8 Lienzos
La primera vez que escuchó el sonido amplificado de un micrófono saltó a esconderse detrás de un vehículo para escarnio de quienes lo habían mirado, tal vez creyendo que estaba bromeando. Había ocurrido la tarde anterior, después de todo un día de distribuir las «carpas» para cubrir las secciones donde serían acomodadas las mesas, las sillas y las gradas, y el organizador se había cansado de gritar con nada más que sus manos en torno a su boca para acrecentar el efecto de su voz.
Hasta ese momento Giulio había mantenido su curiosidad a raya y había decidido no indagar más allá de lo que Fátima le había informado. La ceremonia se trataba de un evento de homenaje. Una parte de él sabía por qué, o hacia quién estaba dedicado pese a que desde que tenía memoria La Arboleda había celebrado los aniversarios de su fundación también en noviembre.
Quizás eso no había cambiado en quinientos años.
Esa mañana, el organizador estaba usando de nuevo el poder del «micrófono» para dirigir a los asistentes con el acomodo y armado de las cosas. Su voz se elevaba con notas estridentes que tenían a Giulio al borde de un ataque de nervios y de un pésimo humor que ya lo había hecho contestar de mala manera un par de veces a distintas personas. No se enorgullecía de su falta de control, pero el rechinido del artefacto, aunado a las bocinas de los vehículos y a la cacofonía llamada música que varias personas hacía sonar en sus dispositivos de comunicación hacían del buen humor un imposible.
También jugaba en su contra su falta de sueño, las pesadillas, los pensamientos y los recuerdos. Soñaba a menudo con Lucilla. La abrazaba, la besaba, y en la calidez de sus brazos se entregaba a un descanso que por momentos le parecía demasiado real como para ser solamente un sueño. Después todo se tornaba turbio. Lucilla sujetaba un abrecartas a lo alto y Giulio despertaba con un exabrupto, bañado de sudor e hiperventilando. También soñaba con «Ella», la mujer que, estaba seguro, lo había llevado a ese lugar.
Recorría calles antiguas plagadas de edificios viejos y nuevos junto a «Ella» en esas pesadillas. Se encontraba con gente cuyos restos eran ya polvo. Los rostros cadavéricos le sonreían debajo de sus finos sombreros y elegantes trajes, danzando en las taciturnas avenidas, y Tomello aparecía entre ellos, sosteniendo cadenas en sus manos; segundos después yacía muerto, apuñalado por el hombre de cabello verde. Fátima retozaba junto las damas de la corte francesa, intercambiando pomposas carcajadas y sonrisas forzadas ajenas a su cálida personalidad. Las máquinas de metal se transformaban en enormes criaturas devoradoras de seres humanos que perseguían a Giulio hasta el final mismo de sus sueños, donde la negrura se extendía sobre un manto de lápidas y criptas erigidas sobre el musgo y la decadencia.
Ahí era cuando «Ella» volvía al ataque, un hálito pálido y delgado de largo cabello negro que proyectaba una profunda estela de oscuridad donde su silueta se deslizaba. Sin rostro, solo labios, a veces ojos. Se deslizaba con la suavidad de la brisa, con pies transparentes, miraba de reojo, hablaba en un coro de miles de voces susurrando al mismo tiempo. Cuando Giulio intentaba alcanzarla despertaba. La semioscuridad de su habitación lo devolvía al presente y el insomnio hacía presa de él, sumiéndolo en la desdicha del nerviosismo que hacía castañear sus dientes y punzar las cicatrices de sus heridas.
Esa mañana no había sido la excepción. Había despertado desde las cuatro de la madrugada, con el cielo aún oscuro al otro lado de la ventana y la ciudad entera en silencio. Fátima le había dado a comer algo extraño la noche anterior para apaciguar el dolor en los músculos, pero no había funcionado mucho. Analgésicos, había dicho que se llamaban. Iban compactos en dos pequeños cilindros de color blanco que él había tragado casi por la fuerza, bebiendo mucha agua en un intento vano por deshacerse del sabor amargo que haber masticado uno por error le había dejado en la lengua.
Un chirrido paralizante lo hizo cubrirse los oídos. El hombre que manipulaba el micrófono pidió disculpas por la interferencia y respondió a los insultos de unos cuantos con advertencias. Giulio decidió trabajar lo más lejos posible de él y del equipo de amplificación y así fue como terminó cavando los agujeros para sostener las bases donde irían sujetas las patas de las tiendas.
Usar el pico no era difícil. Lo complicado venía después, con el cansancio extenuante, el dolor corporal y el hambre. También la ignorancia era apabullante. Desconocía la mayoría de las cosas que la gente usaba a su alrededor y no tenía un solo amigo para acercarse a pedir explicaciones cuando el hombre del micrófono decía cosas que para Giulio eran simplemente indescifrables. Muchos a su alrededor lo veían con la condescendencia que normalmente se le dedicaba a un estúpido y evitaban su presencia tanto como él evitaba la de ellos. Ya era suficientemente malo que creyeran que había crecido encadenado en un sótano, con un padre malvado que lo había echado a la calle desnudo, desorientado e ignorante del mundo del que supuestamente lo había aislado durante toda su vida.
Akantore jamás habría hecho algo como eso.
—Hey —exclamó la misma voz de dos días atrás.
Dejó de picar el suelo donde le habían indicado que clavarían una de las patas que sostenía la carpa mayor y se giró hacia Tomello, que no estaba solo. Marice, un chico de pelo desaliñado y piel trigueña iba con él y sonreía con una expresión lobuna.
Giulio clavó el pico en el suelo para despejar sus manos en caso de que el bravucón hubiera regresado para cobrar venganza, y no solo, por lo visto. Era una tontería si se tomaba en cuenta que en el refugio eran vecinos de habitación y ya se habían encontrado en más de una ocasión en los pasillos del edificio.
Quizás era el temor a que los echaran del lugar lo que había mantenido a Tomello al margen hasta ese momento.
Pensar en eso hizo que Giulio contemplara mejor las cosas y no se aventurara a iniciar las hostilidades esa segunda ocasión.
—Me enteré de que están por anunciar que nos tomemos un descanso. Ya es mediodía. —Tomello, con el mentón morado y una cicatriz en el labio que no hizo sentir orgulloso a Giulio, señaló hacia una larga mesa que habían colocado en un extremo del área donde estaban montando las carpas—. Ya tienen lista la comida. Vamos antes de que se llene de gente.
Giulio lo pensó detenidamente antes de decidir si sería prudente seguirlos. Si bien cualquier persona sensata sospecharía de la invitación dado lo que había ocurrido entre ambos, la mesa de la comida no estaba en un lugar aislado, sino a la vista de todos. Cualquier cosa que Tomello y su amigo pudieran intentar contra él sería atestiguado por todos los presentes y los primeros en ser echados del refugio serían ellos dos, no Giulio.
Acompañó a Tomello y a Marice hacia la mesa de servicio, atiborrada de bandejas de mental y donde la gente ya comenzaba a juntarse. No le gustaban las aglomeraciones y ese había sido el motivo principal por el cual había procurado comprar panes empaquetados de la tienda que estaba frente al refugio para comerlos a la hora de descanso cuando subía a la colina. Odiaba la forma en la que lo gente lo veía y lo que a veces escuchaba que decían a sus espaldas. Le recordaba a la gente del pueblo, a lo que decían y murmuraban cuando lo veían pasar y lo primero que venía a sus sucios labios eran los nombres de Giulio y Laurelle relacionados maliciosamente.
—Fátima dice que debo disculparme por lo que te dije el otro día —rezongó Tomello al tiempo que tomó una caja blanca que comenzó a llenar de una pasta cremosa y salpicada de especias. Giulio solo eligió un triángulo de pan cubierto de queso que ya conocía como pizza. Su paladar aún no se acostumbraba a la comida de ese tiempo y había tenido más desventuras al baño de las que consideraba saludables—. Ya sabes, sobre tu padre y... eso del sótano. Y qué mierda, sé que ella tiene razón. No debí decirlo y sólo por eso acepto que me hayas reventado el hocico. —Se sujetó la mandíbula—. ¿Quién diría que sabes golpear? Pareces marica a simple vista.
—¿Es propio de tu gente disculparse y ofender al mismo tiempo?
Marice, formado detrás de Tomello, asomó la cabeza por encima del hombro de su amigo y se rio.
—No le hagas caso. Su mamá no tomó ácido fólico cuando estaba embarazada de él. Lo que Tom quiere decir es que al final no eres tan marica como pareces.
—No hay problema, supongo —mugió Giulio no muy convencido. Imaginaba que no podía pedir más de dos rufianes como esos—. Las disculpas no tienen mucho sentido si es alguien más el que te conmina a ofrecerlas de todas maneras. —Se volvió hacia Tomello, que lo veía con ambas cejas enarcadas—. Mucho menos a tu edad, Tomello.
De nuevo, Marice fue el primero en romper la tensión soltando otra risilla.
—Fátima dijo que si no lo hacía me iba a restar puntos en el reporte, pero ya te dije que no fue sólo porque ella me lo pidió que me disculpé, sino porque yo mismo lo sentí así —gruñó Tomello luego de un rato de mantener una expresión inescrutable—. Además necesito el apoyo para largarme a vivir a Artadis. —Arrojó el cucharón que usó para verter una porción de estofado sobre su plato y se encogió de hombros con indiferencia—. Y para serte sincero, no creo haber dicho nada malo más allá de lo que escuché. Y es «Tom», por cierto. Así es como me gusta que me digan.
—¿Apoyo? ¿Cómo te apoyarán para vivir en Artadis? —Preguntó Giulio, decidiendo ignorar todo lo demás si él también quería conservar su habitación en el refugio.
—Puedes solicitarlo. Si cumples con ciertos requisitos durante tu estadía en el refugio te apoyan para que puedas rentar un lugar dónde vivir. También te ayudan a conseguir un empleo. El año pasado colocaron a mi hermano —dijo Marice, de nuevo asomándose por un costado de Tom—. Me fui a vivir con él unas semanas, pero no pude encontrar trabajo y me aconsejó que regresara a Canos y pidiera ayuda en el refugio de la Santa Oración. También estoy a prueba.
