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46 Lienzos

La casa de los Peroso era pequeña, aunque acogedora y con un aire familiar que Giulio únicamente había sentido en la casa del lago, antes, cuando su vida aún era normal. Lo que quedaba ahora de su hogar eran sólo recuerdos. Los huecos que se habían instalado en su corazón como pozos profundos a veces parecían imposibles de llenar, especialmente porque carecía del deseo de hacerlo.

La foto de Karline, sin embargo, había reactivado algo en su interior. Aún era muy pronto para darle un nombre o colgarse de la esperanza de que todo mejoraría cuando terminara el cuadro y adoptara esa nueva oportunidad de vida como suya. La realidad era que él había muerto quinientos años en el pasado y con su partida muchas cosas habían quedado destruidas, mucha gente había sufrido, especialmente los más inocentes.

Sólo podía imaginar cómo había lucido Lucilla durante su embarazo, cómo había sopesado su tristeza y había maldecido a Giulio por ser incapaz de cumplir una promesa tan importante como unir su vida a la de ella y quedarse a su lado hasta que el tiempo les pidiera descansar, viejos los dos, rodeados de hijos, de abundancia y de todas las creaciones que ambos hubieran tenido por ofrecerse mutuamente.

Así hubiera sido la vida si el destino fuera idílico para todos. Pero él había muerto, y ella lo había seguido seis meses después, y el hijo que habían concebido entre los dos había permanecido para quedarse en soledad, criado por gente que Giulio deseaba pensar que lo había querido.

Había sido una hecatombe de sentimientos y emociones procesados en las últimas semanas, tantas cosas por comprender y razonar que no podía sacudirse de encima la sensación de pesadez y cansancio que aun así le impedía dormir cómodamente por las noches, amargándolo con ideas que lo hacían cuestionar todas y cada una de las decisiones, fueran o no acertadas.

La tarde anterior, después de regresar del paseo a la casa del lago con Emma, había continuado su trabajo en el cuadro. La idea era clara en su mente, aunque cambiante por momentos. Pintaría lo que su alma le dictaba y no esperaba agradecimiento ni ningún pago por lo que una parte de él esperaba que fuera la última obra de su vida, esta vez terminada. Quizás en quinientos años más tendría el mismo valor que aquellas que había pintado quinientos años antes.

Tal vez ya nadie lo recordaría para entonces.

Se reunió con Emma a las once de la mañana ese día. Volvieron a dejar a Tomello en la sala, embebido con sus videojuegos, abordaron el vehículo y Giulio bebió en silencio el vaso con chocolate que Emma volvió a llevarle. Hacía calor para beber bebidas calientes, pero su sabor era en cierta forma tranquilizante, y el pesar que atormentaba a la mente de Giulio lo tenía siempre inmerso en un aura fría que hacía temblar su cuerpo de adentro hacia afuera, como si sus huesos mismos se llenaran de escarcha.

La familia Peroso vivía en el este de Artadis, en una pequeña delegación más rural que el resto de la ciudad, plagada siempre de arte y gente de todos lados del mundo. Una serie de casas pequeñas de colores beiges y marrones, y estructuras idénticas, pareció inclinarse ante ellos con sus techos de tejas rojas y sus pequeñas chimeneas en desuso por el clima cálido. La calle no era de asfalto, sino de piedra, y las bardas que dividían las propiedades eran cortas y en forma de arco. Había árboles por todos lados, matorrales y también animales de granja pastando. Los postes a lo alto, con gruesos cables distribuyendo electricidad en todas direcciones, eran el único indicativo de que el tiempo no los había dejado atrás.

Emma giró en varias calles estrechas, apretujando el vehículo entre otros más que estaban aparcados en las orillas, y preguntó un par de veces a la gente que encontraba de pie en las esquinas cuando la voz que emergía de su celular le decía que diera vuelta en lugares donde no había acceso alguno. Al final, alguien le dio la dirección exacta al reconocer el apellido de la familia y hacia allí se dirigieron, ascendiendo por una pequeña colina que torcía hacia la derecha.

Giulio tardó en descender del vehículo, de pronto indeciso sobre lo que realmente deseaba. ¿Quería intervenir en la vida de una familia que había vivido perfectamente bien sin él hasta el momento? Generaciones después de él lo habían hecho. Las generaciones que la existencia de su hijo había dejado atrás, nietos, bisnietos, tataranietos que Giulio no había conocido y que hasta un día anterior no había tenido idea de que habían marcado un paso por el mundo.

Pero salió. Tomó su muleta y se disculpó con Emma cuando no pudo ayudarla a llevar la canasta de quesos y carnes que ella se colgó en un brazo, ni el regalo para Karline que tomó en una mano. Afuera, sobre el portón de madera color verde pálido de la casita encorvada los esperaba una mujer anciana con una sonrisa enorme. Giulio agradeció la ayuda de la muleta para caminar al sentir que ambas piernas cederían ante su peso. Era imposible pensar en qué locura de mundo un hombre de veinticinco años conocería alguna vez a una mujer de tanta edad que era también su nieta.

Brisa, se llamaba. Era de sonrisa fácil y de humor un tanto ácido, según comprobó Giulio cuando después de saludarlos con la formalidad de un desconocido, bromeó con respecto a la condición de Giulio y luego los invitó a pasar, tomando la canasta del brazo de Emma.

—Muchas gracias, no tenían por qué traer nada. ¡Mattias! ¡Llegaron! —llamó después. Emma compartió una pequeña sonrisa con Giulio.

Un hombre de aspecto un poco más viejo que ella, con la espalda encorvada y una corona de cabello blanco en torno a una calva incipiente salió de una habitación del fondo. Giulio lo saludó con un apretón de mano, recordando el protocolo de esa época cuando Mattias fue el primero en extender su brazo. La casa era más amplia por dentro de lo que parecía por fuera. Era por entero de ladrillo y yeso, con ventanas en forma de arco y el piso de piedra. Los sillones lucían desgastados, aunque limpios y cubiertos por pequeñas fundas en forma de óvalos. La mesita de centro tenía un florero con rosas artificiales. Debajo de él estaba la fotografía de un hombre joven. Giulio la miró fijamente cuando Brisa lo invitó a sentarse.

—Es Mateo, nuestro hijo —le explicó—, y si en verdad eres quien todo el mundo afirma que eres y nosotros estamos ligados de alguna forma a ti, también es tu descendiente.

Giulio pasó saliva y asintió, sacudiéndose la insistente sensación de que su presencia ahí sólo importunaba la rutina de esa pequeña familia.

—¿En verdad eres él? —preguntó el hombre de mayor edad, andando con un bastón hasta el sillón al otro lado de la mesa. Emma estaba de pie y se ofreció a ir por la jarra de café cuando Brisa anunció que lo llevaría en un momento—. ¿En verdad eres el pintor muerto?

Fue difícil no encogerse ante semejante estatuto, especialmente porque había estado a punto de morir una vez más, y tampoco de forma pacífica.

—Soy Giulio Brelisa.

—La señorita Emma dice que eres mi ascendiente —dijo Brisa con aire escéptico y una ceja enarcada. Resopló una risilla y sacudió una mano arrugada y moteada con puntitos rojos y cafés—. ¿Cómo un muchachito de tu edad va a ser mi abuelo, por Dios? ¡Si la que tiene la edad del mundo soy yo!

Giulio no sabía cómo podía llamársele a una persona que había vivido más de quinientos años en el pasado. «Abuelo» sonaba menos exagerado, e igual tan fuera de contexto como lo hacía ver Brisa. Ahí los únicos que tenían la edad correcta para ser abuelos eran ellos dos. Era comprensible que desde su punto de vista Giulio sólo estuviera jugando con ellos.

—De haber sabido que me casé con la nieta de un personaje tan famoso habría exigido que pusiera más atención a la herencia —bromeó Mattias.

—Tonto —bufó Brisa con una sonrisa—. Nadie en mi familia lo sabía, de lo contrario mi abuela jamás habría parado de hablar de eso. —Posó sus ojos miel en Giulio—. ¿Cómo es que estás de regreso en este mundo en caso de ser posible, niño? ¡Tú estabas muerto! ¡Eres de hace siglos! ¡Quinientos años, por Dios! ¡Impensable!

Imposible que no lo preguntaran.

Emma le había advertido sobre ello desde el inicio. Todo el mundo querría saber su historia con el mayor número de detalles, y todos se decepcionarían cuando Giulio no tuviera mucha información por ofrecer excepto respuestas vagas.

—Hice un trato con un espectro que quiere ver su cuadro terminado antes de decidir si me devolverá al descanso eterno o me permitirá quedarme entre ustedes, los vivos.

Ambos ancianos se le quedaron mirando por largo rato con los rostros en blanco. Después se echaron a reír, cuando Emma regresó con una bandeja con cuatro tazas sobre ella, contenedores de porcelana y una jarra.

—¡Dime quién es para pedirle que me devuelva la juventud y a cambio le doy el alma de mi viejo! —exclamó Brisa.

Giulio sonrió, mirándolos reír. Emma también sonreía, aunque en sus ojos había cierto nivel de entendimiento que le hizo saber a Giulio que le preguntaría más tarde por lo que sin duda alguna había alanzado a escuchar.

Continuaron charlando después de la ríspida presentación. Giulio no quería lucir muy ansioso al preguntar por Karline. Imaginaba que debía estar en algún lugar de la casa, durmiendo, jugando o mirando la televisión. Los ancianos no la habían mencionado en ningún momento y Emma le había aconsejado ser paciente con ellos.

En un resumen rápido y un tanto divertido, Brisa le contó los pormenores de su vida. Al igual que a Giulio, la tecnología la había tomado por sorpresa y lo único novedoso que tenía en su casa era el teléfono y un par de televisores en las habitaciones. Ella y Mattias solían leer el periódico y enterarse de los chismes y las noticias por boca de los vecinos, que solían reunirse en la plaza de la colonia por la tarde, cuando el sol los bendecía con sus últimos rayos. Se habían casado jóvenes y la mayoría de sus hijos habían muerto durante sus primeros meses de vida, siendo Mateo el único sobreviviente, hasta que el fatídico accidente lo había arrebatado de su lado.

Entonces llegó el tema de Karline, la pequeña de tres años que Giulio había visto toda la noche en la fotografía. Un día, luego del accidente y los sepelios, se habían dado cuenta de que los únicos que podían hacerse cargo de ella eran ellos, y la habían aceptado en su casa pese al enorme trabajo que suponía para ambos criarla cuando ninguno de los dos se podía mover al ritmo de esa «centella».

—Un año tenía —dijo Brisa—. Imagina a una mujer de mi edad con una criatura tan pequeña.

—A veces se le olvidaba que estaba y era yo el que tenía que recordarle que le diera de comer —intercedió Mattias.

—¡Viejo mentiroso! Por supuesto que me acordaba de que aquí estaba, pero... —Brisa bajó los ojos hacia el cuadro de su hijo—. Mi bebé acababa de morir. ¿Cómo esperaban que una mujer que cargaba el dolor más grande del mundo en su corazón actuara con normalidad?

—Lamento su pérdida, señores Peroso —murmuró Emma.

Brisa suspiró.

—Ni todos los lamentos del mundo los traerían de regreso, muchachita. Pero así pasó. La niña era muy callada, además. Apenas lloraba y dejó de caminar como si protestara por la ausencia de sus padres, por lo que era fácil olvidar que estaba con nosotros... Dios, deben pensar que somos unos monstruos —sonrió con vergüenza.

Giulio meció la cabeza.

—Se hicieron cargo de ella y es lo que importa.

Era más de lo que él había podido hacer por su propio hijo. Si tan sólo Lucilla se lo hubiera dicho antes, unas horas antes, unos días antes, todo habría sido diferente, habría tomado otras decisiones y las cosas no hubieran tenido un desenlace tan trágico.

Pero tampoco culparla a ella era justo. Ella se había quedado para continuar sin él, habría soportado los maltratos, las burlas, los murmullos y el encierro si los señores Daberessa le habían prohibido subir al pueblo para no incitar a las habladurías, todo gracias a que Giulio no le había dado su apoyo a tiempo, tomándola por esposa para que al caminar por la calle, anunciando su estado, no se ocultara tras la máscara de la vergüenza.

