Capítulo 63 | La Cabòria
Mireia
Ciro bautizó a su organización criminal como «La Cabòria», que, traducido del catalán, significa «la preocupación». Representaba la realidad, completamente. Desde que conocía a Ciro y a pesar de que siempre había sido como un trabajo más, la mafia había estado presente como un cuchillo invisible apuntando hacia la nuca. Silencioso, astuto, imprevisible. Casi se puede notar la fría hoja de metal sobre la piel. Como un puñado de pensamientos latentes que sólo despiertan si haces ruido.
En la mafia hay muchas reglas, pero la que nunca debes olvidar es esta: el silencio.
Habían pasado varios días, pero Ciro y yo seguíamos distantes. Él había pasado gran parte del tiempo en su despacho con la puerta cerrada. Ni siquiera había salido de casa, salvo el día anterior porque tenía que ocuparse de un asunto.
Había hablado con mis amigas, pero no las había visto. No sólo me daba pánico salir sola de casa, sino que también sabía que no podría hacerlo. Aunque Ciro no me lo había dicho, era peligroso. La verdad es que las cosas se habían vuelto muy tácitas.
A pesar de todo, le gustaba que estuviera cerca, viendo la tele, comiendo o mientras dormíamos. Pero no había besos, ni caricias, ni palabras de amor. Parecía que seguíamos juntos por inercia, no obstante, sabía que sólo estaba tomándose su tiempo.
Había sido imposible olvidar esa noche, cuando regresó de la reunión e hicimos el amor en el sofá. Fue distinto a otras veces, muy ávido. Sentí que él me quería mucho más de lo que podía permitirse. No me di cuenta hasta entonces de que me había colado dentro de él para terminar destruyéndolo desde el interior. Hacerle daño era lo último que quería y lo único que no había logrado evitar.
Esos días fue como haber vuelto atrás. Me sentía incómoda entre sus cosas, ocupando un espacio que había dejado de pertenecerme. Por la amenaza de La Careta tampoco podía ir a otro lugar... Y, por supuesto, habíamos tenido que posponer el viaje de novios.
Entre todo el desastre lo único que pude hacer para evadirme fue cocinar. Cociné tanto que aquello parecía un restaurante. Por suerte, el jueves a última hora de la tarde fui con él a ver a mi madre.
Ya le habían dado el alta y había vuelto al centro de rehabilitación. No pude evitar acordarme de las palabras que sonaron a través del móvil cuando regresaba de la cabaña y quise ir a verla. Le había puesto seguridad y no era mentira, pues una mujer corpulenta estaba sentada en una silla al lado de su cama.
Mi madre me aseguró que estaba bien como siete veces, decía que eso era lo importante. La verdad es que se la veía bastante recuperada. Le dio las gracias a Ciro porque se sentía más segura con una guardaespaldas y le hizo prometer que me protegería de todo lo malo. Alegó bastante decaída que había sido culpa suya, que esos enmascarados fueron los que le reclamaron el dinero y que seguramente querían vengarse.
—No es culpa tuya, mamá. Esto...
—Mireia, será mejor que descanse —me instó Ciro cuando fui a explicarme. Casi no había hablado con mi madre, salvo para decirle que no tenía que darle las gracias y que por supuesto que Ciro me cuidaría.
Apenas reaccioné cuando Ciro me cogió de la mano y salimos del cuarto con una fugaz despedida.
—¿Qué estás haciendo? —inquirí confusa en cuanto pisé el pasillo.
—¿Y tú? —me replicó con fastidio—. ¿Qué ibas a decirle? Te recuerdo que debes guardar silencio.
—No iba a decirle nada, sólo quería que supiera que ella no tenía la culpa de esto y que estuviese tranquila. Su deuda ya está saldada.
Ciro se frotó la sien con cansancio.
—Vámonos.
Me crucé de brazos y lo seguí a regañadientes hasta el coche.
Una vez en el ático, se deshizo de la americana de su traje, sofocado. Cuando fui a dejar mi bolso, vi que llevaba a sus espaldas una pistola enfundada en la cinturilla de los pantalones. No dije nada y fui a ducharme. Ciro jamás iba armado. Si había decidido tomar precauciones, la cosa era bastante seria.
La noche del viernes al sábado apenas pude dormir. Había tenido alguna que otra pesadilla y me había desvelado a las seis de la mañana, así que me puse a preparar un desayuno suculento. Encontré una receta en internet de tortitas americanas y decidí ponerme a ello. A las siete menos algo, la voz somnolienta de Ciro me sobresaltó.
—¿Qué preparas tan temprano? —No pude distinguir el tono en que lo dijo. Había vuelto a ponerse esa coraza inexpresiva ante todo y, lo que era peor, ante mí.
—Tortitas —dije simplemente, volteándome y siguiendo a lo mío.
No le perdí la pista en ningún momento. Lo observé de reojo aproximarse hasta la encimera, estudiándome.
—¿Estás bien? Últimamente casi no hablamos —agregó, afligido por la situación, lo que provocó que se me erizara el vello—. Sé que no estás durmiendo bien, esta noche no has dejado de moverte.
Saqué de la sartén la tortita y vertí lo poco que quedaba de masa. Me tomé unos segundos para responder. La volteé cuando se bufó.
—Estoy preocupada por ti —le dije girando la cabeza hasta verlo. Su rostro cambió. Saqué la última tortita y apagué el fuego—. Has vuelto a meterte en tu caparazón, y tienes todo el derecho, pero... —Me callé antes de decirlo. Di media vuelta y lo miré a los ojos—. Sé que no vas a olvidar lo que ha pasado de un día para otro. Ni vas a confiar en mí del mismo modo...
—Siento rabia, Mireia. E impotencia. No puedo hacer nada por cambiar lo que ha pasado.
Sus ojos emitían un destello triste.
—El pasado nunca cambia —murmuré, como un recordatorio—. Tenemos que seguir adelante con él.
—Lo sé —claudicó aproximándose. Se detuvo a unos centímetros y me acarició el moflete con los nudillos—. Quiero que estés bien, ¿vale? No te preocupes por mí.
¿Me pedía que no me preocupara por él? ¿Aun cuando el que más había sufrido era él? Ojalá hubiese sacado las palabras de mi garganta para decirle que no sería así. En su lugar, lo abracé. Ciro me correspondió y pasamos alrededor de cinco minutos sin movernos del sitio.
Cuando me sentí mejor, me separé y lo miré a los ojos para decirle:
—Te prometo que estaré a tu lado. Te amo y eso no va a cambiar nunca.
—Yo también, siempre.
Su voz reavivó una parte de mi corazón que se había ensombrecido durante estos tres días. Se inclinó y me dio un beso en los labios, como sellando una promesa.
—¿Quieres probar mi desayuno?
Ciro soltó una carcajada que casi me hace llorar de felicidad.
—¿Cuándo piensas dejar de cocinar? Me has agotado la despensa. ¿Acaso esa es tu manera de reconquistarme, Mireia?
Alzó las cejas varias veces.
Lo miré de hito en hito, abochornada de pronto. No era precisamente esa mi intención, pero me alegré de saber que al menos había podido sacarle una sonrisa.
—Todavía no he terminado con todo —musité un poco avergonzada.
—No necesitas hacer nada para conquistarme —dijo entonces—. Tu sola presencia me enamora. Estoy tan malditamente loco por ti que nada en el mundo será suficiente para apagar ese amor.
De pronto sentí que me tambaleaba. Escuché mi corazón partirse en miles de pedazos para luego volver a recomponerse hasta quedar intacto. Tener a Ciro a mi lado era como renacer.
—Gracias por estar aquí —le confesé antes de rodearle el cuello con los brazos y plantarle un beso en los labios.
Cuando me aparté, sus manos se colocaron en mi cintura y me subió a la encimera. Volvió a engullir mi boca.
—¿Recuerdas cuando estábamos así en los Pirineos? Fue nuestro primer beso.
Asentí en un sonido, mordiendo un poco su labio.
—Nunca me había sentido tan pleno.
—Ni yo —admití.
Sus manos bajaron desde la parte baja de mi dorso hasta el trasero y me estrechó hacia sí. Dejó mi boca para bajar besando mi cuello. Apartó la camiseta del pijama, pero al final decidió deshacerse de ella. Mi torso quedó desnudo, vulnerable ante sus ojos y su toque. Me besó la clavícula, luego mis pechos. Siguió bajando hasta mi ombligo.
Pensé que seguiría, quería que lo hiciera. Habíamos estado demasiado lejos el uno del otro.
Alzó la vista, deteniéndose, y me devolvió una mirada igual de enardecida que la mía.
—No te alejes de mí.
—No voy a hacerlo nunca —le aseguré, con el corazón en un puño.
Lo atraje colocando una mano en su hombro y volvió a envolverme entre sus cálidos brazos. Empecé a pensar que esto nos unía más, cuando de pronto sonó su móvil desde el fondo de la vivienda.
—Mierda. Tengo que cogerlo.
Asentí y dejé que se marchara a contestar. Me colocó la camiseta antes de irse y me dio un beso rápido en la mejilla. Bajé de la encimera, sonrojada. Dispuse el desayuno en la mesa y preparé dos cafés.
Ciro no tardó demasiado en aparecer. Aunque lo hizo muy malhumorado.
—¡Joder!
—¿Qué ha pasado? —le pedí, preocupada.
—Nada que venga bien ahora. Me cago en la leche.
Le dio un golpe al frigorífico y yo me asusté.
—¿Es sobre La Careta?
—No.
—¿Y qué es entonces? —Ciro no respondió y me enfurecí con los brazos en jarra—. ¡Venga ya, Ciro! No hagas como si no estuviese aquí. Quiero saber qué ha pasado.
—No. No insistas con eso.
Desde que lo hablamos en la cabaña, había mantenido el tema en el aire por motivos obvios, pero ya había llegado el momento de sacarlo y esa vez no iba a escabullirse.
—Siempre he tolerado tus líos, así que merezco saberlo —pronuncié tenaz señalándolo con un dedo—. Somos un equipo y si no vamos a estar juntos en todo, aquí tenemos un problema serio, Ciro.
No hizo siquiera amago de responder. No pude aguantar más y corrí hacia el baño. Cerré de un portazo, conteniendo las ganas de echarme a llorar. Después de todo lo que habíamos pasado odiaba discutir con él de ese modo tan violento.
Lo que menos esperaba es que Ciro irrumpiera en la estancia.
—Mireia, no me entiendes.
—Vete.
Se negó a marcharse. Necesitaba estar sola. Si seguía mirándome de ese modo, conseguiría romper todas las barreras que había forjado para no volver a caerme.
— Tú no entiendes que eres lo único que tengo.
—Y tú no entiendes que después de todo lo que hemos pasado, esto es lo único que te estoy pidiendo. Por favor, vete.
Ciro seguía de pie bajo el umbral de la puerta, ignorando mis súplicas. No iba a poder mantenerme firme mucho más tiempo, así que empecé a desnudarme para insistir de forma implícita en que se fuera. Me quité la camiseta y la dejé encima del lavabo.
Seguí con los pantalones. Sus ojos me recorrieron de arriba abajo, tanto a mi espalda como a través del espejo. Nuestras miradas se encontraron.
—Quiero ducharme, Ciro —le dije al ver que ni siquiera se movía.
Aguanté a duras penas cuando los ojos se me pusieron brillosos. No sólo me molestaba que Ciro quisiese decidir por mí algo que era totalmente ilógico. También odiaba que pensase que yo me conformaría con que le pusiera guardaespaldas a mi madre y con quedarme segura en casa. Odiaba que me mantuviera al margen cuando la que estaba en peligro era yo.
Apreté los dientes y me deshice de la ropa interior. Entré en el pie de ducha y cerré la mampara. Abrí el grifo. Por suerte, cuando el vapor de agua inundó la ducha dejé de verlo por el rabillo del ojo.
Me llevé tal sobresalto cuando la puerta se deslizó y se coló dentro que casi tiro abajo la alcachofa.
—Pero ¿qué estás haciendo?
La ducha era grande, pero aun así se estaba mojando. Ni siquiera pude atinar a cerrar el grifo.
—No huyas de mí, Mireia —susurró acercándose a mi posición—. Sabes que si te llegara a pasar algo me muero del dolor.
Ciro terminó de empaparse la camiseta y la ropa interior que llevaba puesta.
—No quiero ser una princesa que se esconde en la torre. Quiero saber cuándo estar en alerta. Ciro, sé que lo entiendes. No puedo conformarme con quedarme en casa. Quiero tener una vida lo más normal posible a tu lado. Esta es la única forma y lo sabes.
—Ojalá fuese tan fácil, pero eso no te va a proteger.
Su aliento me rozó la piel de la cara. Con una mano me apartó el pelo mojado hacia atrás. Con las prisas de que se fuera ni siquiera me lo había recogido. Empezó a distraerme su tacto sobre la parte baja del abdomen.
—Nada lo hará, Ciro. Ni siquiera tú puedes protegerme eternamente...
Mi voz casi se pierde con el sonido de la ducha. Su mirada me calaba, destruyendo uno a uno los muros que me protegían. Continuó aproximándose hasta que mi espalda chocó con la pared y su cuerpo quedó muy cerca del mío.
—No intentes evadir el tema —le dije evitando perder el hilo, sabiendo que eso era justo lo que pretendía.
—Deja que me lo piense.
Se quitó la camiseta mojada, dejándome un poco perpleja. ¿Cómo que se lo tenía que pensar?
—Ya has tenido tiempo suficiente para pensarlo —articulé con firmeza mientras intentaba apartarlo con una mano en el pecho.
Ciro me cogió la muñeca y agachó la cabeza para besarme el brazo.
—Eres terca.
—¿Te sorprende? No voy a parar hasta que aceptes y me digas lo que ha pasado hoy.
Gruñó apartando mi brazo y lanzándose a besarme el cuello. Estaba siendo muy sutil... Sabía que de esa forma podría inmovilizarme y tenerme bajo su hechizo.
—Ciro —insistí todo lo entera que pude.
—Estamos teniendo problemas —empezó diciendo entre beso y beso—. En el fondo sí están relacionados con La Careta. Desde que le vendimos la fábrica del norte hemos tenido algunos percances.
—Te escucho —mencioné al ver que se había callado y que no paraba de besarme.
Sonrió contra mi clavícula al escucharme. Sin embargo, un segundo después se apartó para analizarme con la mirada.
—Si te cuento más, te convertirás en mi cómplice. ¿Eres consciente de ello?
—Ya es tarde para arrepentirme de haberme enamorado de ti, Ciro. Soy consciente de lo que estoy pidiéndote.
—¿Te arrepientes de conocerme?
—No. Si volviera atrás, lo haría de nuevo.
Me besó, esa vez en los labios. Pasé mis brazos por su cuello, pegándolo a mí. Sus manos descendieron desde mi cintura hacia el muslo. Se me erizó la piel al sentir su delicado roce. Me sentía tan volátil que no le costó levantarme la pierna hasta que su centro y el mío quedaron únicamente separados por su ropa interior. El agua seguía corriendo sobre nuestras cabezas, pero poco tenía que ver con eso la facilidad con la que su mano se deslizó por mi punto más vulnerable.
Parecía que había pasado una eternidad desde que Ciro me tocaba de ese modo.
Como si me venerara.
Sólo nosotros comprendíamos hasta qué punto parecíamos hechos el uno para el otro. Nos complementábamos y habíamos hecho de ello dos almas que se entrelazaban la una con la otra para no separarnos nunca.
Había dejado de sentir la fría pared. Los azulejos habían perdido helor mientras Ciro colaba sus dedos dentro de mí en un vaivén que me enloqueció de placer. Podría haber caído rendida a sus pies en ese mismo instante y haberle jurado no volver a persistir con entrar a la mafia. Pero eso había quedado atrás. En aquella ducha sólo estábamos él y yo.
Sentí que me deshacía cuando la boca de Ciro me buscó. Me levantó en peso y me presionó contra la pared. Noté toda su excitación contra mi intimidad. Nos besamos entre jadeos.
Mis manos recorrieron su espalda suplicantes de más.
—Desnúdate —le pedí bajándome de su cuerpo.
Ciro me complació haciendo descender su bóxer. Quedó completamente expuesto a mí, en todos los sentidos. Deslicé mis dedos por su piel, desde los pectorales hasta la parte más baja del abdomen, tomándome mi tiempo para grabar cada centímetro de piel y cada músculo en mi cabeza. Sostuve su miembro entre mis dedos, ejerciendo un poco de presión. Reaccionó al instante ante mi tacto.
Colocó ambas manos en la pared, a la altura de mi cabeza, cuando empecé a bombear toda su longitud. Me encantaba de una loca manera hacerlo perder el control de ese modo. Mordí mi labio cuando a mí también me faltó el aliento.
—Mireia —masculló implorante.
Se acercó más a mí, apoyando los antebrazos en la pared, de forma que su boca acarició el lóbulo de mi oreja. Su mano me rodeó la cintura cuando continué, en un impulso por tenerme mucho más cerca. Me dio pequeños mordiscos en el hombro hasta que se dejó ir por el clímax.
Maldijo en voz baja algo ininteligible y me besó el hombro y el cuello hasta perderse de nuevo en mi boca. Me cogió en peso y yo volví a enredarme alrededor de su cuerpo. Estrechó el contacto, abandonando la poca compostura que le quedaba. Y con la suya se fue la mía.
Perdí el norte cuando su entrepierna presionó de nuevo mi centro, provocándome un placer exquisito.
—Hazlo ya, Ciro... —le demandé con un gemido en la garganta.
Sin más preámbulos, se introdujo dentro de mí arrollando todo a su paso. Me embistió aprisionándome en una cárcel de deseo de la que era imposible salir ilesa. Los besos se mezclaron con la lluvia que todavía caía del grifo. Jadeé cuando su cadera se apoderó de los movimientos al completo, saciando mi sed lasciva. Solté un gemido al notar que llegaba al orgasmo.
Ciro se agarró al grifo de la ducha, cerrándolo de golpe. Noté que estallaba dentro de mí justo cuando me liberó de pronto. El líquido de su éxtasis se derramó por mi pierna, ardiente.
—Joder —jadeé, envuelta en una nube.
Recuperamos el hálito. Abracé a Ciro, sintiéndome rebosante. Al cabo de unos minutos, cuando nos recuperamos, se apartó y me cogió el mentón para que lo mirara a los ojos.
—No vuelvas a engatusarme —bromeó lamiendo mi mandíbula.
—¿Yo? Tú me has engatusado a mí. Todavía tenemos un tema pendiente.
Cogió mi esponja y le echó gel.
—¿El estriptis?
Me eché a reír.
—Eso también.
Dejé que me enjabonara con paciencia y delicadeza.
—Hoy ya no puede ser... Ya estoy desnudo.
—Me refería a...
No me dejó terminar y abrió el grifo para silenciarme.
—Lo sé. Lo hablaremos. Vamos a desayunar.
Sonreí con la enorme certeza de que habíamos recuperado nuestra relación, que volvíamos a ser un equipo y que ya nada nos separaría. Para poder explicar lo que sentía por Ciro necesitaría, como dicen, el cielo de papel y el mar de tintero, pero por ahora basta con que diga que él estaba hecho a medida para mí.
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