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41 Lienzos

El manto traslúcido sobre el esbelto cuerpo desnudo se movía a la par de su cabello, empujados por una corriente imperceptible de aire que en torno a «Ella» parecía correr con la fuerza de un remolino.

Era «Ella». Sus pies se desvanecían al la altura de sus pantorrillas, sus manos colgaban laxas a sus costados, arrugando apenas un poco la caída de su manto. Miraba a Giulio con profundos y brillantes ojos negros, y en un movimiento sorpresa para él, echó la cabeza un lado, como si le indicara que lo siguiera.

Giulio miró hacia el extremo opuesto, donde cada persona que servía a Vassé, y Vassé mismo, estaba ocupada organizando la ejecución de Giulio con tanto júbilo que parecía que estaban por dar abertura a una ceremonia de bienvenida. Nadie le prestaba atención. Estaban seguros de que no tenía más fuerza para caminar ni mucho menos para correr. Resollaba al respirar y la fiebre lo tenía tan abatido que de no ser porque sabía que seguirla a «Ella» era tal vez su última oportunidad de salvación, se habría recostado en el piso para descansar antes de que el tormento reiniciara de nuevo, esa vez de forma definitiva.

Se arrastró al principio, procurando mantener sus cadenas en alto para no llamar la atención, gateó después, obligando a sus piernas a moverse. Se puso de pie a un par de metros de alcanzar el arco de la salida, y echó a andar con pasos vacilantes al principio. Se encontró con un corredor largo y ancho que se curvaba ligeramente a la derecha. En la pared había una hilera de focos posicionados cada tantos metros, lo que oscurecía el camino por ratos. Giulio se esforzó por caminar lo más rápido posible, tragándose la tos, que sacudía su pecho en violentas convulsiones. Antes de llegar a la primera de las intersecciones se detuvo.

«Ella» estaba de pie en el centro. Su rostro giró hacia la derecha, alborotando su fino cabello largo. Después se desvaneció, cuando Giulio echó a andar de nuevo y la perdió de vista por un momento, de un momento a otro comenzando a escuchar de fondo el ladrido de los perros y los gritos de los hombres que rápidamente se pusieron tras su pista.

Darían con él rápidamente si no se daba prisa.

Eligió el camino de la derecha y anduvo entre tropezones y dolorosas caídas hasta que en la siguiente intersección «Ella» señaló hacia la izquierda con una mano delgada. Después de eso Giulio fue a la derecha dos veces más y una última a la izquierda, donde se frenó en seco, balanceando los brazos, cuando se encontró de cara hacia un abismo. El borde bajo sus pies se desgajó un poco, arrojando una lluvia de pequeñas piedras y polvo hacia una negrura tan sólida que Giulio sentía que si estiraba la mano podría tocarla.

Siguiendo un pequeño sendero entre el abismo y la pared, llegó a un puente de madera que no parecía muy resistente pero que le ofrecería una muerte más rápida en caso de caer por accidente que lo que le esperaba de regreso en el salón de torturas si los hombres de Vassé lo alcanzaban.

Y a punto de dar el primer paso con solamente un pie cubierto por una zapatilla, una mano lo sujetó por el hombro y lo hizo caer pesadamente sobre su trasero. Se retorció de dolor y de sofoco, escuchando de soslayo las voces de dos hombres maldiciendo y gritando. ¡Lo habían alcanzado!

Se retorció entonces, dificultando que lo cargaran o lo arrastraran de regreso. Uno de ellos, cansado de su resistencia, le propinó un fuerte puñetazo en la cara, casi desmayándolo. El otro lo pateó tantas veces que el cuerpo de Giulio contestó con varioss que lo hicieron oscilar entre la consciencia y la inconsciencia, quedando finalmente laxo en el suelo, donde los hombres comenzaron a comunicarse por radio.

Fue ahí, en ese pequeño descuido donde no apostaron por un despliegue de resiliencia más de su parte, mientras lo rodeaban como buitres en busca del mejor ángulo para sujetarlo y llevarlo de regreso, que Giulio cedió a un último impulso de resistencia y levantó las piernas para tirar una patada. Acertó en la rodilla de uno de los hombres. El golpe le dobló la pierna en un ángulo doloroso, lo que lo llevó a perder el equilibrio y trastabillar en una peligrosa dirección. El grito del encapuchado hizo eco a lo largo y amplio de la enorme caverna cuando se desplomó hacia el abismo. El otro no pudo más que gritar su nombre con desesperación, asomándose, aunque no descuidando a Giulio, a quien volvió a golpear.

Quizás habría sido asesinado ahí mismo, molido a golpes hasta que el último de sus huesos hubiera sido fracturado, si «Ella» no hubiera decidido intervenir una vez más. Una última vez.

A punto de patear una vez más a Giulio, el hombre se paralizó en su lugar, mirando más allá de él. Giulio siguió la dirección de sus ojos. «Ella» estaba ahí, a su lado. Su esbelto cuerpo se deslizó como una caricia en el aire y llegó hasta el hombre encapuchado, que pareció paralizado en su lugar; no se opuso a que los dedos largos y delgados de «Ella» le retiraran la cobertura del rostro, tampoco al beso que atrapó sus labios y que fluyó con una cadencia pasional al inicio, anonadando a Giulio en su lugar, debajo de ellos.

Las manos del hombre se levantaron a los costados, una de ellas se empuñó e intentó golpear. Sólo entonces Giulio notó que la piel de su cuello y del perfil de su rostro estaba arrugándose. Estaba secándose, volviéndose amarilla primero, ceniza después. Las venas de las manos del hombre saltaron a la vista cuando sus dedos se alargaron al perder la grasa y el tejido que los componía, sus ojos se abrieron al límite de sus cuencas, casi saltando fuera de sus órbitas, pero no se separó de «Ella», que lo sujetaba con una firmeza dulce.

Para cuando el beso finalmente terminó, «Ella» dio un paso atrás y el muñeco de pellejo que quedó en el lugar donde antes había estado un hombre de aproximados noventa kilos cayó tieso hacia la penumbra del abismo.

Giulio se arrastró para ponerse de pie cuando «Ella» se desvaneció una vez más. Cruzó el puente, balanceándose peligrosamente sobre las maderas, y cayó al suelo sobre sus rodillas al legar al otro extremo. Después escuchó un chasquido y miró por sobre su hombro cómo las enormes cuerdas que sostenían la estructura base del puente se desataron y el sendero desapareció por completo en las entrañas de la tierra.

Lo tomó como una señal para apresurarse a continuar su camino, poniéndose de pie con tanto esfuerzo que cada hueso de su cuerpo tronó. Fue en línea recta a través de un túnel nuevo, dobló a mano izquierda al notar que el resto del camino estaba obstruido por una cinta de precaución, tomó dos giros más con la presión palpitando en sus sienes al no estar seguro de que estaba tomando el camino correcto y luego fue a la derecha, guiado por «Ella». No bien dio los primero pasos lejos de la última esquina su corazón dio un vuelco de felicidad cuando avistó el brillo bendito e innegable del día al otro lado del largo pasadizo que aún le faltaba por recorrer.

Lo acortó con paso vacilante, obligando a sus piernas a continuar moviéndose pese a que se doblaban y lo hacían andar a trompicones. Sentía el rostro bañado de sudor y de lágrimas de felicidad, y la risa que escapó de sus labios fue genuina cuando al llegar al final del túnel su visión fue enceguecida por completo por el cálido resplandor del sol, que él intentó tapar inconscientemente con una mano.

Sus huesos agradecieron el calor. Su piel desecha por los moretones y las cortadas tenía un aspecto mortecino, casi igual de acartonado que la piel del hombre que «Ella» había disecado frente a sus ojos. Su ropa era de cualquier color, menos blanca, pero no le importaba porque estaba finalmente afuera de las infernales entrañas de la tierra. Lo único que deseaba era continuar alejándose antes de que Vassé encontrara una salida alterna y le diera alcance.

Una vez que su visión se ajustó a la iluminación del día, aunque aún cansada y un poco borrosa, se dio cuenta de que se encontraba en un lugar alto, a las afueras de la mitad del cuerpo de una enorme montaña. Frente a él se extendía una inmensa sección de bosque, y más allá de las hermosas y frondosas copas verdes, un asentamiento humano se distinguía únicamente por la redonda silueta de lo que parecía ser un edificio muy alto.

Giulio se pasó la lengua por los labios en un fútil intento por humedecerlos y comenzó la ardua tarea del descenso. La acortó vergonzosamente cuando a medio camino tropezó y rodó en picada decenas de metros sobre piedras, lodo y ramas, hasta que una hilera de matorrales detuvo su descenso en seco, añadiendo más rasguños a su maltrecha condición. No supo por cuánto tiempo se quedo tirado sobre su vientre, debieron ser segundos que su alterada percepción del tiempo contó como minutos. Tal vez se desmayó, porque al abrir los ojos, luego de haberlos cerrado por un momento, el sol había descendido un poco más al otro lado de los árboles.

Un tronco de madera fresca le ayudó a ponerse de pie, atestiguando en silencio el cruel acceso de tos que lo abatió y lo hizo escupir sangre. No sabía a dónde iba, sólo que si moría, no lo haría a manos de Vassé y sus esbirros.

Continuó andando entonces, mareado, agotado y con una pierna doblándose en un ángulo anormal cada que daba el paso debido al abultamiento en su rodilla. Se abrazaba a cada árbol que encontraba, tomando lapsos cada vez más prolongados para descansar, y levantaba las piernas como si estuviera marchando cuando perdía la sensibilidad en ellas y creía que no estaban funcionando para continuar llevándolo.

Cuando se caía, pelando un poco más sus rodillas y sus manos, luchaba con persistencia contra el deseo de su cuerpo por rendirse y tenderse a descansar. Los inofensivos animales lo veían pasar desde sus escondites, las aves trinaban como si lo felicitaran por su entereza. No fue hasta que el sol descendió y estaba a punto de meterse al otro lado de una franja de edificios que él alcanzó el final del bosque y la delgada suela de la única zapatilla que aún poseía raspó contra la superficie dura de una carretera.

Asfalto, le llamaban. Giulio siguió con los ojos enrojecidos el camino y echó a andar con mente ausente hacia la caseta que avistó estacionada afuera de una puerta corrediza de metal. Antes de alcanzarla, sin embargo, pasó junto una cabina un poco más pequeña que tenía espejos como cristales y se horrorizó con su aspecto.

El hombre demacrado, flaco, con la piel cubierta de heridas y plastas de mugre, el cabello enmarañado, los ojos hundidos sobre un rostro lleno de sangre y gruesos grilletes unidos por cadenas que pendían de su cuello y sus muñecas no era él. No podía ser él. No era la persona que le había devuelto el reflejo del espejo durante toda su vida.

Otro acceso de tos, en el que arrojó un enorme coágulo de sangre, lo espabiló y lo hizo continuar. Su cuerpo protestó por el esfuerzo. Él lo ignoró, llevándolo al límite en un último impulso que lo ayudó a llegar hasta la caseta, donde dos hombres uniformados de azul conversaban animadamente frente a una televisión pequeña. El susto que se llevaron al ver a Giulio aparecer súbitamente frente a la puerta abierta de su diminuta estancia se reflejó tanto en sus pálidas expresiones como en las maldiciones que exclamaron cuando se pusieron de pie de un salto, amontonándose uno sobre el otro.

—Necesito ayuda... por favor —dijo Giulio con voz afónica.

Segundos después sintió el golpe del concreto contra su cuerpo, y el cansancio finalmente lo derrotó, envolviéndolo con la bendita inconsciencia.

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