Capítulo 20 | Perder más
Mireia
Las heridas más profundas son las que no se ven, aunque desearía no haberlo sabido nunca. El lunes pasado aún seguía latente y eso que ya era viernes. No me había molestado lo que había dicho Ciro, me había dolido. La culpa no era de mi madre, al menos no toda. La mayor parte la tenía mi padre por habernos abandonado, por haberla dejado sola a cargo de una casa y una niña, por haberla hundido después de tantos años juntos.
Cuando subí a casa, ya había empezado a llorar. Fue inevitable. En cuanto entré mi madre me divisó desde el salón. Estaba apagando un cigarrillo en el cenicero. Corrí hacia ella y la abracé. No supe muy bien por qué ni nada, pero lo hice. Para mi sorpresa, ella me correspondió y mi llanto se volvió más fuerte.
No tenía ni idea de cuánto necesitaba un abrazo maternal hasta ese instante. Y cómo me alivió por dentro...
Esa noche me consoló acariciándome la espalda y el pelo. Quise decirle que ojalá siempre fuese así, como una madre de verdad, pero me callé. No quería estropearlo. Quería que siguiera a mi lado hasta que consiguiera dormirme, aunque al cabo de un rato fui yo la que se apartó y se fue.
Una vez en la habitación me pregunté si de verdad había agotado todos los medios para ayudarla a salir de la adicción. A veces, intento hacer memoria. No sé cuándo comenzó a drogarse, la verdad es que no fui consciente hasta que ya fue demasiado tarde, cuando dejó de esconderse y le dio igual todo.
Después de la discusión con Ciro, no había vuelto a saber de él. Me llamó un rato después de irse, en la madrugada, cuando yo aún estaba despierta; pero no se lo cogí. De no ser por Nil no hubiera sabido que era el capo. Esa noche comprendí más a fondo lo que significaba el peligro y no me gustó nada.
Si no lo hubiera sabido, el peligro a mis ojos hubiese sido menor y habría iniciado una relación con él sin preocupaciones. Ni siquiera habría dudado en aceptar el viaje a Grecia. Sin embargo, sabiendo su importante papel me andaba con pies de plomo a la hora de decidir si arriesgarme o no. Al fin y al cabo, la que más perdía era yo.
Me molestaba que no hubiese salido de él contármelo después de un viaje como el que habíamos hecho. Parecía que nos habíamos vuelto más cercanos el uno al otro, pero seguían separándonos muchas cosas. Él no tenía intención de contármelo. Porque podría haberlo hecho cuando me dijo que su mundo era peligroso. ¡Y tanto que lo era!
La noche del viernes Sole quería salir, pero yo no tenía ganas de nada y Lucía estaba un poco depre. El tal Raúl era un interesado. Si ella le decía de quedar, no podía nunca; pero si él quería, se veían. Así que cada una se quedó en su casa lamentándose de sus penas o buscando por internet las prendas de moda del verano (en el caso de Sole).
Serían allá por las una y media de la mañana cuando me despertó un estruendo. Fue como si se hubiera volcado un mueble. Me levanté restregándome los ojos y salí al pasillo. Escuché otro ruido y luego los cajones abrirse sin parar. Supe qué pasaba cuando una figura enmascarada apareció frente a mí.
Por un instante se me paró el corazón. Habían entrado otra vez. Mi pecho latió descontrolado cuando el tipo me cogió por el brazo y me arrastró hasta el salón sin que yo pudiera reaccionar siquiera.
—Mira qué tenemos aquí.
Me empujó dentro. El otro tipo dejó de rebuscar en las lejas de un armario para mirarme. Este también iba con una máscara que le ocultaba el rostro. Ambas caretas eran de una calavera y hacían la escena mucho más espeluznante. Lo único que alumbraba la estancia el salón era la pantalla del televisor.
El hombre tiró de mí.
—Niña bonita, vas a darnos todo el maldito dinero. La ignorante de tu madre aún nos debe mucha pasta.
—Os... Os daré lo que tengo —balbuceé a punto de darme un síncope.
Los tipos se echaron a reír.
—Ojalá que sea así porque no queremos irnos con las manos vacías.
Aunque no se les veía la cara, por sus vestimentas podía saberse que vivían en algún barrio bajo de la ciudad. Eran mandados, intermediarios, quizás también sicarios. Me instaron a que les diera el dinero, así que cogí mi bolso y les di los sesenta euros que me quedaban en efectivo.
