada a Nil, desesperada. Lo hallé junto a un par de policías poniéndose en pie con cuidado. Se apretaba la herida del hombro para que no sangrara. Entre todo el caos, cruzamos una mirada. Él me asintió, como si todo fuera a estar bien.

Yo negué. Varias veces. Atónita, temerosa y destrozada.

Nada estaba bien.

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Suae quisque fortunae faber est: Traducción del latín: «Cada quien es hacedor de su propia suerte».

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