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45 Lienzos

El estudio anexo a su habitación estaba lleno de material de arte. Era pequeño, no más allá que un espacio de tres por uno y medio metros cuadrados. Terminaba en el lateral con un ventanal que abarcaba por completo la pared y que Giulio aprendió rápidamente a mantener cerrado después de que Bodegón echara un vistazo al exterior y estuviera a punto de caer. Las paredes estaban repletas de repisas con entrepaños atiborradas de tubos de pigmento, pinturas enlatadas, lapices de todos los estilos; de colores, grafito o carboncillo, papelería que Giulio todavía no sabía identificar, lienzos ya armados e incluso imprimados, cuadernos, hojas, cajas con contenido desconocido, figuras anatómicas que inspeccionó con un vistazo rápido y demás instrumentos y suministros que no llamaron mucho su atención pese a que sabía que antes de su caótica aventura a las entrañas de la tierra todo eso lo habría extasiado sin control.

Había una escalerilla de metal que conducía a un pequeño segundo piso muy parecido al de la sala. No pudo subir porque su rodilla aún estaba delicada y el esfuerzo se le antojó innecesario, pero alcanzó a distinguir libros sobre arte y otras tantas cosas que quienes los habían elegido sin duda habrían pensado que podían interesarle. Lo agradecía. Quizás los leería después, cuando pudiera alcanzarlos.

Ese día, a unos cuantos de haber salido del hospital, no hizo mucho más que trazar garabatos sin sentido en uno de sus cuadernos cuando terminó de deshojarlo con una navaja que maniobró torpemente al tener sólo una mano para hacerlo todo. Terminó por dibujar niños que empezaron siendo humanos y terminaron luciendo como figuras amorfas que expresaban su llanto con rostros grotescos, ángeles con alas desplumadas, y a «Ella» de espaldas, con su cabello negro como el abismo ondeando a sus costados.

Cuando intentó dibujar a Lucilla, confiando en su memoria, terminó por arrojar el cuaderno y las hojas al piso en un arrebato de furia que también lo llevó a tirar varias gradillas llenas de colores y pinturas al suelo, después regresó a su habitación para echarse en la cama y dormir durante la tarde, la noche y parte de la mañana siguiente, desdeñando los llamados a su puerta, que afortunadamente podía mantener cerrada al tener ésta una puertecilla en la base inferior para que Bodegón pudiera entrar y salir a voluntad. También hizo caso omiso a las vibraciones de su celular, olvidado en una de las mesitas de noche.

Los días consecutivos no fueron muy distintos. Tomello y Marice intentaban animarlo invitándolo a departir con ellos en la sala. El primero tenía mucho tiempo libre al estar de descanso por la fractura de su pierna y a menudo irrumpía en la habitación de Giulio para correr las cortinas y encender la luz si pasaba del mediodía y él aún no se había levantado. Marice aprovechaba las tardes, cuando regresaba de su empleo, para hacer otro tanto amenazando a Giulio con acusarlo con Emma si continuaba saltándose las comidas.

No le importaba, aunque se esforzaba por ser agradecido con ellos y salía ocasionalmente para acompañarlos, o muy seguido sólo para ayudar a Tomello en las cosas que no podía hacer por su pierna herida. No le habían preguntado hasta el momento sobre su experiencia en el interior de la montaña y esperaba que continuaran esforzándose por fingir que no había sucedido nada. Quizás creían que eran los recuerdos de ese infierno los que lo atormentaban, porque hasta ese momento desconocían la existencia de un niño al que había dejado a su suerte, desprotegido, por haber muerto antes de verlo nacer.