—¿Esta mierda? —cuestionó el primer tipo—. Son más de dos mil, estúpida.
—¿Qué...? —Ahogué un grito. Ni siquiera tenía ese dinero en la cuenta del banco.
No me podía creer que mi madre, contando los mil que ya le había dado, debiese más de tres mil euros a los tipos de la droga. Si no fuera por la situación en la que me encontraba, le gritaría hasta que me escuchara la policía.
—No..., no tengo tanto dinero.
—¿Que no? Es una pena.
Le hizo un gesto a su compañero, que fue al recibidor, y a mí me lanzó contra el sofá bastante cabreado. Cogió a mi madre por la barbilla apretándole los mofletes y le dijo en tono amenazador:
—Me trae por culo vuestra miseria. Queremos el puto dinero.
—Cuando tenga os lo daré, joder —le contestó sin temerle siquiera.
—Deberías saber que no tenemos mucha paciencia. A la próxima nos cobraremos de una forma u otra.
Me lanzó una mirada altiva que me caló las entrañas. El otro hombre le dijo que ya habían terminado allí y se largaron sin más. A mí aún me temblaban los huesos cuando fui a buscar mi móvil y llamé a la policía. Me dio igual todo en ese momento, si le caía pena de prisión o lo que fuera. No podía seguir así.
Se escuchó la voz de un locutor al otro lado preguntando lo que había pasado.
—Han entrado en mi...
No pude terminar porque mi madre me arrancó el puñetero móvil y lo lanzó por la ventana.
—¿Tú quién coño te crees que eres?
—¡¿Es que no eres consciente de lo que acaba de pasar?! Han entrado sin más en casa y nos han amenazado.
Estaba histérica, agotada mentalmente y muy asustada. Miré hacia abajo y comprobé que, por desgracia, el móvil ya no volvería a encenderse jamás. Había reventado contra la acera. Cuando me di la vuelta para seguir gritándole ya no estaba allí. Respiré hondo y encendí el teléfono no-rastreable desde el que me había llamado Ciro el lunes pasado.
A pesar de que no quería meterlo en los jaleos de mi madre, aquello me estaba superando y no me quedó otra que recurrir a él. Estaba nerviosa y me sentía insegura, expuesta al peligro. Habían entrado sin más...
Le devolví la llamada. Contestó enseguida. Mi voz lo alarmó, pero es que todavía tenía el susto en el cuerpo.
Aunque escucharle fue un alivio, mi labio temblaba sin parar y rompí a llorar.
—Han... Han venido. Estoy bien, pero no..., no sé qué hacer. Nos han amenazado y...
—Voy a por ti —me cortó—. ¿Siguen allí?
—No, ya se han ido.
—Cierra la puerta a cal y canto. Te llamo cuando esté.
Hice lo que me pidió y a los quince minutos ya estaba allí envolviéndome entre sus brazos. Le conté lo que había sucedido, pero aún tenía la mirada de aquel rostro oculto en mi memoria.
—Te vas a venir conmigo al ático.
—No —me apresuré a decir. No pensé en otra cosa más que en que no podía irme con él.
—No te voy a dar otra opción.
Iba a replicarle cuando pareció que alguien tocaba la puerta. Me tensé de inmediato.
—Tranquila, es Nil.
Me hubiera relajado al saber que era alguien conocido, sin embargo, fue todo lo contrario. Me inquieté al adivinar que aquello era más serio de lo que a mí me parecía si había decidido llamar a Nil. Los escuché susurrar y luego vino Ciro de nuevo diciéndome que tenía que irme con él. Su amigo no se lo tomó bien, pues sabía que era un riesgo.
Yo me negué en rotundo, pero al final se salió con la suya. Por un lado, tenía mucho miedo y no quería quedarme allí después de lo que había pasado. No obstante, aunque ella era la que los había traído hasta allí, tampoco quería dejarla sola.
A regañadientes, cogí ropa para una semana y me fui. Nil se quedó hablando con Ciro cuando yo entré en el coche. Dejé el macuto a mis pies con la esperanza de que aquello terminara pronto. Entonces, oí que Nil le decía que yo seguía molesta. Al parecer, Ciro ya sabía que había sido él quien me había confesado la verdad.
