49 Lienzos
La cripta de los Daberessa no era menos ostentosa que aquella que su padre había ordenado levantar para él. Era una construcción amplia, de piedra y mármol que el paso del tiempo había envejecido considerablemente sin restarle belleza. A un costado de la puerta principal que tenía el marco en forma de triángulo y una enorme cruz en la cima, estaba la escultura finamente tallada de Lucilla, con su rostro y el cuerpo eternamente cubiertos por un velo que aquel día de tormenta que había mirado por primera vez no había sido capaz de detallar como lo había hecho en ese momento.
Giulio intentó no pensar por qué Lucio, el padre de Lucilla, habría creído consolable plasmarla de esa forma, sola allá afuera, mirando con añoranza hacia el infinito del vacío que rodeaba la colina. Desde la ciudad de Taras debía verse como una doncella distante, melancólica, que los vigilaba con misericordia.
Le había pedido a Leo si podía llevarlo a La Arboleda. Había sido algo que quería hacer solo, pero aunque su rodilla ya estaba dada de alta tras atender el descanso como los médicos y Emma le habían exigido, su hombro continuaba inmovilizado, y así estaría por un par de meses más. Además, no lo decía en voz alta porque era vergonzoso incluso para sí mismo reconocerlo, pero salir solo a la calle le daba temor. Era una situación que debía trabajar y mejorar por su cuenta, lo sabía, el problema era que todo había transcurrido demasiado rápido últimamente que tiempo era lo menos que tenía, y también aquello que sentía diluirse entre sus dedos conforme pasaban los días.
Se acaba el tiempo, le decía una voz diminuta y sofocante dentro de su cabeza. Se acaba el tiempo y tú estás haciendo planes e involucrando a más y más personas en tu vida, e inevitablemente tal vez tengas que dejarlas atrás. Estás haciendo los mismos planes que hacías con Lucilla y que nunca cumpliste. Mira todo lo que pasó a causa de eso.
Poner un pie fuera de su departamento siempre iba acompañado con una comitiva de vigilancia (mucho mayor que al inicio) y su celular comenzando a sonar con el número de Emma o de Leo si no les indicaba con antelación que quería salir. Era un acuerdo tácito entre ellos y él. Giulio decía a dónde iba y ellos preguntaban indirectamente si quería su compañía. Si decía que no, enviaban un vehículo con vigilantes anónimos a bordo para que lo llevaran a donde deseaba. Si decía que sí, le pedían que esperara e interrumpían sus labores para estar a su disposición, haciéndolo sentir como un inútil además de un aprovechado.
Ya nadie más allá de sus seres cercanos y del gobierno sabía en dónde vivía. No había más gente aglomerada afuera del edificio en donde estaba su nueva casa y las únicas personas que lo visitaban eran aquellas que se preocupaban genuinamente por él. Los demás, había dicho Emma, eran trabajadores del departamento de historia o de seguridad y tenían complejos contratos que castigaban duramente cualquier filtración de información al mundo de las redes sociales. Aun así, poner un pie fuera por su cuenta traía una serie de recuerdos terribles y escandalosos a su memoria que lo hacían retroceder y esperar a que alguien se ofreciera a acompañarlo.
Vassé estaba muerto. Su presencia, su recuerdo, su voz y sus amenazas no. Así como él había más, muchos más, e imaginarlos esperando, acechando desde los rincones, lo amedrentaba. Habían sido tres semanas de una pesadilla inenarrable dentro de una montaña las que habían dejado estragos en la memoria y el cuerpo de Giulio. Para esas alturas la mayoría de sus heridas estaban curadas, quedando únicamente como cicatrices difusas que fungían a la vez como un recordatorio de lo que podía volver a suceder si se confiaba o descuidaba. Sólo su hombro estaba tomando tiempo para sanar, también su cabello, que después de unos cuantos meses de haber sido rapado formaba ya rulos diminutos alrededor de su cabeza, cubriendo vagamente el camino de los puntos de sutura ya retirados. Pasaría un poco de más tiempo antes de que volviera a crecer hasta su nuca y sus orejas y a alborotarse en esponjosos rizos como siempre lo llevaba. Quizás el mismo tiempo que le tomaría a él hacer las paces con su nueva realidad y aceptar lo que fuera que el destino extendiera ante su camino.
Leo lo había seguido por el cementerio a una distancia prudente, aunque no invasiva. La cripta de los Daberessa estaba cerca de la cripta Brelissa. La escalinata de seis peldaños después de subir la pequeña loma del risco estaba cubierta por una alfombra de hojas secas que crujieron bajo el peso de Giulio. «Vengan a mí todos ustedes que están cansados y agobiados, y yo les daré descanso», citaba un fragmento de la biblia sobre el marco de la puerta, tallado en latín sobre el mármol. Muy oportuna para la pesadez que abotagaba sin duda alguna a su alma.
Entró, empujando el portón que por sí mismo era otra hermosa obra de arte; verde olivo, cubierto de una ornamenta de relieves y figuras angelicales que el sepulturero había abierto cuando había sido avisado con anticipación de la visita. Evitó tocar el aro de metal que pendía debajo de la chapa al compararlo inconscientemente con aquel al que había sido amarrado antes de cada una de las sesiones de latigazos que rápidamente habían quebrantado su espíritu. Un vaho a tierra mojada y humedad le acarició la cara. Como en su propia cripta, tuvo que descender una serie de escalones en la semioscuridad hasta llegar a una antesala donde desde hacía mucho tiempo que nadie había encendido ninguna vela, ni colocado ninguna ofrenda en el altar familiar.
Giulio cambió eso cuando sacó una veladora de su mochila, presionó el encendedor que Emma le había obsequiado, y la facilidad con la que se creó el fuego volvió a maravillarlo pese a que era una de las cosas más simples de esa época. Encendió la vela y elevó una rápida plegaria a manera de saludo, y quizás también como una disculpa. Después siguió su camino hacia la cámara de descanso, donde había seis tumbas, cuatro de ellas con los restos de dos personas en su interior, las otras dos individuales.
Sintió un nudo en el estómago cuando se acercó a la de Lucio Daberessa. El último recuerdo que tenía de él era afuera de la casa del hombre, esperando por Lucilla. Su trato hacia Giulio había sido parco durante los primeros años en los que la relación entre él y Lucilla había sido un secreto a voces entre ambas familias, después se había tornado ácido y podría decirse que había terminado siendo amistoso. Era claro que había intuido lo que ocurría entre su hija y Giulio y quizás esa había sido su forma de aprobarlo. A su manera de ver las cosas, Lucilla no había tenido esperanza de solicitar un matrimonio tan acaudalado como el primero siendo viuda y rebasando los veinte años de edad, y Giulio, que casualmente tenía nombre, fortuna y fama, no podía ser un mejor partido para ella en su viudez.
En la actualidad nada de eso habría importado, porque Giulio había aprendido que las personas se casaban a todas las edades y que, por el contrario, los matrimonios de mujeres muy jóvenes eran mal vistos e incluso penados con prisión. Otros tiempos, otras ideas.
El señor Daberessa había muerto a los sesenta años, su esposa a los cuarenta y seis. De las otras tumbas, tres eran de los hermanos de Lucilla, y estaban alineadas a un costado de sus padres. Giulio las rondó aplazando lo inevitable. Había hablado poco con ellos, pero los nombres le eran muy familiares. La gente del pasado, como decían en el presente, no solía vivir mucho. Las enfermedades, las infecciones y los accidentes sin posibilidad de curación por el arcaísmo de la medicina eran el censo que mantenía a todo el mundo detenido en un limbo de nacimientos limitados y muertes precoces.
Finalmente llegó a la penúltima tumba, construida, como las demás, con piedra y una base de mármol donde alguien había tallado la silueta de una mujer dormida cubierta de flores. Las rodillas de Giulio temblaron. Su mano acarició el rostro frío y duro, sus ojos leyeron con un velo ausente el nombre y la fecha de defunción, un año después que la suya.
No destinados a estar juntos ni siquiera en la muerte.
—Perdóname —murmuró—. Sé que nadie es capaz de anticipar el futuro, pero si tan sólo... si hubiera hecho caso de las habladurías, si hubiera prestado más atención y le hubiera dado la importancia que me pedías, nada de esto habría ocurrido. Ahora mismo estaríamos juntos, aquí, allá, donde quiera que nuestros seres existieran después de la muerte.
El rostro permaneció incólume ante sus palabras. Giulio apoyó su mano sobre una de las manos de mármol que la silueta de Lucia descansaba sobre el bulto discreto de sus pechos.
—No hice nada bien. No te cuidé como era mi responsabilidad. No cumplí lo que te prometí... No pude despedirme.
—Estoy embarazada —el eco de la voz de Lucilla llegó como un balde de agua fría que lo sacudió de cuerpo entero. La miró ahí, de pie a su lado, en la semioscuridad de la habitación donde él había muerto, de regreso en su casa, quinientos años atrás. El rostro de Lucilla, difuso entre la neblina del dolor, la fiebre y los delirios que lo atormentaban durante sus últimas horas de agonía se dibujó con los ojos inundados en llanto—. Mi amor, vas a ser padre, no puedes irte... no puedes dejarnos. Tienes que conocer a tu hijo.
Pero Giulio no había entendido, no había podido hacerlo mientras aullaba de dolor y se retorcía en una infinita búsqueda de comodidad y alivio. El aturdimiento le había impedido procesar lo escuchado, lo había bloqueado para no sentir nada más que agonía disolviendo sus entrañas y su pecho inundado de sangre.
Había desconocido a Lucilla. La había escuchado, pero la voz que tanta alegría y amor solía causar en su interior sólo había traído angustia y desesperación en ese momento.
—Iba a decírtelo ayer, pero la rueda... el carruaje... Por Dios, te amo tanto ¿por qué está pasando esto? —su lamento fue una sacudida insoportable.
Letargo, sus sentidos se morían y ella seguía hablando y rogando mientras sujetaba su mano.
—No puedes dejarnos. ¿Qué voy a hacer sin ti? ¿Qué voy a decirle cuando pregunte por ti?
Nada.
Irresponse, sudoroso, Giulio había abierto la boca para gemir su dolor, para gritar sin sonido y hacerla retroceder, aterrorizada y apabullada por el llanto. La veía ahí, petrificada, con el rostro desencajado, con las manos temblorosas sujetando el collar de caracolas que Giulio había hecho para ella cuando eran niños y que una tarde ella le había mostrado de adultos, revelándole que jamás lo había tirado aunque eso le había hecho creer a él al inicio.
—Giulio, amor, no me dejes. ¿Cómo voy a vivir sin ti? ¿Cómo podré seguir sin ti?
No me dejes.
El llanto se intensificó, convirtiéndose en un gemido largo e inconsolable.
Por favor, no me dejes.
Te amo tanto.
—¡Perdóname! —exclamó, recordándolo todo como si un velo hubiera sido retirado de sus ojos—. No quería hacerlo, no quería irme. No quería dejarlos a ambos —sollozó, doblándose a frente, postrándose sobre la tumba—. Fui tan egoísta, tan falto de razón, tan infantil. Me fui por tanto tiempo y ahora no hay nada a lo cual regresar. Lucilla... mi amor.
Mi amor.
Un amor que se había congelado y perdido en el tiempo, que no podría ser más, que se quedaría como un secreto, como un dolor.
Lloró, encorvado sobre ella, imaginándola ahí, postrada, solitaria, corrompida por la impiadosa naturaleza, llena de dudas, de temores, de culpa por abandonar al pequeño ángel que acababa de alumbrar y que quedaría a la deriva después de su partida.
Le imploró perdón, le rogó por una guía, una luz, que lo ayudara a encontrar el camino de regreso a suelo a estable, por claridad para decidir, por paz para su alma y su corazón.
Se quedó ahí por tanto tiempo, sobre la roca fría, con las tenues luces de los focos parpadeando a su alrededor, con la cabeza embotada y los ojos enrojecidos, que no fue consciente del momento en el que se quedó dormido.
Lo despertó una caricia sobre su mejilla, el roce suave de un beso en sus labios. El susurro encantador y lejano de una risa jugueteando en su oído le aseguró que todo estaría bien. Pero cuando levantó la cabeza, alertado, sólo el repentino titilar de los focos amenazando con apagarse crujieron como único sonido a su alrededor. Su compañía las tumbas y las paredes frías.
Cuando se enderezó, cansado y amedrentado, comprobó con pesar que habían pasado un par de horas desde que había arribado a la cripta. Lucilla seguía ahí, dentro de la piedra, con esa máscara de paz cubriendo la frialdad de su tumba. Giulio tocó una última vez su mano rígida y miró a su alrededor, secándose los ojos y la nariz, que tenía muy constipada, con el dorso de la mano. La última tumba estaba cerca del muro de piedra. Lucilla sólo había tenido tres hermanos, y dos de ellos estaban sepultados con sus cónyuges. Esa última, sin embargo, también era doble, y tan bien producida como las demás.
Se acercó con cautela, y esta vez sí se desplomó sobre sus rodillas en la dura roca del suelo cuando leyó el epitafio.
Giulio Daberessa
18 de Abril de 1521- 20 de Abril de 1573
Amado padre, ¿amado esposo?
Delia Daberessa
31 de Octubre 1525 - 20 de Abril de 1575
No.
(Sí, pero no le digan)
Se amarán por el resto de la eternidad, y en el cielo brindarán
por su alegría como lo hacían en la tierra.
Giulio sonrió, acariciando las palabras con dedos fríos y pálidos. Se rio entonces, con un sonido desinflado y nervioso que escarpó en su garganta. Decían que un epitafio revelaba mucho de una persona cuando ella lo escogía antes de morir. Giulio, su hijo, había tenido sentido del humor, y aparentemente había encontrado a una mujer que lo había compartido con él.
Había muerto a los cincuenta y dos años, joven aún, pero con la oportunidad de conocer a su descendencia y con la certeza de haberle dado a su esposa lo que Giulio no había podido darle a Lucilla, su madre.
Se preguntó si su hijo lo habría odiado, si habría maldecido su nombre si alguna vez se había encontrado solo y con angustia, si habría preguntado al cielo por qué sus padres habían sido apartados de su lado mientras otros le contaban historias de fantasía, mentiras o verdades impiadosas.
Lo imaginó de adulto, una perfecta combinación entre él y Lucilla. Habría tenido el cabello de Giulio quizás, y los ojos color avena de Lucilla, el mismo tono de la piel clara de ambos y la complexión de Giulio. Tal vez fue alto y delgado como él, o un poco rollizo como ella. Habría tenido la mente achispada y la astucia de su madre. ¿Le habría gustado el arte?, ¿qué había hecho para vivir?
Se sujetó la cabeza y se deslizó hacia el suelo para ocultarse entre las tumbas, apoyando la espalda contra la fría roca y acomodando el codo sobre su rodilla flexionada. Su muleta chasqueó contra el suelo cuando cayó a su lado, respaldando su derrota.
Atormentarse por lo que no había podido ser era innecesario, lo sabía, pero imposible de controlar. No había encontrado alivio inmediato en esa visita, aunque sí un poco de paz. Se lo debía a Lucilla. Se lo debía a su hijo. Se lo debía también a sí mismo y a todo eso que cargaba en el corazón y que a veces lo agobiaba.
