Mi padre siempre decía que, si te vas a dormir con el diablo, te despiertas bañada en sangre. Pensaba que hablaba en sentido figurado, que no se estaba refiriendo a nada en particular, que era sólo una manera de prevenirme de los peligros a los que podía enfrentarme en el futuro.
Nil y yo compartimos una mirada antes de que sonara una suave música nupcial. Caminé observando a toda la gente que esperaba de pie sin perderse ni un detalle del momento en que desfilamos por el pasillo. Cuando la curva que conformaba la masa de gente me dejó ver a Ciro erguido delante del altar esperando mi llegada, sentí que me flaqueaban las piernas.
In perpetuum et unum diem. Para siempre y un día más.
Amaba a Ciro con todo mi corazón. Sus ojos lagrimosos me revelaron que aquel era el día más importante de nuestra vida hasta el momento. El día en que sellaríamos nuestro compromiso.
No pude apartar la mirada de él. Iba ataviado en un traje azul marino, llevaba chaleco del mismo color y una corbata a juego con el traje de Nil. Estaba tan guapo. No cabía en mí la ilusión y el amor que sentía.
Cuando lo tuve justo enfrente, el padrino me soltó la mano y se la entregó a Ciro.
—Tu futura mujer —le susurró con emoción.
El roce de la mano de Ciro me trasmitió miles de sensaciones. Su rostro estaba enmarcado de alegría. Quién iba a pensar cuando lo conocí que acabaría casándome con él. Y, sin embargo, eso era lo que más anhelaba hacer en ese instante.
—Hermanos, hermanas —habló el cura alzando la voz tras el altar—. Hoy nos reunimos aquí para celebrar el matrimonio entre Ciro Galera y Mireia Peñalver.
La liturgia empezó con un primer discurso del sacerdote relacionando el matrimonio con varios pasajes de los textos bíblicos. A continuación, le dedicó unas palabras a la familia que había perdido Ciro:
—Allá, desde el Cielo, hoy ellos os estarán observando con gratitud.
Tras ello, continuó con la ceremonia y en nada llegó el turno de que Nil se pusiese tras el atril. Se aclaró la voz y se acercó al micrófono.
—Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los corintios —pronunció elevando el tono y ofreciéndonos una mirada tanto a Ciro como a mí antes de comenzar a recitar—. Aunque hable las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo amor, no soy más que una campana que toca o unos platillos que resuenan. Aunque tenga el don de profecía y conozca todos los misterios y toda la ciencia, y aunque tenga tanta fe que traslade las montañas, si no tengo amor, no soy nada. Aunque reparta todos mis bienes entre los pobres y entregue mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, de nada me sirve.
Ciro me había dicho una vez que, sin mí, él no tenía nada. Supe a la perfección por qué había escogido ese texto. La mirada de Nil recayó entonces sobre el novio medio segundo antes de continuar.
—El amor es paciente —Los ojos del padrino se desviaron hacía mí al decirlo—, es servicial; el amor no tiene envidia, no es presumido ni orgulloso; no es grosero ni egoísta, no se irrita, no toma en cuenta el mal; el amor no se alegra de la injusticia; se alegra de la verdad. Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera.
»El amor nunca falla. Desaparecerán las profecías, las lenguas cesarán y tendrá fin la ciencia. Nuestra ciencia es imperfecta, e imperfecta también nuestra profecía. Cuando llegue lo perfecto, desaparecerá lo imperfecto. Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, razonaba como niño. Cuando llegué a hombre, desaparecieron las cosas de niño. Ahora vemos como por medio de un espejo, confusamente; entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de una manera imperfecta; entonces conoceré de la misma manera que Dios me conoce a mí. Tres cosas hay que permanecen: la fe, la esperanza y el amor. Pero la más grande de las tres es el amor.
»Palabra de Dios.
Tras una mirada al público, regresó al lado de Ciro. Después de haber leído el fragmento de la primera carta a los corintios me invadió una sensación extraña. Comprendí por qué no había querido que lo leyese antes de la boda. Él no era el más indicado para hacer una lectura como esa, una amarga ironía de la realidad que se ocultaba a la vista.
