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Capítulo 25 | Maldiciones de amor

Mireia

El padre de Séneca, o al menos así piensan algunos, decía que equivocarse es de humanos. Errare humanum est. Y quería creerlo. La verdad es que no salí para cenar. Apenas pude dejar de pensar en Ciro y lo que había pasado en su salón mientras él estaba fuera. Cuando conseguí quitármelo de la cabeza, la incertidumbre de lo que ocurriría esa noche en la reunión se asentó en mi cabeza hasta la madrugada.

Estaba tumbada a oscuras en la cama esperando que Ciro llegase, pero en algún momento cerré los ojos y me dormí. El colchón hundiéndose fue la señal que obtuve de que él había regresado al fin. Sano y salvo.

—¿Ciro? —pregunté sin verlo del todo.

—Ya estoy aquí —murmuró alargando una mano hasta tocarme.

Lo busqué a tientas y lo envolví con fuerza. Todo el miedo desapareció de repente. Nos tumbamos abrazados, mi mejilla en su pecho y su brazo sosteniéndome junto a él. Su mano libre me acariciaba el antebrazo que tenía sobre su abdomen desnudo. Sólo llevaba puestas unas bermudas.

—¿Cómo ha ido? —musité.

Tardó en contestar.

—Sea lo que sea no quiero que me mientras diciéndome que todo va bien cuando no es así. No me gustó nada que me engañases para traerme aquí... Preferiría que me hubieses dicho la verdad desde el principio. Habría renegado, pero no me hubiese negado.

—A veces creo que vas a huir.

Cuando soltó esa frase fui yo la que me quedé callada. Huir. «Huir» me parecía una palabra fuera de lugar. De ser el caso, no habría cogido sus llamadas y lo habría ignorado cuanto hubiese podido para no tener que volver a verlo. Me hubiese apartado de él y ya está, pero huir eran palabras mayores.

—¿Crees que huiría de ti?

—Ya quisiste hacerlo una vez. En Villa Alfaro. —Al ver que guardé silencio, rencorosa por haberme drogado en contra de mi voluntad, procedió a disculparse—: Perdona por lo que hice. En ese momento no vi otra opción.

Siempre hay otra opción. Pero en vez de eso, susurré:

—No te conocía.

—Entonces, he de suponer que no vas a huir de mí. —La caricia de sus dedos empezó a subir lentamente por mi brazo—. ¿Recuerdas las reglas?

Me lo pensé antes de hablar.

—No mucho. —Ciro se rio en voz baja al escuchar mi respuesta—. Hablar, no salir de noche, no contar nada... —Me quedé en blanco.

—No hacer preguntas y no cuestionar nada que sea por tu seguridad.

—¿Me estás diciendo que no puedo preguntarte por la reunión? —inquirí un poco molesta porque hubiese salido con esas—. No me interesa lo que hayáis hablado, sólo quiero saber si estoy a salvo o no.

—No ha ido tan mal. Les he dado una carpeta y van a revisarla, pero aún no podemos saber si me creerán o no.

Dejé escapar el aire en un pequeño resoplido.

—¿Cuándo lo sabremos?

—No lo sé. Te quedarás aquí hasta entonces. Sé que no te sientes del todo cómoda, pero tendrás que hacer un esfuerzo... —Cerré los ojos, sentía que me estaba pidiendo la luna. No sabía si estaba preparada para enfrentarme a aquello. Vivir con él en su casa, aunque fuese una semana, ya me parecía una tarea ardua. Sus dedos me acariciaron el hombro y apartaron el cabello que caía para adelante hacia la espalda—. ¿Cómo te ha ido con Nil?

Abrí los ojos de golpe y deseé internamente que no notase la tensión instantánea en todo mi cuerpo.

—Bueno...

—¿Qué ha pasado?

No pretendía decirle nada de ese beso que nunca debió pasar, aunque tampoco sabía qué mierda decirle. ¿Había ido bien o mal? Definitivamente había ido mal. Al principio bien, pero luego se había torcido todo. ¿Cómo había sido capaz de lanzarse a besarme?

—Ha ido bien, me ayudó con el trabajo final de la universidad, pero no sabe cocinar otra cosa que no sean tortitas. Me parece un delito.

Ciro se echó a reír; supongo que por haber llamado delito a algo bastante común a nuestra edad y en estos tiempos de comida precocinada, más cuando ellos delinquían con asuntos mayores.

—Entonces, habéis estado bien, ¿no? —Asentí, fingiendo convicción. La verdad es que preferiría no quedarme de nuevo con él a solas—. Él es como un hermano para mí. Sólo podría confiarle a Nil tu seguridad.

—El día que nos conocimos no parecías tan hecho a esa idea.

—Me enfadó bastante. No iba a dejarte en sus manos después de lo imbécil que había sido. Esa discoteca es terreno de La Careta. Allí no se puede vender. Y se sabe que va a haber miembros de la mafia enemiga en cada puta esquina. Os vieron muy unidos y luego salisteis juntos. Fuiste el blanco perfecto y ya viste lo cabreado que estaba, ¿no? —Asentí—. Pues luego en Villa Alfaro la bronca fue peor. En mi mundo no se puede jugar, Mireia.

Tragué saliva y creo que notó lo rígida que me puse ante su tono severo.

—Nunca tengas miedo de mí —susurró entonces y alojó su palma en mi mandíbula, instándome a que lo mirara a los ojos. Levanté la cabeza y nuestras miradas se cruzaron en la escasa luminosidad que llegaba de un farolillo del balcón—. Jamás te haría daño, no lo dudes.

—No tengo miedo de ti. Me da miedo lo que pueda pasar.

Bajé la vista hacia su clavícula y comencé a dibujarla con las yemas. La firmeza en mi voz le aclaró una duda.

—Antes de irme, te preocupaste por mí. Hacía mucho que nadie lo hacía de ese modo.

Quería abrazarlo y no soltarlo nunca.

—¿De qué modo?

—Del modo en que tienes una razón para volver a casa.

Sus palabras hicieron que mi corazón crujiera. Ciro hablaba en serio cuando decía aquello, lo sabía, podía leer sus emociones al mirarlo a los ojos o en su voz. En ese momento comprendí por qué quería que me quedara en su ático, por qué me lo había estado diciendo desde que regresamos de Grecia. Para él no era sólo su novia, era la mujer a la que quería.

Hacía rato que había dejado de acariciarlo y me había quedado con la vista perdida en su piel. Mis ojos subieron hasta los suyos, que en la oscuridad relucían a causa de los sentimientos que se desbordaban por cada parte de sí. No sabía qué responderle a algo tan mágico y especial. Nadie me había dicho nada parecido.

Así que antes de que me volviese de cera allí mismo, cogí su rostro con una mano y lo besé. Ciro siguió ágilmente el giro de acontecimientos y tiró de mí para que me subiese sobre él a horcajadas. Su mano me revolvió el pelo cuando el beso se hizo más profundo y nuestras caderas encajaron por encima de la ropa.

Nos saboreamos despacio. Yo apoyé un codo a un lado de su cabeza, en la almohada, mientras la otra mano se deslizaba por su pectoral definido y tanteaba todas y cada una de las costillas del mismo lado. La palma que tenía Ciro sobre mi espalda descendió fluida hasta esconderse bajo la tela de mis pantalones.

Desde ese privilegiado lugar estrechó nuestro contacto y sentí su excitación apretarse en mi centro. Mordí su labio. Su respiración se había vuelto irregular. Me quitó la camiseta del pijama y pasó ambas manos por toda mi espalda desnuda. Nuestros alientos chocaban. Bajó de nuevo hasta sostener mi cadera y repitió el movimiento.

El corazón se me iba a salir del pecho y apenas conseguía coger una bocanada antes de necesitar otra. Se incorporó al tiempo que me levantaba y deslizaba con habilidad su ropa. Luego quiso hacer lo mismo con la mía.

—¿Nil se ha ido? —pregunté sin aliento cuando vi a Ciro desnudo bajo mi cuerpo.

—No —masculló jadeando—. Tranquila, duerme como un tronco.

Eso no me consoló.

—La puerta está cerrada. —Señaló con la cabeza la entrada al dormitorio y un segundo después estuve con la espalda sobre el colchón, él sobre mí y sus manos deshaciéndose con elegancia del resto de mi ropa—. ¿Te preocupa que nos oiga? —inquirió en mi oído, seductor y pegándose a mi cuerpo.

Después, sus dedos recorrieron mi costado hasta el muslo. Torció su camino y trazó círculos en la parte más sensible de mí, provocándome placer. Su boca seguía próxima a mi oreja, por lo que apenas tuvo que acercarse para continuar incitándome.

—No te contengas. —Fue más una exhalación.

Clavé mis dedos en su espalda, intentando olvidarme de que había alguien más en el ático. Ciro dejó besos húmedos en mi cuello y en la clavícula. Luego introdujo dos de sus dedos en mí, ofreciéndome más y viendo cómo el placer se adueñaba de mí. Mordisqueó mi hombro al notar que llegaba al éxtasis y soltaba un pequeño gemido.

Alcanzó un preservativo de la mesilla y rasgó el envoltorio con los dientes.

—Mireia... —Su respiración ardiente chocó con mi piel. Lo sentí abrirse paso poco a poco, deleitándome con su dureza. Se balanceó causándonos a ambos miles de estallidos placenteros—. Estoy malditamente enamorado de ti.

Joder. Sus palabras se sintieron aún más que el propio acto. Se colaron dentro, muy dentro, y me produjeron un infinito goce en el corazón.

—A mí me ha caído la misma maldición... —Un orgasmo me robó el aliento por unos instantes. Luego Ciro cayó preso del clímax.

Quería gritar de amor, de felicidad. Quería gritar que era la mujer más feliz del mundo. Oírle decir que estaba enamorado de mí hacía que me estallara el corazón. Porque yo también lo sentía. Era mutuo. Y eso era muy, muy especial.

Me besó la piel de la clavícula, del pecho y del esternón. Por último, se acercó a mi boca. Su voz susurrante anhelaba mucho más.

—Dímelo. Por favor.

Tragué saliva, recuperando el hálito.

—Estoy enamorada de ti, Ciro.

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