Giulio agradecía la discreción de Emma, también su delicadeza para no volver a tocar el tema cuando lo visitaba por las mañanas. Le había dicho que le vendría bien salir un poco, regresar a pintar en el taller de Crisonta o merendar ocasionalmente en algún restaurante cercano. El centro estaba a dos cuadras, lleno de turistas que degustaban en los mejores restaurantes y cafeterías de Artadis. Los museos y las galerías no quedaban más lejos. Desde su ventana, Giulio podía ver la enorme estatua erigida al Dios Apolo que habían colocado en una de las plazoletas más concurridas. Era una imitación de la verdadera, por supuesto, que descansaba dentro de la Galería Bonse.

Pero no aceptaba las invitaciones de Emma y regresaba a su habitación en cuanto ella se marchaba. A menudo se descubría sentado frente al escritorio, mirando la base repleta de hojas y lapices con la mano sosteniendo su cabeza y la espalda encorvada, luego de horas de inmovilidad porque su mente se escapaba de la fisicidad de su cuerpo.

Así fue por un par de semanas, hasta que la razón regresó una mañana a despertarlo a temprana hora y lo impulsó a salir de la cama para tomar un baño (el primero en muchos días), y llevarlo por inercia a su estudio, donde montó uno de los lienzos ya imprimados sobre un caballete, preparó algunas pinturas, terminando de desordenar el excelente trabajo que habían hecho al momento de acomodarlo todo, tomó un lápiz verde y comenzó a trazar un bosquejo que más tarde se convertiría en una de las mejores pinturas que había hecho a lo largo de su existencia.

Emma llegó en un algún punto entre las primeras pinceladas, que ya habían formado la base del fondo, y la lucha de Giulio por lograr que la pequeña caja blanca acomodada en un rincón de una de las repisas le respondiera cuando la llamaba. Quería escuchar música. Había visto a Emma hablar con el artefacto un par de veces y sabía que no era más complejo que darle un comando y ponerlo a funcionar, pero el aparato del diablo se negaba a escuchar las órdenes y Giulio estaba considerando seriamente el tomarlo y arrojarlo por la ventana, hasta que Emma llamó repentinamente a la puerta de su habitación, entró y exclamó suavemente un nombre que hizo a la máquina contestar ante el malhumorado rostro de Giulio.

Después de un nuevo comando por parte de Emma, la máquina hizo que cada pequeña bocina conectada a lo amplio y ancho del estudio y la habitación comenzara a reproducir una melodía de piano a un volumen medio.

—Me alegra ver que estás pintando de nuevo, Giulio.

—Tengo una idea en mente —respondió él, dejando la caja rebelde en su lugar.

Se volvió para mirar a Emma acercarse con dos vasos desechables en las manos y una pequeña bolsa colgando de una de sus muñecas. Bajo el brazo llevaba más cosas.

—Traje chocolate caliente para ti, sé cuánto te gusta. También un par de galletas y pastelillos para el camino.

—¿Para el camino?

Emma no desistió hasta que Giulio aceptó el vaso, que irradió un suave calor hacia su mano a través de la funda de cartón. Olía delicioso y despertó un poco del hambre que no había sentido en muchos días.

Probarlo no fue una decepción.

—Hay algo que necesitas ver. Ponte los tenis y ven conmigo.

Pero Giulio no la siguió cuando la miró caminar hacia la puerta. Desde que había sabido la noticia de Lucilla temía el día en el que Emma considerara necesario mostrarle su cripta quizás como una forma de ayudarlo a aceptar la realidad. No lo necesitaba. Era consciente de que por mucho que la añorara y por mucho que sintiera que merecía la culpa, ella no regresaría, tampoco lo haría el hijo que habían tenido en conjunto y que él deseaba con todo su pesar y su corazón destrozado que hubiera tenido una vida larga y próspera.

—Te alegrará el día, te lo prometo —dijo Emma desde la puerta, deteniéndose cuando notó que él seguía parado en la entrada del estudio, mirándola con zozobra—. Son dos noticias las que deseo darte en realidad.

Él hizo lo indicado, calándose las botas de tela, que en ese mundo llamaban «tenis», tomó una sudadera al recordar que el clima de La Arboleda (a donde presentía que ella lo llevaría) era siempre muy menguante, su muleta, recuperó su vaso de chocolate con su mano inmovilizada cuando Emma se lo recordó, y salió detrás de ella, acariciando la gorda cabecita de Bodegón a manera de despedida. En la sala se encontró con Tomello jugando videojuegos en la bestial televisión que abarcaba el amplio de la pared de la habitación. El enigma de por qué las explosiones que iluminaron el perfil de Giulio al pasar frente a él no hacían ruido se descifró en la forma de los enormes audífonos que su amigo tenía sobre los oídos.

—¡Hey! ¡Lo lograste! ¡Pudiste sacarlo de su madriguera! —exclamó Tomello despejando una de sus orejas—. Supongo que te debo esas quinientas talisas —murmuró con amargura.

Emma sonrió.

—Dejémoslo como canje para un futuro favor.

—Saldré por un momento con ella, ¿estarás bien tú solo? —se adelantó Giulio al darse cuenta de que aunque había pasado la mayor parte del tiempo encerrado en su habitación, no se había negado a ayudar a su amigo en los momentos cruciales, que podían ser varios durante el día.

Pese a que su rodilla aún estaba en recuperación, podía caminar mucho mejor que Tomello, después de todo.

—Seh, seh... —Su amigo sacudió una mano en el aire—. Ustedes disfruten de su cita sin preocuparse.

—No es... una cita. —Giulio miró a Emma, que se apresuró a negar con la cabeza.

—Daremos un pequeño paseo, es todo —añadió ella.

—¡Pues así es como ocurren las citas! Por cierto, mira lo que conseguí.— Tomello tomó su celular, lo encendió y manipuló un poco. Al levantarlo, Giulio no miró nada más interesante que una pantalla en amarillo con un cuadro de diálogo—. ¡Azumi finalmente me dio su número!

Giulio sonrió, alegrándose por él.

—Procura no enviarle las imágenes obscenas que compartes conmigo o te quedarás sin la otra pierna.

—Qué horror —murmuró Emma alcanzando la puerta.

—¡No soy estúpido! A ti te las envío para ver si algún día te vuelves hombre —bufó Tomello. Bajó la mirada con reverencia hacia la pantalla de su teléfono—. Ella es un ángel que me salvó la vida.

—Yo también te salvé la vida.

—Por respeto a Emma no te digo la gran diferencia que hay entre tú y Azumi —refunfuñó Tom. Luego sonrió—. Cuídate, hermano.

—Cualquier cosa que necesites, hay un agente afuera de la puerta —le dijo Emma—. Llámalo o pídele que llame a alguien por ti. Hasta luego, Tomello.

—¡Es «Tom»! —lo escucharon gritar cuando salieron y cerraron la puerta detrás de ellos, dirigiendo un saludo rápido al hombre que, como Emma había dicho, custodiaba el acceso al departamento y el largo del pasillo que desembocaba en unas escaleras y un elevador de aspecto nuevo.

Tomaron el segundo al estar Giulio aún en convalecencia.

No le sorprendió cuando Emma condujo su vehículo directamente hacia la circunvalación de la ciudad para tomar camino hacia La Arboleda. Confiaba, sin embargo, en que ella sabría que no estaba en sus deseos visitar el cementerio ni responder a más preguntas con respecto a los lugares que en el pasado habían sido motivo de alegría para él.

El camino transcurrió rápido, aunque silencioso. Giulio comió uno de los pastelillos a insistencia de Emma y bebió casi todo el contenido de su chocolate líquido. Las montañas verdes y las planicies sembradas de flores y rocas fueron un cambio bienvenido para él, también el aire cálido que rozó su rostro cuando hizo descender la ventanilla. La carretera hacia La Arbolela había sido uno de los paisajes más amados por Giulio, durante años había supuesto el camino a casa, hacia donde las personas que más se preocupaban por él y se alegraban genuinamente de verlo cuando se tomaba un descanso de la opulencia de Artadis vivían.

Emma condujo con fluidez, permitiéndole ese momento de quietud en el que pudo verse a sí mismo regresando a trote ligero sobre su montura, con nada más que unas cuantas bolsas como equipaje atadas a su alrededor. No solía tomarle más de unas cuantas horas alcanzar La Arboleda. Había ocasiones en las que enviaba alguna carta con anticipación y Jean o Lucilla lo esperaban en la plaza de bienvenida. Cuando lo hacían juntos, ella con su pequeña sombrilla de bordados y encaje, solían ser sus risas las que le saludaban a Giulio mucho antes que sus voces alzándose para molestarlo entre bromas y abrazos.

Ese día no hubo carta de anticipación ni nadie esperándolo en la plazoleta que había sobrevivido a dos guerras mundiales y al paso incesante del tiempo. En su lugar, había una imitación tétrica de la escultura que estaba sobre la tumba de Giulio.

—Lamento que sea eso lo primero que veas al regresar a tu ciudad de origen —dijo Emma por primera vez en casi una hora de viaje.

—No importa. Es una escultura bonita. Mi Maestro la creó para mí.

Emma asintió. Giró un poco el volante para evitar entrar en la avenida principal y tomó el camino hacia el bosque. Giulio supo inmediatamente que se dirigían hacia su casa... su antigua casa, frente al lago Brelisa, como lo habían bautizado en su honor. Era otra de las cosas que no sabía si encontrar agradable o bizarra.

—En verdad me alegró verte pintando cuando subí a tu casa. ¿Qué es lo que harás? —la escuchó preguntar con un tono cauteloso, como lista para retroceder si él decidía no compartir sus ideas con ella.

No era tan majadero ni malagradecido, aunque no supo cómo expresar que lo que estaba haciendo era en realidad un cuadro de despedida. Había decidido saldar finalmente el pacto que había hecho con «Ella» y entregarse a cualquiera que fuera el destino que le tuvieran preparado. Si su corazón se detenía y su carne volvía a corromperse una vez que diera la última de las pinceladas, cayendo fulminado ahí mismo, frente a la pintura, que así fuera.

No pensaba escapar más de su destino, fuera cual fuera. La idea final había llegado durante la noche, mientras veía el techo y cerraba los ojos sólo para ser atormentado por la oscuridad de los túneles en donde intentaba inútilmente encontrar al bebé cuyo llanto lo guiaba por senderos inciertos. La pintaría y escaparía con eso a las pesadillas, a la culpa y el remordimiento, y dejaría atrás ese mundo al que quizás jamás terminaría de adaptarse.

Sólo esperaba que sus amigos pudieran perdonarlo y comprendieran que su estadía en ese lugar sólo podía culminar en una locura amarga y lamentable.

—Terminaré el cuadro.

Emma salió de la carretera para desviarse hacia el camino terregoso y empedrado que dirigía hacia la casa del lago. Rápidamente los altos pinos les dieron la bienvenida, flanqueando su recorrido.

—¿El cuadro? —Lo miró de reojo. Las llantas del vehículo chasqueaban al pasar por encima de las piedrecillas y las ramas secas—. ¿Qué cuadro?

—El que estaba haciendo cuando mi padre me atacó —dijo Giulio crudamente—. No será exactamente la misma obra, pero terminaré lo que inicié ese día, antes de morir.

Y esperaré y aceptaré lo que suceda después, pensó para sí mismo.

—Ya veo.

No se dijo más durante los cinco minutos que les tomó alcanzar el patio lateral del casa, libre ya de máquinas de construcción, vehículos y cualquier cosa que indicara que aún había gente trabajando en ella. Giulio bajó del vehículo con un poco de esfuerzo cuando Emma aparcó. Enmudeció. Los recuerdos se agolparon en su memoria. Por un instante estuvo seguro de que vería a su niñera descender las escaleras con dificultad para correr a recibirlo, y a los capataces, que Giulio había hecho cómplices de muchas de sus temeridades con sendas recompensas de lotes de botellas de vino que compraban su silencio.

