Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

9 Lienzos


El día del evento llegó más rápido de lo previsto. Para entonces la experiencia de Giulio en ese nuevo mundo se había afinado, sobre todo su conocimiento en los insultos, los modismos y las costumbres que Tom y Marice le enseñaban durante cada uno de sus descansos, tomándolo como una especie de proyecto personal del que cada día decían sentirse más orgullosos. Giulio lo consentía porque eran las únicas dos personas, además de Fátima, que hasta ese momento se habían acercado a él para entablar una especie de relación que aún no estaba muy seguro de nombrar «amistad».

Tom era hosco, burlesco y a veces violento en sus maneras. Marice era más bien tranquilo, aunque también se inclinaba hacia la socarronería cuando Giulio no daba muestra de tomar sus burlas como una afrenta personal. Imaginaba que también para él hubiera sido gracioso encontrarse con alguien que de pronto no supiera cómo utilizar o nombrar las cosas que a simple vista eran cotidianas y comunes, como para ellos podía serlo la tecnología en toda su amplitud. Tal había sido el caso del tostador que Giulio había quemado unas cuantas noches atrás, luego de sumergirlo en la tina del fregadero y gritar de sorpresa cuando una fuerte descarga le había sacudido la mano y, según Fátima, no lo había matado por suerte.

Los tostadores y todo aquello que se conectaba a la electricidad no se lavaba. No sumergiéndolo en agua al menos, ni mientras estuviera conectado. Lo había aprendido a la mala y esperaba no llevarse más sorpresas similares mientras tuviera a Tomello y a Marice para hacer preguntas estúpidas que aunque los hacían reír, no se negaban en contestar.

Considerándolo un bicho raro, lo primero que Tomello le había enseñado había sido a usar la televisión apropiadamente. Hasta ese momento Giulio sólo había sintonizado un canal, el mismo donde Fátima había dejado el artefacto cuando le había presentado su habitación a Giulio. Su nuevo amigo también le había obsequiado un par de cuadernos que él no utilizaba y un lápiz del que Giulio se había enamorado al instante especialmente por el pequeño borrador de la punta contraria. Marice le había pedido fotografiar más dibujos para subirlos a la galería de la que Giulio aún tenía muchas dudas, y juntos lo habían llevado a una taberna oscura y ruidosa de la que la música brotaba de todos lados, extasiando a Giulio.

Solía ser un buen bebedor, pero esa noche había evitado el vino y cualquier sustancia embriagante que sus amigos habían insistido en hacerle tomar. Los recuerdos, sentimientos y emociones que tenía atorados en el pecho eran una amenaza constante sobre sus trastocados nervios y bastaría algo tan simple como el vino para hacerlos brotar como espinas de su cuerpo. Lucilla era un nombre que repetía constantemente entre sueños, que solían llegar a su cabeza estando despierto o dormido. La extrañaba tanto que sus manos dolían con el deseo de tocarla, de sujetarla en un abrazo eterno del que no planeaba soltarla jamás.

Embriagarse sólo lo haría estrellarse contra la realidad de manera más brutal e insoportable.

Prefería el engaño, entonces, la fantasía de que todo eso no era más que una ilusión, un mal suelo, que terminaría tan pronto la fiebre y la agonía de las heridas que su padre había infligido en su cuerpo cesara y él volviera a abrir los ojos en su habitación, con Lucilla a un costado de su cama sujetando su mano, y Akantore detrás de ella, listo para hablar con tranquilidad como Giulio tanto le había rogado durante su discusión.

Mientras eso ocurría, no se negaría a aprender más cosas sobre esa realidad que con un poco de suerte sí podría recordar una vez que regresara a su hogar. En la taberna había aprendido que la música se había convertido en un milagro que se podía disfrutar en todo momento. No hacía falta asistir a un concierto en un teatro exclusivo para la nobleza y las familias pudientes, cualquiera podía escuchar lo que deseaba sólo con tener un dispositivo de comunicación en la mano para enriquecer sus oídos.

Música. Giulio amaba la música casi tanto como amaba el arte pictórico, y plagarse de las sensaciones más hermosas escuchando los armónicos que en el pasado se habían creído exclusivos para Dios era un júbilo que había aprovechado incansablemente haciendo uso de la televisión. El piano era su favorito, tan similar y al mismo tiempo tan distinto del clavicémbalo. También el violín y el violonchelo. No así la música acompañada de un lenguaje soez que Tomello había compartido con él con una enorme sonrisa en el rostro, esperando que Giulio diera su aprobación ante algo que sólo lo había hecho recular de desagrado.

También había hecho las paces con el aspecto de que todo a aquel a quien le gustara el arte y supiera del breve paso de Giulio Brelisa por el mundo durante los inicios del siglo dieciséis había leído sobre su vida y quizás tenía copias impresas tanto de sus pinturas como de sus dibujos.

Son fanáticos de Brelisa, había dicho Marice en una ocasión. Fanáticos que leían, estudiaban y teorizaban sobre él, que investigaban hasta saciar sus deseos escribiendo biografías sobre él o que armaban documentales que no siempre decían la verdad. Aún le quedaba por averiguar a lo que se referían con el estreno de la serie sobre su vida que constaría de diez episodios y que estaba siendo muy esperada para ese mismo día, treinta de noviembre, y por qué el hombre que decía ser él (un actor obviamente) era rubio y de ojos azules.

Al menos la iglesia ya no tenía la misma injerencia en esa época y el temor constante a ser señalado y juzgado por su obras se desvanecía de a poco. Cuando consiguiera volver a pintar algo sobre un lienzo, quizás no tendría que continuar escondiéndose. Había visto tantas cosas en la televisión para esas alturas que dudaba que la libre expresión pictórica fuera más escandalosa que muchas costumbres actuales, empezando por la explícita escena íntima entre dos amantes que habían incluido en una película que lo había tomado por sorpresa, y que lo escandalizado y excitado a partes iguales, siendo esa la principal fuente de su horror.

Para la gente del siglo veintiuno esas cosas eran muy normales, aunque el erotismo continuaba siendo un tema tabú, según había notado en otro apartado que había mirado en la televisión. Era una época muy confusa, especialmente la relación, división y distinción que al mismo tiempo había y no había entre hombres y mujeres.

Llegaron a la cima de la colina a las seis de la mañana, con el cielo aún oscuro y el vapor de sus respiraciones flotando frente a sus rostros cuando exhalaban con profundidad. Les habían dado unas horrendas sudaderas de color negro y con unas enormes letras blancas pegadas en la espalda que citaban «personal». Como ese día no habría más comida gratis para ellos, habían tomado viandas de la cocina del refugio para desayunar en el vehículo, donde Giulio continuaba luchando para no marearse. En su caso sólo había tomado un vaso de café endulzado con leche de vainilla y un pan dulce que últimamente era uno de sus alimentos favoritos, para preocupación de Fátima, que le advertía sobre la dibetis.

El cielo daba paso al alba lentamente cuando comenzaron a afinar los últimos detalles de la decoración, basada mayormente en arreglos de flores, mariposas y plumas de filamentos plateados con toques muy similares a aquellos de la época de Giulio, lo que lo hizo sentir cierto grado de familiaridad muy bienvenido. Aun así era irónico que se tratara de un evento en honor al día de su muerte y fuera él el que tuviera que trabajar para que todo saliera bien. Si en verdad era una versión del infierno esperaba que una vez que pagara su condena pudiera descansar sin tantos sobresaltos ni sorpresas desagradables.

Habían colocado un total de cinco enormes carpas blancas a lo largo del redondo patio y las jardineras. En su interior había mesas rectangulares con cientos de sillas adornadas con flores oscuras y pequeñas figuras de carruajes, lobos y ángeles como centros de mesa. Había canastas con frutas, fuentes de chocolate líquido, agua y vino; mesas con plataformas llenas de postres entre los que destacaban torres interminables de mazitones, su golosina favorita, que no le pertimitieron tocar cuando una de las encargadas carraspeó al verlo estirar la mano para tomar uno; pastelillos con betún extravagante rodeados de racimos de uvas, fresas y demás confitería colorida que, nuevamente pensando en la ironía del día, él no podía probar porque estaba asistiendo a su propia fiesta en calidad de sirviente y no de festejado.

Una vez que el cielo clareó, el sol emergió y el ambiente comenzó a iluminarse con las voces en distintos idiomas de las miles de personas que estaban llegando por montones, Giulio experimentó un vacío en el estómago cuando miró los cuadernillos con su nombre que sus compañeros de servicio se dieron la tarea de repartir a los asistentes. Era una guía cronológica de un serial de pinturas y dibujos de su autoría. En la contraportada estaba el torso en bosquejo de una mujer que él había hecho mucho tiempo atrás. En el frente del cuaderno había una pintura un poco torcida de un rostro que decía ser el suyo, pero que estaba muy distante de parecerlo. Él tenía el cabello castaño y rizado, y procuraba no dejarlo crecer más allá de sus orejas. El de la imagen lo tenía rubio y largo. Sus ojos eran color aceitunado oscuro que podía llegar a verse gris dependiendo la luz de su entorno. El personaje de la pintura los tenía azules. Además, siempre había sido de complexión delgada, y el rostro de la portada del cuadernillo tenía las mejillas rollizas y arreboladas como si hubiera posado con pena para el retratista.

Quizás era otro Giulio al que estaban por rendirle honores, sonrió con ironía.

Se guardó el cuadernillo dentro del bolsillo de su abrigo con la idea de mirarlo más tarde y continuó trabajando en los arreglos de último minuto. El terreno se había puesto verde y frondoso luego de días de cuidados por parte de los jardineros. La iglesia había sido adornada con lianas cargadas de flores y papeletas con forma de palomas que daban la sensación de estar vivas y aleteando con fuerza cuando el viento soplaba.

Poco después de las siete de la madrugada, cuando Fátima anunció que podían pasar a la capilla lateral de la iglesia por pan y café caliente, un vehículo cuadrado, de aspecto pesado y llantas enormes, escaló la colina y se detuvo detrás de la tarima donde habían colocado el podio con el micrófono y el sistema que amplificaba el sonido y producía la música. Giulio, que había estado barriendo el suelo de madera del estrado, tuvo que abandonar sus deberes cuando la poderosa máquina se detuvo a los pies de la escalera y de su interior descendieron varios hombres armados con mosquetes en forma de bastones negros que más tarde conocería como «rifles».

No se necesitaba ser originario de ese siglo para saber que se trataba de algún equipo de seguridad, y que lo que protegían era valioso. Algún rey cuyo mandato hubiera sobrevivido hasta ese siglo quizás, o un tesoro.

No tardó en despejar sus dudas con ayuda de Tomello, que caminó hasta una de las patas de la carpa que protegía la tarima de presentación donde Giulio estaba de pie, para echar un vistazo de cerca y encogerse de hombros mencionando que debía de tratarse del blindado que transportaba las pinturas de Brelisa.

Al no querer saber detalles mayores sobre la ceremonia, Giulio había evitado asistir a las reuniones donde los organizadores anunciaban los pormenores del evento más allá de las tareas básicas que él debía realizar. Tal vez no quería escuchar cada cinco palabras que esa fiesta sería exclusivamente en honor de su memoria, celebrada el día mismo en el que había muerto como si festejaran cada una de las quince puñaladas con las que su padre le había arrebatado la vida.

A las tres horas con veintidós minutos de la madrugada, había dicho el narrador de un documental. Esa había sido la hora de su fallecimiento. Y sabía que aunque confusa, su memoria no fallaba y estaba de acuerdo en que había ocurrido de noche. Había agonizado por tres largos días sin recibir ayuda alguna porque nadie hubiera podido brindársela. Médicos, sacerdotes, mucamas, todos inútiles para asistirlo pero muy efectivos para acrecentar el dolor de sus heridas.

La evidencia de lo dicho por Tomello emergió ante él como una hecatombe de sensaciones y emociones que lo sacudieron. Dos lienzos. El primero iba protegido por un marco dorado que había sido tallado con ornamentas de relieves y columnas y un grueso vidrio que reflejaba la luz del alba. Cuando retiraron la tela que lo cubría, Giulio retuvo la respiración, era uno de uno de los que decían ser de sus obras más famosas; El Lobo Devorando al Ángel. Lo acomodaron sobre un trípode de metal y no se separaron de él en ningún momento, como si temieran que fuera a desaparecer al menor descuido.

El siguiente cuadro descendió bien sujeto entre dos hombres cuyas armas colgaban de sus hombros. No fue el único en sorprenderse cuando el velo que protegía la obra fue sutilmente retirado y en su lugar se asomó aquel que sus manos habían tocado por última vez en su vida: el último de sus lienzos, inacabado e imperfecto, con su base y su bosquejo sobresaliendo por debajo del protagonismo de «Ella» y del ángel que se arrastraba a sus pies, sujetándola en una silenciosa plegaría, en un grito mudo de rabia que la doliente multitud de ángeles y bestias heridas compartía. Las lágrimas de sangre seca corrían por sus pálidas mejillas. El rojo alguna vez carmesí, oxidado por el paso inmisericorde de los siglos, había oscurecido el cielo tras haber salpicado gran parte de la composición. La sangre de Giulio resumida en la huella de una de sus manos allá donde el fuego hacía ignición en el horizonte.

Pusieron una pared de vidrio frente a ambas obras una vez que fueron acomodadas de manera que nadie no autorizado pudiera acercarse a ellas.

Ya lo recordaba.

Sabía por qué había regresado. Vino todo de golpe a su cabeza, revelándose con la urgencia de un mensaje que había estado esperando entregarse a sí mismo. Mientras sus desorbitados ojos devoraban los detalles de la pintura, la conversación unilateral que había tenido con «Ella» en su lecho de muerte se reprodujo palabra por palabra en el vacío de su mente.

Sólo había querido continuar viviendo. Lo había deseado con tanta fuerza, aferrándose con cada una de sus respiraciones, con cada lenta y débil pulsación de su corazón, que no le había importado de dónde provenía la ayuda, ni lo que ofrecía a cambio, la había tomado sin dudarlo, desesperado, aterrorizado, porque sabía perfectamente que la batalla había estado perdida desde la primera estocada que su padre había hundido en su vientre.

Y ahí estaba frente a él, el mensaje de recordatorio que traía consigo no sólo el trato que había hecho con «Ella», sino el llanto desconsolado de Lucilla y el rostro demonizado de Akantore rugiendo con rabia mientras lo asesinaba. Después su arrepentimiento, sus plegarias y oraciones, que Giulio no había podido silenciar en su desahucio.

¿Crees que algún día seré reconocido como un gran pintor, Padre?

Creo que el mundo entero jamás dejará de hablar de ti, Giulio.

Se inclinó al frente, cediendo a la presión que le oprimía el estómago y el pecho, y vomitó.



ஐ〰ฺ・:*:・✿ฺ ஐ〰・:*:・・:*:・✿ฺ ஐ〰・:*:・・:*:・✿ฺ ஐ〰・:*:・

N/A: Cuando en un futuro lean esto, no importa si ha transcurrido mucho tiempo, si desean pueden dejar un mensajito diciendo qué tal les pareció el capítulo :D

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro