Capítulo 21 | Querer
Ciro
Había dormido abrazado a ella en la cama donde dormía todos los días. Eso me hacía sentir extraño, como si poco a poco ella fuera cogiendo más y más de mi vida y no supiera que hacer con todo ello. Por un lado, me gustaba, me gustaba mucho; pero por el otro me daba pánico. Aún no se me quitaba de la cabeza el susto que se había llevado por la dichosa deuda de su madre. Quería protegerla de todo lo malo.
Aunque era sábado, tenía cosas que hacer. Me levanté temprano con cuidado y la dejé durmiendo. Se la veía tan cómoda que quise grabar su imagen en mi memoria. Cuando regresé ya eran las una del mediodía y ella estaba cocinando. Un olor exquisito inundaba todo el piso.
—¿Es pollo con almendras?
—¿Cómo lo has sabido? —preguntó asombrada y siguió removiendo la carne.
—Porque siempre lo encargo del restaurante chino que hay cerca de aquí. —Sonreí acercándome a ella y besando su cuello. No sabía que se podía extrañar tanto a alguien en apenas unas horas. Parecía que algo había cambiado entre nosotros, que habíamos avanzado en nuestra relación secreta—. Me encanta. ¿Has encontrado bien todo lo que necesitas en el ático? Ya no sólo los alimentos... Puedes usar mi armario para la ropa, lo que quieras. He pasado a comprarte una esponja, cepillo de dientes y no sé si algo de esto te sirve.
Sonreí sintiéndome rarísimo cuando dejé la bolsa de la compra llena de productos de higiene femenina. Mireia me miró como si tuviese monos en la cara.
—Has comprado de todo.
—No sabía cuál escoger.
Coloqué en la despensa los paquetes de pasta y los botes de conserva que había gastado y alguno más que sabía que a ella le gustaban. Mireia cerró la bolsa con sus cosas nuevas y se sentó en uno de los taburetes de la barra.
—Ciro... —me llamó dubitativa desde su sitio y me giré para verla—. Sole me ha dicho que me puedo quedar en su casa.
—¿Sabe que estás aquí?
—No, le dije que seguía en casa, pero que mi madre había vuelto a liarla. Ella no sabe nada de esto, es lo que acordamos...
—¿Te parece mala idea quedarte aquí? —la interrumpí intentando leer su rostro.
—No, no sé. Esto es... muy tuyo. Siento que invado todo tu espacio.
Me acerqué al taburete, sin tener ni idea de cómo expresarle lo que sentía.
—¿Estás incómoda? Quiero que te sientas en casa. —Iba a hablar, pero no dejé que me cortara—. Este es el lugar más seguro ahora mismo. He hecho algunas llamadas y ya sé quién es el camello que le vende droga. La idea es la siguiente, ¿vale? Voy a pagar lo que debe y después voy a buscar la manera de que no vuelva a tener ningún asunto pendiente.
—No voy a dejar que pagues la deuda. No te corresponde.
—¿Y a ti sí? —Asintió convencida—. ¿Tienes suficiente dinero para pagarla? —Silencio—. Entonces, no puedes pagarla.
—Te devolveré el dinero.
—No tienes que devolverme nada. No es un préstamo. —Abrí la caja fuerte del salón y saqué un fajo de billetes. Cogí tres mil para que no le faltara y se lo tendí—. Dáselo. Si no lo solucionamos ya, las cosas podrían empeorar.
Mireia se sorprendió, supongo que por ver tantos billetes juntos. Se puso nerviosa de pronto y no sabía qué hacer con el dinero. Le dije que nos reuniríamos esa misma noche con su madre, cerca de la equis, si es que podía llegar hasta allí.
Pensar en su madre me hacía acordarme de lo que había vivido y no le deseaba eso a casi nadie.
Una vez comimos, dudé si preguntarle de nuevo y dejarla hablar sobre por qué no quería quedarse allí conmigo. Tenía cierto temor de que fuera por mí, quizás por eso no quería escucharla. Pero más miedo me daba el hecho de que le sucediera algo. Cuando la dejé en la equis y tuve que esperar que regresara sentí que iba a asfixiarme.
La sensación fue horrible y volví a acordarme de mis padres. El día en que murieron tuve más miedo que en toda mi vida. Me di cuenta de que no siempre se puede volver atrás, de que hay cosas que no pueden arreglarse, cosas que se pierden para siempre. Esa noche volví a sentir ese miedo corrosivo. Se me pasaron tantos escenarios por mi cabeza que a punto estuve de salir y ver si todo iba bien.
Al cabo de seis minutos estuvo de vuelta y el alivio me inundó. Hasta que la vi limpiarse una lágrima. Aunque intentó disimularlo, lo noté.
—¿Ha ido bien? —La vislumbré preocupado.
—Sí, lo va a llamar ahora para dárselo. Me ha pedido perdón... Dice que estoy haciendo demasiado por ella, que debería cambiar y ser al revés, pero que no puede... —Se volvió a secar el agua del párpado—. ¿Por qué no puede?
Le apreté la mano, lo que hizo que me mirase.
—Porque es adicta, Mireia. No puede dejarlo. Sólo conozco tres maneras de salir de ahí y una no te la voy a decir —Me aclaré la garganta—: ir a un centro o que haya algo que la despierte.
—¿Cuál es la tercera?
—¿De verdad quieres saberlo? —Asintió, un poco indecisa, pero al final se lo dije—. La muerte.
Ella palideció por un momento. No lo había pensado. Conduje de regreso y, una vez dentro del ático, la cogí de la mano para ir al sofá con la intención de contarle algo. Quizás eso la ayudara. Además, quería decírselo. Quería que lo supiera, aunque eso me hiciese acordarme de todo. Pero al final no le dije nada.
Encendí solamente las luces tenues, lo que le daba a la estancia un toque más relajante. Su rostro estaba débilmente iluminado por los farolillos y pude ver que estaba cansada. La invité a acomodarse en mi hombro y ella aceptó. Se acurrucó a mi lado abrazándome el pecho. La rodeé con un brazo por la espalda.
—¿Desde cuándo consume?
—No sabría decirte exactamente. Desde hace unos ocho o nueve años.
—¿Sabes qué la llevo a hacerlo? No hace falta que me lo cuentes si no quieres, sólo responde sí o no.
Asintió en repuesta.
—Quizás puedan ayudarla en un centro de desintoxicación.
—Se negaría, además, no puedo permitírmelo.
—Dejando a un lado el dinero, hoy se ha disculpado. Creo que es un paso a favor.
—Ciro, no puedo dejar que hagas eso.
Coloqué un dedo sobre sus labios, callándola.
—Ni lo menciones.
Ella apartó mi mano molesta.
—¡He dicho que no!
—Y yo que no lo digas.
Gruñó e intentó levantarse. La retuve a mi lado, a lo que empezó a soltar manotazos que evité fácilmente mientras me aproximaba aún más hacia ella hasta que finalmente se quedó sin una vía de escape. Resopló dirigiéndome una mirada de odio que poco a poco se suavizó bajo la intensidad de mis ojos.
Le brilló la expresión cuando acaricié su mejilla y me incliné dejando un beso en sus labios.
—Deberíamos aprovechar el tiempo que tenemos. ¿Te apetece ver una película? —Alcé las cejas varias veces. Ella se descojonó—. Hablo en serio... Luego ya veremos.
Intentó esconder una sonrisa y me dio un beso rápido.
—¿Tienes palomitas y Netflix?
—Faltaría más.
Dos horas después, habíamos visto su película favorita y yo me había dado cuenta de lo malditamente sensible que me había vuelto desde que la conocía. No tenía ni idea de cómo lo había hecho, pero había puesto todo mi mundo patas arriba. El final fue triste y, aunque ella hizo de tripas corazón, se le saltaron algunas lágrimas y a mí me dio no sé qué verla así.
La luz estaba apagada y nosotros seguíamos acurrucados en el sofá. Besé su pómulo y permanecí en esa posición, rozando su piel y embriagándome con su aroma.
—Quiero que me dejes hacer esto. Quiero ayudaros —murmuré. Mi voz salió ronca.
—Tú no puedes ayudarnos —musitó en un hilo de voz—. No quiero que lo hagas. Por gente como tú ella es adicta. No puedes pretender arreglar algo con lo mismo con lo que lo has roto. Aunque tú no lo hayas hecho directamente.
Tenía razón. Y eso me afectó aún más.
—¿Qué piensas hacer si no te ayudo? ¿Vas a volver a casa? ¿Y qué pasará cuando vuelva a deberle dinero? Es peligroso que continúes viviendo con ella. El mundo de la droga es así, Mireia, cuando el dinero no llega, corre la sangre. Voy a dejar que te lo pienses, quiero que lo decidas tú.
Hubo un silencio entonces. Esperaría a que ella meditara esa opción, lo haría porque no quería que fuera ningún cero a la izquierda. Quería que estuviese a mi lado y fuésemos un equipo, pero más que eso quería que decidiese si estar aquí o no. Aún no había podido sacarme de la cabeza lo que había dicho sobre estar aquí unos días.
Sólo eran unos días. Si luego ella no quería vivir conmigo, la entendía. Quizás era pronto para compartir tanto, pero ni de lejos dejaría que volviera a casa de su madre.
—Puedes irte con Sole cuando quieras. No quiero retenerte aquí. Aunque me encantaría levantarme todos los días a tu lado, no me gusta nada que te sientas incómoda.
—Son miles de cosas, Ciro. A mí también me encantaría, pero me da miedo... —Oírla decir aquello, que tenía miedo de lo que pudiese pasar, me quebró por dentro. Sabía que tenía razón, la tenía..., tenía toda la maldita razón del mundo. Y yo también tenía miedo. Con una mano, acaricié su barbilla y la atraje hacia mí lentamente—. Nil tiene razón en lo que dijo —Rocé sus labios con los míos—, esto es secreto, no podemos arriesgarnos tanto...
Me siguió el beso. La tumbé a un lado para colocarme sobre ella. Acaricié su pelo mientras mi lengua rozaba la suya con delicadeza. Pasó sus manos por detrás de mi nuca, profundizando el contacto. Deslicé las yemas de mis dedos por su cuello y su clavícula. La besé con ansias. Esa semana había sido complicada entre que ella no me hablaba, que Nil me llevaba frito con la ruta a Francia y otros asuntos pendientes.
Mireia me arañó el cuello cuando notó la presión en una parte concreta. Dejé escapar un gruñido al tiempo que mordía su labio. Quería hacérselo allí mismo. Bajé besándole el cuello y enterré mi cabeza en él, envolviéndome en el olor de mi gel de baño en su piel.
Pero en todo momento noté cierta desesperación en sus movimientos, saboreé el miedo que calaba sus entrañas, como si esa fuera nuestra última vez.
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