Capítulo 10 | Peligros
Mireia
Muchas cosas suelen pasar desapercibidas a simple vista y sólo si se rememora lentamente, trozo a trozo, depurando la información relevante, se puede ver más allá.
Ver a Ciro había sido peor de lo que esperaba. Me había revelado que había ido a la discoteca para cerciorarse de que yo no estaba allí... ¿Qué me quería decir? A saber. Era imposible ver más allá sin ilusionarse. ¿Acaso Sole tenía razón y él me estaba buscando para verme? No lo creía. No quería creerlo.
Había vuelto a pasar otra semana y cada día soportaba menos estar en casa. No podía ver a mi madre drogada por el salón, no podía oler la marihuana o el tabaco. Me resultaba repugnante y no sólo eso. Me hacía sentir horrible, porque no había nada que pudiera hacer para que saliese del agujero en el que había caído.
Había intentado seguirla un sábado por la tarde después de volver de los Pirineos, para ver adónde iba, si compraba droga y a quién. Pensé que era una buena idea hablar con el camello y suplicarle que no le vendiera, no obstante, cuando lo vi me eché para atrás de inmediato. A ese hombre lo había visto antes, estaba segura. Pero ¿dónde? En ese momento no supe decirlo.
Regresé antes de que me viera, con algunas dudas en mi cabeza.
Aún me costaba creer que el poco dinero que cobraba del paro se lo gastara en esas mierdas y cuando no... La verdad es que no tenía ni pajolera idea de dónde lo sacaba, pero pasaba las noches fuera. Quizás en algún bar de copas o vete a saber qué, aunque hacía tiempo que no la veía salir de noche.
Hablar con ella era difícil, saltaba a la mínima, me gritaba o rompía algo y yo terminaba enfurecida. Así que hablar no era una alternativa viable. Habían transcurrido años... y ella seguía hundida. Y yo no sabía cómo hacerle ver las cosas desde otra perspectiva.
Convivir cada día se parecía más a una tortura. No podía estudiar, me era imposible concentrarme. En los últimos días gritaba al teléfono. Al parecer la droga que compró se la había terminado y no podía pagar más. Ya había discutido con ella la noche anterior, pues quería que le prestase algo de dinero y yo no pensaba darle ni un céntimo.
Por ello, comencé a quedarme en la biblioteca de la universidad hasta tarde. El final del curso se acercaba y no podía echarlo a perder, no cuando estaba a un par de asignaturas de terminar. Ya había comenzado a trabajar en mi trabajo de fin de grado, sólo eran suaves pinceladas, no demasiado... Pero no importaba, estaba un paso más cerca de conseguirlo.
Esa tarde salí sobre las nueve. El sol se estaba poniendo y las nubes se habían tintado de un color rojizo. Iba de camino al metro, pero estaba cansada y tenía hambre. No sería capaz de cocinar ni un huevo, así que opté por pasar por el kebab que había en la calle siguiente. Iba a tomar hacia la derecha, el camino más corto, cuando vi un coche que ya no pasaba desapercibido para mí.
No era raro ver coches caros en Barcelona, pero ese concretamente lo conocía muy bien.
Mis ojos no tardaron en caer en la carrocería grisácea. Intenté fijarme si había alguien dentro, sin embargo, los cristales se veían oscuros bajo las sombras de los árboles en la tenue luz que iluminaba las calles. Aparté la mirada y, como si fuese lo más normal, giré a la izquierda. Antes de llegar al kebab, se me cruzaron decenas de situaciones en las que podría verme involucrada.
No podía negar que seguía teniendo miedo. Si Ciro me había advertido que no podían verme en el mismo sitio que Nil por precaución, significaba que el peligro no había pasado. ¿Podían ellos encontrarme?
Respiré de alivio cuando estuve dentro y el hombre que me atendió me preguntó qué quería tomar. Le pedí una caja de kebab con paratas fritas para llevar. Esperé sentada en una mesa mientras me calmaba un poco. Las dos primeras semanas habían sido más tranquilas, pero saber que Ciro merodeaba cerca de mí como si estuviese vigilándome me ponía los pelos de punta.
Pagué el pedido y rápidamente tracé un esquema del camino a seguir hasta la parada de metro. Caminé a paso deprisa por la calle, con temor de mirar tras mi espalda o a mi alrededor y ver a alguien sospechoso. Iba a cruzar la carretera y lo hice tan inesperadamente que me sorprendí al ver las luces de un coche.
Me detuve en seco y esperé a que pasara, pero se detuvo justo delante de mí.
El corazón me fue a mil.
Hasta que reparé en que era su coche. Bajó la ventanilla del copiloto y sin saludarme siquiera me instó a subir:
—Entra. —Su voz quería sonar severa, pero se pareció más a una súplica.
Tragué saliva, no sé si por alivio o porque iba a subirme en su coche. Porque, en efecto, no pensaba llevarle la contraria. Abrí la puerta y entré. Me di cuenta de que Ciro miró en derredor antes de acelerar con suavidad. Fue un minuto de silencio bastante incómodo. Yo estaba sentada con mi caja para llevar en una bolsita y el corazón palpitándome como si acabase de terminar una maratón. Él conducía sin más.
No lo había mirado desde que entré, intentando centrarme en mi cena. Hasta que habló.
—No deberías andar sola a estas horas. No, en verdad, no deberías andar a estas horas.
—Salía de la universidad... —comencé a explicarle hasta que mi voz se volvió un murmullo y desvié la mirada hacia el frente.
Ciro seguía con la mirada puesta en la carretera.
—Mireia, mírame —me pidió y eso hice—, puede que no estés a salvo del todo.
Fruncí el ceño. A pesar de que la preocupación era palpable en su voz, su rostro estaba sereno.
—¿Hablas en serio? —Ahogué un grito—. ¿No se suponía que...?
—No hablo sólo de ellos. Tenemos problemas... y es mejor que tomes precauciones.
Consternada, miré de nuevo la bolsita en mi regazo. «Puede que no estés a salvo del todo». Reprimí el miedo, reprimí el recuerdo de hacía diez minutos antes de llegar al kebab, reprimí la sensación de no estar a salvo en ningún sitio, la impotencia, el peligro. Lo miré desafiante.
—No pienso volver a huir.
—No lo harás. Por ahora no tiene por qué pasar nada.
Abrí la boca, pero las palabras no salieron.
—¿Es por Nil? —quise saber, al cabo de unos minutos, trémula.
Ciro estaba yendo en dirección a mi barrio. En cuanto escuchó la pregunta dejó escapar un pequeño suspiro.
—No exactamente.
No me dio más información. Le indiqué por dónde ir cuando nos acercábamos a mi calle y le pedí que parara antes de entrar. No había muchos metros que recorrer y era mejor que ninguno de mis vecinos viera que me bajaba de un coche como el suyo.
Iba a abrir cuando Ciro pulsó el botón de cierre y la manivela no se movió.
—Escúchame, esto es serio. Procura estar en casa cuando se ponga el sol. Tampoco salgas demasiado temprano, hazlo siempre de día.
Asentí, con las emociones gritando en mi interior. El pánico, la ansiedad...
Lo vi alargar la mano por la palanca de marchas antes de agarrarme de la mano. Me quedé ahí mirando el gesto, su piel tocando la mía, reconfortándome.
—Ten cuidado.
Asentí, confundida. La electricidad, la paz... Esa noche lo sentí todo a la vez. Metió un papelito en el bolsillo de mi mochila, pero no dijo nada. Pulsó de nuevo el botón y tras el clic abrí la puerta. Salí casi corriendo hasta el portón. Subí por el ascensor hasta encerrarme en casa con un único pensamiento azotando mis sentidos: estaba en peligro, de nuevo.
♡
Ciro me había dejado su número de teléfono, supuse que sólo para emergencias. Hice lo que me había pedido. Cuidé mis pasos el resto de la semana. Salí del campus antes de las siete y regresé en metro. Todo fue bien, había dejado de temer que alguien pudiese aparecer de la nada, aunque esa sensación de inseguridad seguía presente.
La verdad es que todo fue bien hasta el viernes cuando llegué a casa. El pánico regresó, me taladró la piel y se me coló dentro al ver que la puerta estaba forzada. Nuestro piso estaba al final del pasillo, no daba puerta con puerta con ninguno, así que nadie podía haberlo visto. Me coloqué la mano en el corazón y permanecí en silencio a la espera de que no se oyera ningún ruido. Una vez supe que no había nadie dentro, extendí la mano para empujar la puerta entreabierta.
El recibidor, el salón, todo estaba destrozado. Habían volcado los muebles, sacado los cajones y vaciado los armarios. Estuve a punto de echarme a llorar. Eché un vistazo al resto. Mi habitación estaba patas arriba y de suerte llevaba el ordenador portátil en mi mochila. Se habían llevado algunas de mis joyas...
La habitación de mi madre estaba igual, todo hecho un desastre. Llamé a mi madre y fui hacia la cocina. Estaba segura de que ella no estaba en casa, o al menos lo estuve hasta que llegué a la puerta de la cocina. Ella estaba tendida en el suelo, la habían golpeado.
—¡Mamá! —grité e intenté que me dijera algo—. ¿Qué ha pasado?
Abrió un poco los ojos, estaban rojos y ojerosos de haber estado sin dormir varios días.
—Han venido...
—¿Nos han asaltado para robar? —sollocé entre cavilaciones—. Pero si apenas tenemos algo... Voy a llamar a la policía.
—Si los llamas, me vas a meter en un lío —farfulló mientras intentaba apartarse de mí.
Entonces, sumé dos más dos.
—Ha sido tu camello, ¿verdad?
Mi madre calló, lo cual confirmó mi hipótesis.
—Joder... ¿Qué cojones has hecho, mamá? —imploré exasperada.
—Cierra el pico —me espetó casi sin aliento mientras se sostenía la sien—. Me duele la cabeza.
Las manos empezaron a sudarme.
—¿Sabes quiénes eran? ¿Uno, dos, los conocías?
—No —respondió con parsimonia e intentó levantarse.
Mi madre tenía una deuda con el camello, habían asaltado mi casa y yo debía tener especialmente cuidado con la mafia... No tenía ni idea de cómo iba a salir indemne de esa y tenía miedo. Tenía mucho miedo porque podía estar más cerca que nunca del peligro.
Sólo pude pensar en una persona.
Sin pensar, marqué el número de teléfono que había grabado en el móvil unos días antes. Ciro respondió al segundo tono.
—¿Quién es?
—Soy Mireia, yo... —No pude evitar que se me secase la garganta.
—¿Estás bien? ¿Ha pasado algo?
Su voz sonaba muy preocupada al otro lado.
—Estoy bien, pero... han asaltado mi casa. Mi madre..., no sé si...
Iba a explicarle que mi madre tenía una deuda cuando de pronto me cortó.
—Voy para allá.
Y colgó.
Estuve quince minutos mordisqueándome las uñas, pensando que en cualquier momento alguien cruzaría la puerta y nos haría daño. Había intentado poner el cerrojo, pero lo habían arrancado de cuajo. Respiré hondo, intentando convencerme de que no podía llamar a la policía o a mi madre la encerrarían. Por un instante, uno muy pequeño, pensé que quizá eso resolvería parte de mis problemas.
Pero no. No podría hacerlo. A pesar de todo, era mi madre.
Mi madre no había querido que la curara y ahí seguía, con la cara amoratada. Había llegado al sofá y se había dejado caer. No había dicho ni mu hasta hacía un par de minutos.
—¿A quién has llamado?
Tragué saliva antes de responder.
—A un amigo.
Me estudió con la mirada y volvió a guardar silencio. En unos segundos, ese amigo apareció por la puerta. Me asusté al ver que alguien empujaba la madera.
—¿Mireia?
