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Prólogo

La luz de las velas no era suficiente para hacer justicia a la siniestra belleza del rostro de «Ella», ese ente misterioso que veía aparecer en sueños y que rondaba por su imaginación en una extensa galería de pasillos inciertos construidos con los personajes a los que Giulio les había dado vida en sus obras a lo largo de su existencia.

Su rostro era demasiado pálido, su manto traslúcido demasiado revelador que contorneaba las curvas gráciles de su cuerpo desnudo. Su cabello ondeaba como empujado por corrientes de aire que parecían brotar fuera del lienzo. Con el rostro levemente inclinado hacia un costado, veía sin compasión hacia la figura alada que se arrastraba hacia ella con la expresión suplicante mientras sostenía una espada rota en una mano y con la otra tiraba del manto aún no terminado que la cubría a ella. A su alrededor oscuridad, fuego lejano, figuras que lo observaban todo con espanto, morbo o fascinación, tampoco realizadas aún, pero ya trazadas sobre el lienzo en espera de recibir color, vida, emoción.

Giulio daba dos pasos hacia atrás cada tantos minutos para apreciar los detalles más destacables con ojo crítico. Era noche, muy noche, y todo el mundo dormía. Sólo las decenas de velas repartidas a lo largo de su taller revelaban su noctambulismo y su profunda inspiración, que debía sacar al momento si no quería que las ideas se revolvieran y se convirtieran en pereza.

La cara de «Ella» estaba terminada, un rostro muy particular, nunca antes visto por él en persona pero que, de alguna manera, había llegado a su imaginación como si hubiera sido retratado por fuerzas divinas, comprendidas más allá de su humano entendimiento. Los destrozos y los escombros de la catedral en ruinas alrededor de «Ella» y el ángel caído le habían tomado días, y continuarían haciéndolo porque aún requerían de profundidad y pulidez.

No es humana, le decía algo en su interior.

No, porque la imaginación era y no era humana al mismo tiempo. La imaginación era capaz de crearlo todo y en el mismo instante destruirlo, de enloquecer y sanar, de condenar y salvar.

Pasó el pincel por la mejilla de porcelana contorneada por un largo mechón de cabello negro que caía lacio hacia uno de sus pechos, y un ruido al otro lado de la puerta que conectaba con el pasillo lateral de la planta inferior lo hizo detenerse, interrumpiendo la melodía que tenía grabada en la mente y que había tarareado una y otra vez, imaginando escucharla mientras pintaba.

Recordaba que la última vez que había mirado el reloj mecánico instalado en la sala había sido la una de la madrugada. Había pasado a la cocina a robar un poco de vino y pan y se había encerrado en su taller desde entonces, satisfecho con los acontecimientos de la noche previa y de haber encontrado el camino despejado para evitar cualquier inconveniente con su padre, que de manera comprensible ya no se sentía cómodo con la presencia de Giulio en su casa.

Su tiempo de juventud temprana había pasado ya y era momento de que se mudara a su propia residencia. Tenía veinticinco años recién cumplidos, y aunque aún dudaba de formalizar cualquier decisión, era ya todo un hombre que vivía como un inquilino incómodo en una residencia donde estaba por fraguarse una familia nueva, como lo era la de su padre con su recién tomada esposa Laurelle, una mujer cinco años menor que Giulio que estaba ya esperando a su primer bebé.

Akantore, su padre, no le había pedido marcharse aún, y quizás no lo haría pese a que había demostrado abierta incomodidad cuando encontraba a Giulio departiendo con Laurelle, lo que no ocurría con mucha frecuencia precisamente para evitar cualquier tipo de malentendido, o para no incentivar más los rumores que comenzaban a circular por el pueblo y que Giulio creía una jugada ruin por parte de algún bravucón resentido contra su persona. Él y Laurelle sólo vivían en la misma casa porque amaban a una persona en común, Akantore.

Pero se iría. Lo haría pronto. En pocos días saldría de viaje con destino a Roma en respuesta a la citación de un Obispo mayor y planeaba dejarlo todo preparado para regresar a La Arboleda, pero no a la casa del lago de su padre, sino al pueblo, a una casona que planeaba comprar como una sorpresa para Lucilla, la mujer que amaba y con la que ya había hecho planes de casarse que por alguna u otra razón no lograban concretar.

Ella lo acusaba a él por su indecisión, por supuesto, y Giulio le daba la razón. La amaba más de lo que amaba a su propio arte, y era precisamente eso lo que lo asustaba, lo que congelaba sus palabras en su garganta, impidiendo que cuando la veía y yacía con ella en el lecho del amor, desnudos los dos, la pidiera ahí mismo para él bajo la sagrada unión del matrimonio, y borrara con eso cualquier rastro de incertidumbre que sabía que el paso del tiempo había sembrado también en ella.

Lo haría, de eso estaba seguro. Habían hablado de casarse una y mil veces; de la casa soñada que compartirían, de los hijos que tendrían y de los viajes que emprenderían en conjunto cuando Giulio fuera solicitado en distintas partes del mundo. Sólo Lucilla y él, y la vida que compartirían mientras el tiempo se los permitiera.

Algo se cayó al otro lado de la puerta. A juzgar por su peso, debió ser alguien tropezando. La naturaleza añadió un toque de drama a la escena con el estremecimiento del primer trueno que azotó en el firmamento, anunciando la apertura de una tormenta menor que esperaban para esa semana.

Giulio dejó el pincel sobre la boca ya salpicada de un jarrón que desde hacía tiempo no tenía agua y se limpió las manos en la túnica vieja que solía usar sobre la ropa para evitar ensuciarse cuando pintaba.

Los pasos torpes y pesados acercándose por el pasillo que conectaba el taller con un extremo lateral de la casa lo alertaron de la inminente discusión que le aguardaba. Su padre estaba de mal humor nuevamente, y ebrio.

Las puertas de su taller se abrieron con un estruendo que las azotó contra la pared y arrancó a una de sus bisagras, haciendo agitar las hojas sueltas de los cuadernos sobre las mesas y las páginas de los libros. El gallardo hombre que apareció bajo el marco de la entrada era alto e imponente, y emanaba un aroma penetrante a vino e hidromiel. Tenía el cabello entrecano aún muy tupido y el orgullo intacto para jamás olvidar mantener la espalda erguida y los hombros rectos en todo momento, así estuviera tambaleándose por la ebriedad.

A diferencia de las alborotadas ondas que conformaban el cabello castaño de Giulio, el pelo de Akantore era negro y lacio; siempre tan perfectamente peinado que cuando Giulio era pequeño a menudo se preguntaba por qué su cabello rebelde no podía lucir igual de ordenado que el de su padre. Por ello el mechón que caía desordenado sobre la frente de Akantore era un revelador extra de su turbio estado mental. También lo era su mirada azul oscuro, que refulgía con la ira que era incapaz de contener más en su interior. Estaba clavada en Giulio con la mordacidad propia de un depredador.

—¿Es cierto entonces? —preguntó con su voz estruendosa arrastrando las palabras—. ¡Dímelo! ¿Es cierto lo que se dice?

—No sé de qué estás hablando, padre. ¿Qué es lo se dice? —preguntó Giulio a su vez.

Pero Akantore no habló enseguida. Se quedó en su lugar, altivo, contemplativo. Su tupido bigote se retorcía a la par de sus dientes masticando la cara interna de sus mejillas. Por un momento pareció una estatua tan vívida y mortífera que a Giulio le dio la sensación de estar frente a una alucinación. Quizás había inhalado demasiados vapores de las pinturas. Había sido una noche particularmente fría y no había ventilado lo suficiente desde que había regresado de su reunión con Lucilla y con Jean, su mejor amigo.

Sus dudas fueron despejadas con el poderoso paso con el que su padre echó a andar hacia él, haciendo gemir la madera bajo sus botas. Akantore era tan real como el calor que irradiaba su ira.

—Tú y Laurelle...

Giulio abrió muchos los ojos antes de revolearlos con fastidio. Los falsos rumores finalmente habían llegado a oídos de su padre.

—¿Qué?

—Tú y Laurelle —repitió Akantore cuando se detuvo frente a él, a un par de centímetros de su rostro. Era alto alto, sí, pero no más que Giulio, y aun así se erigía como una montaña sobre él—. Tú y Laurelle me han engañado todo este tiempo. ¡Par de malnacidos hijos de puta!

—Padre, por favor, tranquilizate. No sé lo que...

—¡El hijo que espera es tuyo!

La sorpresa fue tanta que Giulio chocó contra una mesita cargada de material cuando retrocedió, provocando una pequeña lluvia de contenedores de pigmento que salpicó el suelo. Había escuchado que tanto los aristócratas como los campesinos murmuraban un sinfín de tonterías sobre su familia. Pero también lo hacían con respecto a muchos otros linajes pudientes. El único pecado que Giulio había cometido había sido no ponerles más atención para darse cuenta de cuánto comenzaba a afectar eso a su familia.

Lucilla había sido la primera en reclamar y pedir explicaciones que Giulio había dado con indignación, seguro de que las habladurías pasarían pronto, cuando él y Lucilla finalmente anunciaran su intención de contraer matrimonio y Giulio saliera de esa casa para respetar la tranquilidad del nuevo matrimonio. Si hasta ese momento no se había marchado había sido porque le gustaba vivir con su padre. Le había gustado hasta antes de que volviera a casarse. Desde entonces la convivencia se había tornado ríspida entre ellos y Giulio había comprendido que para mantener el afecto y la cercanía intactos en su relación debía poner una sana distancia entre ambos.

—Eso es imposible. Laurelle y yo jamás hemos...

—¡No me mientas! —bramó Akantore, con la mirada desorbitada y la piel cremosa de sus mejillas tornándose roja—. Lo sé todo. Lo sabe todo el maldito mundo. Lo dicen por todos lados. Tú y Laurelle han sido vistos juntos. ¡Me han engañado!

—¡No! —insistió Giulio con el mismo énfasis. De reojo podía mirar las sonrisas frías y torcidas de los querubines en su lienzo. Por un momento le dio la impresión de que se burlaban de él—. La gente del pueblo miente. Yo jamás me he acercado a Laurelle de ninguna forma. No la miro para no incomodarte y no hablo con ella si no es cuando estás tú presente... Padre, no debes creer lo que dice la gente. Sus habladurías han destruido vidas y reputaciones en el pasado. Tú mismo me has contado de muchas familias que han sucumbido por ceder a los rumores malintencionados. ¿Por qué creerles ahora, en algo como esto, que sólo ha sido dicho con la intención de hacernos daño?

—Confié en ti —murmuró Akantore sin escucharlo—. ¿No te he dado todo lo que has querido y necesitado? —gimió entonces, rebasado de pronto por la angustia. Giulio compartió el sentir. Si bien no era la primera vez que ocurrían roces entre ambos, jamás habían escalado a semejante nivel—. ¿No has llegado tan lejos gracias a mí?

—Padre, no...

—¡Silencio! Cállate —siseó su padre, arrojando pequeñas gotitas de saliva espumosa que evidenciaban el caos que había en su mente—. Malagradecido. Mal hijo... Demonio de los avernos. ¡Perro malagradecido!

—Padre, por favor...

—¡Te di la vida y así me pagas! Tú... pagano, pintor hereje... —Akantore señaló al lienzo incompleto y aún fresco con una mano temblorosa—. ¿Cómo no me di cuenta antes si las señales estaban ahí?

—No es...

—¡Pintas demonios, Giulio! ¡Pintas brujas, bestias poseídas por el diablo y demás actos impúdicos y obscenos que no son sino el reflejo de lo que en verdad tienes en la mente y en el corazón! ¿Por qué... por qué me hiciste esto a mí?

Era el vino, se decía Giulio. Era el vino el que ponía las palabras en la boca de su padre, el que enturbiaba sus pensamientos y desbocaba sus acciones. Akantore no pensaba eso de él, sabía que Giulio había seguido su buen ejemplo a lo largo de su vida, sus lecciones honradas y nobles, su ejemplo altivo y orgulloso.

Tendría que irse esa misma noche, buscar asilo en alguna posada del pueblo, esconderse entre las sombras para que su nombre no fuera lo primero que se murmurara al día siguiente. Había llegado el momento de tomar la decisión más importante de su vida, de tomar a Lucilla por esposa y dar a cada persona el lugar y el respeto que merecía, de agradecerle a su padre todo lo que había hecho por él y dejar esa vergonzosa y terrible escena en el pasado.

—Voy a casarme, padre.

Akantore lo miró con ojos desorbitados, enajenado. Estaba y no estaba ahí. Era como si todo lo que Giulio decía entrara en oídos vacíos.

—De Laurelle no me sorprende, siendo mujer, ¿pero tú, mi propio hijo? —espetó, tambaleándose un poco cuando al dar el paso pisó por accidente un pomo volcado, y se soltó violentamente cuando Giulio intentó sujetarlo de manera instintiva—. ¡Suéltame! He sido demasiado condescendiente al permitirte vivir aquí cuando otros a tu edad ya han formado su propia familia. ¡Yo ya estaba casado con tu madre cuando tenía tu edad!