Enseguida, llegó el momento esperado.
—Ciro, Mireia, ¿contraéis matrimonio de forma libre?
—Sí, venimos libremente —respondimos al unísono.
—¿Estáis decididos a amaros y respetaros mutuamente?
—Sí, lo estamos.
Las manos del sacerdote se alzaron al ocaso para dar comienzo a los votos.
—Unid vuestras manos y manifestaos ante Dios.
Me volteé hacia Ciro, quien tomó mi mano y me observó con cariño y felicidad.
—Yo, Ciro, te quiero a ti, Mireia, como esposa. Prometo serte fiel en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad. Prometo amarte y respetarte todos los días de mi vida.
Sonreí sin poder evitar que mis ojos se llenaran de lágrimas al ver que Ciro había empezado a llorar. Cogí aliento para revelar mis juramentos.
—Yo, Mireia, te quiero a ti, Ciro, como esposo. Prometo serte fiel en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad. Prometo amarte y respetarte todos los días de mi vida.
Mi madre nos pasó las alianzas. Ciro cambió el anillo de compromiso a mi otra mano, como le habían indicado en el ensayo. La alianza se deslizó por mi dedo corazón, cuya vena antiguamente se creía que iba directa al corazón. Levanté la mirada, tomando su alianza. Recibí su mano y le coloqué el anillo.
—En nombre de Dios, bendigo este matrimonio. Pueden besarse.
Los dos sonreímos al mismo tiempo y luego nos fundimos en un beso.
—Te amo más que a nada en el mundo —me confesó al oído cuando nos separamos entre los aplausos de los invitados.
—Te amo y te amaré siempre.
Hubo un segundo beso que provocó que el público gritara emocionado.
Mientras se preparaban para lanzarnos arroz o lo que quiera que mis dos locas amigas hubiesen planeado, Ciro y yo firmamos el acta matrimonial. Oficialmente éramos una pareja casada. No pasé por alto cuando fui a firmar que nos casábamos en bienes gananciales, por lo que lo miré con titubeo.
Él asintió, convencido.
—Lo que es mío es tuyo. Puedes firmar.
Mantuve su mirada unos segundos. Confirmé levemente con la cabeza y firmé. Como testigos del matrimonio, firmaron Nil y mi madre. Los dos se reunieron con el resto mientras que Ciro y yo nos encaminamos por el suelo de piedra de la terraza hasta el lugar donde todos nos esperaban. Miles de pétalos rosas, rojos y blancos volaron por el aire dándonos la enhorabuena.
Nos besamos bajo la lluvia de pétalos, esa vez un beso mucho más profundo. Ciro me sostuvo por la cintura atrayéndome hacia sí y yo pasé mis manos por su cuello.
—Esposo —le dije.
—Esposa.
Sonreímos llenos de júbilo con la estampa de un ardiente crepúsculo.
El atardecer junto con las terrazas con muros empedrados y recubiertas en su mayoría de una espesa enredadera inmortalizaron una sesión de fotos magnífica. Los dos lucíamos los más dichosos del mundo.
Más tarde, tuvo lugar la cena. Sin embargo, antes de asistir, nos quedamos un rato en una de las terrazas de la finca. La brisa de la noche nos acariciaba la piel. Mis brazos le rodeaban la cintura y mi rostro quedaba pegado a su pecho. Estábamos contemplando el paisaje de monte.
—Te prometí que un día temprano íbamos a ser libres de verdad.
—Has cumplido tu palabra —susurré.
No dijo nada durante unos segundos, luego se apartó para mirarme.
—No he tenido la ocasión de decirte lo radiante que estás. Cuando te he visto... No creía que fueras real. Por un momento todo me ha parecido un sueño, Mireia.
Cogí su rostro con una mano y lo acerqué a mí.
—Estoy aquí, estamos juntos.
Pegué mi frente a la suya. Nuestros alientos se mezclaban. Lo besé imprimiendo en sus labios la pasión que sentía por él, todo lo que me llenaba el corazón hasta casi hacerlo explotar desde el primer día en que los dos nos sentimos atraídos. Porque, lo creyeran o no, nosotros éramos dos almas destinadas a encontrarnos y a complementarnos. A mí no me cabía ninguna duda. Y sé que a él tampoco.
