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Capítulo 72 | Enemigos

Ciro

Tenía veintiocho años y, aunque no lo conocía de primera mano, sabía por el mundo tan crudo en el que había vivido desde hacía diez años que el enemigo que más daño puede hacerte es tu amigo. Porque te conoce, porque confías en él, porque es del que menos esperas una traición.

Y lo hace.

Dejar a Mireia a solas con él me corroía por dentro después de haber sabido que la había besado a mis espaldas, que lo había hecho incluso sabiendo que iba a casarme con ella, que la amo con todo mi ser, que es la persona más importante de mi vida.

Aun así, tuve que apartar por unos días todo eso a un lado porque él era el único en quien confiaba para protegerla, porque era mi hermano y jamás me habría fallado.

Cuando advertí a Mireia sobre él lo hice por Neus. Había algo más en esa historia que no sabía y que me quitaba el sueño por las noches. Mireia no se había abierto a mí todavía y no creía que fuera a hacerlo después de haberle pedido que estuviese con él con todo lo que había ocurrido entre los tres.

La confianza se había agrietado y no quería seguir forzándola hasta que se hiciese añicos. Por ello, una vez llegamos a Marsella, le pedí a Neus un favor. Ella ya se había ofrecido antes, pero yo todavía no quería creerme que entre Mireia y yo se acabara de abrir un abismo. Porque así era, una enorme brecha nos había separado de golpe y con cualquier paso en falso caería por el precipicio.

La habitación de hotel de Neus estaba contigua a la mía, así que antes de dividir nuestros caminos se lo dije.

—Necesito que hagas algo.

Ella se giró hacia mí con el ceño fruncido.

—¿Recuerdas lo que te conté sobre Mireia? —Asintió—. Quiero que hables con ella, pero sé muy sutil. Lo último que me gustaría es que se sintiera presionada a contarlo.

Neus dejó la maleta en la puerta y dio un par de pasos hacia mí.

—Tranquilo, las dos nos llevamos bien y puedo intentarlo.

—Quiero que se abra a alguien —repliqué desesperado—, aunque esa persona no sea yo. Quiero que esté bien, Neus, como sea. Pero cuando sepas lo que pasó cuéntamelo. Si le ha hecho daño de alguna forma...

Cerré la boca antes de decir algo de lo que pudiera arrepentirme y agaché la cabeza. Me avergonzaba tener que pedir ayuda sobre algo tan personal, a pesar de que Neus era prácticamente alguien de la familia.

—Eh, Ciro —me llamó para obligarme a alzar la vista—. Mireia te quiere. Recuérdalo.

—Lo sé, gracias.

Frunció los labios en una pequeña sonrisa y entró a su estancia. Yo hice lo mismo poco después. Debía acomodarme y descansar antes de las presentaciones.

Unas horas más tarde, la reunión se celebró con éxito. Neus no había venido porque prefería evitar encuentros con miembros de la mafia extranjera, pero se pasó por mi habitación al rato de llegar. Me había quitado la corbata y desecho del traje cuando llamó a la puerta.

—Dame un segundo.

Me coloqué una camiseta y unos pantalones cortos antes de abrirle. Pasó al interior algo nerviosa.

—¿Estás bien?

—Sí, es sólo que hacer esto a espaldas de todos me lleva demasiadas excusas ya.

—¿Cuándo llegará?

—A las ocho. Tenemos un par de horas todavía para ver las cosas de la empresa.

Asentí sacando las carpetas del maletín. La invité a sentarse en una de las sillas mientras yo tomaba la otra y hacía lo mismo. Serví un poco de agua y respiré hondo, pensativo.

—Esto no es sólo por la empresa, ¿verdad? Estás así porque vas a verlo.

Neus abrió los ojos como platos al darse cuenta de que había podido leerla tan fácil.

—Nunca me has contado cómo os conocisteis ni por qué no te has ido todavía a vivir con él.

—Estoy esperando a que cierres la empresa. No puedo marcharme ahora mismo a Turquía y dejarlo todo.

—Podrías llevar las dos cosas. Sólo tienes que concentrar las reuniones en una semana al mes.

—No —negó cabeceando varias veces—. No me gusta mucho viajar.

Cogió una de las carpetas que había sacado y la abrió buscando un papel.

—¿Y qué hay de cómo os conocisteis?

—No creo que sea el momento de hacer esto —me dijo mirándome por unos instantes y continuó hasta dar con lo que buscaba—. Nos conocimos en España —me reveló entonces—, él había venido por trabajo. No tenía ni idea de que en realidad estaba gestionando una venta ilegal de armas hasta que me dijiste que querías hacer negocios con él...

—Espera, eso fue después de la boda.

—Sí.

La observé patidifuso. No sabía esa parte de su historia.

—Quería salir de esto, no meterme todavía más —susurró y suspiró tan bajo que apenas fue un murmullo—. Mireia por lo menos supo con quién se estaba casando.

—Sí, bueno, pero si no fuera por el bocazas de Nil no sabría que soy el cabeza de la organización.

—Cuando te casas con alguien aceptas todo lo que es, sus cosas buenas y las malas —divagó con la mirada perdida en alguna parte de la mesa—. Pero siento que sólo me casé a medias, que me ocultó algo demasiado importante.

—¿Él sabía que tú también pertenecías a una mafia?

—Claro que sí y le había dicho que cuando me fuera a vivir con él iba a salir, que tú me dejarías a pesar de que no te gustara. Y él no dijo ni mu.

—Quizás pensó que, si no lo sabías, te protegería.

—No lo defiendas.

—Es lo que yo pensaba, que cuanto menos supiera mejor. Pero creo que es una gran mentira. Si nosotros no supiéramos a qué nos enfrentamos, no sabríamos cómo defendernos.

—Pues díselo, a lo mejor cambia de opinión, aunque lo dudo.

—Demir es demasiado reservado en cuanto a temas personales.

—Ya, igual que tú. Salvo que desde que conociste a Mireia has cambiado en ese aspecto. —Neus me sonrió y, tras la conversación que habíamos tenido y lo mucho que habíamos conectado, supe que las cosas saldrían bien.

—Lo intentaré. Hablaré con él.

Nos pusimos manos a la obra con las cosas de la empresa. Había que preparar demasiado para poder terminar de cerrar un gran acuerdo con la mafia turca, uno que nos daría el impulso necesario para decirle adiós a La Cabòria que había sido hasta entonces.

El domingo por la noche, cuando el avión aterrizó en Barcelona y llegué a casa, estaba un tanto nervioso. No sabía lo que podría haber ocurrido entre Nil y Mireia durante esos días. Pero, por más que quisiera preguntárselo, no lo haría. Aunque ambos me habían prometido no liar más el asunto, me temía que algo podría pasar.

Lo que menos esperaba era que los hubieran seguido y hubieran tenido un accidente con la moto. Ahuyenté todo lo demás y fui a buscarla. Ella me aseguró que estaba bien y la envolví entre mis brazos, pero podía ver que estaba conteniendo las lágrimas. Lo ocurrido la asustaba, aunque no quisiera admitirlo delante de mí.

—Tranquila —pronuncié apretando el abrazo y acariciándole el pelo—. Ya ha pasado, ya estás aquí. Te he echado mucho de menos —susurré en su oído y luego le besé la mandíbula.

—Lo sé. —Asintió moviendo la cabeza al mismo tiempo y pegándose a mí—. Yo también te he echado mucho de menos —musitó y me dio un beso en el moflete—. ¿Cómo ha ido todo?

—Bien, no te preocupes. Ya he cerrado el trato. La Careta no se atreverá a nada a partir de ahora.

Mireia asintió y me dio otro beso, esa vez en la boca. Pasé mis manos por su cintura y le devolví el beso. Avancé hasta que los dos caímos sobre la cama, yo sobre ella. No paré de acordarme de otras veces que habíamos estado así, antes de que Nil se metiera de por medio.

Hubo una vez en que la traje a casa cuando aún ni siquiera habíamos empezado una relación seria. Aquella noche estábamos en esa misma posición y nos besábamos como si fuéramos el aire del otro. Nil me llamó para avisarme de que tenían a Víctor e interrumpió nuestro beso, pero esa noche no pasaría.

Ni siquiera me enteré de cuándo se marchó Nil, pero sabía que ya no estaba.

Pasé su camiseta por la cabeza y la lancé a un lado. Besé su clavícula mientras mis manos recorrían su cuerpo anhelantes. Mireia me acarició la nuca y el pelo. Cuando mis labios volvieron a los suyos, su mano me detuvo.

—Ciro, hay algo que tienes que saber...

—Cualquier cosa puede esperar. Te necesito.

Mi voz parecía una súplica. No quería que Nil rompiera el momento otra vez. No quería oírlo, quería quedarme a oscuras un rato más, con ella entre mis brazos y nadie más que yo en su corazón. La necesitaba como necesitaba el aire para respirar.

Nunca me había sentido tan débil. Ni siquiera aquella noche en que me quedé huérfano y no tenía a nadie más que a mi abuela. Mireia había sido capaz de prender una chispa en mi alma y, por desgracia, también era capaz de apagarla. Se había convertido en mi punto vulnerable, en el filo de la espada que me daría fin.

Pero no me importó. La felicidad a su lado no la cambiaría por nada del mundo.

Los celos me abrasaban la piel cuando me deshice de toda la ropa y las manos me cosquilleaban pidiéndome que la tocara. Besé su abdomen, pasé mis manos por cada centímetro de su piel. Cuando me coloqué sobre ella, acerqué mi boca a su oído sabiendo que nunca me recuperaría de lo ocurrido y le dije:

—No quiero escucharlo. Ahora no.

La vi tragar saliva y algo en mi pecho se resquebrajó. Había pasado y era importante, tanto como para que ella me mirase de esa forma. Estaba dividida, perdida, agobiada.

—Ciro, lo siento...

—Ya sé que lo sientes... —mascullé arrepintiéndome de lo que iba a decir—, pero ojalá no sintieras nada por él.

Cerré los ojos y le di un tierno beso en la frente, luego en la nariz y finalmente en los labios. En silencio y con besos le dije que la quería, que siempre lo haría, que todo era demasiado caótico, pero que eso no nos separaría. Nunca. Jamás.

Creo que ahora me alegro de no habérselo dicho en voz alta.

Porque hubiera roto una promesa.

Mireia me devolvió los besos y me susurró que me amaba, que nada cambiaría entre nosotros. Asentí mientras besaba su cuello. Le murmuré al oído que yo también la amaba. Descendí a su clavícula, luego besé sus pechos, lamí y succioné su abdomen mientras ella se arqueaba de placer.

Me deshice de sus pantalones y la ropa interior y me detuve a contemplarla totalmente desnuda. Era la personificación de la perfección y la belleza. Cuando nuestros ojos se encontraron supe que ella también había estado recreándose en mí. Estábamos hechos el uno para el otro.

Alargó su mano para que la cogiera. La acepté y tiró de mí hasta que estuvimos piel con piel. Me moví haciendo que nuestros centros se tocaran. Observé cómo cerraba los ojos y se perdía en las sensaciones que le provocaba mi cuerpo con un simple roce.

Nos dimos un corto beso antes de introducirme en ella. Me moví despacio sobre ella, notando las descargas de placer recorrer mis venas. Mireia soltó un gemido y clavó los dedos en la parte baja de mi espalda. Me encantaba verla reaccionar a mis movimientos lentos y precisos.

Los dos ardíamos cuando me presioné contra ella y aumenté el ritmo. Ninguno de los dos pudo contenerse ante la explosión que desataba mi dureza y su cuerpo envolviéndola, estrechándola, ciñéndose a mí como si fuéramos dos piezas de puzle moldeadas para encajar.

Nos fundimos sobre las sábanas anhelando nuestro contacto y gimiendo el nombre del otro, como si nada se hubiera roto, como si ella no se hubiera enamorado de mi mejor amigo, como si no supusiera que acababa de acostarse con él.

—No voy a enfadarme. No podría hacerlo —le hice saber, cuando ya llevábamos un rato tumbados sin ropa bajo las sábanas con el aire acondicionado puesto y la lucecita de mi mesita encendida.

—Le hice una promesa a Nil. Ninguno queríamos hacerte daño y prometimos no decirte nada sin que los dos estuviéramos de acuerdo, pero yo quiero que lo sepas. Necesito que lo sepas. Yo tampoco quiero que haya secretos entre nosotros...

La escuché sin perder detalle de su voz, de sus muecas, de dónde ponía los ojos cuando lo decía. Asentí para que continuara, temiendo que mis sospechas se hiciesen realidad.

Sentí una punzada de dolor cuando desvió la mirada.

—Nil y yo nos hemos acostado. Tenías razón, no puedo ignorar lo que siento por él. Y lo odio... Odio tener que decírtelo —admitió y alzó la vista, con los ojos brillosos por las lágrimas. Se incorporó un poco sobre los codos, inquieta y abrumada—. Ojalá no fuese así, ojalá todo fuese más fácil y no tuviera que estar entre la espada y la pared...

El llanto empezó a convulsionar dentro de ella, pero se resistía a llorar. Estaba tan alterada que no pudo seguir hablando. Abrió la boca para tomar aire, en vano.

—Eh, tranquila, mírame —le pedí tomando su rostro entre mis manos—. No elegimos esto. No podemos elegir nuestros sentimientos.

Mireia rompió a llorar, desahogándose en un mar de lágrimas y angustia que la estaba consumiendo. La atraje hacia mí y dejé que se calmara, que respirara.

—Confío en ti, ¿vale? Sabía que esto podía pasar y, aunque me duela, sé que no podemos evitarlo... Entre vosotros también ha surgido algo y ya está, ¿qué le vamos a hacer? No puedo pedirte que alejes de él y tampoco puedo retenerte a mi lado. Quiero que estés bien, no importa nada más.

Se apartó de mí un poco para limpiarse las lágrimas.

—Sí que importa, Ciro —murmuró con la voz rota por el llanto.

—No. Yo te querré igual. No importa si no soy el único en tu corazón.

Sus ojos se encontraron con los míos, rojos e hinchados.

—No quiero tener que elegir a ninguno de los dos... —empezó a decir.

—No tienes que hacerlo —me apresuré a decir.

—Pero si tengo que hacerlo te elegiré a ti. Siempre.

Asentí, acariciando su rostro con la yema del pulgar.

—Quiero que me prometas que, pase lo que pase, nos mantendremos unidos los tres.

—Te lo prometo —acepté y no rompí jamás esa promesa.

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