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52 Lienzos

Karline se había mostrado entusiasmada durante los primeros minutos del viaje hacia La Arboleda, conversando con Giulio sobre la infinidad de cosas que haría una vez que arribaran. Ya conocía la casa y ella misma se había encargado de decirle a Emma cómo quería la decoración de su habitación (llena de caballos y ponis). Después, un dejo de nostalgia la había apabullado y había comenzado a llorar, balbuceando que extrañaría a sus abuelos y que no podría dormir si no estaban con ella para desearle las buenas noches. Sólo Bodegón, dentro de su transportadora y acomodado entre ella y Giulio, había logrado tranquilizarla con sus maullidos roncos.

El viaje fue corto y sin contratiempos, con Leo en el volante, Emma de copiloto y una comitiva de tres vehículos más rodando detrás de su camioneta, encargados de la vigilancia, por supuesto. Giulio se preguntaba si todo aquello habría de continuar eternamente. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que la gente decidiera dejarlo en paz y él pudiera subir a la ciudad de La Arboleda o ir a Artadis sin temer por su integridad?

El perímetro que abarcaba por entero la propiedad Brelisa también había sido cercado. Tras un intenso debate con Emma, Giulio había terminado por aceptar que se levantara una reja de protección que daba la sensación de haber partido el bosque por la mitad. No sólo las sectas podrían intentar hacerle daño, le habían dicho, sino entidades de otros gobiernos que querrían poner sus manos sobre él para estudiarlo como a un animalillo de laboratorio. El regreso a la vida después de la muerte era un tema encantador no sólo para los curiosos, sino para los científicos y los investigadores de lo paranormal y lo extraño.

Llegaron, entonces, ante un alto y grueso portón frente al que custodiaban dos hombres en equipo táctico que permitieron el acceso una vez que Leo bajó la ventanilla y habló con ellos. Ambos se dirigieron a él con respeto y se hicieron a un lado, dejando que la caravana de vehículos accediera. Algunas lámparas con mucha potencia de iluminación habían sido instaladas en distintos árboles, alumbrando diversas secciones del bosque. El camino central, que había sido cubierto con piedras para evitar el hundimiento de las llantas cuando lloviera o nevara, estaba flanqueado por una hilera infinita de farolitos atados unos a otros con cadenas doradas más a manera de adorno que de precaución, y cada tantos metros alguien había montado esculturas muy hermosas de ángeles y otras entidades que Giulio planeaba visitar pronto con Karline, cuando empezara a enseñarle a montar a caballo.

—¿Lio, ya hay caballos? —preguntó la pequeña cuando el vehículo dejó de sacudirse y accedieron al patio lateral—. ¿Tus caballisas ya tienen caballos?

—¿No te lo dije? —le sonrió él, apurándose a desabrochar las amarras que la sujetaban a su tosca silla de protección una vez que aparcaron—. Llegaron hace una semana. Son los caballos más bonitos que he visto en mi vida, te lo aseguro.

Karline dio un brinco de emoción que estuvo a punto de hacerla caer de las manos de Giulio cuando la cargó para sacarla del vehículo. Emma lo ayudó con llevar la transportadora de Bodegón.

—¡Quiero verlos! ¿Puedo verlos? ¡Quiero verlos ya! ¡Quiero ver a los caballos!

Para eso, tuvieron que rodear el amplio de la casa, dejando atrás a la comitiva de vehículos y personas de seguridad que descendieron y se quedaron por ahí, dándoles privacidad. La propiedad completa estaba cubierta y no había necesidad de que caminaran detrás de Giulio por todos lados. Afortunadamente, Giulio había ganado el debate sobre el enrejado alrededor de la costa del lago y el área había quedado despejada, si nada que obstruyera la visibilidad del hermoso paisaje que terminaba al fondo con la salpicadura cremosa de las copas enmarañadas del Bosque Blanco, en la región de Bronza.

Sólo Emma fue con ellos, después de entregar la transportadora de Bodegón a una mucama que había salido para recibirlos. El gato tardaría en acostumbrarse a su nuevo hogar, por lo que Giulio había pensado en mantenerlo únicamente en su habitación y en su taller por un tiempo, siempre cerca de él para que no sufriera mucho estrés. Seguro que pronto lo verían explorando por todos lados y retozando al sol en la terraza. También había pedido cuatro mastines que llegarían en los próximos días y que pensaba criar él mismo como las bestias gentiles pero fieras en la seguridad que podían llegar a ser, y un perro salchicha que fuera completamente negro porque Karline así lo había deseado. El espacio sobraba para todos ellos en esa casa.

Karline soltó un chillido de asombro y emoción cuando alcanzaron las caballerizas, alumbradas por altos postes de luz, reflectores y demás focos y lámparas que habían sido instalados en puntos clave. Los caballos estaban ahí. Diecisiete en total entre yeguas, sementales y algunos potros, cada uno asignado a su respectivo cubículo de descanso, con las comodidades necesarias que la tecnología de esa época prestaba para que enfrentaran con amenidad el verano o el invierno. Tenían cuidadores, además. Un equipo de varias personas se encargaban de sus necesidades básicas, entre ellos un médico especialmente de animales que había dejado a Giulio asombrado con su conocimiento y dedicación.

El edificio se extendía a lo largo de la muralla de roca que bordeaba esa zona de la propiedad, era un pasillo amplio y extenso, lleno de pequeñas divisiones, habitaciones donde los caballos eran atendidos y una cabaña individual que era donde el capataz principal, y también médico, se hospedaría.

—¡Lio, son muchos! ¡Son más de los que yo tengo!

—Bueno, pues ellos también son tuyos —le dijo Giulio con una sonrisa, sujetándola con más fuerza cuando Karline se revolvió, presa de la emoción—. Mañana, cuando amanezca, debemos ponerles nombres.

Karline lo miró con la boca y los ojos muy abiertos. A su lado, Emma soltó una risilla discreta. El caballo que sobresalía de la primera portezuela, con motas blancas sobre un pelaje café, resopló y relinchó, subiendo y bajando un par de veces la cabeza. En el cubículo vacío del costado estaba una trabajadora escribiendo algo en una hoja sujeta por una tablilla de madera.

—¿No tienen nombre aún?

—Sí, pero estoy seguro de que también responderán al nombre que tú les des.

—¿Puedo bajarme?

—Pero no te acerques mucho. Recuerda que aún no te conocen y si corres puedes tropezar. Mira, ve con Mirella —le indicó Giulio. La mujer levantó la cabeza al escuchar su nombre y sonrió—. Ella responderá tus preguntas. —Dejó a la pequeña en el suelo y la miró correr hasta Mirella, que la saludó con cortesía y la tomó de la mano para comenzar el recorrido.

Giulio caminó detrás de ellas por un momento, embebido en escuchar la vocecita de Karline decirlo y preguntarlo todo. A su lado Emma también se notaba muy complacida, aunque se encogía un poco cuando los caballos la olisqueaban y resoplaban, o intentaban alcanzar el bollo de pelo rojizo sobre su cabeza.

—Su alegría es radiante —la escuchó decir.

—Me hace muy feliz —sonrió Giulio. Karline estaba frente a un caballo de lustroso pelaje negro que intentaba alcanzarla para olfatearla. Mirella reía, asegurándole que era inofensivo—. Aún me parece increíble que he podido regresar a esta casa. Todo es diferente aunque siento que el aire es el mismo, la esencia es la misma. En ratos tengo la sensación de que escucharé a mi padre hablar y me gritará porque olvide cerrar la puerta de la caballeriza central y Ptolomeo, nuestro caballo más rebelde, volvió a encontrar la manera de salirse y huir.

—¿Hacia dónde huía? —preguntó Emma con curiosidad.

Giulio se rio, sonrojándose un poco.

—Estaba enamorado de una yegua de las caballerizas de los Daberessa. Siempre que podía iba hacia allá y amanecía fuera del cuartillo de ella. El señor Daberessa estaba harto y nos amenazaba con sacrificarlo en cuanto lo viera poner un pie en su propiedad, pero siempre terminaba regresándolo y cobrándole a mi padre por el alimento y el agua que se le daba al caballo por la mañana. Fue así hasta que una vez... bueno, la yegua estaba en el corral, Ptolomeo lo brincó y... eh... once meses después apareció un potro que mi padre se ofreció a comprar por dos veces su valor para compensar el mal rato.

Emma se rio. Por un momento Giulio sólo la miró, bastante abochornado, y terminó por echarse a reír con ella.

—¿Y tú tuviste la culpa de ese último escape?

—Puede ser. —Giulio miró hacia la puerta doble y enrejada firmemente cerrada—. Venía aquí por las noches a cepillar a Solus cuando regresaba de mis viajes. Parecía que Ptolomeo siempre estaba al pendiente de lo que hacía y aprovechaba la menor distracción para echar abajo las puertas de su cuartillo y salir como un rayo... Espero que haya tenido una buena vida después de que mi padre y yo partimos —suspiró.

Volvió a sonreír cuando Karline gritó después de acariciar el hocico del caballo y se volvió hacia él en busca de aprobación, riendo.

Se hizo un ameno silencio entre ellos en el que disfrutaron mirando a Karline gozar con la cercanía y el aplomo de los caballos, hasta que Emma anunció que era hora de marcharse. Giulio le pidió a Mirella que cuidara un poco más a la niña y escoltó a Emma de regreso a su vehículo, donde ambos se detuvieron.

—Me mudaré a Canos —dijo ella de la nada.

Giulio la miró con intriga.

—¿Aquí?

—No... bueno, no aquí exactamente, a Canos, a la ciudad —titubeó ella.

Él sacudió la cabeza al comprender su torpeza.

—Sí, por supuesto. Me tomó por sorpresa, es todo. ¿Pero te mudarás? Tu vida está en Artadis.

—Artadis está a sólo una hora de Canos. —Emma sonrió—. Es... digamos que necesito estar cerca de ti y es más sencillo si vivo a quince minutos de tu casa y no a una hora con veinte minutos.

—¿Por tu trabajo?

Ella lo miró por un rato, como debatiéndose internamente.

—Sí. Mi trabajo es asistirte, Giulio.

—¿Y eso te gusta?

—¿Cómo?

—Antes de que yo apareciera tú tenías deberes y funciones distintas. Ahora me da la impresión de que absorbo mucho de tu tiempo porque debes estar cuidándome como a un niño pequeño. Aún desconozco la mayoría de las cosas de este mundo y suelo crear crisis enormes con cosas que normalmente son sencillas para ustedes, y eso ocurre con mucha frecuencia.

Pero, para su sorpresa, Emma volvió a reírse.

—Como con Ptolomeo.

—Dios, ese caballo era igual a mí en muchos sentidos —murmuró Giulio con timidez. Ambos miraron en direcciones opuestas por un momento. Dentro del vehículo, Leo esperaba a Emma embebido en su celular—. Sólo no quiero que te veas obligada a hacer algo que no deseas. Tu pasión es la historia y la investigación, y tienes un trabajo muy importante para el gobierno. No tienes por qué hacer eso a un lado por mí.

Emma lo miró largamente por un momento.

—No lo hago. Estar a tu lado es continuar aprendiendo y sirviendo a mi nación. Canos es también un centro histórico por sí mismo y el departamento continúa asignándome funciones que a veces tienen que ver directa o indirectamente contigo. —Enarcó una ceja—. Deberías leer la historia de tu ciudad natal para que te enteres de las grandes hazañas que aquí se realizaron durante las tres guerras civiles que la aquejaron y posteriormente las dos guerras mundiales. Te sorprenderá saber por qué le cambiaron el nombre.

—Sí, lo haré... ¿Y dónde vivirás?

—Encontré un departamento en el centro de Canos, a quince minutos de aquí. Es amplio y espacioso, aunque la mayor parte del tiempo estoy fuera de casa. Es por eso que nunca he tenido un gato.

Giulio miró hacia la mansión, las luces del ático apagadas no le restaban belleza a la ornamenta del marco de las ventanas.

—¿Y si vives aquí?

—¿Cómo? —Emma parpadeó, tomada con la guardia baja.

—El ático es un departamento por sí mismo. No sé por qué lo construyeron así si antes sólo servía de bodega para mi padre, pero lo convirtieron en un lugar muy bonito y con todas las funciones de una casa. Es... Podrías vivir ahí. Artadis continuaría estando a una hora de distancia y yo ya no estaría a quince, sino a dos minutos de ti. Y tendrías un gato. Bodegón es mucho gato para los dos. —La miró con expectación.

Emma miró en dirección a la casa. Su garganta subió y bajó a la par que tragó saliva.

—Es... ¿Crees que sería prudente?

No, y sí. En el pasado un hombre no podía simplemente invitar a una dama a vivir con él si no era mediante un acuerdo formal como el matrimonio. No era como en el presente, que las parejas vivían juntas sin ataduras religiosas ni legales de por medio, y que de esa misma forma podían tener hijos sin ninguna consecuencia social.

—¿Aún es mal visto hacer esa clase de invitación? Dios, perdóname si...

—No, no. No es... Es decir... —Emma enrojeció y sacudió la cabeza, como intentando aclarar sus ideas—. Sí, la casa es muy grande y el ático es un departamento casi independiente, como dices, pero... Cielos, Giulio, es tu casa y todo esto ha sido muy estresante para ti. A lo que voy es que no quiero que sientas que estoy presente para supervisar cada uno de tus movimientos, menos ahora que querrás dedicar parte de tu tiempo a la crianza de Karline y a retomar tu carrera artística.

—¿Pero qué cosas dices? Jamás me he sentido así contigo.

Emma entrecerró los ojos.

—Hace dos días volviste a quejarte porque te sentías atosigado por tanta vigilancia.

—De gente armada, de personas que saltan de la oscuridad para atacar a la gente con la que hablo al creer que están haciéndome daño porque sí, podrían querer hacerme daño otra vez y no soporto la idea de tener que vivir con miedo, esperando que más gente como Vassé aparezca en mi camino —dijo Giulio con pesar—. Pero no estoy cansado de ti. Nunca lo estaría. Tu presencia jamás me ha molestado, Emma.

—Excepto cuando te quité el cuaderno, aquella primera vez que nos vimos.

—Ah, fue una manera interesante de conocernos —se rio él, rascándose la nariz—. Amenazaste con hacerme arrestar y después con deportarme. Aunque no sé exactamente a dónde. ¿De regreso al cielo quizás?

—Dios mío, Leo dice que lucías tan furioso que podías asesinarnos con la mirada. —Emma se sostuvo las mejillas con ambas manos, apenada—. Yo sólo recuerdo que quería estrangularte cuando supe que habías dibujado en un cuaderno de más de quinientos años de antigüedad. Lo que debiste pensar. Las personas de este siglo no te hemos dado la mejor de las impresiones hasta el momento.

—Se compensa si piensas que muchas personas y creencias de mi época te horrorizarían, y no había internet.

—Bendito internet —suspiró Emma.

Ninguno dijo más por un momento. Se quedaron contemplando a la nada mientras el viento soplaba y mecía sus ropas. El cabello de Giulio había vuelto a crecer considerablemente, formando nuevamente rizos que ya colgaban casi a la altura de sus orejas y rozaban su nuca. Emma lo llevaba sobre la cima de su cabeza, sujeto en un bollo, pero había pequeños mechones que escapaban a la altura de sus patillas y que contorneaban su rostro.

—Puedes pensarlo. —Giulio fue el primero en romper el silencio. Ella levantó la cabeza para mirarlo—. No tienes porqué decidirlo ahora ni tampoco aceptarlo si te parece impropio. Sólo fue un impulso, una idea que me hizo pensar en como vivimos estos últimos meses contigo en el departamento de abajo y yo en el de arriba, aunque ahora sería al revés y... Santo cielo, ¿qué estupideces estoy diciendo? —Sacudió la cabeza—. A veces creo que ya entiendo cómo van las cosas en esta época y me tomo atribuciones que no me corresponden, pero no es...

—¿Tú quieres que yo viva aquí, Giulio? —preguntó Emma, interrumpiéndolo suavemente.

—Sí —reconoció él enseguida, sin verla—. Yo quiero si tú quieres.

Emma asintió, lo tomó de la mano fugazmente para despedirse y se subió al vehículo sin decir más. Giulio inclinó un poco la cabeza para despedirse de Leo cuando el motor encendió, echó a andar en reversa y el hombre alzó una mano hacia él. Sólo se fueron ellos dos. Las demás camionetas se quedaron. La vigilancia extenuante permanecería quizás para siempre.

Giulio no podía ver las rejas que protegían su casa porque la propiedad era enorme y debía adentrarse muy profundo en el bosque, a miles y miles de metros entre árboles y laderas, para alcanzar los límites, pero las sentía, las rejas a su alrededor, oprimiendo su espíritu y la falta de tranquilidad con la que debía acostumbrarse a vivir si quería tener un futuro, y más importante aún, dárselo a Karline.

Miró el vehículo tomar el camino de piedra y se giró para interceptar entre sus brazos al pequeño bólido que apareció por la parte trasera de la casa y corrió hacia él, hundiendo sus pasitos en la hierba y el lodo. Karline sonreía con un gesto enorme que amplió cuando Giulio la atrapó en el camino para llevarla entre sus brazos.

—¿Ahora qué vamos a hacer, Lio?

—Vamos a cenar, por supuesto —contestó él, agradeciendo a Mirella en el camino hacia las escaleras de la casa. La mujer asintió y regresó a las caballerizas.

—¿Y qué vamos a cenar?

—¿Qué te gustaría comer, muñequita?

—¿Pastel?

—¿Sólo eso? Comimos mucho pastel en la tarde. Mi padre jamás me dejaba comer postre si no comía antes con propiedad —la amonestó Giulio sin verdadero mal humor—. Piensa en algo más que el pastel, anda.

Llegaron arriba, donde una de las dos nanas que ayudarían a Giulio con la pequeña estaba esperándolos y se encaminó junto a ellos al interior de la casa.

—¿Pizza?

—¿Es eso nutritivo? —le preguntó Giulio a la mujer, que negó con la cabeza—. Muy bien, pizza, pero debemos añadirle algo nutritivo para que estés siempre sana. Piensa en algo más.

Karline se rio.

—¿Gelatina?

—A menos que sea de brócoli, señorita —chistó la niñera—. Le daremos una sopa de pollo con verduras y puede comer su pizza y su pastel después.

—Me parece razonable, ¿qué piensas tú, Karline? Pizza y pastel como postre a mí me parece delicioso.

La niña lo pensó por un momento y asintió, pidiendo bajar para echar a correr de ida y vuelta con la inmensa energía que siempre desbordaba.

—¿Y podemos hablar con mi Biba y mi Tisas después?

—Sí. Tu nana te bañará, te pondrá tu camisón de dormir y... eh, nos ayudará a llamar con video a tus abuelos —sonrió Giulio con pena, porque aún no sabía más que encender la computadora y perderse entre las miles de figuras que saltaban en la pantalla—. Después debes dormir.

—¡Pero es muy temprano! Y quiero ver a los caballos de nuevo.

Y así se hizo. Visitaron las caballerizas una vez más después de que cenaron, Karline fue bañada y cambiada con ropa de dormir y una de las mucamas los ayudó a hacer la llamada a sus abuelos. Sólo entonces volvieron a la casa, luego de que la niña parloteara sobre todo lo que harían al día siguiente, y Giulio la recostó sobre su cama, la cobijó y se quedó con ella, contándole sobre su niñez en ese mismo bosque y sus aventuras con su mejor amigo Jean hasta que se quedó dormida.

Eran poco más de las once de la noche cuando se encontró de nuevo solo, caminando sin rumbo fijo por los silenciosos pasillos de la casa. La mayoría de la servidumbre se había retirado a descansar para esa hora. Todo estaba iluminado. Los focos se encendían cuando lo percibían en la cercanía y alumbraban la longitud de los corredores. A un costado de la habitación de Karline estaba la suya, en el costado opuesto la de la nana, que había sido contratada para pasar las noches en la casa y sólo podía regresar a su hogar cuando la nana de la mañana la reemplazaba.

La arquitectura original de la casa había sido respetada y aun así sentía que caminaba sobre corredores nuevos e inciertos por primera vez. La decoración era acorde a la época, con ligeros toques antiguos que le recordaban ocasionalmente a Akantore. Lo imaginaba mirándolo todo con ojo crítico, enarcando la ceja y ordenando a los sirvientes que movieran las cosas de lugar sólo para ordenar de nuevo que las regresaran al sitio original.

Sonrió, topándose a medio camino con un mayordomo que lo saludó y le preguntó si todo estaba bien. Giulio le pidió que se fuera a descansar y continuó su travesía hasta la planta baja, donde estaba su taller. Entró con los hombros tensos y una opresión en el pecho que le recordó a aquel momento, muy lejano ya para el resto del mundo, en el que se había parado en ese mismo lugar, detrás de la puerta, y había visto a su padre irrumpir como una tormenta.

En medio de la habitación estaba el lienzo sin terminar cubierto por una manta negra, alrededor los suministros de arte ya desempacados y acomodados a lo largo de las repisas, las tarimas y los organizadores repartidos a lo amplio del taller.

Se mordió los labios. La sensación de que estaba siendo observado era insoportable. Se quitó el saco al sentir que lo asfixiaba y lo arrojó por ahí, sobre el respaldo de una silla. Ahora la mayoría de la casa contaba con lo que llamaban «clima artificial» y el ambiente podía hacerse más fresco o más cálido según se requiriera, pero no encendió nada.

Caminó hacia el cuadro, retiró la manta e inspiró con profundidad. Pintaría un poco, aun si el temor estaba de nuevo plagando sus pensamientos. No podía continuar aplazando lo inevitable, aunque su decisión ya estaba tomada y esperaba que «Ella» la respetara.

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