—A duras penas —dijo Mattias—. Tiene tres años ahora. Imagina el torbellino que monta en esta casa. Ella viene y nosotros apenas vamos. Ella baja y nosotros estamos subiendo.

Brisa los miró con intriga por un momento.

—¿Les gustaría conocerla?

—Me encantaría —dijo Giulio sin poder contenerse.

—¡Karline! —gritó Brisa súbitamente, espantando a Giulio y a Emma, que recularon al mismo tiempo. La mujer se puso de pie y caminó con una ligera cojera hasta el marco de la puerta del fondo, desde donde un ventanal mostraba el amplio de un jardín reseco—. ¡Ven, chiquilla sinvergüenza!

Un portazo fue lo primero en contestar, seguido de pasitos torpes acercándose a toda velocidad. Apareció entonces una pequeña de cabello revuelto y sonrisa fácil vestida con un traje amarillo que mantenía en su lugar con un par de tirantes que colgaban de sus hombros, debajo llevaba una camiseta blanca que había sido salpicada de comida. Tenía en las manos dos caballos de juguete que sacudían las piernas cuando ella los movía.

—¿Me darás pastel, Biba? —preguntó con una vocecita aguda y un tanto torpe.

—Qué pastel vas a comer ahorita, niña, si todavía ni meriendas como Dios manda —rezongó Brisa sin lucir realmente molesta. Señaló a Giulio y a Emma—. Mira, tenemos visita, y trajeron algo para ti.

—¿Pastel?

—Últimamente es todo lo que pide —suspiró Mattias—. Quiere pastel a todas horas.

—Y tú se lo das, viejo alcahuete —dijo Brisa, caminando detrás de Karline, que se acercó a Giulio y a Emma con pasitos dubitativos. Los veía a ambos de reojo, con los ojos muy abiertos—. Anda, ve a saludarlos. Recuerda que debes ser educada. ¿Cómo te hemos dicho que se saluda a la gente?

—Hola —respondió Karline.

—¿Qué más? —insistió Brisa, deteniéndose detrás de ella.

—¿Qué te pasó en el brazo y en la cabeza? —preguntó la niña a Giulio, ignorando a su abuela.

—¡Eso no, criatura! No seas chismosa. Recuerda que es de mala educación hacer preguntas tan personales —la reprendió Mattias.

—Está bien —intercedió Giulio por ella al mirarla empequeñecerse. Se volvió hacia Karline—. Hola, Karline, me llamo Giulio, y tuve un accidente, pero ya estoy mejor.

—¿Como mis papis?

—No —fue Brisa la que contestó para romper el pequeño silencio que precedió a la pregunta—. Tuvo un accidente nada más, confórmate con eso.

—Oh. ¿Eso es para mí? —La niña señaló hacia el sillón.

—Sí, es para ti —sonrió Giulio, tomando el regalo que Emma le ofreció. Era una caja grande, envuelta con papel rosa que tenía figuras humanoides de colores y un enorme moño blanco en la cima—. ¿Quieres abrirlo?

Karline miró por turnos a sus abuelos.

—Biba me ha dicho que no acepte cosas de extraños.

—Dios, niña, de ellos sí puedes porque estamos aquí. Anda, tómalo y ábrelo.

Emma se puso de pie para ayudar a Karline con la tarea de abrir el obsequio, que acomodaron sobre la mesita de centro. Giulio miró encantado cómo el rostro de la niña se iluminaba conforme sus manitas, que habían dejado momentáneamente de lado sus caballos de juguete, rasgaban el papel. Para cuando terminó la tarea, Karline gritó de emoción ante la imagen de un caballo deformado de color morado que tenía dibujado un corazón en un muslo y el pelo de su cola y de su cabeza era de colores. Después Giulio sabría que se trataba de un «poni», y que los niños los adoraban porque los veían en la televisión.

Había sido Emma la que había escogido el regalo después de preguntarle a Brisa sobre los gustos de Karline. Giulio no dudó en agradecerle también, sobre todo porque él no había pensado en la idea de llevar un detalle.

—Te gustan mucho los caballos —comentó. Karline había logrado sacar el juguete de la abultada caja y estaba embebida peinándolo con un cepillo de goma que venía como parte de los accesorios.

—Sí. —Karline se levantó con sus dos caballos de juguete para mostrárselos por turnos—. Esta es Biba —dijo, mostrándole uno de colores blancos con negros ya muy desgastados.

—Chamaca grosera —masculló Brisa de fondo. Giulio mantuvo su sonrisa cuando volteó hacia ella—. Me dice así desde que llegó aquí. Creo que quería decir «Brisa» porque escuchaba que todos me llamaban así, pero como no podía, lo ingenió a su manera. Ahora le puso así a sus caballos.

—Y este es Tisas —continuó Karline sin prestarle atención a su abuela, mostrándole a Giulio ahora un caballo café con el hocico blanco que debía, sin duda alguna, representar a su abuelo—. ¿Cuál te gusta más?

—Creo que los dos son bonitos.

—Biba come mucha mantequilla y Tisas la regaña todo el tiempo.

—Habla de los caballos —bufó Brisa cuando Emma y Giulio la miraron no tan discretamente.

—Dicen que los caballos hacen lo que miran —la molestó Mattias.

—¿A ti te gustan los caballos? Biba dice que ya nadie los quiere porque ahora hay vehículos —continuó Karline, volviendo su atención al poni de colores que era casi tan grande como ella.

—Me fascinan —asintió Giulio, inspeccionando el caballo café con su única mano disponible—. Donde vivo tengo caballerizas. Eran de mi padre y él me enseñó todo sobre cómo cuidar y amar a los caballos. El mío tenía el pelaje negro y la melena blanca, se llamaba Solus.

—¿Qué es una caballisa?

Giulio lo pensó por un momento.

—Es un lugar donde viven los caballos. Muchos caballos. Y se les trata con mucho cariño y respeto.

—¡Me gustaría vivir donde viven los caballos! —exclamó Karline. Se levantó con el poni de juguete en una mano y se sentó cerca de Giulio—. ¿Cuántos caballos tienes? Yo tengo... —Miró hacia Brisa en busca de ayuda—. Cinco —repitió después de su abuela.

—Había muchos caballos cuando mi padre vivía. Eran su orgullo. Cada mañana los dejábamos salir al corral para que corrieran libremente, y en ocasiones los llevábamos a presentaciones donde otras personas podían admirarlos.

Emma sonrió y lo animó a continuar hablando con Karline, a contarle sobre las caballerizas en el amplio patio trasero de su casa, sobre los establos llenos de vacas, cabras y otros animales que se criaban por montones y se utilizaban de diversas maneras que por supuesto no detalló. Le habló del lago, de los inviernos lluviosos, a veces nevados, que congelaban el agua y blanqueaban los suelos, de los inmensos bosques de La Arboleda y de las aves majestuosas que vivían en los árboles. A su vez, Karline le contó sobre las diversas aventuras que había vivido en compañía de sus abuelos, perdiendo el sentido de los relatos en ocasiones y distrayéndose fácilmente, lo que a Giulio no le importó en lo absoluto.

La escuchó hablar quizás por horas, alcanzando con pesar el momento de marcharse cuando el día comenzó a oscurecer al otro lado de la ventana y Brisa se levantó discretamente para encender los focos de adentro y afuera de la casa. Giulio se despidió de ambas con un abrazo, deseándoles lo mejor, y se sintió aliviado cuando Brisa lo invitó a visitar su casa nuevamente. Sabía que no podía reemplazar con ellas lo perdido, pero podía intentar comenzar a pintar una nueva historia, un nuevo camino, con ambas en su vida. Hasta donde esa hermosa familia se lo permitiera al menos.

Karline era una niña encantadora, astuta y risueña. Brisa una mujer pícara que había hecho buenas migas con Giulio y con Emma desde el inicio, si bien no había tocado mucho el tema del parentesco entre ellos quizás porque aún no lo creía y jamás lo haría. Para Giulio estaba bien. No intentaría cambiar la visión del mundo de una persona que tenía toda la experiencia para enseñarle a él, que aunque había vivido más de quinientos años en el pasado, se había quedado congelado en una edad que para Brisa no suponía ninguna sorpresa.

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