El listón azul de Enseres
—No lo toques, se pondrá feo.
—Préstamelo un rato, anda.
Todo era feo aquí, como en los cuentos de brujas. Feo y seco. Por eso Enseres cuidaba mucho un listón azul que nunca se desamarraba de la muñeca. Aseguraba que el listón era parte de ella y que no podía quitárselo. La Voraz no soportaba la luz, así que no podía ver colores y no se daba cuenta de que lo tenía. Su mundo era gris. Hasta nosotras éramos grises. Parecíamos hechas de polvo. Todo el tiempo cavábamos los túneles que la Voraz necesitaba para moverse. El listón de Enseres era tan bonito. Me recordaba sueños más vivos que esta vida. A veces Enseres se ponía a hablar del sol. Decía que nosotras no pertenecíamos a este lugar oscuro, que éramos hijas del día. Enseres decía que el sol se sentía como una luz desbordada, sin fronteras, y que algún día volveríamos a sentirlo.
—Ya sé por dónde se sale.
—¿En serio?
No iba a decirme. Igual y estaba mintiendo. Rara vez hablábamos de huir. Quizá lo hacía para romper con la monotonía de esa parte arenisca del túnel. No era algo que fuera a suceder. Había dos formas de salir de allí: por un milagro o por ayuda de la muerte.
—Mañana te llevo, pero hay que tener cuidado porque hay trampas y muchas púas.
—¿Trampas? ¿De qué tipo?
Las púas aparecían siempre que nos topábamos con las cámaras de alimentación de la Voraz. Ella las ponía allí. Que hubiera trampas aparte de eso, era novedad.
—De comida.
—¿Viste comida?, Enseres, ¿viste comida?
No me contestó.
La Voraz nos convidaba los huesos y ya solo conocíamos el sabor del tuétano. Era parte del pacto. Éramos sus siervas, al igual que otras perdidas. Siempre andábamos en grupos de dos topos, así nos llamaba Enseres. A veces nos encontrábamos a otro par de excavadoras y a todas, como a mí, se les iban los ojos hacia el listón azul. Procurábamos siempre alejarnos antes de que eso sucediera. A la Voraz no le gustaba que peleáramos entre nosotras, aunque nunca intervenía. Esperaba el resultado y se comía las sobras. Nos perdimos en su territorio y nos ofreció una larga vida, pero esto no es vida. La vida sabe a café, a un pastel de manzana, a pan rancio, a un beso al amanecer, sabe a brisa marina. Ya había pasado mucho tiempo desde entonces.
Es difícil contar las horas cuando no puedes ver la luz del sol. Los días y las noches eran lo mismo. Por eso el mañana que prometía Enseres era una promesa larga. La Voraz iluminaba su guarida con antorchas para permitirnos hacer mejor nuestro trabajo, pero no servía contar el tiempo así porque nunca se apagaban. Las encendía con un fuego frío cuyo baile luminoso era ilusorio y eterno. Siempre se movían de la misma forma, como en un bucle. Yo sospechaba que el tiempo aquí se enredaba, ya que se sentía como si en un lapso corto hubiera cumplido veinte años varias veces.
Esa noche, o en la mañana, soñé que el listón de Enseres se desparramaba en un río y nos sacaba hasta el mar. Suspiré al clavar el pico en la piedra, tratando de olvidarlo. Los sueños no tienen cadenas, pero cansan. Es cansado soñar con la caricia del agua que te humecta la piel y despertar envuelta en sedimento con el cuerpo craquelado. Ya no quiero despertar de más sueños, muero por vivirlos. En un momento de reposo, estiré la mano para tocar la pulsera de satén. Enseres retrocedió y dijo que quizá me dejaría usarla cuando termináramos la sección. No insistí. Nunca me permitía tocar el listón e imaginaba que sería como posar los dedos sobre palabras de amor escritas en braille. Mis expectativas eran tan altas que podría decepcionarme si no se sentía de esa forma. Era mejor así.
—Oye, ¿te acuerdas de la música? —me preguntó Enseres. Alguna vez tocamos canciones románticas y de reclamo social. Nuestro instrumento era la guitarra. Me gustaba frotar el callo en las yemas de mis dedos y ya no está allí. Los callos se movieron a mis palmas. Otro indicio del paso del tiempo. Le mentí a Enseres, preguntando que qué era eso. La música era otro tipo de sueño, una fantasía envolvente vibrada al aire. No era real. Enseres comenzó a silbar una vieja canción de Nino Rota o Bravo, ya no estoy segura de quién compuso qué. Libertad, amores. Le pedí que se callara, no fuera a escucharnos la Voraz. Enseres estaba muy rebelde hoy.
—¿Cómo va la picazón? —me preguntó y como si me activara con sus palabras comencé a rasguñarme las costras. Tenía una quemazón intensa que se iba y venía. Me devoraba sobre todo en las piernas que lucían como la piel de un perro sarnoso.
—No te preocupes, ya casi es de mañana —agregó después de varios golpes de piedra, con el aliento entrecortado. Como si la llegada de la mañana fuera a traer alivio a mis lesiones. Se puso a recordar la forma en la que llegamos aquí, cuando las calles a medianoche nos encerraron en un laberinto que nos arrebató la luz. Cómo nos gustaría volver al tiempo antes de eso. Volver a despertar cubiertas por un edredón de nube; a comer pan tostado con mantequilla que se queda en los labios, a bañarse en una poza transparente y helada, a usar champú. Qué esponjoso se ponía el champú en el pelo. En verdad, debíamos hacernos de otro tipo de conversaciones porque teníamos una tendencia a hablar de cosas húmedas y era un mal vicio.
Descansábamos sobre la cama de arena que salía de lo que se rascaba a los túneles. Si topábamos con algún nido, usábamos el fuego para quemarlo. Si eran larvas, las comíamos imaginando que eran arroces. Esa vez soñé con olas de grava, como si mi entendimiento del agua se hubiera descompuesto y Enseres lo tomó como un presagio. Siempre me preguntaba mis sueños porque ella ya no soñaba.
—Ya estamos llegando —sonrió y volvió a clavar el pico de hierro. Púas. Habíamos dado con una de las cercas de la Voraz. Del otro lado no había más roca, sino una amplia oscuridad. Las flamas de las antorchas fueron jaladas por ese vacío. Me giré para volver por el camino escarbado, pues teníamos prohibido entrar allí, pero Enseres se recargó en el borde para descansar.
—¿Recuerdas al profesor de filosofía?
El profesor Eric, sí, lo recordaba. Se peinaba hacia adelante para ocultar la calvicie. Su mirada era pulcra, aunque te miraba las piernas a escondidas. Eso de la escuela se sentía como cuento de otro mundo, con personajes ficticios. Ese pasado ya no parecía el mío. Yo ya era de arcilla, árida como un Golem.
—Me gustaba cuando nos leía a Platón en voz alta —admitió Enseres, echando la cabeza hacia atrás sobre el muro terroso—. Siempre me imaginaba vestida con toga y sandalias.
Y aquí no valía imaginar. Si me permitía soñar era porque no podía evitarlo.
—Nos voy a sacar de esta caverna —dijo.
—¿Y si no quiero salir de aquí?
—Eso es normal, pero te acostumbrarás a ser libre. —Enseres golpeó la cerca de púas con el pico, una y otra vez. Varios guijarros se desprendieron del borde formando un pequeño derrumbe y la cerca reventó.
Me llevé las manos a la boca.
—¡La Voraz, Enseres, se va a enojar la Voraz!
—Shhh. —Alzó el índice mugriento frente a sus labios—. Está dormida. Solo despertará si comes.
—¡Si cómo qué!
Me jaló de la mano y al entrar en la oscura estancia vimos una vela pequeña suspendida en el aire. Por encima, estaba la Voraz, escondida en una larga grieta del techo.
—Veas lo que veas, no vayas a tocar nada. Espera mi señal y se abrirá un túnel de aquel lado. Es la salida.
Bajo nuestros pies se abultó una franja de suelo. Varios nódulos de tierra revuelta eclosionaron en platillos aromáticos de mantequilla y ajo; chorizos, crepas dulces, lasagna, palomitas de maíz, paella de mariscos, pay de limón, nieve...
Iba a explotarme la nariz, los ojos. Comencé a babear como criatura rabiosa. Estaba soñando de nuevo. Estiré la mano para tomar una pera de una montaña de frutas, pero Enseres me pescó diciendo que no. Yo ya no entendía palabras. Mi cerebro pensaba en cosas que debían deglutirse para comprenderse. Quería un bocado; un mordisco, uno pequeño. No tomaré más, lo juro. Solo probaré un poco, una pizca, una nada. Un lengüetazo, un sorbito. Mentira, mentira, me atragantaré, arrancaré un gran trozo de puerco; uvas, gelatina, pastel, jugo. Todo, todo, todo, lo quiero adentro de mis mejillas distendidas, tengo espacio.
—Necesito que retrocedas —dijo Enseres con una sonrisa que apenas le distinguí en el rostro manchado—. En cuanto alce esta manzana y la muerda, nos llevas lejos.
No me iré a ningún lado, me quedaré a comer. Meneé la cabeza sin despegar los ojos del banquete prohibido. ¿Por qué tenía que ser ella quien mordiera la manzana y no yo? Ella no ponía las reglas.
De pronto, Enseres hizo algo que me sacó del trance. Alzó el listón azul ante mis ojos. Se lo había quitado y brillaba como el amanecer. Me lo amarró a la muñeca. Luego dijo que quería que la llevara a la playa para ver el mar, tomó la manzana y la mordió. El espeluznante grito de la Voraz estalló en mis oídos. Su arpón descendió como un látigo y se enterró en el pecho de Enseres que, con la mirada, me recordó que corriera. Y corrí. Tropecé sin evitar mirar atrás. Enseres estaba siendo elevada hacia la oscuridad de la grieta. Conservaba la sonrisa a pesar de la lluvia roja que le bañaba el pecho. Sonreía como si fuera ella la que finalmente fuera a abandonar esta caverna. Olvidé hacia dónde iba, olvidé que huía, pero seguí la luz por instinto. El hueco que se abrió era estrecho como el canal de parto. Saqué un brazo y apoyé la mano en la brisa helada del exterior, me impulsé con fuerza, y con un rugido logré emerger de aquel agujero.
Yací por un largo rato allí, sobre crujientes hojas secas. La primera luz del alba fue un falso despertar, hasta que asomó el sol. Me protegí de los rayos con la mano que casi me condena. Cuando vi amarrado a mí el listón azul de Enseres, lloré.
Este es uno de los cuentos que escribí durante la Pandemia y se publicó en una antología por Amazon hace un año, aunque ni idea si alguien lo ha leído por ahí. ¿A ti qué te pareció?
Muchas gracias por leerlo. Quería hacerles un regalo tipo Grinch. La canción del video es la versión en español del Árbol del ahorcado, canción creepy que me gusta escuchar cuando estoy en modalidad tenebrosa.
Espero les haya parecido horroroso y poco adecuado para las fechas navideñas. Nos estamos leyendo.
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