Para seguir adelante debía estar en paz con su pasado, no importaba cuánto dolieran las revelaciones en el camino.
—¿Giulio? —la voz suave, seguida del eco liviano de unos tacones sofocando el silencio de la cripta lo despertó—. ¿Giulio, estás aquí?
Era Emma.
Levantó la cabeza y siseó ante la rigidez extrema de cada músculo y articulación de su cuerpo, exactamente lo que había sentido en la caverna, cuando lo encerraban en su celda para que durmiera en el piso duro y frío. Había vuelto a quedarse dormido, oculto entre las tumbas de Lucilla, y de Giulio y su esposa.
—Giulio...
—Aquí estoy —dijo, levantándose con pesadez tras apoyar una mano en la tumba que tenía detrás.
Emma apareció frente al sepulcro de los señores Daberessa, vestida hermosamente con un conjunto de falda de cintura ajustada y vuelo largo hasta las pantorrillas que la hacía emanar el aire imperioso de una reina. Llevaba un ramo de flores blancas y un abrigo pulcramente doblado en uno de sus brazos.
—¿Te encuentras bien? —preguntó, acortando la distancia—. Leo me envió un mensaje hace poco más de una hora. Me dijo que ya tenías horas aquí adentro.
—Estoy bien. —Giulio miró hacia la tumba de su hijo—. Sólo un poco sacudido.
Los ojos de Emma siguieron la dirección de su mirada.
—Lo lamento tanto. Lamento tanto todo lo que ha pasado, cómo has tenido que descubrir lo acontecido. No ha sido justo para ti.
—Es mejor saberlo que continuar especulando. La ignorancia no siempre es mejor —murmuró él al tiempo que Emma le tocó la frente y las mejillas con el dorso de la mano—. Estoy bien, sólo perdí la noción del tiempo y me quedé dormido.
—Estás helado, ponte el abrigo, por favor. Aquí abajo es muy frío.
—Es donde yace mi familia, en el frío, bajo la tierra —dijo Giulio con voz ausente.
Se dejó poner el abrigo, metiendo únicamente un brazo. La otra manga quedó colgando al estar su brazo izquierdo sujeto contra su pecho por el inmovilizador.
—Estoy bien —repitió al volver a toparse con la expresión preocupada de Emma—. No enfermaré de nuevo, lo prometo.
Ella suspiró y asintió. Desvió su atención hacia la mujer dormida tallada en el mármol de la tumba de Lucilla. Giulio agradecía que su compasión fuera genuina, como revelaba su perfil taciturno. Los lamentos servían de nada cuando carecían de sentimiento.
Sin decir palabra, Emma se adelantó para partir el ramo en dos y colocó cada mitad sobre la losa de ambas tumbas.
—Gracias —dijo Giulio por sobre el nudo que amenazó con obstruir su garganta una vez más—. Olvidé traerles flores. No creí que lo encontraría aquí a él también.
—Debí decírtelo.
Giulio sacudió la cabeza.
—No es tu responsabilidad. Era algo que tarde o temprano habría de afrontar por mi cuenta. Sin tu ayuda jamás me habría atrevido a venir, jamás habría sabido sobre Giulio ni habría conocido a Karline y a Brisa. Habría continuado siendo un niño asustado en un mundo nuevo, pensando que lo más importante en la vida era descubrir los nuevos inventos del hombre.
—La curiosidad no es mala —dijo ella—. Sentir temor también es natural. Vienes de un lugar donde la vida era muy distinta de como la conocemos ahora.
—Piensas que sigo siendo duro conmigo —sonrió Giulio sin ánimo.
—Pienso que eres cruel, pero que ya aprenderás a perdonarte cuando llegue el momento. Entonces estarás en paz contigo mismo y volverás a ver los colores de la vida, porque eso es lo que mereces, Giulio; vivir en paz después de todo lo que ha ocurrido... Ven, debemos irnos. Debes respirar aire fresco.
Se dejó guiar por ella de regreso a la superficie, tomado de su mano, lo que ninguno de los dos pareció notar. En el camino a la salida se dio cuenta de que la vela que había encendido en el solitario altar estaba ya extinta. Eso sólo indicaba que había pasado casi todo el día ahí abajo. Lo comprobó cuando al emerger de regreso al cementerio, lo recibió un cielo rojizo sin sol y el primer atisbo de las estrellas en el horizonte, sobre La Arboleda. Taras, que desde ahí era un asentamiento de edificios pequeños y calles, estaba en ese lapso entre la penumbra y la luz, con sus miles de ventanas reflejando el cielo con pequeños destellos, y un vistazo del mar en la lejanía, asomándose entre las montañas que lo flanqueaban.
Caminó en silencio junto a Emma sobre el sendero de piedras contorneado por esculturas de querubines y farolitos apagados, respirando la frescura del aire que llevaba consigo el olor a hierba y no más la pesadez de la humedad. Era primavera, lo que no importaba mucho en un lugar siempre frío y fresco como La Arboleda.
Al llegar a la iglesia, saliendo del cementerio por una brecha donde una puerta de rejas metálicas estaba entreabierta, se soltaron casualmente las manos y se detuvieron a un costado de una de las torres, bajo el escrutinio inquisidor de un ángel de mármol que tenía un brazo estirado y en la mano una lámpara sin vela.
—Los señores Peroso me contactaron hoy por la mañana —dijo Emma, deteniéndose junto a un árbol de eucalipto. Las lámparas instaladas en los costados de la iglesia se encendieron para contrarrestar la oscuridad del anochecer, extendiendo las sombras de ambos sobre el suelo cubierto de hierba.
—Hablé con ellos ayer. —Giulio miraba hacia Taras, que desde la colina lucía como si estuviera a la vuelta de la Arboleda—. Les... propuse lo que te comenté hace tiempo sobre invitarlos a vivir conmigo en La Arboleda. Brisa se molestó y me echó de su casa.
Emma abrió mucho los ojos.
—¿En verdad? ¿Por qué no me lo dijiste?
—No lo dijo tal cual, pero se alteró tanto que consideré prudente irme y Mattias estuvo de acuerdo. Él se mostró más sereno. No fue mi intención ofenderlos de ninguna forma, pero no pude explicar mejor mis intenciones en el momento y estaba esperando a que pasaran unos cuantos días para volver a ponerme en contacto con ellos para disculparme.
—No se escuchaba molesta cuando hablé con ella —lo tranquilizó Emma—, sólo un poco distante. Sí, dijo que les propusiste a ella y a su marido vivir contigo.
—Tiene razón en algo que dijo: fue muy pronto —suspiró Giulio, sintiendo el inicio de un terrible dolor de cabeza. Aún tenía los ojos irritados y le avergonzaba que Emma supiera que había estado llorando—. Los conozco de hace apenas unas cuantas semanas y deben velar por la seguridad de Karline. Yo en su lugar también me habría molestado, quizás habría actuado peor. Pensaron que quería quitársela, robársela y... en verdad estoy muy apenado por la impresión tan horrenda que debí darles.
—Ellos aceptaron, Giulio.
—¿Qué?
—No aceptaron por ellos, pero... sí por Karline.
—No entiendo.
Emma ladeó un poco la cabeza y miró hacia Taras, ya con la mayoría de sus luces encendidas, mientras parecía pensar en lo que diría.
—Quieren que Karline viva contigo en Canos.
—¿Sólo Karline? —borbotó Giulio—. Emma, te aseguro que la invitación es para los tres, no sólo para...
Emma alzó una mano para tranquilizarlo.