Esperaba ver a los caballos en uso pastando amarrados contra los percheros frontales, y escuchar el ladrido de los mastines que custodiaban el entorno de la casa. Quizás, si no era temporada de viajes, su padre estaría en casa y Giulio lo avistaría en cualquier momento parado sobre la terraza del segundo piso, con una taza de vino caliente en una mano y un libro en la otra. Saludaría a Giulio levantando un poco la taza e inclinando la cabeza, y él le devolvería una sonrisa antes de alcanzarlo para conversar por horas sobre las últimas novedades de ambos.

Pero no salió nadie a recibirlo. La casa se convirtió, entonces, en una fachada restaurada que escondía en su interior pasillos llenos de historias y fantasmas. El único sonido que Giulio escuchó fue el de la naturaleza; las aves trinando desde las copas de los árboles, el viento meciendo las ramas, los patos graznando en el lago. Había una persona en uno de los pasillos frontales de la casa, según pudo distinguir entre los matorrales que bloqueaban la visión, y aunque su corazón dio un vuelco con anticipación, la desilusión lo hizo sentir estúpido cuando Emma le indicó que habían contratado servidumbre para cubrir las necesidades básicas de una casa tan grande.

Estaba terminada entonces. Los trabajadores habían acabado su trabajo un par de días atrás y el hogar que antes había pertenecido a Giulio estaba listo para volver a ser habitado, o para convertirse en un museo, según se viera. Ahora más que nunca, tras su regreso, el gobierno de ese país exprimiría las máximas ganancias en su nombre. Toda la gente que enviaba mensajes con buenos deseos a Giulio a través de su galería en Pictugram querría ver cómo era el lugar donde había nacido y muerto.

Alcanzó la escalinata de piedra que tantos accidentes había ocasionado a lo largo de su niñez, tanto a él como a quienes corrían detrás de él para detenerlo, y ascendió detrás de Emma al que venía a ser el primer piso de la mansión. Por ahí estaban los ventanales de su habitación y de su estudio. Le sorprendió un poco mirar que este último estaba de nuevo de pie, cubierto de ventanas por las que se filtraban los rayos del sol.

—Creemos que fuimos lo más precisos posible. Tu descripción sobre cada planta que la conforma fue de mucha ayuda —le dijo Emma tras detenerse frente a un pequeño estanque de agua cristalina, donde Giulio le había jugado bromas terribles a sus cuidadores al fingir que moría ahogado—. ¿Quieres echar un vistazo en su interior?

Giulio miró la amplitud de los más de tres pisos que conformaban la vieja casona restaurada.

—Respetamos su arquitectura original y también su diseño en los interiores. Todo rastro de tecnología, como la electricidad, la instalación de drenaje y la cobertura telefónica, vigilancia y de internet, fueron disimuladas —continuó Emma ante su falta de respuesta.

—Luce muy similar a como la recuerdo —dijo Giulio sin saber qué más responder.

Emma asintió y lo invitó a pasar una vez que alcanzaron el portón lateral, que era en realidad la entrada principal porque la casa había sido construida para darle frente al lago. Giulio a menudo molestaba a su padre con eso, cuando era niño le preguntaba si esperaban visitas con carruajes y caballos acuáticos.

Pese a que todo había sido restaurado para parecerse a su forma original, podía notarse el toque de la modernidad en cada uno de los acabados de las paredes, el piso y el techo. No le molestaba realmente. Le gustaba la arquitectura moderna tanto como le había gustado la arquitectura de su época. La mano Talisena era mágica al momento de crear y erigir, no por nada era una de las cunas del arte antiguo y moderno.

Siguió a Emma hacia la sala principal, cruzando pasillos y salones que hacían eco ante la falta de vida. Los muebles eran pocos y había sido seleccionados con cuidado. Los colores claros que su madre había elegido para la tapicería y los pisos estaban de regreso. No había más escombros, tierra ni paredes resquebrajadas o ventanas tapiadas, como las que le habían dado la bienvenida cuando había despertado en ese mundo. Todo estaba ordenado, pulcro y olía a nuevo y a pintura. El piso ya tampoco rechinaba bajo su peso y Giulio descubrió que se trataba de loseta con aspecto de madera instalada sobre una superficie de concreto.

Emma le mostró las amenidades sin verse ella misma emocionada. La tecnología estaba presente, pero oculta en todos lados, como la enorme televisión (aunque mucho más pequeña que la de su departamento) que apareció cuando una de las paredes se partió en dos después de que Emma sacara un control remoto de una cajonera y apuntara a lo alto.

Caminaron por los salones de esparcimiento, por las más de quince habitaciones de descanso que conformaban la amplitud de las tres primeras plantas, visitaron la cocina llena de artefactos para facilitar la vida, dieron un corto paseo por la biblioteca, surtida de todo tipo de libros, subieron hasta el ático, convertido en un pequeño departamento independiente, y terminaron en el antiguo taller de Giulio, vacío en su totalidad a excepción de un par de tenis que alguien había olvidado en un rincón del suelo.

Giulio podía ver el lago desde ahí, era uno de los motivos por el cual había tomado esa habitación, antes un porche, para convertirla en su taller. Su padre no había estado muy de acuerdo al inicio, queriendo convertirla él en una extensión de la biblioteca, pero al final había aceptado, comenzando a movilizarlo todo él mismo para que Giulio se encontrara con la sorpresa de un amplio taller recién construido cuando regresara a casa luego de pasar casi un año en Artadis.

Se detuvo frente a las ventanas, que se abrían exactamente como él recordaba, y dejó que el viento le soplara en el rostro.

—¿Qué te parece? —Emma se detuvo a su lado. La luz le dio en el cabello, encendiéndolo como el fuego—. No quise extenuarte con un recorrido tan largo, pero su tamaño es enorme.

—Estoy bien. Creo que hicieron un excelente trabajo. —Giulio se apoyó un poco mejor sobre su muleta—. ¿Cuándo piensan comenzar a mostrarla a la gente?

—¿A qué gente?

Giulio lució tan confundido como Emma por un momento.

—Dijiste que la restaurarían para mostrarle a la gente cómo había vivido yo en el pasado. Aunque jamás tuvimos la mitad de las cosas que instalaron. La electricidad sobre todo.

La expresión de Emma se suavizó con el entendimiento.

—Oh, bueno, esa idea era para antes.

—¿Antes de qué? ¿De que supieran de mí?

—Han pasado muchas cosas en los últimos meses, ¿no? —Emma se dio la vuelta para recargarse contra el marco que dividía la ventana de la puerta de vidrio del balcón—. Pensábamos hacer de este lugar un museo de conmemoración.

—¿Y ahora?

—Bueno, una casa donde vive una persona no puede ser exactamente un museo mientras la persona aún vive, ¿no te parece?

—Me temo que no estoy entendiendo —dijo él con un poco de exaspero—. ¿La mostrarán o no a la gente?

Emma hurgó en uno de los bolsillos frontales de su faldón de seda y extrajo un llavero que Giulio tomó por reflejo cuando ella se lo ofreció.

—La casa es tuya, Giulio. El ayuntamiento de Canos decidió devolvértela. —Se volvió hacia la ventana para ver hacia el lago—. Todo comenzó con la petición que elaboré en tu nombre, aquel día en el que me preguntaste si podías recuperarla. Los argumentos se solidificaron cuando encontramos los documentos testados y las escrituras originales en la bóveda, firmados y sellados por tu padre, en los que se indica que a su muerte la casa y cada una de sus pertenencias pasaría a ser tuya. Sí, fueron redactados en otra época y en teoría ahora sólo tendrían un valor histórico, pero su hallazgo le dio una dirección más sólida a tu caso.