Un trabajo que no fuera en el arte no era exactamente la forma en la que Giulio había pensado pasar el resto de su vida, no con la proyección que había tenido su carrera. Sólo tenía unos cuantos días acarreando escombros y acomodando mobiliario para la organización de un evento y sus manos, antes tan bien cuidadas, se habían tornado ásperas y grisáceas. Tenía ampollas en las palmas y un dedo morado por el horrendo machucón que había sufrido cuando había intentado colocar una tapa de acero sobre un contenedor. Dibujar había sido una prueba dolorosa desde entonces, aunque no imposible.
—¿Pero cómo es que te ponen a prueba? —preguntó de nuevo, echando a andar con ellos hacia una zona cubierta de hierba donde Tom fue el primero en dejarse caer.
—Sólo quieren ver que eres de fiar —dijo este último. Sacó una pequeña pila de cubiertos envueltos con papel transparente del interior de su sudadera y los regó a su alrededor. Plástico, recordó Giulio que se llamaba todo lo hecho con ese material maleable—. Vives un par de semanas o meses en el refugio, te evalúan en todo ese tiempo dándote trabajitos estúpidos como este, —señaló el rededor con una mano— y al final deciden si se animan a recomendarte para un empleo y si eres de fiar para darte dinero que no gastes en cosas que se esnifen. Si al final pruebas que eres de confianza te ayudan incluso a rentar un lugar donde vivir.
Hubo un par de cosas de lo escuchado que Giulio no entendió. Para esas alturas estaba acostumbrándose a no tomar todo de manera tan literal y esperó a que la plática se desarrollara un poco mejor. Le interesaba la parte de conseguir un préstamo. Quería aprender el valor actual del dinero para no sucumbir ante quienes no dudarían en quitárselo si tan sólo avistaban el menor ápice de ignorancia en él.
La primera vez que le habían puesto un rectángulo de papel con un número pintado en cada una de sus esquinas y un bonito dibujo en el centro como pago por un día entero de trabajo había estado a punto de arrojarlo al suelo para exigir sus monedas. No lo había hecho solamente porque había notado que el resto de la cuadrilla había aceptado la transacción con normalidad. Había entendido entonces que el oro y la plata no se utilizaban más como medios de pago.
Se preguntó lo que Sasila, su nana y ama de llaves de su casa, le diría al verlo tan rendido laborando por incontables horas para obtener a cambio un papel de baja denominación que sólo podía ahorrar porque una persona bondadosa y caritativa como Fátima le daba comida y refugio gratis. En su padre no quiso pensar más. Akantore le había enseñado mucho sobre finanzas, economía y mercado que era risible verlo trabajando por migajas.
—¿También piensas ir a vivir a Artadis, Giulio? —preguntó Marice, rompiendo la pequeña pausa en la que los tres comieron observando la larga fila de gente que se acumuló en torno a la mesa de alimentos.
—No lo sé —respondió él tras dar un sorbo a su bebida. Té de manzanilla, le llamaban. Con un poco de miel en lugar de azúcar hubiera sabido mejor—. Es una opción que siempre contemplé. Prácticamente viví la mitad de mi vida allá, pero siempre regresaba porque me gustaba pasar tiempo con mi padre. Sólo está a un par de horas en caballo de La Arboleda y aquí tenía mi casa. Supongo que eso fue lo que me detuvo.
De Lucilla siendo el verdadero motivo primordial de sus viajes de regreso no deseó hablar. Lo menos que quería era incentivar preguntas sobre ella que, viniendo de esas dos personas, probablemente lo harían enojar.
—¿La arboleda? —preguntó Tom entre bocados—. ¿Dónde es eso?
—¿Caballo? —balbuceó Marice de fondo.
—Canos, quise decir... Antes se llamaba La Arboleda, lo dicen en las clases de historia —repitió Giulio las palabras de Mel, el trabajador que había sido el primer ser humano de ese lugar con el que había tenido contacto luego de despertar desnudo y desorientado.
—Ah. Pues este lugar es como un maldito asilo de ancianos. Para mí ni siquiera es ciudad —rezongó Tom con la boca llena y el tenedor lleno de comida a lo alto, algo impensable en el apretado círculo social en el que Giulio se había desenvuelto desde que su primera institutriz le había enseñado de modales—. Yo jamás habría regresado si hubiera podido irme desde el principio. Nunca sucede nada interesante. La gente viene aquí a pasar su retiro, ¿sabes? Está lleno de viejos.
—Y de turistas —dijo Marice, que sí esperaba a pasar el bocado y limpiarse la boca para hablar—. Supongo que tenemos que agradecerle a Brelisa por la cantidad de chicas bonitas que nos visitan sólo para ver su tumba y los lugares que supuestamente frecuentaba.
«De nada», pensó Giulio con amargura, sin levantar la mirada de su vaso de té.
—Ya están llegando para la fiesta —dijo Tom con tono distraído—. ¿Han visto cómo está llenándose el hostal que está en la esquina del refugio? Ayer escuché que un par de asiáticos se metieron a la recepción y llegaron hasta la oficina de Fátima a preguntar si había lugar para hospedarse. Fátima tardó casi una hora en hacerlos entender que no era esa clase de hotel.
Marice y Tom se rieron. Al notar que Giulio no lo hacía, lo miraron fijamente.
—¿Exactamente sobre qué será este evento? —les preguntó él antes de que pudieran hablar de nuevo.
—¿Bromeas? ¿Eres de Canos y no sabes lo que se celebra cada año? ¡Maldición! —exclamó Marice, intercambiando una mirada con Tom. A saber lo que también ellos cotilleaban a sus espaldas—. Este mes se cumplen quinientos años de la muerte de Brelisa. Normalmente se hacen eventos anuales a su nombre, tanto para festejar su natalicio como para conmemorar su muerte, pero no siempre se cumplen quinientos años de algo, ¿o sí?
Ni tampoco se regresaba de la muerte, o de donde quiera que Giulio había sido enviado después de agonizar por interminables horas luego del ataque sufrido a manos de su padre. Desafortunadamente no recordaba mucho de su estancia en algún lugar después de morir. Solo había cerrado los ojos por un momento, rendido ante el dolor y el cansancio, y al instante siguiente había despertado sobre un lecho de lodo y ruinas, quinientos años en el futuro.
—¿Qué día será? —murmuró, jugando con su pedazo de pizza a medio comer.
—El 30 de Noviembre —dijo Tom—. Dicen que la ceremonia irá normal en el día, pero que en la noche se pondrá brutal. Vendrán dos chicas Djs también talisenas que tienen millones de seguidores y que están buenísimas. Con un poco de suerte nos anotamos para que nos dejen arrojar la pirotecnia mientras ellas tocan.
Hasta ese momento Giulio no se había detenido a pensar en el día exacto en el que todo había ocurrido, mas sí lo recordaba como el último de su vida. Sabía todo lo que había hecho desde que había despertado con el sol ya en lo alto del cielo hasta que su padre se había presentado en su taller para incordiarlo injustamente durante la madrugada. Se suponía que se quedaría en La Arboleda por unas cuantas semanas más y luego regresaría a Artadis para desde ahí partir en compañía de su antiguo Maestro Loresse hacia el reino de Barava, ahora una región más de Talis, a presenciar la exhibición de una nueva obra de un famoso artista contemporáneo.
Pero sí, recordaba el frío y las noches largas que anunciaban que el año estaba por llegar a su fin. El día que su padre lo había atacado había hecho frío, aunque no el suficiente para que el bosque se cubriera de nieve aún.
Había ocurrido en Noviembre.
—Qué genial, ¿no? —comentó Marice, apoyando los codos sobre sus rodillas flexionadas. En su mano sostenía un pedazo de pan que mordía esporádicamente. Señaló hacia el patio lleno de gente—. Morir y que te recuerden de esta forma. Haber hecho tan poco y que todo el mundo sepa de ti. El tipo tenía veinticinco años, sólo dos más que yo, y se convirtió en una especie de Dios para muchos. Tengo una copia del libro de conmemoración donde juntaron muchos de sus dibujos y bocetos y es increíble. A veces intento copiarlos. Después compraré el libro con todas sus pinturas.
Giulio frunció el ceño.
—¿Dices que hizo poco? ¿Te parecen pocos más de veinte años continuos de estudio, esfuerzo y trabajo? —espetó, arrojando su plato a un lado.
—Otros pintores han muerto a los setenta años —dijo Marice encogiéndose de hombros—. Él apenas empezaba y ya era...
—Yo... él no estaba empezando cuando murió —lo interrumpió Giulio, obteniendo distintas reacciones de ambos—. Su padre comenzó a facilitarle material de dibujo y pintura desde sus primeros años de vida. A los cinco sus habilidades fueron alabadas por célebres pintores y a los seis fue aceptado como aprendiz del Gran Maestro Loresse. ¿Qué maldición hacías tú a los cinco años de edad, Marice? ¿Qué rayos hacen todos aquí para seguir siendo tratados como niños en edad adulta?
Se hizo una pequeña pausa que Giulio utilizó para tranquilizarse. Sus manos se retorcían inconscientemente sobre la hierba, arrancándola.
—Pensé que no sabías mucho de nada, menos de la vida de la celebridad local —dijo Tom, sacando un cigarro del interior de su sudadera. Lo encendió con ese pequeño aparato con el que Giulio ya estaba familiarizándose. Encendedor. Ahora las pipas eran cigarros y se encendían con encendedores—. ¿Qué hacías «tú» a los cinco años, Giulio? —se mofó.
Silencio.
—Yo también pintaba —dijo él. Le molestó escucharlos resoplar antes de echarse a reír. No le creían obviamente—. Lo hacía —insistió—. Han visto mis dibujos. He pintado y dibujado desde siempre.
—Seh, son buenos, pero no te veo a ti siendo una celebridad por saber dibujar —dijo Tom con condescendencia—. No tienes el... La personalidad ni el porte, por decirlo de alguna forma. —Lo señaló, haciendo ademanes con las manos—. El arte no te da de comer en estos tiempos. Quisiera ver a alguien pagando la renta de una casa o la cuenta de un restaurante con un dibujito.
Y se rieron de nuevo, plagándolo de deseos de levantarse a terminar lo que había iniciado días atrás al golpear a Tomello. Era de nuevo aquel impulso de rufián calentando su sangre y que su padre constantemente le pedía tranquilizar cuando lo veía regresar del pueblo con la cara golpeada y la ropa desaliñada como signo inequívoco de que se había liado en alguna trifulca. En su favor podía decir que no era él el que las iniciaba, aunque no se negaba a terminarlas cuando la afrenta era demasiado grave para dejarla pasar.
Ser una persona tranquila no significaba ser también un estúpido, y mucha gente confundía ambas cosas con frecuencia.