—He dicho que voy a casarme —repitió Giulio con desespero—. El arte lo es todo para mí, pero Lucilla y tú son mucho más importantes y no quiero que...

—El arte —repitió Akantore con desdén—. El arte lo es todo para ti. ¿Te gustan los hombres?

—¿Qué?

—¡Lo que escuchaste! —Al tiempo que gritó, Akantore lo abofeteó. El chasquido reverberó a lo amplio del taller cuando volteó el rostro de Giulio, que quedó marcado además con la expresión de la sorpresa—. Te crié para que fueras alguien bueno, alguien mejor de lo que yo era, no para verte revolcando nuestro apellido en habladurías callejeras... Me quitaste a mi familia. Mataste a mi esposa, al amor de mi vida. —Sollozó, cubriéndose la cara con las manos—. Mataste a mi razón de ser cuando viniste al mundo, y ahora... ahora me quitas a mi nueva familia.

—¡Por Dios, padre, son mentiras!

—¡Lo creyera así si no lo dijera todo el maldito mundo! —bramó Akantore a su vez, dando otro significativo paso hacia él que casi colisionar sus cuerpos—. Tú y Laurelle pasan demasiado tiempo en esta casa, solos los dos, cuando yo no estoy y cuando tú misteriosamente arribas de tus viajes.

—Regreso porque deseo estar con Lucilla. Es con ella con quien me casaré, ¿por qué no me escuchas?

—¿Es ahí cuando aprovechan para poner en marcha sus depravaciones? ¿Es ahí cuando finges refugiarte en tu... arte —escupió su padre aún sin escucharlo— mientras estás revolcándote con ella?

—En verdad me ofende que pienses tan bajo de mí —murmuró Giulio.

No lo sorprendió la nueva bofetada que le volteó el rostro. El paso atrás que dio para estabilizar su equilibrio lo hizo tropezar con un banquillo que había dejado olvidado a los pies del caballete y lo hizo sujetarse de lo primero que estuvo a su alcance para no caer, el brazo de su padre.

—Hubiera sido más sencillo que murieras en su lugar cuando estaba alumbrándote. Tendría una familia completa ahora mismo, tendría... tendría tanta felicidad con la casa llena de hijos sanos, hijos plenos y normales; mercaderes, contadores, notarios... —Sus ojos llenos de desprecio calaron mucho más profundo que las bofetadas—. No tú, un desviado que se acuesta con hombres y con mujeres casadas frente a los ojos de todos. Sodomita. Adultero...

—¡Ya es suficiente! ¡Yo no hago esas cosas!

—¡A mí me vas a respetar, hijo del diablo! —bramó Akantore a su vez, balanceándose precariamente en su pobre equilibrio—. No toleraré ningún desatino más de tu parte. Ninguno solo, Giulio.

No era la primera vez que insinuaba que el nacimiento de Giulio le había arrebatado la felicidad pese a que siempre había sido un padre amoroso y atento. Era el peso del vino detrás de sus palabras, la incertidumbre de la soledad y los rumores del pueblo los que lo incitaban a lastimar tanto como él mismo se sentía herido. Giulio lo comprendía, eso no quería decir que no le doliera. La mayor parte del tiempo las correrías de Akantore con el licor eran discretas. Tras regresar de su reunión de caballeros a la que asistía dos o tres veces por semana, terminaba sentado en el solitario sillón individual de un rincón de la biblioteca, semioculto por las sombras que proyectaban las gruesas cortinas de tela y los maderos de protección, y desde ahí observaba la vastedad de sus tierras con una copa a medio llenar en la mano y la botella de vino sobre una mesita.

Solía ponerse melancólico y distante. Y no en pocas ocasiones había llamado a Giulio si lo sabía en casa para que le hiciera compañía. Entonces le contaba miles de anécdotas que habían transcurrido a lo largo de su vida, y que Giulio escuchaba con atención, embebido en las aventuras que más tarde lo inspiraban a crear las propias sobre los lienzos y las hojas. También le hablaba de su madre, de lo duro de su embarazo y lo fatídico de su labor de parto. Para que Giulio naciera ella había tenido que morir.

—Sería aún más sencillo si confiaras en mi palabra y no en lo que dicen los rumores —murmuró Giulio—. Me iré hoy mismo. Después esperaré a que tu disgusto haya disminuido y entonces hablaremos. Sé que querrás hacerlo, y no te lo negaré porque también sé que ahora mismo es el vino el que tiene tu mente obnubilada.

—Los rumores, sí. —El rostro de Akantore se tornó sombrío. Su expresión se transformó lentamente en una de odio puro. Cada una de las arrugas que habían comenzado a uniformar las zonas más finas de su rostro se alisaron para dar paso a la mirada más fría y penetrante que Giulio había visto muy pocas veces en su vida. Ninguna dirigida hacia él—. Los has escuchado.

—La gente del pueblo habla de todo el mundo. Inventan cosas. Es su pasatiempo favorito. He escuchado mucho, pero nunca le doy importancia —dijo Giulio rápidamente—. Recuerda la historia de la Condesa que me contaste cuando era niño, lo mucho que repetías que su destino había sido injusto. Las mentiras la destruyeron. Su esposo la echó al creer los rumores que la acusaban de infiel y que más tarde resultaron ser falsos. Después no quiso recuperar su cariño al atestiguar en dónde había terminado ella. En su lugar él volvió a casarse para comenzar de nuevo. ¿No crees que sucede lo mismo ahora entre nosotros?

—Has escuchado los rumores y te das el atrevimiento de lucir sorprendido —espetó Akantore, de nuevo enajenado de lo que su hijo decía. Giulio suspiró, derrotado—. Has escuchado los... rumores y continúas viviendo bajo mi techo.

—No creí que tú les darías tanta importancia. Y acabo de decirte que me iré... Padre, me iré ahora mismo. Tendré todo listo en cuanto amanezca y...

—Soy el hazmerreír de los caballeros del Campestre y tú continuaste con tus desvergüenzas como si nada sucediera.

—¡Es que son mentiras! ¿Por qué eres incapaz de creerme, por todos los cielos?

—¡Es mi reputación!

—Esos... caballeros deberían sentirse avergonzados por repetir lo que dicen sus esposas. Y tú no deberías creerlo. Laurelle y yo no te engañamos. Nunca la he mirado como nada más que lo que es para ti, tu esposa. Quizás no deberías ir más a esas reuniones —Giulio se tomó el atrevimiento de añadir—. Sólo te llenan la cabeza de ideas falsas y veneno contra tus seres queridos.

La siguiente bofetada la evitó atajando la muñeca de su padre a lo alto. La miró venir desde el instante mismo en el que los dedos de la mano de Akantore temblaron y su brazo entero se levantó para trazar una curvatura en el aire. Lo que no evitó, porque jamás lo habría esperado, fue el abrecartas que se hundió limpiamente en su vientre, por debajo de sus costillas. El mismo abrecartas que él había dejado sobre la mesita donde había esparcido descuidadamente su material de pintura. El jadeo tras el que se atoró su voz se convirtió en un quejido estéril cuando el arma abandonó su cuerpo y volvió a hundirse casi enseguida, ahora en su pecho. Después lo hizo en su mano derecha cuando soltó la muñeca de su padre para intentar detener la próxima estocada, presa del pánico.

La mueca que deformaba la expresión de Akantore era monstruosa.

—No... ¿Padre, qué has hecho? ¿Por qué...? —balbuceó, echándose hacia atrás al palpar la sangre que veía brotar a borbotones de sus heridas cuando Akantore lo atrapó por la muñeca con una fuerza demencial, lo jaló de regreso hacia él y en el acto le enterró el arma en el costado.

Sus rostros se encontraron muy cerca el uno del otro en esa posición. Los ojos de Giulio aterrados, los de Akantore ennegrecidos por la ira.

La sangre salpicó en todas direcciones, la ropa de Giulio se humedeció en un instante. El gusto se le inundó con un sabor tibio y dulzón que sintió escurrir también por su nariz. Akantore bufaba, su mueca desencajada, su mano sujetando a Giulio como un grillete que sólo auguraba una muerte inminente.

—Si yo te di la vida, yo también te la quitaré, engendro del diablo.

Y hundió el arma nuevamente, dejando a Giulio sin aliento. Lo hizo una y otra vez, perforando su pecho y su vientre mientras decía un montón de cosas ininteligibles que repartía entre bufidos y gritos de rabia, hasta que en un último impulso de supervivencia, Giulio logró quitárselo de encima con un empujón que lo llevó a desplomarse primero sobre el lienzo, que cayó al suelo debajo de su ensangrentado cuerpo, y después sobre una mesita llena de material, que volcó en su desesperación por ponerse de pie y conseguir únicamente tambalear y arrastrarse.

Se alejó cuanto le fue posible, dejando un rastro de sangre a su paso y la mitad del lienzo embadurnada de un rojo intenso que corrió como lágrimas por el rostro inclinado de la espectral dama que veía hacia el ángel caído con lástima. Llegó hasta la puerta que conectaba con el pequeño pasillo que dirigía a su habitación, y ahí, intentando alcanzar la manija para girarla, volvió a alcanzarlo su padre, que lo tomó primero por el cabello, tirando de su cabeza hacia atrás hasta lastimar su cuello, después Akantore levantó el arma, preparándose para la estocada final.

El corazón de Giulio latía deprisa, sus pensamientos giraban dentro de una vorágine de angustia.

—Padre, por favor... Ya no me hagas daño. Me iré... Me iré al... amanecer. Me iré, lo juro... Lo lamento tanto...

Akantore lo contempló por un momento, como calculando en dónde era que debía dar el siguiente golpe para finalizar su trabajo, cuando el brillo de la razón cruzó repentinamente sus ojos y volteó lentamente para mirar el abrecartas ensangrentado sujeto en su mano, que abrió exclamando un alarido horrorizado.

El arma cayó al suelo con un chasquido metálico, quedando inerte en medio del charco de sangre que lentamente se formaba debajo de Giulio.

—¿Qué hice? —balbuceó el hombre, sumergido en el pitido que se amplificaba a una velocidad vertiginosa en los oídos de Giulio—. ¿Qué hice? ¡Qué hice!

Soltó el cabello de Giulio, que reculó, incapaz de gritar por la presión que mantenía desinflados sus pulmones, cuando esas fuertes manos, mismas que estaban tan rojas como su ropa empapada, lo tomaron por los hombros para darle la vuelta y exponer el desastre grotesco en el que se había convertido su pecho y su vientre. El rostro desencajado de su padre abarcó por entero su visión y opacó la tenue luz de las velas.

Había arrepentimiento en su rostro. Culpa. Las lágrimas formaron pequeños caminos entre la sangre que cubría las mejillas de Akantore, y pronto su voz gruesa e histérica comenzó a gritar por ayuda con la fuerza que ya le hacía falta a Giulio para mantenerse despierto.

Pasos se escucharon, voces respondieron al instante. Los sentidos de Giulio daban vueltas, su cabeza demasiado ligera amenazaba con volar lejos de su cuerpo. La puerta azotó contra la pared nuevamente y todo movimiento se congeló cuando las primeras exclamaciones de horror inundaron el taller. Creyó distinguir a Laurelle bajo el marco, su mano en la boca y la mirada horrorizada recorriendo el escenario hasta detenerse en ellos.

—Vas a estar bien —murmuró Akantore, meciéndose de atrás hacia adelante con Giulio sujeto entre sus brazos.

Gritó una vez más, provocando un nuevo revuelo que hizo crujir la madera cuando las figuras petrificadas salieron de su asombro para volver a moverse. Sólo una corrió en una dirección distinta. Laurelle. Se dirigió al centro del taller, donde se tiró al suelo para tomar el abrecartas y ocultarlo entre la holgada tela de su bata. Fue sólo un segundo en el que su mirada se encontró con la de Giulio, y en ella él pudo ver todo el entendimiento del mundo.

—Vas a estar bien —sollozó Akantore—. Vas a estar bien, hijo... Mi niño... Oh, Dios, hijo... ¿Qué he hecho? ¿Qué fue lo que te hice? ¿Por qué? Por Dios, perdóname. ¿Por qué lo hice? Vas a estar bien... Vas a estar bien. Vas a estar bien, mi amor... Vas a estar bien.


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N/A: ¡Hola! Ya a 6 de Diciembre del 2024 y han pasado un montón de cosas desde que comencé a publicar esta historia. La más sorprendente de todas es que resultó ganadora de un Watty en la categoría de Mejores Personajes y aún no me la creo :D 

Mientras publico subiré dibujos míos como contraportadas  para embellecer la página. No son los dibujos de Giulio, que quede claro, jajaja. Son los míos, y pues qué no daría por ser una prodigiosa del siglo XVI, ¿eh?

Por favor, déjenme saber si los guiones grandes aparecen. He tenido muchos problemas con eso y creo que tendré que introducirlos manualmente si wattpad decide ponerse "especial".

También déjenme una estrellita o un comentario si les gustó. Así la historia llegará a más personas ;-) Puedo pasar a sus perfiles a devolver el detallito en sus historias si así lo desean.

Mi instagram: https://www.instagram.com/mos_gc/

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