—¿Sólo eso convenció al ayuntamiento?

Emma meció la cabeza.

—Parte de la información se filtró al público cuando desapareciste y los reflectores se volvieron hacia ti. Todo el mundo estaba buscándote. Todo el mundo quería encontrarte. Y no sólo eso, la gente comenzó a saturar las redes sociales del ayuntamiento de Canos y de Artadis con peticiones firmadas para que la casa te fuera devuelta. Se juntaron más de cuatrocientos millones de firmas, Giulio —dijo anonada—, cinco veces más la población de Talis censada hasta el momento. ¿Tienes idea de la presión que eso ejerció sobre Talis en general?

—No puedo siquiera imaginarlo —murmuró Giulio, mirando las tarjetas con códigos y las llaves anudadas a un pequeño aro de metal.

—El primer ministro de Talis, Jared Sablosto, hizo un par de comunicados al respecto para intentar tranquilizar el furor de la gente, que estaba frenética, pero sólo obtuvo el resultado contrario y hace tres días oficializó la petición hacia el ayuntamiento de Canos para que la casa te fuera devuelta. El gobierno federal de Talis la compró y te la obsequió.

—Asumo que costó mucho dinero.

—Fue un pago exorbitante por el tamaño que abarca la propiedad, según los documentos dejados atrás por tu padre —asintió Emma—, pero justo. Yo creo que fue justo. Un notario se encargará de redactar las escrituras lo antes posible. —Lo miró por un rato, como si intentara descifrar sus pensamientos—. Un agente del gabinete de Sablosto se pondrá en contacto con nosotros en algunos días para programar una reunión entre tú y el primer ministro, donde te entregará de manera pública la casa. —Sonrió con pena—. Aún no acaba su mandato y sin duda alguna utilizará el evento para hacer campaña para su reelección.

—Está bien. Le agradezco a todos lo que han hecho por mí.

Emma suspiró y se mordió los labios, como Giulio había notado que hacía cuando buscaba la mejor manera de decir lo que pensaba sin pretender sonar ofensiva o demasiado ruda. A veces le era divertido darse cuenta que esa mujer sensible y amable era la misma que había irrumpido en su departamento para asaltarlo y quitarle el cuaderno que Giulio había encontrado en la primera bóveda. Hacía eternidades de eso, tantas cosas vividas y experimentadas por ambos, tanto acercamiento a pesar de la brecha que generaba la diferencia de épocas entre ambos.

—Sé que actualmente estás pasando por una situación complicada y recuperar la casa no te devolverá la felicidad mágicamente, así que no pretenderé que esperaba verte brincar de emoción cuando te diera la noticia. Sólo confío que te devolverá un poco de tranquilidad saber que el patrimonio de tu padre no se perdió.

—Estoy contento.

Emma sonrió con un dejo condescendiente y se adelantó para ponerle una mano en el brazo.

—Date tiempo, Giulio, y sé más paciente contigo mismo. Nada podrá borrar el pasado ni cambiar su curso, pero sí podemos, por otro lado, cambiar el curso del presente y hacia dónde apuntará el futuro. Sólo debes dar un paso a la vez. Vivir un día a la vez. Las grandes cosas se componen en muchas ocasiones de acciones pequeñas.

Giulio lo pensó por un momento.

—No sé si deseo regresar más a este lugar para ser sincero, pero tampoco quiero sonar ni parecer como un malagradecido.

—Quédate por un tiempo más en Artadis entonces. —Emma retiró la mano y sonrió con un aire misterioso que a pesar de la amargura que embargaba a Giulio, despertó su interés. La miró maniobrar las carpetas y archivos que llevaba debajo del brazo hasta que encontró una hoja de papel brillante que sujetó contra su vientre—. La casa no es la única noticia que pensaba darte hoy. —Extendió lo que se reveló como una imagen, una fotografía impresa, mejor dicho. En ella una niña pequeña, con el cabello revuelto y la carita redonda, sonreía a la cámara, cubriéndose la boca con una manita—. Me tomó todas estas semanas seguir el camino del árbol genealógico que trazaron tú y Lucilla cuando concibieron a su hijo. No fue sencillo, pero encontré algunas pistas que me llevaron a hechos más concretos con la ayuda de un genealogista profesional.