—Ni ahora ni antes ha sido fácil —siseó Giulio—. Debes ser realmente bueno para vivir de ello, y sólo unos cuantos nombres son los que sobresalen. Además, la esencia del arte no es el dinero. Es darle vida a la pasión del alma, plasmarla e inmortalizarla en una obra. Tu cuerpo muere, pero tus creaciones serán eternas —señaló hacia donde estaban montando las carpas.
Tomello iba a decir algo más (otra estupidez muy seguramente), cuando Marice se adelantó, quizás notando al expresión amarga de Giulio.
—¿Tú también dibujas, dices? —preguntó con una sonrisa, haciendo su caja vacía a un lado—. Vaya coincidencia. Incluso tienes el nombre y todo.
—Es sólo eso, coincidencia —murmuró Giulio amargamente.
—¿Puedo ver?
No, pensó Giulio. Mostraba abiertamente sus obras en lienzo, pero sus cuadernos eran personales. Plasmaba en ellos no solamente lo que veía, sino lo que sentía. Si la gente de su tiempo no lo había comprendido entonces, sospechaba que la de esa época, burlesca y frívola, sólo tendría escarnio para ofrecerle.
Sacó el cuaderno doblado del interior del bolsillo delantero de su sudadera, buscó un poco entre las primeras hojas y les mostró dos detallados dibujos que ambos hombres miraron con los ojos muy abiertos. Uno era de la mujer sin rostro, grácil y etérea, inclinada ligeramente al frente para apreciar un cuadro a medio terminar que reposaba contra una pared, con un cuarto oscuro de fondo. El otro era toda la amplitud de la calle frente al balcón de su habitación en el refugio.
—¡Oye, esto es estupendo! —exclamó Marice, en verdad asombrado. Giulio se sintió un poco mejor. No así cuando Marice le arrebató el cuaderno para comenzar a hojearlo por su cuenta. Le alarmaba que pudieran leer sus notas, pero le fue imposible recuperarlo cuando ambos hombres confabularon para mantenerlo alejado—. ¿Cómo mierda puedes hacer algo así? ¡Tienes mucho talento, amigo!
—Devuélvelo, por favor —insistió Giulio entre dientes, a punto de estallar—. ¡Dámelo ahora mismo!
—No enredes tus rizos, príncipe —lo desdeñó Tom, levantando una mano para callarlo—. Sólo estamos mirando... ¿En qué idioma está escrito esto?
A pesar de la molestia, Giulio le echó un vistazo a la nota señalada por la uña mugrosa de Tom y tragó en seco. Ahí manifestaba sus inquietudes por su ignorancia con respecto a ese mundo.
—Latín —murmuró. Frunció el ceño ante las nuevas miradas de incredulidad que le lanzaron—. Lo aprendí por deseo de mi padre. Ya no era... es muy usado, lo sé, pero él quiso que tuviera una educación completa.
—Completa del siglo pasado, querrás decir —bufó Tom, apoyado en el hombro de Marice para mirar con atención los dibujos—. El latín no sólo no es muy usado, es una lengua muerta. Y no soy muy brillante, pero el nombre lo dice todo. ¿Quién demonios aprende latín en esta época?
—Esto me resulta muy familiar —dijo Marice, absorto en el boceto rápido de una capilla que Giulio había mirado a través de la televisión—. Tu estilo es muy similar al suyo —añadió. Dejó el cuaderno sobre sus piernas cruzadas, sacó de entre sus ropas su artefacto de comunicación, lo encendió y comenzó a deslizar los dedos sobre la luminosa pantalla.
Giulio jamás dejaba de maravillarse cuando veía ese tipo de cosas.
—Mira. Sí, mismo estilo —continuó Marice. Mostró el dibujo de Giulio y a un lado colocó su celular—. Dibujas igual que él, ¿cómo rayos lo haces?
La imagen que mostraba el artefacto celular era un dibujo efectivamente. Uno que Giulio conocía demasiado bien. Lo había hecho un par de años atrás, cuando había visitado Roma en compañía de su amigo Jean, que había insistido en acompañarlo cuando se había enterado que Giulio acudiría por petición de un Obispo para comisionar una pintura sobre la Virgen María y su sufrimiento de ver a su hijo en la cruz. El dibujo era de un hombre tirado frente a una fuente, con la mitad del cuerpo hundida en el agua. Había muerto ahogado luego de tropezar estando ebrio durante la noche. Giulio había grabado perfectamente la imagen en su mente y la había dibujado después.
—Su estilo y su nombre —resopló Tom, dando otra calada a su cigarro—. ¿Dirás después que eres él y resucitaste?
Giulio lo miró con sorpresa por unos segundos. Después volvió el rostro con amargura, cuando constató que Tomello estaba burlándose... una vez más.
—No imito a nadie —gruñó, recuperando su cuaderno de un manotazo, evitando que Marice comparara otro dibujo con los que proyectaba el celular—. Y eso es... ¿Cómo...? ¿Por qué esos dibujos están en tu dispositivo? ¿Dónde es que...? —borbotó con consternación, intentando sacudirse el fastidio de encima. Se inclinó un poco más para mirar el trazo de un hombre semidesnudo y de avanzada edad que veía meditabundo hacia un costado en la pantalla del celular. A juzgar por el estilo, era un dibujo muy viejo. La técnica era más tosca que los trazos fluidos que había desarrollado al final—. ¿Cómo es que puedes verlos?
—¿Cómo? Pues en internet, ¿dónde más? —preguntó Marice a su vez con voz sosa—. Sólo pones el nombre del pintor en el buscador y te aparece todo sobre él. O de cualquier otra persona. ¿Qué tú no sacabas la tarea de la escuela del internet?
—¿Qué? ¿Eso puede decirte todo sobre una persona?
Ambos hombres intercambiaron una mirada, lo que ya no pudo importarle menos. Ahora fue él quien le arrebató el celular a Marice para mirar de cerca un bosquejo del lago junto al que se había alzado su casa. Sabía que era suyo, pero no recordaba exactamente cuándo lo había hecho. En algún momento a mediados de su segunda década de vida tal vez.
—Maldición. ¿Estás hablando en serio? ¿Realmente en serio? ¿No conoces el internet? —se sorprendió Marice—. ¡Google! Escribes algo y te aparece un millar de información para escoger. ¿Dónde mierda has estado metido todo este tiempo? Canos es una ciudad rústica, pero ha tenido internet desde siempre, o al menos desde que yo recuerdo.
—¿Ves? Te dije que en verdad pensaba que hablo solo sólo porque me escucha a través de su pared y «nadie me responde» —se rio Tom. Marice lo acompañó—. Vamos, pregunta lo que quieras —le dijo a Giulio cuando pudo recuperar el aliento—. Mar se lo preguntará a San Google, inteligencia omnipresente que todo lo sabe, y tendrás tu respuesta.
—Omnisciente, idiota. Y quizás quiera saber en qué siglo estamos —dijo Marice, provocando otro acceso de risa en ambos.
Eran como dos hienas glotonas de escarnio.
—Siglo veintiuno, lo sé —espetó Giulio cuando logró salir de su estupor. Miró el artefacto casi con reverencia cuando se lo devolvió a Marice—. ¿Puedes preguntarle más sobre el artista Brelisa? Quizás sobre su... familia. O sobre la familia que vivía en la propiedad vecina, los Daberessa. ¿Qué ocurrió con ellos?
—Bah. De él cualquiera puede decirte todo en este lugar —rezongó Tom, aunque no se opuso a que Marice deslizara los dedos una vez más sobre el cristal del celular.
—Nació el 28 de Agosto de 1495 y murió el 30 de Noviembre de 1520 —leyó Marice con voz mecánica—. Hijo del respetado comerciante Akantore Brelisa y su primera esposa la condesa Clara Brelisa, Giulio Brelisa fue un dibujante y pintor, conocido más por sus obras profanas El Lobo Devorando al Ángel, La Danza de la Oveja y el Demonio, y El Carruaje de las Ánimas es...
—¿Carruaje de las Ánimas? —lo interrumpió Giulio con el ceño fruncido—. Si es el lienzo que creo que es, estaba bajo llave. ¿De dónde lo sacaron? Mi... el... la persona quelo comisionó falleció y decidí... eron mantenerlo en el taller de Brelisa. Nadie, salvo el padre de Giulio, sabía de su existencia. ¿Y cuál es el de la La Danza de la Oveja y...? Oh, ya sé a qué obra se refieren —murmuró para sí mismo, abochornado.
—Amigo, lleva quinientos años muerto. Todas sus cosas son de conocimiento público ahora —bufó Marice.
Continuaron leyendo en voz alta para su desconsuelo. Hablaron de su infancia, su adolescencia y juventud con una seguridad que constataba que quien había escrito sobre él lo conocía todo. Especulaban la mayor parte del tiempo, era evidente por la forma en la que mencionaban algunas cosas con incertidumbre, sobre todo de los lugares en los que había estado y con qué personas se había relacionado en momentos clave de su vida. Cabía mencionar que la mayoría de lo dicho no había sucedido como lo teorizaban, aunque tenían una idea general de sus andanzas, lo que era escalofriante.
Al final constató con amargura que los llamados historiadores podían ser tan precisos al momento de descubrir información que se estremeció ante la idea de estar siendo observado en ese mismo instante. Si bien muchos de los eventos que habían transcurrido a lo largo de su vida no habían sido manejados con discreción, sí era bizarro imaginar cómo era que en el mundo actual sabían de ellos, tal era el caso del malentendido de Viena, donde en una cena a la que Giulio había sido invitado para departir entre nobles y ricos, una marquesa había comenzado a seducirlo, atreviéndose incluso a tocarlo por debajo de la mesa. El problema, aunque escandaloso, no había sido ese, sino que su esposo lo había presenciado todo desde el otro lado de la mesa y antes de que terminara la cena se había puesto de pie, mosquete en mano, para acabar con la vida de Giulio ante el espanto de todos.
Si no había pasado a mayores había sido únicamente porque el anfitrión, un archiduque de mirada torva y rasgos imponentes, había demandado orden con un rugido que había hecho a todos enmudecer y al marques soltar su arma en el acto. Giulio se había quedado hospedado como invitado de honor esa noche, y a la mañana siguiente había comenzado a trabajar en una pintura que la señora de la casa le había solicitado. Había sucedido tan sólo cinco años atrás para él. En su mente la mayoría de esas personas aún continuaban con vida pese a que en la actualidad muchos de sus nombres yacían en el olvido, sus pertenencias, como las de Giulio, desperdigadas por el mundo, y sus tierras usadas y habitadas por otras personas.
