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42 Lienzos


Despertó en una habitación blanca, con la luz del sol entrando plácidamente a través de la cortina traslúcida que ondeaba con sobresaltos juguetones. Había tres lámparas sobre el techo en forma de rectángulo que lo hicieron parpadear en una reacción fotofóbica. El primer impulso al que cedió fue el de levantar su mano al no sentir más el peso de los grilletes. Había en su lugar una venda en torno a su muñeca, y unas cuantas agujas clavadas en su piel que eran el motivo principal por el cual sentía hinchazón y picazón. Su otra mano, la izquierda, estaba inmóvil, como el resto de su brazo.

No tenía idea de en dónde se encontraba. En un nosocomio quizás. La suavidad debajo de su cuerpo y los inofensivos retenedores de metal que lo rodeaban sólo podía indicar que estaba sobre una cama y no más en un suelo de roca. Tenía pocos recuerdos de su ardua travesía de huida; la mayoría eran parpadeos de un camino pedregoso, túneles largos, fríos y oscuros, y un mar de árboles que se apretujaban contra su cuerpo y lo empujaban, obligándolo a arrastrarse cuando no podía levantar más las piernas.

Una máquina emitía un sonido constante. Por un momento la confundió con la gotera que le había hecho compañía durante su estadía en el infierno, aunque ésta no tenía eco, ni las alimañas coreaban su lento y parsimonioso tintineo.

Inspeccionó la habitación con un recorrido lento y cansado de su mirada. Había algunas cosas y máquinas rodeando su cama, y un montón de bolsas con líquidos en su interior colgaban de un perchero de metal, con cables y mangueras que sobresalían de sus extremos e iban en un camino desigual a conectarse su carne amoratada. No se quitó las agujas tanto porque sabía que de alguna manera estaban ayudándolo como porque su brazo izquierdo no respondía a sus deseos. Tampoco intentó mover su pierna derecha, que estaba elevada y abultada a la altura de la rodilla por más vendajes.

—Giulio —dijo una voz que había creído jamás volver a escuchar. Miró al lado opuesto de la cama, la única zona donde no había alcanzado a mirar al estar medio inclinado hacia un costado por un bulto suave que le levantaba la espalda—. Dios, estás despierto—. El rostro de Emma, un poco descompensado, se asomó para plantarse frente a él, bloqueando las luces del techo—. ¿Cómo te sientes?

Como un trapo viejo, habría contestado él de haber tenido el humor de bromear. Su cuerpo era una marejada de dolores, calambres y ardor. Sentía una incomodidad enorme en el hombro izquierdo y un picor insoportable en la cabeza. Respirar le escaldaba en el pecho, y aunque estaba sobre un colchón, cubierto con cobijas suaves y el aire que entraba por la ventana era cálido, aún sentía frío, tanto frío que los dedos de sus pies estaban helados y su cuerpo entero temblaba como si estuviera aún recostado sobre el suelo de roca.

—Estoy bien —respondió con voz desafinada—. ¿Dónde...?

—Estamos en Palatsis. —Emma se acomodó un mechón rebelde detrás de la oreja. Parecía no haber dormido en días y, por primera vez desde que Giulio la conocía, no vestía su pulcra ropa elegante, sino una sudadera deportiva de color rosa sobre una camiseta amarilla que le quedaba holgada, lo que intensificaba el verde lima de sus ojos y la abundante cantidad de hermosas pecas que tenía en las mejillas y la nariz y que Giulio no recordaba haber visto antes—. Hemos estado aquí desde hace cuatro días. Los médicos autorizaron tu traslado luego de seis días de tu aparición en Sicoma, en la región de Ilásica. Estuviste intubado mucho de ese tiempo. Estabas... no podías respirar por tu cuenta... Dios —su voz se quebró ligeramente y Giulio la buscó con su mano, que ella tomó rápidamente—. En verdad me alegra verte despierto.

Entonces habían pasado días de su milagroso escape. Había logrado huir contra todo pronóstico, a tan sólo unos cuantos minutos de que Vassé diera la orden definitiva para que lo ataran contra un mástil y le prendieran fuego. No tenía experiencia muriendo quemado, pero no la necesitaba para saber que sería mil veces más agonizante que las quince puñaladas que había recibido en el vientre y el pecho.

Parpadeó, procesando entonces lo que Emma había dicho. Diez días. Habían pasado diez días de su escape. Sus pies aún dolían como si acabara de terminar la caminata más larga de su vida y habían pasado ya diez días de eso.

—¿Cuánto tiempo estuve... ausente? —preguntó con la voz descompuesta, bamboleando la cabeza al sentirla pesada. Le ardía la garganta. Emma debió notarlo y le ofreció un poco de agua que él aceptó con un asentimiento.

—Fueron tres semanas, Giulio.

Y el tiempo había transcurrido tan lento que si Emma le hubiera dicho que habían sido diez años él lo habría creído. Había desaparecido por tres semanas, había conocido lo peor de la humanidad en un lapso tan pequeño y risible, y estaba de regreso, recostado entre comodidades, conversando con una hermosa mujer que había creído jamás volver a mirar. La existencia era cruel e irónica, y un poco bromista.

—Lo lamento tanto —continuó Emma luego de poner el vaso de plástico sobre una mesita que flanqueaba la cama—. Subestimamos tu situación, nos distrajimos... te descuidamos y casi mueres por nuestra culpa, por mi culpa.

—Se incendió mi casa —murmuró Giulio, adormilado. Meció la cabeza en un intento vano por despejarse—. Salimos y... fue tan confuso... ¿Dónde está mi gato?

Emma le apretó la mano con un poco más de fuerza y volvió a empujarlo sutilmente por el pecho cuando él hizo el intento de levantarse.

—El incendio fue provocado. Tu gato está bien. Calma... Calma, por favor. Todo está bien. En unos momentos más vendrán los médicos.

—Los vecinos de abajo tuvieron un accidente... Mi gato, ¿dónde está?

—Eso me haría sentir mejor por muy cruel que pudiera sonar. No. No fue un accidente. La explosión fue ocasionada por una fuga de gas. Dejaron las manijas de la estufa abiertas y un temporizador que hizo ignición después de un rato causó la explosión. Afortunadamente los inquilinos estaban fuera de la ciudad en ese momento. Todo fue planeado para llegar a ti.

—Llegaron a mí —balbuceó Giulio. Abrió los ojos de golpe—. ¡Tom! ¡Marice! Tengo que ayudarlos. Tengo que... encontrar a mi gato. Es... No soy...

—Ellos están bien, te doy mi palabra —le dijo Emma luego de sisear un poco para tranquilizarlo—. Tomello sufrió una fractura muy severa en una de sus piernas, pero ya fue intervenido y tratado. Se recuperará, y con un poco de terapia física podrá volver a caminar como antes. El departamento cubrirá todos los gastos. Marice se encuentra bien. Viene a menudo y nos cuenta cómo el gato te llama a los gritos.

—Se llama Bodegón —sonrió Giulio con los ojos cerrados—. Si estuviera aquí me ayudaría con las ratas. Están por toda la celda. Hay ratas... —Miró a las tres Emmas que danzaban a su alrededor—. Muchas ratas, Emma bonita. Me muerden cuando duermo. —Movió los dedos de su pie izquierdo para respaldar sus palabras.

—No hay más ratas, te lo aseguro —jadeó Emma. Giulio la miró secarse los ojos—. Estás a salvo ahora. Nadie más te hará daño. No lo permitiremos. No lo permitiré de nuevo. —Pasó su mano por la mejilla de Giulio—. Una vez que estés listo, el departamento de investigación querrá hablar contigo. Es... Será necesario para asegurar que quien sea que te haya hecho esto no lo intente de nuevo. Cubrieron todo el país en un instante. Te buscamos por todos lados, Giulio. Jamás nos dimos por vencidos...

Lo siguiente que dijo se perdió detrás de una cortina de niebla que enmudeció el sonido por completo. Después entendería, cuando pudiera mantenerse despierto por más de cinco minutos, que su somnolencia era motivo de los pesados analgésicos que entraban cada tantas horas a su torrente sanguíneo e instalaban bloques de piedra sobre sus músculos y sus sentidos.

Cuando volvió a despertar, sintiéndose un poco mejor, los rostros sonrientes de Marice y Tomello le dieron la bienvenida, y con ellos estaba Crisonta, que le dio un beso en la frente como primer saludo. Le contaron que Emma se había quedado con él todo momento desde su reaparición.

Ella había tomado un vuelo exprés desde la ciudad de Taras, ubicada en la región de Pamaz, hasta Sicoma, que se encontraba en Ilásica, para llegar rápidamente, en cuanto la policía había reportado el hallazgo de Giulio a decenas de kilómetros de distancia de donde había sido secuestrado, y después lo había acompañado en su aparatoso traslado a Palatsis, que quedaba a dos municipios de Artadis, de regreso en Pamas. La travesía, por supuesto, Giulio la había vivido en un sueño clínico que los médicos le habían inducido y que llamaban «coma».

Había volado por medio país y no había estado despierto para experimentarlo ya fuera con terror o entusiasmo.

La pierna de Tomello lucía terrible, llena de varillas e hinchada como un embutido. No podía pararse en lo absoluto y tenía que trasladarse en una silla de ruedas, por lo que su visita había demorado en darse más que la de los demás.

—Te debo la vida —le dijo a Giulio cuando Marice se ofreció a acompañar a Crisonta por un café y Emma anunció que se retiraría por un par de horas para asearse, dejándolos solos. Sólo Leo permanecía presente, pero había salido de la habitación en ese momento. Era la primera vez que Giulio lo había visto armado con una pistola que asomó un par de veces debajo de su abrigo—. De no haber sido por ti y por Azumi me habría cocinado vivo como langosta.

—De no haber sido por mí no habrían provocado el incendio para sacarme de mi casa y tú jamás habrías sufrido esa terrible herida —lo corrigió Giulio con amargura.

—Nah, no puedes culparte por lo que unos hijos de puta con mierda en vez de cerebro hicieron contra ti. —Tomello sonrió y le dio un par de golpecitos en la cabeza, que Giulio había descubierto rapada. Emma le había explicado que su cabello había quedado en muy mal estado y las heridas más graves de su cabeza habían requerido intervención médica y sutura. Su cráneo era ahora un mapa de cicatrices cubierto de vendas—. Estamos igual, aunque a mí se me ve mejor... Bah, nos diste un susto terrible, viejo.

—Pasa que se quedaron sin un par de manos extra para hacer los deberes de la casa, por eso me extrañaron.

—¡Pero si no quedó casa! —se rio Tom—. Aunque ya tenemos otra. —Se inclinó hacia él, maniobrando la silla de ruedas con torpeza—. Es un departamento de lujo en el centro de Artadis. Lo pagaron tus amigos. Cada uno tiene su habitación ahora y el edificio entero vibra cuando enciendes el maldito equipo de sonido. Lo verás por ti mismo cuando te dejen salir de aquí.

—Ya quiero irme.

—Dale tiempo. —Tomello recargó los brazos en los reposabrazos de su silla—. Fue una mierda —masculló de la nada, mirando lejos de Giulio—. Tenías tanta vigilancia a tu alrededor que en verdad creímos que nadie jamás podría hacerte nada, menos en una ciudad como Artadis, donde lo más que sucede son asaltos a los turistas. Debimos estar más atentos, ser más...

—Basta. —Giulio se sentó con esfuerzo, agradeciendo cuando Tomello le enseñó cómo manejar el control que reclinaba o recostaba la cama. La base se elevó hasta que le ayudó a estar cómodo pese al dolor que le atormentaba la espalda—. Mi seguridad es un tema que únicamente me compete a mí. Yo fui quien debió ser más hábil para cuidar de mí mismo. Ustedes, Emma y sus compañeros sólo intentaron ayudarme, y se los agradezco.

—Es sólo que quizás no he sido capaz de dimensionar tu situación —dijo Tomello con voz quieta. Frunció el ceño y se rascó la cabeza aún sin mirar a Giulio—. Sé quién eres, pero al mismo tiempo todo me parece como salido de una película y sólo veo a otro cabrón de mi edad tan simple y normal como yo que olvido de dónde vienes, y que todo esto es en verdad nuevo para ti. No puedo imaginar lo que yo sentiría si de pronto fuera arrojado a... no sé, tu época, donde no se bañaban y tenían esclavos.

—Te morirías porque no había internet —sonrió Giulio, manejando pobremente un acceso de tos cuando intentó refutar la calumnia del baño y los esclavos.

Dos enfermeras arribaron con prisa para ayudarlo a despejar sus vías respiratorias y Tom tuvo que hacerse a un lado para dejarlas trabajar. Habían pasado sólo tres días del despertar de Giulio. Fátima también lo había visitado en ese lapso, asegurando que regresaría pronto para estar a su lado cuanto fuera posible. Palatsis estaba a cuatro horas de Artadis de distancia y a sólo tres de La Arboleda. La amable mujer no había perdido la oportunidad de llevar con ella una caja de chocolates rellenos de maní luego de enterarse de que eran los favoritos de Giulio, y había mimado a Tomello después de hacer una exclamación de horror al descubrirlo en silla de ruedas.

La seguridad alrededor de Giulio había incrementado, como era de esperarse. Podía ver más de dos hombres armados al otro lado de su puerta cuando la gente salía o entraba, y Marice le había dicho que había más vigilantes a lo largo de los pasillos y alrededor del hospital. Sólo el personal de medicina autorizado podía entrar, además de los seres queridos de Giulio, y debían reportar todo el tiempo la cantidad de medicamento y sustancias que le administraban.

No sabía si sentirse seguro o claustrofóbico. Aunque sí estaba agradecido, no mentiría negando que no soñaba frecuentemente con Vassé, y que despertaba bañado en sudor imaginando que lo vería entrar en cualquier momento por la puerta, cargado con un bidón de combustible que rociaría sobre la cama antes de arrojar una cerilla encendida. Giulio había despertado jadeando en más de una ocasión, bañado en sudor; seguro de que las llamaradas estaban quemando su carne mientras un siniestro murmullo de rezos y alabanzas se elevaba por sobre su agonía.

Sólo era la fiebre, le habían dicho los médicos. Su cuerpo había rebasado los límites de su resistencia durante la tortura y su posterior escape, y había llegado en un estado muy lamentable. Las heridas de los latigazos en su espalda se habían infectado y el medicamento para combatirlas no estaba funcionando como se esperaba. También las de su pie derecho, producto de caminar por kilómetros sin una zapatilla, tenían su planta hinchada y encostrada. Tenía un cuadro complejo de neumonía, varias costillas y un hombro facturados, y una de sus rodillas había necesitado ser reparada luego de que en una de sus tantas caídas sus huesos se desalinearan, sin contar que le habían rasurado la cabeza por entero para atender algo refrente a su cráneo y tenía caminitos de suturas por todos lados en el cuero cabelludo.

Sería una recuperación lenta pero segura, le habían dicho, como esperando que se alegrara por algo que sólo podía causarle vergüenza y malestar.

Lo único que agradecía era que su padre no estuviera presente para atestiguar su estado tan lamentable y su deficiencia para cuidar de sí mismo.

Fue peor cuando algunos días después de su despertar cuatro agentes de ese departamento de eventos especiales del que Emma le había hablado al inicio arribaron y comenzaron a hacer preguntas. Giulio no supo exactamente qué debía decirles y se limitó a resumir los hechos como los recordaba. Dijo sobre la explosión que lo había despertado y hecho salir a toda prisa de su departamento, enfatizó en el hombre calvo y alto que le había preguntado su nombre durante la evacuación y cómo había ordenado a otros dos que lo capturaran. Les habló sobre su despertar en la cueva, sobre Vassé presentándose sin máscara ni capucha como sus esbirros y titubeó, avergonzado y furioso consigo mismo, cuando narró superficialmente la tortura a la que lo habían sometido y los motivos religiosos que ellos consideraban excusa suficiente para lastimarlo.

Si los agentes creían o no que era un enviado del diablo, un resucitado o sólo un farsante por el que la gente hacía demasiado escándalo no se lo dijeron. Fueron muy estoicos y prácticos al momento de interrogarlo y pedirle que detallara con cuidado los rostros que podía recordar, y el camino que había tomado desde la montaña hasta la ciudad de Sicoma, donde los guardias de seguridad lo habían ayudado llamando a una ambulancia. Vassé era un nombre que no conocían pero que inmediatamente tomaron como punto de partida para conducir el resto del interrogatorio y sólo se detuvieron cuando Giulio, demasiado tenso y estresado, comenzó a confundirse en sus respuestas y a revolver fechas (que no sabía porque el tiempo había corrido distinto dentro de las cavernas) y eventos, lo que notoriamente les desagradó.

Para cuando había llegado el momento de que los agentes se marcharan, iniciaron las curaciones en las heridas de su espalda y Giulio no pudo atender a más visitas por el resto del día, aturdido por el dolor y la vergüenza de los gemidos que no había podido contener mientras los médicos y las enfermeras rastrillaban su piel con lo que había sentido como navajas y ácido.

Así estuvo por algunos días, temiendo a que llegara la tarde, que era cuando iniciaban las curaciones, y a la noche, que le recordaba tanto a las penumbras de las cavernas, que traían consigo a las pesadillas. No pudo dibujar mucho durante esos días aunque lo intentó. La mayoría de sus trazos eran difusos y no lograba concretar una idea sin sentir que lo que hacía era basura y arrojaba el cuaderno a un lado, sordo a las palabras de aliento que le aseguraban que sus habilidades continuaban intactas. No le preocupaba su desempeño, le preocupaba no ser capaz de cuidar de sí mismo, de salir de ahí y volver a caer en manos de otro Vassé o de cualquier demente que creyera que hacerle daño era necesario para agraciarse con Dios.

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