—Lo sé, eso me dijeron. Pero ya son personas viejas. Brisa dijo que lo hablaron largamente durante la noche, después de que te marchaste y se tranquilizaron. —Meció la cabeza—. Canos es un lugar inhóspito para ellos pese a que les aseguré que es una ciudad tan próspera como Artadis y cuenta con todos los servicios necesarios para vivir con comodidad. Le temen al invierno y al bosque.
—¿Y no temen por Karline?
La expresión de Emma se amargó un poco.
—Temen más a dejarla sola cuando mueran. Ambos rebasan los ochenta años. Karline tiene sólo tres y no cuenta con nadie más que ellos en el mundo para cuidarla. Si algo les pasara...
—Entiendo —murmuró Giulio con pesar. Miró a Emma largamente, durante la pausa que tomaron en su conversación—. Estás molesta. No me estás diciendo todo.
—Ya me conoces —sonrió ella con intranquilidad. El devolvió un gesto más sereno—. Sugirieron una pensión. Quieren una pensión médica y económica vitalicia, y a cambio te cederán la custodia de su nieta.
—¿Y no podemos dársela?
—No es eso, Giulio, es... —bufó, perdiendo el temple por un momento—. Es como lo hacen sonar. Como si fuera una transacción... como si estuvieran...
—Vendiendo a la niña —asintió él, entendiendo cuando Emma lo miró con culpa quizás por pensar que eso lo haría sentir peor—. ¿Qué piensas tú de todo esto? ¿Qué me aconsejas que haga? —preguntó entonces.
—Creo que debes aceptar. Tu afecto por Karline es genuino, tu disposición económica para hacerte cargo de ella es viable. Fueron ellos los que escogieron las palabras equivocadas para proponerlo. Lo hicieron parecer más como el trámite de compra venta de una persona y no una acción altruista como Brisa intentó hacerlo ver después, pero... los entiendo en parte.
—Ellos también quieren a Karline.
—Sí, la quieren mucho. Brisa rompió a llorar a media plática, pero insistió en que la llevaras contigo cuando ofrecí aclarar las cosas y dejarlo todo como estaba por el momento. Temen mucho por su edad y por las fuerzas que les quedan para continuar haciéndose cargo de ella.
Giulio tomó aire con profundidad.
—Procuraré que Karline los visite tanto como sea posible. Viajaré a menudo a Artadis, de eso no hay duda. Puedo llevarla a casa de sus abuelos cuando lo haga y tanto como ella lo pida. Jamás me atrevería a cercenar su lazo con ellos sabiendo el daño tan grande que eso podría causarle a los tres.
Emma sonrió.
—Sé que lo harás porque eres un hombre bueno. —Comenzó a caminar de nuevo, con Giulio a su lado—. Otra de las condiciones para que puedas adoptarla es que Karline pase más tiempo contigo durante los meses que aún permanecerás en Artadis recuperándote para que se acostumbre un poco más a ti, antes de que se mude a la casa del lago contigo... y que le regales un caballo.
—¿Eh?
—Brisa fue muy enfática en eso. —Emma se encogió de hombros. Se volvieron a detener frente a la escalinata frontal de la puerta de la iglesia, donde un grupo de turistas estaba arremolinado escuchando la última misa del día al estar el interior repleto de gente. Los alrededores también tenían una afluencia considerable de personas. Era verano. Emma decía que los veranos eran auge del turismo—. Quiere que Karline tenga un caballo porque le dijiste que tenías caballerizas y la niña no deja de hablar de eso.
—Lo tendrá. Uno o todos los que quiera, y gatos, perros y todo lo que desee.
—Oh, ya te puedo ver malcriándola —le reclamó Emma a modo de broma—, y con lo lista que es, te tendrá en su mano en un segundo.
—Viene de familia —sonrió Giulio, pensando en Lucilla.
Casi pudo sentirla ahí, junto a él, caminando tomada de su mano, y el apretoncito travieso que le hubiera dado a sus dedos como protesta.
Haría lo que estuviera a su alcance para remediar lo que aún estaba en sus manos, y ahora sí lo haría bien.
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