Giulio guardó las llaves en el bolsillo de su sudadera y tomó la fotografía para mirarla más de cerca. El corazón comenzó a latirle con fuerza. De alguna manera su alma misma sabía lo que Emma estaba por decir.

—Ella es Karline Peroso Espíndula, tiene tres años recién cumplidos, y es tu descendiente más joven.

Al sentir que la boca se le secó de golpe, Giulio tragó con dificultad. Pero no tuvo tiempo para notarlo ni para avergonzarse del temblor que se apoderó de su mano y que hizo saltar la imagen de la pequeña que lo veía con ojos traviesos del mismo color castaño claro que su cabello. Su piel era clara, aunque de aspecto bronceado, quizás mediterráneo, como diría Emma más tarde. Era hermosa y Giulio, sin saber aún si era verdad lo que veía, no pudo evitar encontrar un aire de Lucilla en ella.

Quizás era sólo su dolor aferrándose a un paliativo que lo ayudara a dejar de sentir la herida punzante y enconada.

—Es... ¿Es eso cierto? —Miró a Emma, que asintió—. ¿Cómo pueden...? ¿Cómo es...?

—Hemos hecho lo imposible por corroborar que la información sea correcta —lo tranquilizó Emma—, y lo es. Con permiso de sus abuelos, hemos tomado muestras de ADN de ella y de su abuela misma una vez que pudimos contactar con la familia. La señora es también tu descendiente. Ambas dieron positivo en conexión genealógica, además de los registros y documentos que logramos rastrear investigando a fondo la descendencia de la familia Daberessa desde el fallecimiento de Lucilla.

—¿Cómo se llama ella, su abuela?

—Brisa Peroso. Tiene ochenta y un años actualmente. —Emma hizo una pausa en la que sus ojos también se fijaron en la fotografía—. El padre de Karline, Mateo Peroso, hijo de Brisa y de su esposo, murió hace dos años en un accidente de auto, tenía cuarenta y dos años. Con él iban su esposa y sus dos hijos mayores: Masia, de catorce años, y Dano, de diez. Los cuatro fallecieron al instante. Tras su partida sólo quedó Karline, que estaba al cuidado de una niñera en su casa. Ahora son sus abuelos quienes se hacen cargo de ella después de que los abuelos maternos se negaron a recibirla.

—Pobrecita —murmuró Giulio.

Se había quedado tan sola como el hijo de Giulio y Lucilla, como si la maldición de gestar y morir para abandonar a sus descendientes a una edad tan indefensa estuviera predestinado para ellos. Karline tenía sólo tres años. La vida era tan injusta.

—¿Te gustaría conocerla? —preguntó Emma tras una pequeña pausa, espabilándolo con un sobresalto—. He hablado con sus abuelos y ambos aceptaron recibirnos en su casa mañana a mediodía. Se mostraron tan sorprendidos como tú al saber de quién descendían Brisa y Karline —intentó sonreír, pero de alguna manera se veía tan taciturna como Giulio se sentía—. No es necesario que lo hagas tan rápido y aún no he confirmado la reunión, pero si aceptas, podemos hacerlo mañana mismo, o programarlo para cualquier otro día en el que...

—Mañana está bien. Me gustaría conocerlas a ambas mañana. —Giulio miró una última vez más la divertida fotografía y suspiró.

Comenzaba a ver un rayo de luz entre tanta oscuridad, aunque no estaba seguro de cuánto podría durar iluminando su camino antes de que otra calamidad sacudiera su vida.

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