43 Lienzos
Un par de semanas después, cuando le dieron la noticia de que Vassé había sido arrestado luego de que las cámaras instaladas a lo largo de las diversas regiones de Talis habían capturado su imagen en la región de Kapea, no experimentó ninguna satisfacción ni mucho menos alivio. Vassé, por supuesto, no era su verdadero nombre, aunque el testimonio de Giulio abarcando su descripción física, como muchas otras acusaciones y sospechas que apuntaban hacia él desde hacía años, habían conducido a que se dictara una orden de aprehensión en su contra que había dado fruto casi al instante.
Cuando le mostraron la imagen de su rostro a Giulio su rechazo fue instantáneo. La cara pintada, la cabeza calva, la nariz afilada y los ojos pequeños que parecieron sonreírle especialmente a él, le recordaron el timbre taciturno de su voz, sus acusaciones retumbando como truenos y su satisfacción al momento de infligir dolor en nombre de Dios. Vassé solía echarse a reír cuando Giulio no podía resistir los castigos en silencio por mucho tiempo y comenzaba a gritar. Anunciaba que cada alarido era un poco más de maldad abandonando su cuerpo.
La secta a la que el barbárico hombre pertenecía era una de las más viejas de Talis, le habían dicho a Giulio. Nada tenía que ver con la iglesia católica y, entre Vassé y sus hombres, eran sospechosos de varios asesinatos que habían sido investigados a lo largo de las últimas dos décadas. Su manera de operar era torturar a las personas y después quemarlas con vida, tal cual habían intentado hacer con él. Nadie lograba dar su testimonio porque nadie sobrevivía, por lo que aunque los arrestaban continuamente bajo sospecha, las pruebas en su contra jamás eran suficientes para mantenerlos presos. Hasta que Giulio había hablado y cada detalle de su narrativa había conducido a ponerle un punto final a la carrera del que sin duda nadie veía como un salvador, sino como un fanático religioso demente y peligroso que incluso catalogaban como «asesino serial». La victima anterior a Giulio había sido una mujer. Había sido violada y torturada por un año entero, más tarde había dado a luz a un bebé, producto de los abusos, y en el día mismo del alumbramiento la habían quemado con vida. Al bebé lo habían encontrado días después, eviscerado y crucificado.
No eran cosas de las que a Giulio le gustara enterarse, pero los agentes compartían todo tipo de información aterradora como si desearan convencerlo de que su ayuda era crucial para un caso en el que llevaban trabajando por mucho tiempo. Era innecesario. Giulio había aceptado testificar de manera oficial en un juicio quizás porque aún no tenía idea muy clara a lo que se referían y no necesitaba escuchar más relatos sobre cómo más personas habían pasado por lo mismo que él, o por cosas mucho peores.
Al final, sin embargo, no habían podido hacer mucho contra él, porque al saberse perdido, exactamente dos semanas después del escape de Giulio, Vassé fue encontrado muerto en su celda, producto del suicidio. Emma fue la que se encargó de notificarlo a Giulio, y él agradeció que no entrara en detalles ni le preguntara cómo se sentía al respecto. Ahora sólo le quedaba preocuparse por todos esos otros que pensaban como Vassé y que quizás intentarían ponerle las manos encima, incentivados por el desastre mediático que se había hecho cuando Giulio había desaparecido y entre el gobierno y el departamento de historia habían movilizado campañas con su rostro para buscarlo por todos lados y ofrecer sumas exorbitantes de dinero a cualquiera que diera pistas reales de su paradero.
Era oficial, todo el mundo sabía quién era, lo creyera o no.
Una mañana, dieciséis días después de su ingreso en el centro médico, Emma lo visitó más temprano que de costumbre. Iba elegantemente vestida con un vestido oscuro, medias, botas largas y un abrigo que resaltaba el fuego de su cabello, tal y como Giulio la recordaba de siempre. Ya no lucía ojerosa ni pálida como los primeros días luego de que él despertara, ni había vuelto a usar más ropa deportiva aunque parecía muy cómoda con ella. Llegó con un vaso desechable de café en una mano y un manojo de documentos, libretas de cuero y una tableta táctil en la otra.
—Buenos días —saludó cuando notó a Giulio despierto—. Pensé que estarías durmiendo. Iba a trabajar un poco mientras despertabas.
—Puedes fingir que sigo durmiendo y trabajar. Yo puedo encender la televisión o mirar algo en la tableta —sonrió él, encantado de tener su compañía.
—Está bien. Hay algo que quiero decirte. —Emma alisó su ropa después de sentarse en la silla y acomodó sus cosas sobre la mesita que Giulio usaba para comer—. Hay un... nombre del que necesito hablarte.
Giulio la miró con curiosidad. El alba despuntaba al otro lado de la ventana, que alguna enfermera había cerrado para impedir que el frío entrara en la habitación. Sus colores grisáceos atenuaban poco a poco el fulgor taciturno de la única lámpara que iluminaba en un rincón y que competía con los foquillos de la única máquina que aún estaba al servicio de Giulio. Las demás habían sido retiradas con el pasar de los días y la constancia de su recuperación. Le habían dicho que estaba próximo a salir. Contaba las horas para regresar (o ir por primera vez, según se viera) a su casa. Marice le enviaba videos de Bodegón continuamente que él ya podía mirar por sí mismo, sin requerir la ayuda de nadie.
—Lucilla Daberessa —dijo Emma, su voz cayendo como un martillazo entre los pensamientos de Giulio. La miró con sorpresa, como si por un momento hubiera olvidado que estaba ahí—. Encontré esto en tu mochila, luego de pedirle a Marice que me permitiera revisarla para ver si algo, cualquier cosa, podía sernos de utilidad durante tu búsqueda. —Buscó entre la pila de cuadernos y documentos que puso sobre la mesa y extrajo un paquete plástico en cuyo interior Giulio reconoció de inmediato su cuaderno, el que había encontrado en la segunda bóveda y había guardado para sí—. Después de hojearlo puedo entender por qué deseaste ocultarlo.
—Y aun así lo tomaste —dijo Giulio con amargura.
Emma evitó mirarlo.
—Deseaba encontrarte y busqué desesperadamente en todos lados. Cualquier cosa que me diera una pista era bienvenida. Si tuvieron contacto contigo antes de tu desaparición pudiste haber guardado algo y yo... Discúlpame, vi el cuaderno y no pude resistirme.
—Para eso no necesitabas llevártelo —espetó él. Después suspiró, apoyando la cabeza contra la almohada para clavar la vista en el techo. Ya no le importaba mucho. No se aferraría más a lo que estaba más allá de su control—. ¿Te quedarás con él?
Le sorprendió mirarla negar con la cabeza, así como recibir el cuaderno en la mano cuando ella se lo ofreció de regreso.
—Sólo yo sé de su existencia. El departamento no está enterado y no planeo que eso cambie... Hay muchos dibujos sobre ella.
Desnudos y otras tantas escenas privadas que hasta ese momento solamente habían pertenecido a Giulio. Lucilla había sido una constante fuente de inspiración para él aun cuando ni siquiera ella misma lo había sabido. Solía sonreír al verlo dibujar, y cuando intentaba mirar él retiraba las hojas, prometiéndole que le mostraría todo más tarde, cuando terminara la recopilación que estaba armando exclusivamente para ella. Era un regalo que había querido darle el día mismo en el que contrajeran nupcias. Algo únicamente para ellos dos.
—Iba a ser mi esposa —murmuró, acariciando distraídamente el plástico sobre el cuero del cuaderno—. La conocí cuando éramos niños. —Sonrió con expresión distante—. Nos detestábamos. Nos jugábamos todo tipo de bromas desagradables hasta que sólo dejamos de hacerlo y... —La pausa que siguió a sus palabras fue respetada por Emma. Giulio se perdió en sus pensamientos, en las cosas que fueron y que no podrían ser más, en lo mucho que extrañaba a su gente y en lo difícil que le sería al mismo tiempo dejar a aquella otra que había conocido en esa nueva era—. Se casó cuando cumplió dieciséis años. Fue... Cuando la vi marcharse fue una mala temporada para mí.
—La mujer de los dibujos es un poco mayor.
Giulio asintió.
—Lucilla regresó dos años después, cuando enviudó. Yo tenía veinte años para entonces, ella dieciocho. Nunca más nos separamos, aunque no formalizamos nada. Estábamos esperando... ¿A qué? No lo sé en realidad. Fui un estúpido y mi indecisión volvió a separarme de su lado. Supongo que una parte de mí temía que al casarme con ella no tendría el mismo tiempo para dedicarme a la segunda cosa que más amaba en la vida, que es mi arte. Nunca le di su lugar y por eso la perdí y no volveré a verla jamás.
El suave roce del cabello de Emma le indicó que asintió, cabizbaja. Por mucho que lo intentó, Giulio no pudo molestarse con ella. Emma era otra persona que amaba su trabajo y que él comprendía perfectamente por ello. Pedirle que no echara un vistazo a un cuaderno que tenía más de quinientos años de antigüedad hubiera sido lo mismo que pedirle a él que no pintara aquella primera vez que había entrado al taller de Crisonta y casi había sido acusado con la policía.
—Era hermosa, y parece haber sido alguien muy dulce.
Giulio resopló una risilla que ayudó a aliviar un poco la pesadez que sintió en el pecho y desanudó un poco el bulto en su garganta.
—Era caprichosa e insoportable. Se embriagaba como un marinero mercante y podía comer más mazitones que yo en una sola ronda. Sonreía como un ángel y obtenía lo que deseaba sin importar que fuera lo más disparatado del mundo, pero... reía mucho. Reíamos mucho juntos. Estar a su lado era lo que más disfrutaba de mi día.
—Lo lamento tanto, Giulio.
—Sabía que en algún momento debía hablar de ella. —Giulio miró largamente su mano sobre el cuaderno—. Sólo temía que al hacerlo la realidad terminara de hacerme entender que jamás volveré a verla ni a escucharla. Nunca he entrado a su sepulcro. No sé si está dentro de la cripta con el apellido de su familia que miré en el cementerio de la colina o en... no lo sé. No sé si volvió a casarse o si se quedó en la Arboleda. Su familia era de Eniia. A menudo hablaba del mar y hacía planes para que fuéramos a Verdalaro algún día, cuando nos casáramos. Sus abuelos vivían ahí.
Miró a Emma morderse los labios.
—Está en Canos... La Arboleda —se corrigió ella sutilmente. Revisó una vez más entre sus carpetas de cuero negro y sus cuadernos y extrajo un librillo de color gris que abrió para revelar un montón de hojas en su interior—. Su familia construyó la cripta de la pequeña loma, cerca de la que se mandó a erigir para ti. Diez personas descansan en su interior, Lucilla entre ellos.
El fulgor de los rayos del sol comenzó a desdibujar figuras en las cortinas de la ventana, trazando lentamente el cuadro del marco en el suelo. Giulio se concentró en mirarlo, en distinguir su geometría exacta, los relieves de la loseta del suelo y el matiz cada vez más pronunciado del dorado cálido de la luz.
Se obligó a mantenerse sereno e inspiró profundo un par de veces cuando el ardor en sus ojos amenazó con descontrolarse. No quería darle a Emma ese espectáculo. No quería vulnerabilizarse más ante otras personas. Vassé y sus hombres habían hecho ya suficiente para humillar y pisotear su orgullo y su dignidad en los últimos días que no quería continuar descendiendo en esa cruenta espiral de autocompasión y miseria que cada vez se asentaba con más fuerza sobre él.
—La última vez que la vi fue hace tan sólo unos cuantos meses para mí, la misma noche en la que perdí la vida. Íbamos con rumbo a su casa y una de las llantas del carruaje se salió del eje. Tomamos uno de los caballos, dejamos al carrocero encargándose del problema y cabalgamos juntos. Al llegar, su padre estaba afuera, bebiendo vino. —Sonrió al recordar el gordo y rosado rostro del Lucio Daberessa mirándolo con fingido enfado—. Me miró de arriba abajo cuando ayudé a Lucilla a bajar del caballo y me advirtió en contra de llenar la cabeza de su adorada e inocente hija con fantasías, sin saber que era ella la que llenaba la mía. —Arrugó la nariz y tosió un poco, lejos ya de los violentos accesos que en un inicio hacían su pecho convulsionar—. Me alegra que nunca se supiera de lo nuestro. No quiero pensar lo que la gente de tu época habría hablado sobre ella.
—Hay muy poca información al respecto —dijo Emma, devolviendo a la mesa el vaso con agua que intentó ofrecer a Giulio y que él rechazó con una sacudida de su cabeza—, y encontré algo que... no sabía si decírtelo o no, pero creo que es tu derecho saberlo. Todo viene aquí. —Levantó la libretilla de documentos para mostrársela, después la puso sobre el regazo de Giulio.
—No me siento en condiciones para leer ahora mismo. Puedes decírmelo —la animó él.
Emma titubeó. Se mordió los labios hasta tornarlos blancos y asintió una sola vez. Sus ojos se posaron en los de Giulio, serenos en su profundidad, y su voz suave y cuidadosamente entonada se elevó para clavar la última estocada que habría de romper el corazón de Giulio en mil pedazos.
—Lucilla Daberessa murió seis meses después de tu partida, Giulio, dando a luz a un niño que más tarde llevó tu nombre.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro