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Capítulo 11 | Malas decisiones

Ciro

Había pasado una semana. Una puta semana. No había sabido nada de ella desde que me fui de su piso, a pesar de que le dije claramente que me mantuviera informado. Había reprimido todo lo posible las ganas de ir hasta allí. Lo que había ocurrido con su madre me tenía muy inquieto. Había intentado averiguar junto a Nil quién cojones le vendía la droga, pero no había dado con nada.

La última reunión con Víctor había fracasado, en todos los sentidos. Se había negado a proseguir con la alianza, saltándose los acuerdos y toda la mierda. Pero sabía lo que pasaría si hacía eso y había ido preparado. Debería haberlo visto venir. Habían llovido balas en la maldita sala de reuniones y había escapado.

Lo tenía en busca y captura, vivo o muerto. No sabía con quién se estaba metiendo si esperaba irse de rositas. Romper un acuerdo significaba la muerte. Siempre había sido así.

Me había pasado frenético toda la tarde sólo de pensar que Víctor andaba suelto y yo no tenía noticias de ella, así que decidí hacer una locura. No lo soportaba más. Sabía que no debería de estar así por una chica con la que sólo había pasado unos días, sin embargo, sabía perfectamente que ella no era sólo una chica con la que había pasado unos días.

Me importaba.

La llamé al teléfono no rastreable a eso de las siete. Tardó en cogerlo, la llamada casi se corta cuando descolgó el auricular.

—¿Ocurre algo?

Había anhelado su voz. Casi me despisté de mi objetivo.

—Mireia, un taxi va a ir a recogerte a las ocho y media y te dejará en la equis —le comuniqué con toda la tranquilidad que pude porque tranquilo era lo que menos me sentía—. ¿Recuerdas el lugar?

—Sí —respondió nerviosa.

—Allí nos vemos.

No esperé a que preguntara para qué la quería, si pasaba algo, nada. Colgué. Le pedí un taxi y le ordené que la dejara justo al lado de los ascensores porque era el lugar más seguro que conocía. La voz de la taxista me calmó un poco cuando aceptó. Le dije además que la volvería a llamar esa noche para recogerla en el mismo sitio.

La verdad es que era una locura en toda regla. La había citado para poder hablar y decirle que las cosas iban a cambiar a partir de ahora. Mientras siguiera en posible peligro iba a hacer todo lo que le dijera. Porque si no lo hacía tenía claro que acabaría por volverme majara.

A las nueve menos veinte entré en el parking y bajé hasta la planta -3, que era de la que teníamos las cámaras pinchadas y repetían las mismas grabaciones de una semana tipo. Había aparcado el coche no demasiado cerca de los ascensores, pero sí lo suficiente como para que ella me viera. La esperé fuera, apoyado en la puerta con los brazos cruzados.

Eran casi las nueve cuando las puertas se abrieron y Mireia apareció. Las pulsaciones se me dispararon y me maldije por ello, porque de no ser así las cosas serían muy diferentes. No pasé por alto que vestía unos pantalones cortos de talle alto en color crema y una camiseta blanca ceñida. Un bolso azulado colgaba de su hombro. Sus largas piernas me trajeron un fugaz recuerdo de esa noche.

Me aclaré la garganta en cuanto estuvo cerca.

—Te dije que me mantuvieras informado y no he sabido nada de ti desde hace más de una semana. ¿A qué coño juegas? Esto es serio.

La observé sin moverme.

—¿Quieres dejar de repetirme eso? Ya sé que es serio, soy yo quien está en el peor sitio —me espetó mientras se quedaba a una distancia prudencial—. Me dijiste que a la mínima te llamara, pero no ha pasado nada.

—Te lo dije claramente: «Mantenme informado». —Hice mi máximo esfuerzo en no levantar la voz, pero esa chica estaba consiguiendo que perdiera la paciencia. O algo más que la paciencia, porque ya casi me hacía perder la cabeza.

Tuve claro que allí no podríamos hablar o se acabaría enterando hasta el Papa.

