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54 Lienzos

Un cielo de fuego, oscuro y profundo, coronado por un sol que resplandecía como si se ahogara en la inmensidad, se extendía por encima de ella. «Ella», con su manto traslúcido, con su silueta en una caída grácil desintegrándose en una pira de maderos encendidos, mirando hacia un costado, con el cabello ondeando detrás de su espalda, por el frente los mechones rebeldes acariciando sus senos. Una de sus manos alzada, rozando su pecho, la otra, laxa, sujetaba una flor blanca que comenzaba a marchitarse. Los maderos parecían a punto de salir del borde inferior convirtiéndose en un sinfín de cuerpos que entre alas, manos, telas y cabello formaban un mar de lamentos que intentaban alcanzarla, o que huían de ella. Las luces sobresalían a las sombras, resaltando los contornos más importantes. Entre los huesos emergían pequeñas flores, de entre las flores brotaban bichos.

Y más allá, detrás del suave y sedoso cabello que escapaba inmune a las pavesas que borroneaban la visión, un hombre se erigía sobre un trono, lejano, frío, observando la escena con porte imperioso, difuminándose en aquel paraje que Giulio sentía que había salido de su alma misma.

Había hecho falta el rostro de «Ella», una mezcla de recuerdos que habían asaltado de golpe la mente de Giulio cuando se había dado a la tarea de terminarlo.

Afuera aún llovía, los relámpagos iluminaban el interior del taller con fugaces resplandores y los truenos hacían titilar las hileras de lámparas instaladas en el techo. El cuadro estaba hecho, una obra de de un metro y medio de alto y ancho, detallada a profundidad, inundad de color y al mismo tiempo de oscuridad y desolación.

Dio la última pincelada, perfeccionando el contorno del cabello que enmarcaba el rostro pálido y la luz volvió a parpadear como respuesta a un trueno. Entonces «Ella» apareció, emergiendo de la obra como si la imagen cobrara vida propia.

Giulio retrocedió, tomado por sorpresa. Chocó con una mesita de metal donde ponía las pinturas en uso y un montón de cosas cayeron al suelo. Por un momento le pareció ver el fantasma fugaz de un abrecartas lleno de sangre entremezclándose con el desorden. Otro destello, y la silueta apareció finalmente a su lado, con una fisicidad engañosa. Su cabello se agitaba como si el viento que azotaba los árboles al otro lado de la ventana lo sacudiera. Su rostro, humano completamente, miraba hacia el cuadro. Giulio casi pudo sentir la esencia de la vida en ella, notar cómo su carne siempre pálida había adquirido una tonalidad trigueña, y los poros en su piel se matizaban hasta hacerse reales, humanos.

—Hermoso —dijo su voz suave y cavernosa.

Un relámpago más. La luz se apagó por un segundo, retornando con un chasquido. Decenas, tal vez cientos, de figuras oscuras y sin rostro se dibujaron al otro lado de los ventanales. Carecían de ojos pero él estaba seguro de que veían hacia adentro.

«Ella» rondó el rededor del cuadro. Sus pies flotaban, su manto se deslizaba con vida propia. Miró desde todos los ángulos, tocó la pintura con sus dedos etéreos sin alterar la pintura fresca en lo mínimo. El tiempo se congeló en ese momento, mientras dentro de su pecho el corazón de Giulio retumbaba, su respiración se entrecortaba. Las cicatrices de las heridas infligidas por su padre punzaban como si un agente corrosivo estuviera reabriéndolas.

—Quiero quedarme —dijo entonces, con firmeza. «Ella» se detuvo y giró lentamente el rostro hacia él. Sus ojos negros, intimidantes, se entornaron con la curiosidad—. No quiero regresar a... donde sea que estuve antes de venir aquí.

Las sombras humanoides al otro lado de los ventanales se agitaron. «Ella» bajó su brazo y se volvió por completo hacia él. Era extraño, pero Giulio juraba que podía ver su pecho subir y bajar como si respirara.

—No puedes saber lo que deseas si no eres capaz de recordar que has perdido más al regresar a este mundo que permaneciendo en el descanso. Sólo eres una herramienta prestada, Giulio Brelisa, y lo prestado debe devolverse.

—El trabajo debe pagarse —La corrigió él con determinación—. Y pintar para ti fue un trabajo, y como pago quiero vivir. No puedo descansar ahora mismo. No puedo dejar atrás a quienes ahora dependen de mí. No puedes devolverme la existencia, dejarme hacer una vida que ha tocado las vidas de más personas y después arrebatármelo todo. No puedo irme. No quiero irme.

—No quieres, dices. —«Ella» ladeó la cabeza. Su cabello por otro lado, permaneció imperturbable, ondeando a lo alto—. No le debes nada a nadie.

—Quiero quedarme. Es el pago que exijo a cambio de haber pintado para ti.

Los ojos negros se volvieron hacia la obra, viraron de arriba abajo, profundizando en los detalles. El frío que emanaba de su esencia era tan real que Giulio pudo sentirlo arañando su piel y calando hasta sus huesos. Fue peor cuando un brazo delgado se disparó en su dirección y la mano asió su muñeca con una fuerza tan avasalladora que lo inmovilizó en su lugar.

Vinieron entonces, las imágenes, las sensaciones incorpóreas, las voces, las risas, los sonidos, la felicidad. Oscuro e iluminado al mismo tiempo, atemporal, flotó en una nada que lo contenía todo, en un vacío que trajo consigo el golpe fugaz de una presencia. Lucilla.

Sintió sus ojos llenándose de lágrimas.

No pudo verla como lo haría una persona viva, no con los ojos, pero sí con el alma. Ahí, a su lado, fusionando su presencia con la suya. Y no sólo ella; su padre, su madre, Giulio su hijo, Jean, su amigo de la infancia de la adultez. Todos y cada uno reunidos a su alrededor, llamando su nombre, recibiéndolo de regreso en aquella suave corriente de armonía en la que Giulio podía crear mil pinturas en un segundo y descansar una eternidad al instante siguiente. Revolotearon como mariposas a su alrededor, tomaron sus manos, acariciaron su rostro, peinaron su cabello, apaciguaron los dolores crónicos que las secuelas de sus heridas habían dejado.

Las lágrimas corrieron por sus mejillas y unos labios cálidos las secaron a besos. Sus pies se movieron, ingrávidos, siguiendo el susurro de las voces que lo invitaban, que le imploraban. Se detuvo en la orilla, al borde del abismo cuya negrura no parecía amenazante. Lucilla, sujeta de su brazo, lucía radiante, feliz. Su tez era rosada, su piel cremosa, su mano pequeña y un poco rolliza apretaba su mano como lo hacía Emma.

Emma.

Giulio parpadeó. Sacudió la cabeza y dio un paso atrás, congelando el mundo que frente a él se extendía como un lienzo en blanco, invitándolo a crear su propio paraíso, su propia fantasía, donde existiría por siempre acompañado de aquellos que en vida había extrañado con ahínco.

—Karline me necesita —musitó, escuchando su voz ir y venir con un eco seco que plasmó manchas de colores sobre las flores marchitas de una cripta. Miró el rostro de Lucilla suavizarse con el peso de la misericordia—. Es tan pequeña, tan indefensa. No puedo dejarla sola.

—Yo te necesito. He estado sola por tanto tiempo.

—No. Sabes que no. Ahora lo recuerdo todo. Hemos estado juntos. Juntos todo este tiempo.

Los ojos de Lucilla se entrecerraron con tristeza.

—Como las almas que se aman deben estarlo. Dijiste que no volverías a irte, que no volverías a dejarme. Tú perteneces aquí, Lio, conmigo, con nosotros.

—Y volveré a estarlo algún día.

Taras se extendió ante ellos como una lejana marisma de lucecitas entrecortadas por el ruido del ambiente, ambos de pie en el borde de la colina al final de La Arboleda, detrás de ambos la cripta de los Daberessa. La lluvia arreciaba con potencia, pero Giulio era incapaz de sentirla aporreando su cuerpo.

Lucilla meció lentamente la cabeza con una negativa. Las ondas de su cabello castaño se agitaron apenas lo suficiente para rebotar sobre sus hombros desnudos. Su bata de dormir, la última que habría vestido antes de morir, era blanca y prístina. Dibujaba las curvas femeninas de su cuerpo.

—Me abandonas de nuevo.

Giulio sonrió. Se volvió hacia ella, la sujetó por el rostro y la besó, congelando el tiempo, las urgencias y las dolencias del corazón. Muerte y vida se entremezclaron en una explosión de sensaciones que lo invitaban a la incoporeidad y al mismo tiempo le hacían mantenerse firme en su convicción de no dar un paso atrás, de permanecer y terminar lo que la naturaleza le había obsequiado cuando sus padres le habían dado la vida.

—No seas caprichosa.

El mohín que adornó el rostro de Lucilla cuando la soltó fue hermoso.

—Tú eres el caprichoso. Los vivos deben seguir sin nosotros, amor mío. Pasamos por este mundo y dejamos nuestra huella. Más no nos corresponde hacer.

—A mí sí —murmuró Giulio, acariciando su bello rostro—. Hay una última cosa que debo hacer antes de regresar al descanso. Penaría por el resto de la eternidad si no lo acometiera.

El suspiro que elevó el suave busto de Lucilla levantó un remolino de aire a su alrededor, fue compartido por las montañas, los árboles y cada huésped que descansaba bajo sus frías lápidas de piedra y mármol.

—Dejé a nuestro hijo para venir contigo. Era tan pequeño... tan indefenso.

—Ahora estás con él —Giulio la tomó de ambas manos para juntarlas frente a su rostro y besarlas—. Y él nos ha perdonado a ambos por abandonarlo, puedo sentirlo. ¿No puedes sentirlo también tú?

—Es cierto... —musitó Lucilla como si no lo escuchara. Miró más allá del cementerio y La Arboleda, hacia el lago, y lo que sus orillas custodiaban—. Es tan pequeña, tan hermosa.

—Te habría encantado conocerla. Es nuestro legado, lo que creamos juntos, lo que permaneció a través de las barreras del tiempo.

Lucilla se rio.

—Jamás habría podido conocerla, tonto. Sabes que el tiempo es indistinto para nosotros en el salón de la espera, pero no para quienes nacen y viven después de nosotros, no para quienes respiran, sienten y sufren. La vida no me habría alcanzado para rozar la existencia de esa pequeña, pero a ti sí. Siempre supe que eras único, Lio.

Giulio la abrazó una vez más, llenándose de ese calor que sentía emanar únicamente de su cuerpo pero que de alguna manera percibía en la esencia misma de lo que conformaba el ser de Lucilla.

—Te amo, Lucilla —jadeó—. Te he amado siempre.

—Siempre —murmuró ella, apoyando la cabeza contra su pecho—. Pero incluso el «siempre» está destinado a llegar a un final... Ve con ellas. Te están llamando. Te ha llamado desde que viniste a verme, ¿no puedes oírlo?

Sí, podía escucharlo, la suave y lejana voz de una mujer orando, mencionando su nombre, pidiéndole regresar si es que en algún momento había pensado en quedarse en ese espacio atemporal donde sólo existía el gozo de la existencia y no más la necesidad, donde más como él, sombras prodigiosas del pasado se reunían a crear, a atestiguar lo que el mundo hacía con sus recuerdos, y reírse de gozo cuando eran alabados y bendecidos con el agradecimiento de la humanidad por las creaciones que habían dejado atrás.

Sí, lo deseaba. Quería quedarse. Lo quería tanto como también quería estar vivo y experimentar la dicha de la mundanidad en sus huesos, su carne, su sangre y su mente.

—Lo haré, regresaré allá, sólo quiero quedarme un momento más contigo —murmuró, volviendo a besarla—. Sólo un momento más. Quiero escucharte, sentirte, verte un momento más y después me iré.

—Tú ya no eres como nosotros. No perteneces más aquí. Es peligroso que te quedes —sentenció Lucilla sin frialdad. Se separó sutilmente de él para mirarlo una última vez con sus hermosos ojos tan suaves como la miel centellando cuando otro relámpago iluminó la vastedad del firmamento—. Adiós, mi amor. Me alegra poder despedirme de ti esta vez. Estaré a tu lado siempre que lo necesites, aun si no puedes verme.

—Lucilla...

Ella tomó su mano, puso algo en su palma y la cerró. Cuando Giulio bajó la cabeza para mirar el collar de caracolas que había hecho para ella cuando ambos eran niños sus piernas amenazaron con colapsar bajo su peso. Fue sólo un segundo el que desvió la mirada, al levantarla de nuevo, la escultura de mármol frente a él, con su silueta cubierta por los pliegues de la tela del camisón perfectamente tallados, permaneció como su única compañía.

Giulio se derrumbó entonces, secundado por el clamor de un trueno que lanzó un rayo hacia la cruz erigida a lo alto del campanario de la iglesia. La lluvia lo empapó de golpe, pero ni el frío ni el agua pudieron atormentarlo más. Sujetó el collar contra su pecho y lloró libremente a los pies de la escultura, que permaneció incólume ante su llamado. Sin embargo no hubo más amargura ni arrepentimiento en sus plegarias, sólo liberación y consuelo.

Lucilla estaba en paz, y él también. 

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