55 Lienzos
Regresó a la casa caminando, sabía que no había explicación alguna para su repentina aparición en la colina, pero no le sorprendía ni mucho menos indagaría al respecto. «Ella» lo había traído de regreso a la vida y había demostrado en más de una ocasión que podía hacer cosas que escapaban a la lógica y la percepción humanas. Transportarlo al otro lado del mundo quizás era tan fácil para ella como respirar frente a sus restos corruptos tras siglos de muerte y verlo abrir los ojos una vez más.
Le tomó casi dos horas de camino recorrer parte de la ciudad y más de veinte minutos atravesar el amplio del bosque hasta que sus pasos lo detuvieron frente a la puerta custodiada por dos vehículos negros y cuatro agentes que saltaron a su encuentro desde el interior de los automóviles y la amplia caseta construida a un costado del camino.
La sorpresa en los rostros de todos fue tal que Giulio hizo un sobreesfuerzo por no reírse en sus caras. Antes de dejarlo entrar, sin embargo, corroboraron que su identidad fuera correcta; alumbraron su cara con una linterna bajo la lluvia incipiente, le hicieron varias preguntas, y al comprender que había cosas más allá de su entendimiento que ocurrían en ese mundo y en las cuales no querían adentrarse, lo dejaron pasar. Después de comprobar que ninguna de las balizas de seguridad instaladas a lo largo de la propiedad se había disparado con algún escape sorpresa por parte de Giulio, o un secuestro como el que había ocurrido con Vassé y sus hombres, uno de ellos se ofreció a llevarlo en su camioneta, lo que Giulio aceptó.
El hombre lo miró continuamente de reojo durante los cinco minutos que les tomó alcanzar la casa, saltando de un lado a otro por la deformación del suelo bajo la capa espesa de agua y los reverberantes truenos. Cuando llegaron al patio lateral, otros tres vehículos estaban estacionados cerca de la entrada, solitarios. El hombre condujo hasta los pies de la escalinata que guiaba al frente de la casa, justo donde un manzano con un nuevo columpio instalado sobre su rama más alta y gruesa se mecía de un lado a otro, arrojando esferas rojas como proyectiles, y esperó con impaciencia a que Giulio descendiera, aunque al final él también bajó, renuente, cuando fue invitado por Giulio a que subiera a la cocina y se preparara una bebida caliente, y a que llevara pastelillos y bebidas también para sus compañeros.
Sin más dilación, Giulio lo dejó solo en la cocina, después de encontrarse con uno de los mayordomos e indicarle amablemente que atendiera al agente, y regresó a su taller, que tenía la puerta entreabierta y las luces aún prendidas. Estaba de más mencionar que el sirviente también quedó anonadado ante el arruinado estado del elegante traje de Giulio y el camino de agua que dejó en el piso. Pasaban de las cinco de la madrugada. La casa entera estaba en silencio y afuera la tormenta se había convertido en una lluvia suave y arrulladora. El viento se había tranquilizado y el último trueno había retumbado cuando él había descendido de la colina, poco más de una hora atrás.
El cuadro seguía en su lugar, terminado, imponente en la profundidad de sus trazos y la perfección casi divina que había adquirido cuando «Ella» le había puesto la mano encima. Era una sensación que Giulio no podía explicar. Lo aterrorizaba y al mismo tiempo lo hacía sentir pleno, lleno de orgullo por lo que había sido capaz de crear en uno de los momentos más vulnerables y angustiosos de su vida.
Caminó hacia la obra, iluminada tranquilamente bajo el fulgor de las lámparas del techo. La rodeó como había visto a «Ella» hacerlo mientras la inspeccionaba, y asintió.
Todo había terminado.
Lo sabía, lo sentía.
Todo había terminado y «Ella» no volvería a aparecer más en su vida sin importar lo que ocurría, si la llamaba o la repudiaba, si la necesitaba o la deseaba lejos. Finalmente se había ido, cumpliendo su parte del trato, y había dejado atrás el cuadro para que la humanidad apreciara su belleza siniestra y enigmática.
—Gracias —murmuró Giulio.
Retrocedió un par de pasos, le ofreció una reverencia como símbolo de gratitud y despedida, y salió del taller apagando la luz en el camino. La puerta rechinó ligeramente detrás de él cuando la cerró y se apresuró a correr pasillo arriba. Subió las escaleras de a dos peldaños a la vez y resumió la distancia con la habitación de Karline en un segundo. Al llegar, sin embargo, abrió la puerta con suavidad y se asomó con precaución, procurando no sobresaltar a nadie. Sólo Bodegón levantó la cabeza para mirarlo con expresión adormilada y emitió un trino a manera de saludo que Giulio intentó acallar con un siseo suave.
Emma se movió un poco. Estaba cubierta parcialmente por las colchas y uno de sus brazos envolvía a Karline, que estaba a medio cobijar y despatarrada como contorsionista de un espectáculo. Bodegón trinó de nuevo, se levantó, se estiró con la elegancia clásica de los gatos, y se acercó a Giulio para demandar mimos. Eso bastó para que Emma terminara de espabilarse y abriera los ojos. La luz mortecina del alba entrando por la ventana bañó superficialmente su perfil.
Al ver a Giulio de pie en medio de la habitación, de regreso, se desenlazó cuidadosamente de Karline, se puso de pie y se apresuró a abrazarlo con tanta fuerza que Giulio la sintió fusionarse con su piel, traspasar músculo y unirse a sus huesos mismos, no mostrando el menor rastro de incomodidad cuando su vestimenta empapada indudablemente filtró agua helada por su delicada ropa de cama, aguijoneando su piel.
—Regresaste.
—Te escuché llamarme.
—Lo hice —murmuró Emma, con la cara enterrada en su pecho—. Te llamé desde el momento mismo en el que saliste de esta habitación. No había rezado jamás. No como lo hice hoy. Recé tanto por que te quedaras.
—Guiaste mi camino de regreso.
—Y lo hiciste —repitió ella con un murmullo—. Pensé que no volvería a verte.
—Es aquí, con ustedes, donde deseo estar. —La rodeó con sus brazos él también y miró de reojo a Karline, dormida apaciblemente. Afuera el clamor de la lluvia había cesado por completo—. Sólo aquí.
El rostro de Emma se levantó. Entre la oscuridad fue difícil distinguir sus facciones, pero el suave halo mortecino que entraba por la ventana fue suficiente para darle un brillo tenue a sus ojos.
—Lo vi todo, Giulio.
—¿Cómo?
—«Ella», eso, lo que sea, me lo mostró. Tus últimos instantes, tu agonía sobre esa cama, la habitación anexa a tu taller. Te acompañé minuto por minuto durante dos interminables días, viéndote morir. Comencé a orar por ti. Fue tan lento y cruel, tan terrible. Eras tú... tu rostro, tu... Eras tú —murmuró Emma contra su cuello—. Sé que fueron sólo un par de horas, pero fue un sueño tan real, tan vívido. Lo vi todo. No podía ayudarte. Pensé que morirías. ¿Fue así como sucedió?
—Estoy bien, Emma —dijo Giulio como toda respuesta, frotando su espalda—. «Ella» no volverá más a nuestras vidas. Eso no volverá a ocurrir. Cobré mi pago por hacer su pintura. Quedarme aquí fue el precio. Quedarme con ustedes.
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