—¡Pues lo entendería mal! —exclamó y se puso a rebuscar en su bolso.

A pesar de que era pequeño, tardó en sacar unos billetes arrugados. Me los tiró al pecho y por acto reflejo los agarré antes de que se cayeran al suelo. La miré atónito.

—Pero ¿qué haces? —inquirí ceñudo—. No me digas que no has saldado la deuda...

Tuve ganas de cerrar los ojos y pedirle a su ángel de la guarda que tuviese paciencia.

Porque a mí iba a agotárseme.

—No necesito tu dinero.

Abrí los ojos como platos, esperando que no fuera lo que pensaba.

—Pero ¿has pagado la deuda, has comprado la puerta que te dije?

—Lo he hecho —Respiré aliviado al escucharla—, pero con mi dinero. No quiero deberle favores a nadie, mucho menos a la mafia.

Me reí al oír eso.

—Venga ya, si te doy algo de dinero, no le vas a deber nada a nadie.

Me ignoró.

—¿Por qué me has hecho venir hasta aquí?

—Sube al coche.

La conocía lo bastante para saber que me cuestionaría hasta la más sencilla de las reglas y empezaría a gritar sabiendo que sí tenía escapatoria, así que lo más prudente (y loco) era llevarla a mi ático. Necesitaba que acatase las normas y que dejara de pensar que yo era un cero a la izquierda. Quizás aún no lo sabía, pero yo tenía que estar al tanto de todo para que las cosas no se salieran de control. Eso o me desquiciaría.

—¿Estás de coña?

—¿Te parece que esté de coña? —Empecé a poner el tono más áspero, a ver si así entendía la situación.

No replicó, pero sí me lanzó una mirada asesina antes de dar la vuelta al Mereces-AMG y subirse.

No le dije nada hasta que no estuvimos entrando a la urbanización. Ella se relajó al saber que estábamos en un sitio que ya conocía.

—¿Confías en mí, Mireia?

Me miró como si le hubiese hecho la pregunta más difícil de toda su vida.

—Eso creo.

—No me sirve, ¿confías o no?

—Si estoy aquí, será por algo —mencionó y después asintió con los ojos un poco lagrimosos.

Aparqué en mi plaza de garaje y subimos por el ascensor hasta la última planta. Una vez estuvimos dentro, la invité a sentarse en el sofá mientras sacaba de la alacena un par de vasos.

—¿Qué quieres tomar?

—Agua.

Llené los vasos con agua y los dejé sobre la mesita del salón. Mireia se había sentado en el extremo más cercano al ventanal y estaba mirando el paisaje nocturno. Se podía distinguir la negrura del mar y la media luna. Me senté al otro lado del sofá en forma de L y fui al grano.

—Tienes que seguir unas reglas, no vale que vayas a tu bola —le dije muy serio.

Tomó un poco de agua y lentamente apartó la vista del vaso para posarla sobre mí. Su expresión estaba enmarcada por un temor incipiente, uno que poco a poco había ido saliendo a la luz desde que la recogí en el kebab la otra noche para avisarla de que quizás no estaba a salvo.

—¿Estoy en peligro?

—No, sólo es una precaución...

—Entonces, ¿por qué estoy aquí? —saltó a la defensiva—. ¿No se supone que era mejor que no me acercase a vosotros? —me taladró con mis propias palabras y se levantó enfadada.

Tragué saliva, intentando encontrar una respuesta coherente. Lo cierto es que no había nada de coherente en aquello. Aunque nadie tenía por qué ir a por ella si ya había desmentido que era amante de Nil, no podía quedarme sentado sabiendo que era un blanco fácil.

Espiré el aire con calma y le hablé desde la distancia:

—Era lo mejor, pero han surgido problemas y me preocupa que no estés a salvo.

No me miró ni cuando terminé de decir aquello, siguió jugueteando con la cortina y mirando cómo el mar se unía con el oscuro firmamento.

—Lo único que tienes que hacer es mantenerme al corriente. Decirme si todo va bien, si has visto algo sospechoso, cualquier cosa. No hagas como si no existiera. Esa es la regla número uno, la comunicación. ¿Sí?

Me devolvió la mirada y lo tomé como un sí.

—La regla número dos es que mientras dure la alerta no saldrás a menos que esté de día o estés con alguien de confianza, o sea, Nil o yo. —Hice una pequeña pausa para ver que asentía levemente—. Ahora estamos en alerta.

—Vale... —profirió con la vista perdida más allá del cristal.

—Regla número tres: pase lo que pase, veas lo que veas, no harás preguntas.

Mireia asintió con determinación y la mirada aún en el cielo. Tan sólo había empezado por las reglas más fáciles. Avisarme, no salir, no hacer preguntas. Ahora venía lo peor.

—Cuarta regla: esto permanecerá en secreto. Cualquier cosa que ocurra, cualquier contacto con nosotros, nadie debe saber nada. Ya lo hablamos en los Pirineos. —Asintió algo distraída, pero no le iba a gustar nada—. La regla cinco es la última. No replicarás nada de lo que diga que hagas por tu seguridad.

Su cabeza se volteó al oír aquello. Sabía que no estaría de acuerdo.

—Ni hablar, no haré lo que me digas.

—Sabía yo... —Dejé escapar una pequeña risa sin humor—. Mira, es una regla y punto. Esto es por ti, ¿ya lo has olvidado? Me has dicho que confías en mí.

—No es lo mismo.

—Es exactamente lo mismo —declaré, inflexible, al mismo tiempo que me levantaba con los niveles de paciencia llegando a su límite.

La señalé con el dedo índice.

—No me vas a llevar la contraria ahora.

Resopló y se dio media vuelta otra vez. En el reflejo del cristal podía ver que tenía los ojos entrecerrados, lucía un aspecto bastante cansado. Me acerqué para verla bien y, en efecto, estaba afectada. Busqué su mirada.

—Oye, Mireia, sé que es una mierda, pero es lo mejor que puedo ofrecerte ahora mismo.

—Ya.

La miré atentamente unos segundos antes de decidirme si entrar en lo personal.

—¿Estás bien? —le pregunté vacilante.

Me devolvió una mirada para después alejarse de mí unos pasos. Se puso a buscar la manivela de la puerta y, una vez dio con ella, la abrió para salir a la terraza.

A esas horas, se veían algunas luces de la ciudad y el mar Mediterráneo en calma. Salí tras ella, hacía tiempo que ni siquiera pisaba aquel lugar de ensueño. Verla allí, rodeada de ese magnífico paisaje, me hizo recordar la vez que estuvimos en los Pirineos y empezó a nevar.

Odiaba la nieve y el frío, ella tenía razón. Pero, a pesar de todo, amaba las montañas nevadas y los maravillosos paisajes que dejaba el invierno, me gustaba ver la escarcha formarse en las plantas, el viento helado azotar los árboles y tener una chimenea encendida en el salón. Por eso había adquirido esa casa perdida del mundo justamente allí.

Ignoró mis plantas mustias por el sol y por no haberlas regado desde que hui aquella noche y perdí el hilo de mi vida. Se acercó al muro para contemplar el panorama. Me puse justo a su lado, sin llegar a tocarla. La brisa marina le removía las greñas y algunos mechones. Quise apartarle uno cuando de pronto su mano me detuvo con ímpetu.

Nos quedamos mirándonos a los ojos en esa posición.

—No hagas eso —dijo al cabo de un rato.

Me soltó la muñeca. Volvió la vista al frente y cerró los ojos, dejando que el aire le acariciara la piel. No pude evitar sentir ansias de hacerlo yo también. Me di la vuelta hasta quedarme apoyado de espaldas. Eché la cabeza atrás y miré las pocas estrellas que eran visibles. Había especialmente una que me sabía de memoria...

Escuché una media palabra y giré la cabeza para verla con la boca abierta a punto de decir algo. Nada más verme la cerró y desvió la mirada.

—¿Has cenado? —le pregunté con entusiasmo. La simple idea de nosotros dos cenando en la terraza me pareció magnífica.

—Sí y será mejor que me vaya.

Se separó del muro de forma repentina y comenzó a caminar con prisa hacia dentro. La tomé del brazo antes de que se marchara.

—No puedes irte todavía.

—¿Por qué no? ¿No me has dicho ya todo lo que tenías que decirme?

—Pues no.

Mireia gruñó y se zafó de mi agarre, pero se mantuvo en el sitio. Al final se quedó a cenar. Preparé unos filetes a la plancha y salteé unas pocas verduras congeladas mientras ella sacaba unos platos a la terraza. Puse algo de música de fondo en el equipo de sonido. Sonaba Boys Don't Cry de The Cure cuando saqué la cena y la coloqué sobre la mesa.

Encendí la lamparita que había en la pared y después me senté frente a ella. Cenamos en silencio, disfrutando de la playlist de The Cure del Spotify. De repente, me di cuenta de que se había puesto Friday I'm In Love y me sentí ridículo.

Era viernes y yo no podía dejar de mirarla llevarse el tenedor a la boca. Era una sensación extraña, como si su simple presencia le diese color a todo.

—¿Qué tal la cena?

—Está buena.

—¿Café? —le pregunté viendo que ya había terminado. Dejé mi tenedor tras el último bocado y permanecí recostado en la silla observándola.

—Con leche. Gracias.

Recogí la mesa sin dejar que se levantara. Preparé los cafés y los traje.

—¿Quieres que entremos mejor? —dije al ver que estaba encogida. El aire venía algo más frío por la lluvia que se aproximaba esa semana.

Entramos y nos acomodamos en el sofá. Esa vez me senté a su lado. Quería decirle que no sintiera miedo, que iba a hacer todo lo posible. Quería que me creyera, que confiara en mí. Quería que me contase qué la tenía así, por qué no sonreía. Quería besarla, acariciar la piel de sus brazos y sentirla cerca. Quería... Quería algo que no sabía expresar con palabras.

—¿Te quedaba algo por decir? —Carraspeó.

Si ella supiera... Quería decirle tantas cosas y al mismo tiempo no podía. Sabía que aquello no iba a terminar bien, pero no podía hacerlo, no podía mirar hacia otro lado sin más.

Tenía que decirle que me llamara cada dos días, para decirme que todo estaba en orden. Tenía que decirle otra vez que me hiciera caso. Tenía que decirle que se lo tomara en serio, que no estábamos jugando a los polis y a los cacos, que este mundo era peligroso.

Y al mismo tiempo quería decirle que ojalá todo eso sólo quedase en nada.

Sin embargo, no quería sacar el tema cuando habíamos estado tan tranquilos en la cena. Quería que se sintiese bien, que sonriera un poco. Necesitaba escuchar su risa y mi nombre salir de su boca.

No me di cuenta de que se había terminado el café y que se disponía a levantarse para irse.

Detuve su impulso a medio camino y, sin ser mi intención, perdió el equilibrio y acabó prácticamente encima de mí.

—¿Se puede saber qué intentas, Ciro? —cuestionó irritada.

Por primera vez desde que nos habíamos visto había dicho mi nombre. Con el brazo que tenía libre se recogió el pelo tras una oreja y me miró con la frente arrugada instándola a que la soltase.

—No intento nada —afirmé para un momento después acercar con una mano su rostro al mío y besarla en los labios.

Todo en mi cabeza explotó. Era como un reloj desacompasado que cada vez iba más rápido y, cuando alcanzaba su velocidad límite, la presión se volvía demasiado grande como para permanecer encapsulado.

A Mireia no le llevó ni dos segundos seguirme el beso. Éramos un imán que cuando se acerca se atrae y cuando se aleja pierde magnetismo. Se sentó sobre mi regazo dejando las piernas a mi derecha. Me hice hacia atrás hasta que mi espalda estuvo contra el respaldo mientras que mis brazos la envolvían pegándola a mí.

De pronto la temperatura de la habitación parecía haber subido diez grados. Nos detuvimos para respirar unos segundos en los que me planteé seriamente dónde estaba el Ciro que había sido durante toda mi vida. ¿Qué había hecho esa chica con mi cordura?

Pasé la palma de mi mano por debajo de su camiseta, acariciando cada centímetro de su espalda. Deseé quitársela y poder llegar hasta los hombros. Espiré una bocanada de aire contenido cuando pasé bajo el broche de su ropa interior. Me vino el recuerdo de mi mano rozando sin impedimento toda su espalda como si fuese una obra de arte que no se puede tocar.

Mireia me besó lenta y superficialmente los labios. Rozó la piel de mi nuca, dejando caricias placenteras en donde comenzaba a nacerme el cabello. En todo momento mantuve los ojos cerrados, dejándola hacerme lo que quisiera. Sus manos bajaron al cuello de mi camisa y sus dedos se perdieron bajo la tela. Comenzó a desabrocharla con paciencia.

Abrí los ojos y me recreé en su rostro concentrado en la tarea. Esa noche me había puesto unos vaqueros apretados sin pensar siquiera en lo incómodos que era llevarlos puestos justo entonces.

Cuando llegó a la altura de la cadera y el resto de la prenda quedaba dentro de los pantalones, empezó a recorrer con la mirada mi pecho al desnudo. Manoseó mi piel tersa dibujando con sus dedos una estela que avivaba mis sentidos. La camisa no estaba lo suficientemente abierta como para poder ver mi tatuaje.

Lo repasaba todos los años porque no quería que se borrara. Lo hacía cada dieciséis de junio.

Volví a cerrar los ojos.

Por algo irracional quería que lo viera de nuevo, que lo contemplase y me preguntase más por ese día, que indagase en la herida. Quería abrirme frente a ella, quería que supiese que no era ese hombre insensible que todos veían a simple vista. Quería que me abriera en canal y hurgara en mi interior. Porque sólo ella había conseguido calmar mis demonios internos.

Subí una mano por su muslo, llegando hasta la parte más alta que quedaba bajo sus pantalones cortos. Rocé su ropa interior y retrocedí con miedo.

Miedo a las emociones que había empezado a sentir con ella.

Miedo a que todo saliera mal.

Mireia se ayudó asiéndose a mis hombros para cambiar de posición y colocarse a horcajadas sobre mí. Encajó su cadera sobre la mía y estoy seguro de que notó esa presión puntual. Vi que empezaba a hiperventilar, vi cómo se quitaba la camiseta y la dejaba caer a un lado, vi el deseo en su mirada cuando arañó la piel de mi abdomen buscando que reaccionara.

Pero estaba embelesado y enardecido al verla así.

Vestía un sostén blanco sencillo, apenas una puntilla de encaje.

Sacó mi camisa de los pantalones y yo mismo me la quité. El calor me abrasaba tanto como a ella. Me lancé a besarla, cogiéndola en peso y caminando a ciegas por el ático. Maldito sea el arquitecto que puso el dormitorio al final del pasillo. Llegamos hasta allí después de chocarnos varias veces, deteniéndonos a besarnos con más intensidad cuando la pared se interponía en nuestro camino.

Mi dormitorio estaba a oscuras y tanteé para dar con la luz, aun cuando creía saber dónde estaba con los ojos cerrados. Esa mujer nublaba todos y cada uno de mis sentidos. Una tenue luminosidad abordó la estancia, dejándonos ver jadeantes y ansiosos. La tumbé sobre la colcha oscura y comencé a besarla desde la clavícula, pasando por su pecho y alcanzando la parte baja de su vientre.

Sus dedos recorrían mi pelo corto con un deseo lejos de extinguirse y eso me disparó las pulsaciones. Estaba a punto de desabrochar el botón de su pantalón cuando el teléfono vibró en el bolsillo de mis pantalones.

La miré disculpándome, pero tenía que coger la llamada.

En cuanto vi que era Nil el que me reclamaba, salí por la puerta de cristal que daba a la terraza y descolgué.

—Ciro, tenemos a Víctor. Vivo.

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