Salí al recibidor. No estaba segura de si quería que mi madre lo viera. Cuando llegué, Ciro estaba cerrando la puerta tras de sí como buenamente podía. Vestía con un traje grisáceo, camisa blanca y un cinturón negro. Apartó con el pie un portafotos que estaba bocabajo. En cuanto lo vi, todo ese pánico se disipó y no supe muy bien qué hacía cuando lo abracé.
Ciro no dudó en envolverme con sus brazos. Me transmitió un calor reconfortante.
—¿Qué es lo que ha pasado? ¿Está tu madre?
Asentí y señalé la pared que daba al salón. Fuimos hasta la cocina, luego él cerró la puerta.
—Acababa de llegar a casa y la puerta estaba forzada. Han entrado... Se han llevado algunas cosas y le han hecho daño... Creo que ella debía dinero. Ayer me pidió que le prestase algo y yo le dije que no...
Me eché a llorar porque me sentí culpable. Sabía que mi madre llevaba días al teléfono, gritando e intentando retrasar el pago, me había pedido dinero y yo no se lo había dado.
Me volvió a abrazar. Encajé mi rostro en su cuello, respirando su aroma y acordándome de los días que pasamos en los Pirineos.
—Tranquila. ¿Estás segura de que han sido ellos?
—No —balbuceé—. Mi madre ha dicho que no los conocía, pero sé que debía dinero. Podría haber mandado a alguien a reclamárselo.
—Joder...
Me aparté de él y limpié mis lágrimas. Me quedé apoyada en la encimera. No pude desviar la mirada del suelo. Sentía que, si lo miraba a los ojos, caería presa. Por mucho que me había esforzado en olvidarme de él, no podía negar que lo que había pasado en los Pirineos, todo, había afectado a mi ser.
—Siento haberte llamado, pensé que podría estar relacionado. No sabía a quién acudir...
—Has hecho bien en decírmelo —articuló acercándose a mí.
Quizás demasiado, pero no podía retroceder. Alzó las manos y terminó de limpiar la humedad de mi cara. Me embobé en su rostro, en la barba cortita que le cubría la barbilla, en sus ojos claros.
De pronto se alejó.
—Deberías poner una puerta de seguridad.
—Ya.
Resoplé. Si eso era todo lo que tenía que decirme, preferiría no haberlo llamado. Avancé en dirección al salón, sólo tenía fuerzas para recriminarle a mi madre lo que había ocurrido porque estaba claro que aquello era culpa suya. Fui a abrir la puerta cuando Ciro me cogió por el brazo y me volteó. Se aproximó tanto que mi espalda chocó con el cristal de la puerta.
—¿A qué cojones te crees que estás jugando? —me demandó con un deje furioso en la mirada, al tiempo que mantenía cerrada la puerta con una mano sobre la misma. Su otra mano seguía sujetándome el brazo.
Lo vislumbré de tal manera que me entró un pequeño tembleque. De repente ya no era el chico que me había abrazado y susurrado que me mantuviese tranquila. No sé si era su cercanía arrasando mis sentidos o ese destello de ira que le nacía de repente.
—No estoy jugando a nada —escupí—. Suéltame. ¿A qué estás jugando tú? Un segundo eres amable y al otro un completo idiota.
Ciro se rio por lo que había dicho, pero a mí me tenía confundida.
—¿De qué te ríes? ¿Acaso tiene gracia? —Empujé su pecho para que me dejara libre. Si me quedaba un segundo más a esa distancia, las cosas iban a terminar muy mal—. Apártate.
—Quiero que me mantengas informado. —Me pasó el teléfono no-rastreable que me había dado Nil antes de irme a los Pirineos—. A la mínima me llamas.
Asentí y me liberó.
—Y no te lo tomes a la ligera, pon una puerta en condiciones...
Sin decir nada más, dejó unos billetes en la encimera y se fue pisando algunos destrozos que había en el recibidor. Me quedé patidifusa. ¿Se puede saber en qué momento decidí que era buena idea llamarlo?
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