Después Marice habló de un pequeño periodo en blanco en la vida de Giulio, cuando tenía quince o dieciséis años. A juzgar por las fechas y los datos que Marice leía mientras especulaba en voz alta, tan emocionado que Giulio no podía evitar sentirse conmovido, debía tratarse del extenso periodo que había tenido que pasar en cama luego de sufrir un accidente mayor que lo había dejado con una pierna y la cadera fracturadas, exactamente a sus dieciséis años.
Se había caído del caballo mientras huía de la propiedad vecina, perteneciente a los Daberessa, acechado por Lucio, el eterno rival del comercio de Akantore y padre de Lucilla, y había durado unos cuantos días inconsciente, con un pronóstico de supervivencia no muy favorable, para angustia de su padre y de las mucamas, que habían revoloteado dentro y fuera de su habitación entre sollozos y plegarias.
Giulio reconocía que todo había sido su culpa, y aunque jamás había aclarado los detalles con nadie, imaginaba que su padre sospechaba los motivos del percance. Lucio Daberessa había estado a punto de descubrirlo dentro de la alcoba de Lucilla una noche en la que ambos jóvenes habían creído que toda la familia dormía y quizás habían sido un poco más escandalosos que de costumbre mientras jugaban, reían e intimaban con el descaro propio de la edad. En cuanto habían escuchado movimiento, voces y ruido que anunciaba que más de un miembro de la familia había despertado, Giulio había sido rápido para huir por la ventana. El primer golpe se lo había dado duramente contra el suelo cuando ella, también en pánico al ver su virtud amenazada, lo había empujado accidentalmente del balcón y ambos habían calculado erróneamente dónde era que estaban los matorrales.
Había sido en el jardín lateral donde Lucio lo sorprendió, aunque no había logrado reconocerlo gracias a la espesura de los árboles bloqueando la luz. Giulio había corrido semidesnudo hacia su caballo, que había estado atado en un sendero cercano del bosque, cuando el hombre había soltado a los perros después de armar a sus guardias y ordenar la cacería. En medio de la oscuridad, inmerso en el pánico y en el furor de la supervivencia, Giulio confundió direcciones y, agitando a su caballo para que corriera deprisa, se había abalanzado por un camino pedregoso que a los pocos minutos de cabalgata hizo a la montura despeñarse. No recordaba mucho de la caída, sólo el terrible dolor de su pierna derecha crujiendo bajo el peso de la bestia después de volar junto a ella por algunos metros, azotándose entre las ramas y los troncos de los árboles que le habían arrancado el aire de los pulmones, y el impacto final que lo había desconectado de la consciencia.
Como agradecimiento por la compasión que Lucio había mostrado al alcanzar a Giulio cuesta abajo y perdonarle la vida al descubrir que se trataba del hijo del Honorable Brelisa, Akantore le había obsequiado el mejor semental de sus caballerizas, un hermoso caballo de pelaje plateado que brillaba como una estrella bajo los rayos del sol y del cual Lucio había hecho alarde durante muchos años en las reuniones de caballeros.
El motivo por el cual Giulio había traspasado la propiedad Daberessa jamás se mencionó, no como una invasión al menos. Al final se había concluido que Giulio sólo había resultado andar por ahí, casualmente en las mismas horas que el intruso porque regresaba del pueblo cuando ocurrió el accidente, y había tenido la suerte de que Lucio Daberessa lo encontrara a tiempo para socorrerlo y devolverlo con vida a su padre.
Estaba seguro de que Lucio, de carácter malicioso aunque compasivo, se había considerado compensado después de constatar el terrible estado en el que había quedado Giulio tras el accidente que desgraciadamente sí le había costado la vida a su caballo. Si cerraba los ojos aún podía escucharlo riéndose como respuesta a cada gemido y lamento que él había proferido al ser movido y trasladado en un estado tan lamentable por los bruscos guardias y sirvientes.
—Fue un perro —dijo cuando Marice comenzó a leer sobre el supuesto incidente que había inspirado a Giulio Brelisa a pintar el Lienzo del lobo devorando a un ángel—. Miré... Miró a uno de los perros de la casa devorar a un cisne cuando era niño y la imagen quedó grabada en su mente por años. Quizás en algún momento el recuerdo lo inspiró y por ello pintó eso —se encogió de hombros—. No hubo ningún lobo descendiendo de los bosques altos para matar a nadie. ¿De dónde sacaron eso?
—Son hipótesis —dijo Marice—. ¿Dónde leíste tú eso? He visto muchos documentales sobre él y en ninguno han mencionado un incidente con ningún perro.
—Un libro —respondió Giulio con inocencia—. Aún leen libros, ¿cierto?
Tom le dio una calada a su tercer cigarro y volteó el rostro para arrojar el humo lejos de ellos.
—No si puedo evitarlo.
—¿Planeas subir tus dibujos a las redes? —preguntó Marice de la nada. Giulio lo miró sin comprender—. Ya sabes... —Le mostró su celular, que seguía encendido y mostrando una foto de otro dibujo que él recordaba vagamente. Le apenaba imaginar todas las notas personales que habían leído miles, sino es que millones de personas para esas alturas. Todos sus secretos descubiertos—. A Pictugram y eso.
—Lo lamento, pero...
—No sabe de lo que estás hablando —sonrió Tom con una mueca. Apagó su cigarro y arrojó la colilla lejos—. No sabe qué mierda es el internet, por supuesto que no va a saber lo que es Pictugram, idiota.
—Bueno, en ese caso podemos crearte una cuenta ahora mismo.
Aún sin comprender, Giulio los miró por turnos. Había averiguado muchas cosas de ese nuevo mundo gracias a la televisión, pero en tan pocos días era imposible dejar de sorprenderse por lo que sentía como descubrimientos extraordinarios sin importar que para el resto del mundo fueran cosas más bien banales. Además de la electricidad, de las máquinas que volaban, del teléfono, la televisión y el internet, tenían todo tipo de artefactos que facilitaban las funciones básicas del día a día y que en el pasado habrían sido simplemente impensables.
Una de las cosas que más lo habían sorprendido era la libertad de las mujeres. Ahora compartían igualdad con los hombres en muchos aspectos, podían vestirse de la forma que desearan (o desvestirse si era el caso) y decir lo que pensaban. La autoridad ya no le pertenecía a un rey ni mucho menos a la iglesia, sino a un sistema de sistemas independientes que durante los últimos quinientos años se habían denominado «países», y la comida, la medicina y demás artículos tan sencillos pero tan necesarios para la vida como podía llegar a serlo el papel higiénico (que él adoraba) se producían en masa en grandes edificios llamados fábricas.
La noche anterior había mirado una obra teatral (en esa era llamada «película») sobre el hombre que había inventado las hamburguesas, un documental sobre criaturas provenientes del espacio llamadas «alienígenas» que había revolucionado sus ideas hasta casi hacer estallar su cabeza, y otro más sobre él mismo, Giulio Brelisa, donde afirmaban que escondía códigos y mensajes sobre la iglesia y sectas secretas en algunas de sus obras, lo que lo había hecho reír largamente.
Pero no sabía lo que eran las redes de Pictugram.
—¿Cómo podrías crear una cuenta en... eso? —Giulio se rascó distraídamente una oreja—. ¿Es como una cuenta de banco. Mi padre tenía un...
Marice resopló con sorna.
—Obvio que no, tonto. ¡Es fácil! Sólo abrimos un correo electrónico, luego creamos una contraseña, y después abrimos la cuenta.
De nuevo, las palabras entraron a sus oídos como un idioma extranjero. Giulio permitió que Marice lo hiciera todo sin aportar nada más que su falsa fecha de nacimiento, que volvió a causar revuelo en cuanto descubrieron que era la misma de Giulio Brelisa, salvo por los quinientos años de diferencia entre uno y otro. Marice parloteaba mientras Tom aportaba comentarios sarcásticos y Giulio veía el celular con mucha atención.
Pasaron unos cuantos minutos de esa forma, hasta que Marice señaló que todo estaba listo, levantó el celular a la altura del rostro de Giulio y en menos de un segundo la perfecta imagen de su cara (con una mueca de confusión impresa en ella) apareció capturada en la pantalla del artefacto, asustándolo.
—¿Cómo hiciste...?
—Ahora tu cuaderno.
—¿Qué? —preguntó Giulio con los ojos muy abiertos.
—Tu cuaderno —insistió Marice agitando una mano—. Vamos a tomarle una fotografía a uno de tus dibujos para subirlo a tu nueva cuenta de Pictugram.
—No entiendo. ¿Subir un dibujo? Es...
—Sólo saca y abre tu maldito cuaderno para que este retrasado le tome una foto —refunfuñó Tom con otro cigarro en la boca—. Eso te está diciendo.
Giulio sacó el cuaderno y lo abrió un poco, sólo lo suficiente para que el dibujo sobre un perro cadavérico, parcialmente enterrado una de las tumbas, que había visto y hecho la tarde anterior quedara a la vista. Marice lo halagó al tiempo que posicionó el celular a una distancia suficiente para que Giulio mirara con fascinación cómo la imagen se materializaba de pronto sobre la pantalla.
—Increíble —murmuró, intercalando la mirada entre su cuaderno y el celular. El mismo dibujo aparecía en ambos—. Es fascinante.
—Y los filtros lo harán aún mejor... Mira, ¿ves? Así resalta más.
Lo que Giulio miró fue una veladura amarilla alterando la verdadera coloración azulada que la hoja de su cuaderno había tenido debido a la iluminación del día. Lo que Marice hizo en su artefacto celular fue embellecer el arte, o afearlo, según se interpretara.
—Listo, ya está arriba.
—¿Ponerlo en ese cuadrito es a lo que te refieres cuando dices que está «arriba»?
—Ese cuadrito es el inicio de tu galería —asintió Marice sonriendo—. No te preocupes. Yo te puedo ayudar con todo mientras consigues un celular propio. ¿Te parece la idea?
—Creo que sí —dijo Giulio, todavía desconcertado—. Gracias.
Un silbido rasposo anunció el reinicio de las labores y la gente comenzó a levantarse perezosamente entre mugidos y suspiros de resignación. Era momento de continuar con las labores par ganar otro papel de doscientas talisas al final del día.
—Rayos —gruñó Tom, deshaciéndose de los restos de su último cigarro.
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