Había estado enrollándome con él sin saber quién era realmente. Porque, aunque no se lo haya demostrado, me acojonaba que flipas que fuera el cabecilla. Lo cierto es que él era bueno conmigo, me quería y me cuidaba, pero manejaba negocios ilegales y se movía en ambientes clandestinos.
Dejé escapar el aire cuando subió y pusimos rumbo a su ático. La noche parecía tranquila cuando veía pasar los altos edificios por la ventana, incluso parecía más segura cuando salimos a la avenida y las farolas lo iluminaban todo mejor. Ciro no dijo nada en todo el trayecto y yo tampoco.
Dejé el macuto en un taburete y me sentí incómoda.
—¿Tienes habitación de invitados? —murmuré. Me ponía nerviosa estar allí, pasar más tiempo con él, pero sobre todo habitar en su espacio.
—¿Estás de coña? —exclamó antes de coger mi mochila con ropa y adentrarse con ella al pasillo.
Maldije para mis adentros cuando lo seguí hasta el dormitorio, justo al final finalísimo del pasillo.
—¿Vas a dormir en el sofá?
—No.
Hubo un duelo de miradas hasta que Ciro dejó caer la improvisada maleta en un sillón.
—Estás en tu casa —volvió a decir la misma frase que me había dicho cuando llegamos a los Pirineos.
Resoplé antes de volver a ponerme el pijama. Entré al baño privado que tenía en la habitación y me cambié todo lo lenta que fui capaz. No debería estar enfadada con él por haberme dicho que la culpa era de mi madre, porque él no sabía que en verdad era de mi padre, pero algo dentro de mí me decía que corriera hacia casa sin mirar atrás.
En el baño, aún se olía a Ciro. Tenía la toalla colgada, la alfombra sobre la mampara, un perfume de Giorgio Armani en el lavabo y el cesto de la ropa sucia hasta arriba.
Salí peor de lo que había entrado porque aquello no era como estar pasando unos días en los Pirineos, tampoco como estar de fin de semana en Grecia. Sentía que invadía su privacidad, sus cosas personales, sus hábitos y su intimidad.
Estaba regulando la temperatura de la habitación cuando salí. Se sentó a los pies de la cama y me miró a la espera.
—¿Qué pasa?
—¿Por qué sigues molesta conmigo?
—Me parece que ya te lo dije.
—Nil es un bocazas. No quería que lo supieras precisamente por esto.
Me crucé de brazos y respiré hondo, intentando no perder la paciencia. Aún seguía de pie en mitad del dormitorio y a cada segundo que pasaba más de los nervios.
—¿No pensaste en decírmelo cuando me avisaste del peligro de vernos en secreto? ¡Porque es un factor bastante importante!
Se levantó, aproximándose un paso hacia mí.
—Eso ya lo sabías cuando cogimos el avión, Mireia.
—Pero no lo sabía por ti. Tuve que enterarme por Nil, así que no intentes escaquearte.
Lo rodeé para tumbarme en el lado de la ventana. Ciro me siguió y me volteé para verlo de frente.
—Está bien. Lo siento. Debiste saberlo todo... —dijo bajando el tono de voz y cogiéndome la mano—. Pero entiéndeme que quiero mantenerte todo lo lejos posible de mi mundo. Es mejor que no sepas nada porque lo que hacemos no está precisamente bien visto por la ley.
Me atrajo tirando de mi mano hasta coger mi cintura. No pude mantenerme firme bajo esa mirada.
—Si estás aquí es para alejarte de toda esta mierda —pronunció acariciándome el pómulo con la yema del pulgar—. Si te hubiera pasado algo esta noche...
Lo silencié con el dedo índice sobre sus labios. Podía notar el dolor en sus palabras. Lo abracé queriendo quitar parte de la impotencia que sentía al no poder controlar lo que ocurría con mi madre. Fue uno de esos abrazos que duran minutos y te renuevan por dentro. Me acunó el rostro con una mano y se inclinó poco a poco, como esperando que dijera que sí.
No me aparté y nos besamos. Luego, nos tumbamos sobre el colchón, abrazados y sintiéndonos más calmados ahora que estábamos juntos. Un sexto sentido me avisó de que, sea lo que sea lo que nos esperaba, iba a ponernos a prueba. Lo sabía.
No tardé en caer rendida, pero antes de hacerlo, escuché que decía:
—No te buscaba, pero necesitaba encontrarte. Y ahora... no quiero perderte.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro