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50 Lienzos

Las primeras salidas con Karline fueron difíciles para Giulio, mas no por eso desagradables. La niña era un torbellino, tal y como Brisa y Mattias se lo habían advertido en más de una ocasión. Giulio había necesitado de la ayuda de Emma y de Leo para no perder a la pequeña de vista, y en más de una ocasión habían sido los guardaespaldas los que habían atajado a la centella antes de que cruzara alguna calle sin supervisión, o se perdiera entre la multitud.

Si bien las primeras veces Karline se había mostrado un poco cohibida al no estar familiarizada con Giulio, habían bastado unas cuantas idas al parque, a los juegos mecánicos y al zoológico de una ciudad vecina, y a comer helado y visitar caballerizas por distintas haciendas a las afueras de Artadis para que comenzara a recibirlo con alegría cuando lo veía llegar a su casa. Giulio procuraba ser discreto en sus obsequios, no pretendiendo ofuscar a los señores Peroso, y no perdía la oportunidad de reiterar que su invitación a vivir en La Arboleda era para los tres integrantes de esa pequeña familia, no sólo para la niña.

Brisa, sin embargo, se mantenía firme en su negativa de mudarse de Artadis. Decía que Karline debía acostumbrarse a vivir sin ellos, así las despedidas serían menos dolorosas. Saber que se refería al momento de su fallecimiento era triste para Giulio. Brisa era también una ramificación de lo que había nacido entre él y Lucilla cientos de años en el pasado. Era tal vez alguien que hubiera tenido una vida diferente si la vida de Giulio no hubiera terminado abruptamente y el hijo gestado por él y por Lucilla hubiera crecido dentro de su seno familiar, llevando por apellido el suyo y no el de su abuelo materno.

Lamentarse estaba de más para esas alturas. De hecho, Giulio había empezado a sentir que su vida retomaba el control cuando se reencontraba con Brisa y con Karline, o cuando Emma aparecía en la puerta de su casa. Era tal vez, como le decían algunas personas, que estaba aprendiendo a hacer las paces con el pasado, aun cuando este estaba aún demasiado fresco para él.

Ese día en particular, luego de un par de semanas invitando a Karline a pasear para familiarizarse con ella, había una exposición de arte en una ciudad vecina de Artadis, Mápula, en la región de Monterona. Un pasillo urbano, o algo así había comentado Emma que se le llamaba. Artistas de diversos estilos exponían sus obras a lo largo de un extenso corredor en descenso que atravesaba toda la zona central de un viejo castillo que la región conservaba como una obra de arte por sí misma.

Nadie sabía que Giulio iría, aunque era probable que la noticia se corriera rápido en cuanto lo reconocieran, lo que inocentemente esperaba que no sucediera. Hacía un día muy bonito esa mañana, el sol estaba en lo alto pero no era abrasador pese a que estaban entrando en la calurosa estación de verano. El tráfico, según Leo, había sido tolerable y la cantidad de gente que estaba atendiendo el evento en el castillo de Mápula no suponía una amenaza.

Karline había hablado sin parar durante todo el viaje, llevando consigo un peluche con forma de caballo al que le había puesto Lio, en honor a Giulio por supuesto. Por ahí tenía un caballo de color más claro al que había bautizado con el nombre de Emma y corcel de color oscuro que había llamado como Leo. Era una buena noticia, le habían dicho a Giulio, indicaba que la pequeña se sentía cómoda con ellos y que la transición que haría de un hogar a otro tal vez no sería tan dura al final.

Giulio lo dudaba. No tenía mucha experiencia con los niños, pero cualquiera sabía que su temperamento era impredecible y también muy delicado. Quería hacer lo posible por que la pequeña comprendiera que eso no se trataba de un abandono. Sus abuelos no estaban desechándola ni abandonándola, sólo querían una mejor vida para ella y un ambiente estable donde sus muertes no la golpearan con tanta fuerza al tener a su alrededor personas que también la amaban y se harían cargo de ella.

El arribo al castillo, luego de unas cuantas horas de viaje por carreteras lisas flanqueadas por hermosos panoramas montañosos, acantilados y bosque, fue tranquilo. Mápula era muy distinta de Artadis a pesar de estar relativamente cerca, ahí los edificios y las casas eran de concreto en su mayoría, y las calles tenían una infinidad de anuncios holográficos que Giulio se sintió entrar en otra dimensión. Tecnología, por supuesto. La había por todos lados y no habían intentado disimularla en lo mínimo. Tanto anuncio, tantos espectaculares, luces, vehículos y las formas extravagantes en las que habían sido levantadas las edificaciones hacían ver a la región de Pamaz en general como un conjunto de pueblos atrapados en el pasado. Quizás era por eso que Giulio se sentía tan cómo permaneciendo ahí.

El castillo de Mápula era, sin embargo, exquisito en su antigüedad. Estaba en la cima de una meseta, con vista hacia una extensa planicie rocosa. Había un aparcadero con suelo de grava a las afueras de sus murallas donde Leo y la comitiva que seguía a Giulio para custodiarlo estacionaron los vehículos. Gente iba y venía de todos lados vestida con ropa ligera, y decenas de puestos se alineaban en los bordes, bajo la sombra de las frondosas copas de los árboles, vendiendo recuerdos y comida que la gente debía obligatoriamente consumir sobre las bancas de madera que estaban configuradas más al fondo, a la entrada del bosque que cubría gran parte de la zona.

Emma llevaba de la mano a Karline. Ese día había decidido no usar zapatos altos al augurar que tendría que correr detrás de la niña para evitar perderla de vista y vestía en su lugar unas elegantes zapatillas planas que iban a juego con el conjunto oscuro de una pieza que resaltaba el fuego de su cabello. Para esas alturas Leo estaba enseñando a Giulio a vestir con propiedad, y esa mañana lo había felicitado por su buen gusto al elegir un estilo casual que contrastaba con los pantalones deportivos y sudaderas de siempre.

Distraerse con las minucias del siglo presente le hacía bien a Giulio. Lo hacía pensar menos tanto en lo que lo aquejaba físicamente como en las devastadoras noticias con respecto a su familia que habían estado cerca de destruirlo.

Entrar en el castillo fue una aventura. Giulio caminaba muy lento por la muleta, y la gente que se amontaba a su alrededor, mirando los detalles de las paredes del castillo y sus hermosos jardines, dificultaban la movilidad. Por fortuna, la escolta que lo acompañaba se había dispersado para evitar llamar la atención. Lo seguían de cerca, pero no pegados a él.

Lo primero que llamó la atención de Giulio cuando alcanzaron el callejón de arte, ubicado en la nave del castillo, fue un pepino pegado en la pared con una tira de cinta adhesiva. Frente a la obra había una placa atiborrada de letras diminutas que pretendía explicar su significado, y un poco más allá de ella, entre dos cubetas llenas de agua, un hombre quizás de la edad de Giulio conversando animadamente con dos mujeres. El autor sin duda alguna.

—No entiendo —murmuró con torpeza a Emma, que estaba de pie a su lado—. ¿Esa es la obra?

—Eso es lo que pretende —suspiró Emma.

—Es una burla —dijo Leo—. Hace alusión a lo del plátano en la pared del año pasado. Después lo explico —añadió cuando Giulio lo miró con mayor intriga.

—Mi Biba cocina esos en sopa. No me gustan —chistó Karline, un poco inquieta en su lugar junto a Emma—. ¿Por qué está en la pared, Lio?

—Ah, porque es... el arte de este siglo.

Karline exclamó un largo "oh" que hizo girar unas cuantas cabezas hacia ellos cuando decidieron moverse hacia la siguiente presentación. Esa le agradó a Giulio, era una mujer que dibujaba magistralmente con el grafito. Exponía una serie de dibujos enmarcados sobre caballetes y trípodes. En ese momento estaba embebida dibujando sobre una mesa de madera, rodeada de hojas, lápices y demás material de arte. Había unas cuantas personas a su alrededor. Al levantar la cabeza para sonreír cuando Karline le hizo un cumplido, miró a Giulio y ensanchó los ojos de una manera muy graciosa.

Después se llevó las manos a la boca, lo que dejó dos graciosos bigotes sobre sus mejillas.

No tardó en comenzar a expresar su admiración por Giulio, y en repetir que no creía que estuviera ahí, frente a ella. También lamentó lo ocurrido al reparar en el brazo y la pierna lastimados de Giulio, y le pidió una fotografía. Su ilusión y jovialidad eran tan cautivadores que él no pudo negarse.

Lo mismo ocurrió en varias mesas más a las que se acercó. Los artistas reaccionaban de maneras similares. Se presentaban, lo saludaban con entusiasmo y le pedían fotografías junto a ellos. Giulio les correspondía admirando sus creaciones, conversando con ellos y escuchando parte de sus historias. Después se enteró de que algunos de ellos estaban transmitiendo en vivo hacia sus redes sociales, y Leo comenzó a hablar discretamente mediante el artefacto que salía del interior del cuello de su camisa y que estaba hundido en su oído. La seguridad se apretó un poco en torno a Giulio, haciéndolo sentir un tanto ridículo. Después pensaba en Vassé, en cómo uno de sus esbirros se había acercado a él en uno de los momentos más inesperados y de la misma sencilla manera lo habían secuestrado.

—¿Estás bien? —preguntó Emma cuando la última oleada de personas pidiéndole tomarse fotografías con ellos le dio un respiro—. Aún falta al menos medio recorrido. La idea no era extenuarte con tanto ajetreo. Las noticias corren rápido y no dudaría que el castillo se abarrotara en un par de horas.

—Menos que eso —dijo Leo. Llevaba a Karline entre los brazos luego de que la pequeña comenzara a quejarse por la cantidad de gente que los rodeaba—. Esto estará a reventar en media hora.

—Estoy bien —les aseguró Giulio—. ¿Y tú, muñequita?, ¿ya quieres irte?

—Quiero ver. Pero no quiero gente —murmuró la niña.

Continuaron entonces, saludando a más artistas que exponían sus obras. Giulio tenía preguntas para algunos al no entender exactamente lo que querían representar; tiraban ropa al suelo, rompían pétalos de flores, desgarraban zapatos, unos habían llegado tan lejos como ensuciar lienzos con sangre de cerdo y después escupir en ellos, o simplemente se sentaban ahí, sin hacer nada, esperando que la gente pasara a mirarlos.

El más gracioso de todos había sido un hombre que había roto un caballete y había regado sus alrededores con los restos de pinceles y carboncillos también hechos trizas. «El arte antiguo no representa el arte del presente», citaba en una placa junto a él, aunque al ver a Giulio, que en teoría representaba el arte antiguo, había corrido hacia él para sujetar su mano y saludarlo, para fastidio de Leo, que lo había apartado bruscamente.

Mucha de la gente era también incrédula. Esos no se acercaban. Miraban a Giulio desde lejos y murmuraban entre ellos. No parecían peligrosos en lo absoluto, por lo que él no se alarmó. El escepticismo era parte de la naturalidad del ser humano, después de todo.

Continuaron cuesta abajo por el pasillo central, rodeados de paredes de roca y elegantes ventanales hasta que alcanzaron un módulo en donde una mujer ya entrada en años estaba dibujando sobre una enorme hoja de rotafolio que había extendido a lo largo de una sección de la pared. Invitaba a la gente a dibujar con ella, pero muy pocos se animaban.

—Yo quiero —dijo Karline—. ¿Dibujamos, Lio?

Giulio miró a la artista, que no parecía estar al tanto de quién era él. La mujer asintió con una sonrisa y él se animó a acercarse a la hoja, con la niña a su lado.

Karline quería caballos. Los pidió entre risas de lo más encantadoras y sólo eso bastó para que Giulio olvidara sus alrededores y se concentrara en el dibujo. Fue muy divertido, especialmente porque era Karline la que marcaba la pauta dibujando figuras amorfas de cuatro patas que llamaba «caballos». Él hizo lo propio, recordando a la perfección a Solus, su antiguo semental de pelaje negro que había sido sumamente leal a él durante el tiempo que habían estado juntos, mientras lo plasmaba en medio de un relinche. Giulio lo había criado desde que había sido un potro. Una criatura majestuosa, orgullosa y tempestiva cuyo final desconocido le dolía en el alma.

Al terminar el boceto, regresando al presente, se vio rodeado de tecnología apuntándole a la cara en la forma de celulares grabando. Se había reunido tanta gente a su alrededor que Karline estaba ahora entre los brazos de Emma, mirando maravillada lo que Giulio había hecho en la hoja. Por fortuna nadie empujaba ni gritaba, como había ocurrido afuera del primer edificio donde había vivido hasta antes del secuestro. Sólo lo miraban, sonrientes y complacidos. De pronto comenzaron a chocar las palmas de sus manos en un aplauso que tomó a Giulio por sorpresa.

Solus quedó inmortalizado en la pared, sobre la hoja de rotafolio, cuando Giulio se volvió hacia la artista que conducía el módulo y le devolvió los lápices de tinta que habían usado él y Karline, agradeciéndole antes de retirarse. Después se enteraría de que esa inocente obra habría de venderse por algunas miles de talisas, así como todo lo demás que habría de producir de ese momento en adelante.

Toda la gente quería un recuerdo del Pintor Resucitado, creyeran o no su historia. Mencionaban su nombre en todos lados y sus redes sociales, que cada vez entendía un poco mejor, diariamente incrementaban sus cifras de seguidores. Su cara era ahora una marca que Talis manejaba con presteza, y por la que habría de pagarle de manera vitalicia, le había dicho Emma.

Ahora era una celebridad. Algo así como lo que había sido antes para las clases sociales que podían adquirir su trabajo encargándolo y pagándolo directamente. Pero ahora era una celebridad para el mundo entero, porque todos podían conseguir algo de él, directa o indirectamente. Todos sabían sobre él, y tenían preguntas.

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