—Deberíamos volver.
Echó un vistazo en derredor y nos fuimos.
Nada más regresar al patio de la casa donde se realizaba la cena, todos nos recibieron a gritos:
—¡Vivan los novios, vivan los novios!
La euforia nos colmó. A diferencia de cómo pensé que podría sentirme el día que me casara delante de todos los conocidos de Ciro, me sentí acogida. Sus amistades nos dieron la enhorabuena y fueron amables. Las mujeres me alabaron con piropos, pues decían que el traje de novia me quedaba ideal.
Fue una velada maravillosa y reservada a las amistades cercanas. Asistieron casi todos los invitados y éramos cerca de un centenar, aunque al principio el número parecía demasiado. Cenamos junto a mi madre, quien se mostró agradable con Ciro en todo momento e incluso conversó un montón cuando le presentamos a la mujer de Joan. Me sentí acogida por todos sus compañeros de trabajo, sus parejas y los hijos de algunos de ellos.
Después de la comida, los cocineros se marcharon y sólo quedaron tres camareros para la barra libre. Al haber organizado la boda en tan poco tiempo, tuvieron que darnos los regalos el mismo día del enlace. Todos ellos nos hicieron bonitos regalos.
—¡Madre mía! —exclamé al ver lo que traía Joan.
—He oído que deseas ver la India —me dijo con dulzura—, por lo que pensé que un recorrido en elefante sería una bonita opción. Hemos incluido alojamiento en Jaipur para tres días, así podréis visitar la fuente de Amber y el resto de la ciudad.
—Dios mío, es increíble.
—Es precioso, ya lo verás —expresó su mujer con una sonrisa de oreja a oreja.
Ciro había enmudecido cuando me giré para verlo.
—¿Has oído?
—Uf... —se quejó con la cara arrugada, casi en pánico—. ¿En elefante?
—¿Qué pasa? ¿Te dan miedo? —lo chinché mientras sus amigos se reían de él.
Enseguida y sólo por mí, aceptó el regalo con mucha ilusión.
—¿A mí no me vais a invitar? —susurró Nil apareciendo con un cubata en la mano.
—Si vienes te quedas con los elefantes —bromeó Ciro, a lo que su mejor amigo se marchó de nuevo negando con la mano en la que llevaba el cigarro encendido.
Cuando mi marido —ay, cómo suena...— se marchó a tomar una copa, yo fui a buscar a mi madre para enseñarle los últimos obsequios. Al encontrarnos, me confesó que se sentía cansada después de todo y que iba a sentarse hasta que pudiesen llevarla al centro, pero esperó de pie con una pequeña sonrisa a que le mostrara todos los regalos.
Todavía no le había podido decir que me iba la semana que viene a la India. Estaríamos allí una semana y después volveríamos a España unos días antes de volver a coger el avión hacia Noruega.
—Eso está muy lejos, ¿no?
—Ya... —admití, recordando el viajecito en avión que pasé cuando ya casi llegábamos a Turquía en la boda de Neus—. Aunque es un lugar muy bonito. Haré un álbum de fotos, así podrás verlo.
—Está bien. —Sonrió—. Voy a descansar un rato.
Se movió para coger una silla. Supongo que fue mi sexto sentido el que me hizo girarme hacia la izquierda y alzar la mirada hacia el fondo del patio. La sangre se me congeló ante la imagen, sin llegar a procesar del todo lo que veían mis ojos. Mi corazón se detuvo cuando acto seguido el cañón del arma apuntó hacia nosotras. Un disparo dividió la noche en dos. Un antes y un después.
Si te vas a dormir con el diablo, te despiertas bañada en sangre. Lo recordé hasta la saciedad, como si fuese un disco rayado, una y otra vez. Si te vas a dormir con el diablo, te despiertas bañada en sangre.
En el fondo lo sabía.
Ciro no era el diablo, pero el diablo venía con él.
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